No tengo razón alguna para seguir las modas, pero reconozco que a veces me
dejo llevar por las tendencias del momento para ver si encuentro algo de
entretenimiento. Vi The Witches, la nueva película de Robert Zemeckis
estrenada en la plataforma de HBO Max, pensando que lo encontraría, pero de
inmediato me asalta el tedio y hago una labor casi titánica para llegar hasta
el fatigoso final. La película de Zemeckis, que actualiza la clásica novela
infantil de Roald Dahl, me parece tan aburrida que me da la sensación de estar
tomando una poción desabrida y sin magia hecha por brujas con ratones
generados por ordenador. Es la segunda adaptación del libro, luego de esa
versión de 1990 de Roeg protagonizada Anjelica Huston. En esta, solo cambian
unos cuantos detalles para contentar con mucha pretensión a la clase
políticamente correcta. Cuenta la historia de un pequeño afroamericano que,
después de quedar huérfano por un trágico accidente ocurrido en 1968, se va a
vivir con su abuela al pueblo de Demopolis, Alabama. Todo transcurre
normalmente en su cotidianidad, hasta que una fantasía oscura detona el
problema que hace que el niño y su abuela, quienes se mudan a un hotel para
escapar del suceso, sean testigos de los poderes de unas brujas absolutamente
diabólicas que tienen la manía de transformar a los niños en animales,
especialmente en roedores. No hay nada asombroso en esa trama. Todo luce
rutinario, previsible, terriblemente superfluo cuando la abuela y los niños
convertidos en ratones intentan por todos los medios revertir el hechizo de la
Gran Bruja y acabar con el reinado de terror que ejercen sobre los infantes,
algo que de alguna forma solo refleja una trillada parábola sobre el maltrato
infantil y el temor a la maternidad, además del tonto maniqueísmo de los
estereotipos. De alguna manera, solo me cautiva la histriónica actuación de
Anne Hathaway como la bruja glamurosa con la boca ancha, aunque su desarrollo
sea superficial. También hay un notable diseño de vestuario y una pomposa
dirección de arte que se corresponde bien con el tono fabulesco del relato.
Los efectos CGI me resultan espantosos. Por lo demás, todo lo otro es
olvidable. Creo que es la película más desastrosa que he visto de Zemeckis.
No sé lo que estaba pensando John Huston para dirigir
La burla del diablo, pero a decir verdad su comedia de aventuras
protagonizada por Humphrey Bogart me parece un poco aburrida. Una anécdota
afirma que el guión, basado en la novela de Claud Cockburn, fue escrito por
Huston y Truman Capote en el día a día durante el rodaje, con el fin de
parodiar ciertos pasajes de
El halcón maltés. Ni siquiera a Bogart, que actuó por última vez a las órdenes de Huston, le
gustó el resultado. Yo pienso lo mismo. Al verla, me da la sensación de que no
va a ninguna parte. Cuenta la historia de Billy Dannreuther, un adinerado y
cínico norteamericano que, junto con su esposa María, presta sus servicios a
cuatro estafadores que anhelan viajar a África para adquirir unas tierras
ricas en uranio. Ellos se quedan en un pueblo italiano mientras esperan la
reparación del barco para viajar. Durante ese momento, Billy y María conocen a
Harry y Gwendolen Chelm, otra pareja que, discretamente, comparte la intención
ir al continente africano a buscar el preciado químico. Pero rápidamente el
vínculo de las dos parejas levanta las sospechas de los rateros que tienen
otro plan para quedarse con el botín. Como es habitual en el cine de Huston,
los personajes que presenta son unos aventureros que, lentamente, se
convierten en prisioneros de las mentiras y de la codicia para obtener algo
valioso que, a fin de cuentas, los destruye. Pero en esta ocasión, la
narrativa ralentiza la acción para favorecer unos conflictos que surgen
meramente de los diálogos irónicos, con unos golpes de efecto que me hacen
pensar que la broma era en serio. Nada de lo que sucede consigue sorprenderme
y los personajes insufribles solo me molestan; exceptuando, por supuesto, la
presencia de Bogart como el sujeto rico con el pasado misterioso. De pronto me
fatigo cuando veo al variopinto grupo planificando la estafa, conversando con
doble sentido, engañándose unos con otros, cometiendo adulterio a discreción,
traicionándose en las entrañas de un bote a vapor en ruta a Mombasa. Aprecio
el sólido estilo visual de las exóticas locaciones, así como el manejo de la
elipsis para revelar algunas cosas. Pero nada más. Me parece una de las
películas de aventura más triviales que he visto de Huston.
The Flapper, de Alan Crosland, es una comedia muda que de alguna manera
goza de una grata presencia de Olive Thomas, pero a mi parecer le falta un
poco de fuerza expresiva a su cuento moral de la flapper. Pude ver una copia
en muy buen estado, preservada por la George Eastman House. Actualmente se
encuentra en el dominio público. La película es la primera de su género en
retratar el estilo de vida flapper que era tan popular durante la década de
los años 20. Con un guion escrito por Frances Marion, cuenta la historia de
una adolescente de 16 años llamada Genevieve 'Ginger' King, la cual vive en el
seno de una familia muy rica en la puritana ciudad de Orange Springs, Florida.
Como es una muchacha con un comportamiento muy inquieto, su padre, el señor
King, decide internarla en el instituto para señoritas de la estricta señora
Paddles ubicado en Nueva York, con el objetivo de disciplinarla adecuadamente.
Una vez allí, la trama la coloca en algunas situaciones que en un principio
resultan algo bonitas, sobre todo cuando la joven traviesa y enamoradiza pasea
por los idílicos campos de nieve con sus amigas e intenta coquetear con un
hombre mayor que camina por allí todos los días; pero desafortunadamente la
acción se vuelve terriblemente blanda y rutinaria cuando la protagonista, en
su afán de conquistar al ricachón fingiendo su edad, se escapa de la escuela
para escabullirse en el club de campo donde el tipo tiene una fiesta. Me
aburre lo que sucede en la vida de esa muchacha que disfruta de las glamurosas
fiestas de los años 20 y se involucra con criminales. La actuación de Thomas
[una de sus últimas antes de su trágica muerte] me parece correcta como la
joven espontánea y expresiva, aunque su hedonismo flapper dura muy poco tiempo
en pantalla. Thomas fue la primera actriz en interpretar al personaje de una
flapper. Los secundarios están sobrando. Además, el ritmo con el que el
montaje cohesiona las escenas resulta algo irregular. Me importa muy poco la
estética de Crosland. Pero reconozco que tiene un estilo visual acogedor y
algunos escenarios pomposos. Solo los intertítulos me atrapan. Por lo demás,
todo lo otro lo percibo como teatralidad redundante, una película torpe y sin
gracia que nunca llega a entretenerme con su fábula moral.
Como soy un entusiasta del cine de Emilio Fernández y ando estudiando sus
orígenes, he tenido la oportunidad de ver María Candelaria, el
melodrama mexicano de la época de oro protagonizado por Pedro Armendáriz y
Dolores del Río que ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes. Es la primera
película mexicana en lograrlo. A decir verdad, me conmueve de inmediato su
melodrama folclórico sobre amor, prejuicios e injusticias en el poblado
indígena de Xochimilco. Relata la historia de un viejo pintor que describe la
causa del retrato que pintó de una hermosa india desnuda. Su narración en
racconto se desplaza a 1909 en el pueblo de Xochimilco para presentar a María
Candelaria y Lorenzo Rafael, una pareja de campesinos indígenas que desea
casarse siguiendo las tradiciones ancestrales, pero son golpeados por la
pobreza y la desdicha, ganándose constantemente el odio de los pobladores por
el pasado marginal de María (es la hija de una prostituta). Lentamente me veo
cautivado por la historia de la dupla, especialmente cuando afrontan la
codicia del malvado señor Damián que desea a María Candelaria, la ira de las
campesinas feas que envidian la belleza natural de María, la imposibilidad de
ganarse la vida como marchantes de flores, las deudas que no pueden saldar, la
terrible enfermedad que amenaza con quitarle la vida a la pobre mujer. Hay
ironía, desgracia y pesadumbre. Fernández los captura apoyándose de la
destreza visual de Gabriel Figueroa, utilizando el gran plano general para
magnificar los paisajes bucólicos y las costumbres rurales de los lugareños
indígenas, la iluminación que amplía las emociones, el primer plano que
refleja la culpa y el dolor, el picado-contrapicado que ilustra la
vulnerabilidad y la dignidad de los protagonistas. Tiene actuaciones
estupendas del reparto, pero particularmente me cautiva Del Río como la mujer
humilde que es apedreada por la tragedia y el sufrimiento, Armendáriz como el
esposo que lo sacrifica todo por su mujer, Miguel Inclán como el perverso
villano que le hace la vida imposible a los protagonistas y Alberto Galán como
el refinado pintor obsesionado con pintar a la mujer de sus sueños. Puede que
el clímax sea un poco apresurado cuando los amantes se enfrentan a los
hostiles moradores, pero no por eso deja de ser un melodrama muy entretenido
sobre los caprichos del destino.
En esta secuela Sacha Baron Cohen vuelve a encarnar al alocado periodista
de Kazajistán para elaborar una crítica satírica sobre la sociedad
norteamericana en la época de Donald Trump.
Hace más de 14 años que se estrenó
Borat: lecciones culturales de Estados Unidos para beneficio de la
gloriosa nación de Kazajistán, la escandalosa comedia de carretera con estilo de falso documental
protagonizada por Sacha Baron Cohen. La vi en 2006. Mi memoria me traiciona
porque recuerdo vagamente algunas de las escenas de la película, pero me
acuerdo perfectamente de las sensaciones que me causaba ver a Baron Cohen
interpretando al corresponsal kazajo Borat Sagdiyev mientras anda de gira
por los Estados Unidos junto a su colega Azamat Bagatov para producir un
documental sobre la vida sociocultural del país y de paso intenta casarse
con Pamela Anderson. Ninguna película estrenada en ese año me hizo reír
tanto. La razón por la que no paraba de carcajear, supongo, se debe a esos
sketches provocativos en los que Borat interactúa con varias personas a lo
largo del viaje para burlarse de las idiosincrasias de la cultura
estadounidense y de paso sacar a la luz una crítica social demoledora sobre
el racismo, el antisemitismo, la homofobia, el sexismo y los prejuicios
depauperados de algunos sectores de la sociedad. Baron Cohen retiró el
personaje en el 2007 citando la controversial popularidad que alcanzó.
Sin embargo, el personaje ha sido resucitado por Baron Cohen en
Borat, siguiente película documental, una secuela que en cierta
medida es igual de divertida e irreverente que la antecesora y que no teme
en ningún momento de atreverse a romper con los tabúes sociales para
subrayar la decadencia política de una nación. Se ha estrenado en la
plataforma de streaming de Amazon Prime Video. La dirige un tal Jason
Woliner en su debut como director. Y me parece estupenda cuando mantiene el
sentido del humor negro, las escenas atrevidas y esa estética de
mockumentary con formato de road movie que le sirve a Baron
Cohen para interpretar una vez más al periodista kazajo con el acento raro
obsesionado con la cultura norteamericana y para satirizar, irónicamente, no
solo las tontas ideas de los estereotipos predominantemente blancos, sino
las falacias y el comportamiento dañino de los burócratas de saco y corbata
que actualmente administran el territorio con su diatriba conservadora. Hay
incorrección política por doquier. Por momentos lloro de la risa y casi se
me descoloca la mandíbula de tanto reírme al ver las ocurrencias del
escandaloso reportero extranjero.
La película se ambienta justamente catorce años después de la primera. Borat
Sagdiyev (Sacha Baron Cohen) relata con una voz en off las experiencias
previas que lo llevaron a estar encarcelado de por vida en un gulag, forzado
a trabajos pesados por ridiculizar la imagen del gobierno de Kazajistán en
la predecesora. Por un golpe de suerte, es puesto en libertad por órdenes
del primer ministro del país, Nursultan Nazarbayev, con la finalidad de que
cumpla con la misión de entregar al ministro de cultura de Kazajistán,
Johnny el mono, al presidente estadounidense Donald Trump en un intento de
restablecer los vínculos diplomáticos con los Estados Unidos. Borat acepta
el encargo, pero de inmediato reconoce que la tarea no será posible por
haber defecado en el jardín del Trump International Hotel and Tower en
película pasada, por lo que opta por donar el mono al vicepresidente Mike
Pence.
Tiempo antes de viajar, visita su antigua aldea y descubre que casi nada ha
cambiado, con la ligera excepción de que su vecino le ha robado su casa y su
familia. También se asombra al saber que tiene una hija de quince años llamada
Tutar (Maria Bakalova), a la cual descuida para partir hacia su destino.
Recoge sus trastes y recorre el mundo en un barco de carga por una ruta tan
extensa como irregular antes de llegar a la tierra del tío Sam.
La narrativa de la película conjunta la comedia de carretera con la forma de
un pseudodocumental, colocando en la ruta de Borat unos cuantos golpes de
efecto para amplificar la dimensión sorpresiva de su historia y la
improvisación que escupe cuando conversa con los ciudadanos que se encuentra
en el camino, en su mayoría vendedores de tiendas o tutores. La primera
sorpresa es que ha ganado el estatus de celebridad entre la gente, por lo
que debe disfrazarse constantemente para mantener un perfil bajo y que no lo
reconozcan durante la travesía. La segunda es la compañía que supone la
custodia de su hija Tutar, quien se hallaba oculta dentro del equipaje y,
para colmo, se ha comido al pobre mono. Borat, astutamente, envía un fax a
su jefe para buscar la aprobación de su nuevo plan: usarla a ella como
ofrenda en lugar el simio.
Quizá lo más importante del viaje de Borat y Tutar, además de las actitudes
absurdas y de los comportamientos vulgares, es que el vínculo se transforma
a lo largo de varias escenas para transmitir un comentario muy escueto sobre
la adolescencia, la independencia femenina y los deberes de la paternidad,
además de los componentes subtextuales que abordan tópicos de la actualidad
que son considerados polémicos, como el aborto, la cosificación de la mujer,
el acoso sexual y el odio que cosechan las ideologías políticas de la
alt right. Tutar es una adolescente rebelde con un aspecto descuidado
que se halla anclada a tradiciones arcaicas patriarcales que, de alguna
manera, la ponen a pensar que el rol tradicional de la mujer depende del
dominio masculino y que no tiene derecho ni siquiera a conducir un auto.
Borat, por su lado, sigue siendo un individuo sexista, antisemita, misógino
e impertinente, con una aparente fobia a las responsabilidades paternales,
algo visible en las escenas que busca deshacerse de su hija como si fuera un
paquete o al mantenerla encerrada en una jaula. No obstante, la alteración
de sus hábitos se manifiesta a través de los problemas que se extraen de las
conversaciones que sostienen con algunos habitantes y que, imagino, sirven
asimismo para modificar la conducta moral de ambos.
Por una parte, Tutar comienza a madurar y a contaminarse de los valores
superficiales de las jóvenes influencers de Instagram, viendo fábulas
animadas (que parodian a Disney) muy morbosas sobre el romance de Donald y
Melania Trump, tiñéndose el pelo de rubio, maquillándose en los salones de
belleza, haciéndole creer a un pastor cristiano [con doble sentido] que está
embarazada y que desea abortar, bailando con su padre y manchando su vestido
de sangre menstrual para provocar a unos burgueses de la alta sociedad
(símbolo de su maduración), visitando un centro de estética para hacerse
unos implantes en los senos. Cuando Borat la libera de la celda, en una
evidente metáfora de la liberación, se muestra más decidida que antes. Su
emancipación se termina de sintetizar, primero, cuando conversa con la
niñera afroamericana que es utilizada como guía moral y que le enseña a
valerse por sí misma y, segundo, al escabullirse en una reunión de mujeres
republicanas, en la que aprende que en las sociedades occidentales las
mujeres tienen los mismos derechos que los hombres. De ese modo sabe que
estaba equivocada, oprimida por las mentiras, y va a conseguir lo que anhela
sin el soporte de su egocéntrico padre, decidiendo tener una carrera como
reportera.
La metamorfosis moral de Borat inicia, en cambio, cuando se decepciona con
los líderes políticos que tanto admira y reconoce el verdadero significado
de ser un padre. Le pasa, primero, en la hilarante secuencia en la que se
disfraza de Trump para infiltrarse en la Conferencia de Acción Política
Conservadora para entregarle a Tutar a Mike Pence, aunque es expulsado por
los agentes de seguridad. El fracaso de ese evento le hace replantear su
motivación. Se le ocurre la idea de entregársela a otro colega de confianza
de Trump, Rudy Giuliani. Desafortunadamente, una discusión resquebraja el
lazo que tiene con su hija, porque ya ella considera que no necesita ser
obsequiada a un hombre para valer algo y también le dice que descubrió un
sitio en Facebook que afirma que el Holocausto nunca pasó, lo que deja a
Borat en un estado depresivo por su tendencia antisemita. La busca por todos
lados, pero descubre una ciudad desolada por la pandemia del COVID-19.
En el trayecto, Borat convive en una casa con dos simpatizantes de Trump que
tienen la mente muy jodida. Y hasta abandona su antisemitismo al visitar una
sinagoga (vestido con un atuendo que satiriza la caricatura negativa de los
judíos) y conversa con una comprensible anciana judía que lo convence de la
existencia del Holocausto, además de que los mitos de los males del judaísmo
son puras patrañas conspirativas. Luego, conversando con la señora
afroamericana, la única que sana las heridas morales, finalmente se da cuenta
de que quiere a su hija y se propone ir hasta el hotel donde ella está
realizándole una entrevista a Giuliani, interviniendo abruptamente en la
entrevista para rescatarla, en una de las escenas más polémicas de toda la
película, en la que el ex alcalde de Nueva York encarna la efigie de un
depredador en potencia cuando revela un proceder inapropiado delante de la
joven. Desde entonces, termina convirtiéndose en un padre responsable.
A pesar del evidente sesgo político de carácter progresista que observo
durante todo el metraje, la película marcha estupendamente por la manera tan
descabellada y cómica en que Baron Cohen interpreta a Borat, llevando las
manías del personaje hasta los extremos con su inexpresividad, su pericia
física, la variedad de acentos y los múltiples disfraces que escoge para
asumir roles diversos. Para mí es como si fuese el Groucho Marx del siglo
XXI. No hay filtro ni censura en las cosas que hace y que dice. Sus bromas
son sutiles porque nunca sale del personaje mientras la cámara documental
que lo sigue deja un espacio abierto para la improvisación y las reacciones
inesperadas cuando dialoga con los pobladores ignorantes que desconocen el
carácter sarcástico que se esconde detrás del kazajo bigotudo del traje
gris. Cada una de sus entrevistas revela comportamientos y hábitos de gente
que tiene la moralidad por el suelo, así como de otras personas que, por el
contrario, son sinceras. Su comedia improvisada es tan afilada como
auténtica. Y funciona todavía más con la química maravillosa que desarrolla
con la desconocida Maria Bakalova, quien hace una actuación bien contagiosa
como la hija subversiva.
A mí parecer la película del debutante Woliner es tan audaz y ofensiva como
la anterior. Pero se toma su debido tiempo para ilustrar, con una comicidad
inescrupulosa, la pudrición política que actualmente prevalece en el año
electoral de una sociedad norteamericana que, lentamente, se agrieta cada
vez más por las contrariedades de una pandemia y por gente que no anda muy
bien de la cabeza al sabotear la buena administración de Trump. El material
de denuncia de la sátira me pone a pensar, pero también me saca una sonrisa
hasta en los instantes más insólitos. Es una secuela tan necesaria como
relevante.
Ficha técnica Título original: Borat Subsequent Moviefilm: Delivery of Prodigious Bribe to
American Regime for Make Benefit Once Glorious Nation of Kazakhstan Año: 2020 Duración: 1 hr 35 min País: Estados Unidos Director: Jason Woliner Guion: Sacha Baron Cohen, Anthony Hines, Dan Swimer, Peter Baynham, Erica
Rivinoja, Dan Mazer, Jena Friedman, Lee Kern Música: Erran
Baron Cohen Fotografía: Luke Geissbuhler Reparto: Sacha Baron Cohen, Maria Bakalova, Dani Popescu, Manuel Vieru, Alin
Popa, Rudy Giuliani, Mike Pence, Calificación: 7/10
No sé lo que pensaba Olivier Assayas para manchar su filmografía con las
trampas del encargo, pero por lo visto la nueva película suya estrenada en
Netflix, 'La Red Avispa', es un thriller de espías verdaderamente
decepcionante que termina siendo tan plano como el ala de una avioneta cuando
muestra su tediosa narrativa de espionaje y sus múltiples personajes huecos.
Basada en hechos reales, cuenta la historia de René González, un piloto cubano
que se roba un avión, abandona a su familia y huye de cuba para comenzar una
nueva vida en Miami. Al igual que él se suman otros desertores y consiguen
trabajar como pilotos de avionetas para los Hermanos al Rescate, una
organización anticastrista que tiene la intención de dar ayuda humanitaria a
los cubanos exiliados en altamar. Sin embargo, en un giro de eventos poco
sorpresivo, se revela que el verdadero propósito de su misión es infiltrarse
como agentes de contraespionaje para desmantelar los planes de algunos grupos
anticastristas que operan desde Miami y son responsables de planificar
atentados terroristas para desestabilizar el régimen castrista. Esa trama
puede sonar interesante, pero de hecho se encuentra remotamente lejos de
serlo. Me parece un producto rutinario hecho a desganas, con una dejadez que
se refleja de inmediato con el flojo repertorio de personajes y unos golpes de
efecto muy débiles que no suponen nada revelatorio o mínimamente intrigante
con las acciones presentadas. Mi paciencia se agota cuando los observo
lidiando con los dilemas familiares, dialogando en los restaurantes,
maniobrando los aviones auxiliares sobre el mar Caribe, destapando complots
paramilitares. La fastidiosa narrativa está elaborada visualmente con el
típico estilo de Assayas que en ocasiones busca añadirle sustancia al
episódico argumento de los espías cubanos: cámara en mano, constantes fundidos
a negro, paralelismos innecesarios, mezcla de géneros, imágenes de documental.
Desafortunadamente, no hay tensión ni brío dramático. Las actuaciones de Edgar
Ramírez, Wagner Moura, Penélope Cruz y Gael García Bernal carecen de fuerza
expresiva en todas las escenas. El comentario sociopolítico raya en un
maniqueísmo burdo que, visto desde una concepción ideológica, parece casi
panfleto para un anuncio comercial inacabado. Es aburrida a perpetuidad,
carente de cohesionar el conjunto. Creo sinceramente que se trata de una de
las peores películas en la carrera del reputado cineasta francés.
Saratoga, de Jack Conway, es una comedia romántica bien divertida que,
atrevidamente, consigue hacerme reír con la química maravillosa que hay entre
Clark Gable y Jean Harlow. De alguna manera, también me asalta una ligera
melancolía al saber que presenta la última actuación en la carrera de Harlow,
pues cuando la película estaba casi terminada colapsó en el plató y falleció
trágicamente una semana después a los 26 años a causa de la uremia. A pesar
del percance, la narrativa mantiene la coherencia y, gracias al montaje, la
ausencia de Harlow en el tramo final es casi imperceptible. Escrita con un
guion de Anita Loos, cuenta la historia de Duke Bradley, un apostador
compulsivo que se la pasa apostando en las carreras de caballo y que está
endeudado hasta el tope. Pero su relato da un giro cuando secretamente se ve
atraído por Carol Clayton, la hija de un gran amigo suyo que llega desde
Inglaterra junto con su prometido rico, Hartley Madison. Casi todas las
escenas de esa trama se concentran exclusivamente en el triángulo amoroso de
ellos y en la manera en que el protagonista utiliza su astucia, no solo para
seducir a la rubia de platino, sino también para engañar al ingenuo cónyuge de
la muchacha, obligándolo a que apueste grandes sumas de dinero en la pista de
los corceles. Aunque el ritmo con el que se desarrolla es un poco paulatino
estableciendo la cohesión interna, me entretengo espléndidamente por la ironía
de los diálogos y las acciones divertidas de algunos personajes. El reparto
completo es estupendo. Pero particularmente me encanta la interpretación de
Gable como el galán intrépido que apuesta para ganar la mujer que ama, Lionel
Barrymore como el abuelo gruñón obsesionado con los caballos, Hattie McDaniel
como la jocosa sirvienta y Harlow como la rubia indecisa. Conway los captura
con el estatismo del plano general, a veces con diminutos reencuadres y el uso
discreto del plano medio corto, para transmitir dudas y segundas intenciones,
además de ejecutar sólidas secuencias en la competición de caballos y un acto
musical muy pegajoso. Puede que algunas cosas no encajen adecuadamente en el
clímax apresurado, pero eso me importa muy poco cuando me cautiva lo que veo.
Es una entretenida película de la Metro Goldwyn Mayer.
Tenía un tiempo sin ver una película de cine negro carcelario tan emocionante
como 'Fuerza bruta', del director norteamericano Jules Dassin. Si no me
equivoco, es la primera incursión de Dassin en los terrenos del film noir. La
intriga que evoca me entretiene durante una hora y media por la manera en que
Dassin combina astutamente el cine negro con otros géneros para crear un
explosivo, oscuro y violento melodrama carcelario sobre unos prisioneros que
están al límite y que buscan la redención a toda costa para reconciliarse con
las tragedias del pasado. Escrita por un guion de Richard Brooks, cuenta la
historia de Joe Collins, un prisionero que sale del calabozo de aislamiento en
la penitenciaría Westgate con el único propósito de planificar un escape de la
prisión juntos con sus compañeros de celda. Sospecho de inmediato que el plan
se complica, cuando Collins y su pandilla deben lidiar con el capitán Munsey,
el tiránico y nefasto regente de la cárcel que disfruta torturar a los presos.
Uno de los aspectos que destaco es que Dassin le añade cierta textura a las
motivaciones de los personajes con unas escenas retrospectivas que, narradas
con una voz en off y con un estilo visual que abarca géneros diversos (drama
doméstico, romance melodramático, cine bélico, cine gansteril, etc), describe
sus dilemas existenciales. Son unos individuos desdichados que han sido
apresados por enamorarse de mujeres fatales. Su estética emplea también el
primer plano, el picado-contrapicado y la iluminación expresionista que en
algunas escenas vitales reflejan el furor, las sospechas y la desilusión de
esos infelices que desean escapar. Construye atmósferas claustrofóbicas y muy
sórdidas en los interiores de la prisión. Y consigue estupendas actuaciones
del reparto, destacándose Burt Lancaster como el temerario y calculador
prisionero que se enfrenta a la fuga de la incertidumbre, Charles Bickford
como el experimentado colega y Hume Cronyn como el despiadado jefe que somete
a los presos a golpizas extremas mientras escucha la música de Wagner. Quizá
la intromisión del código le resta un poco de coherencia en el último acto,
pero ni eso impide que el clímax fatalista sea sorpresivo. El plano final, que
encuadra a un hombre tras los barrotes, erige una poderosa metáfora de una
cárcel aún mayor de la que nadie puede escapar. Es una sólida película de cine
negro.
La segunda película dirigida por Aaron Sorkin, estrenada en Netflix,
es un drama legal que revisa la historia de los ocho de Chicago para
elaborar una crítica social demoledora.
El caso de los ocho de Chicago es uno que siempre me ha llamado la atención
por la manera tan injusta en que las autoridades gubernamentales de los
Estados Unidos trataron de censurar políticamente a unos activistas sociales
de diversas procedencias ideológicas que protestaban en contra de la guerra de
Vietnam en la ciudad de Illinois, Chicago. Pasó en el convulso año de 1968.
Varias personas de la contracultura se reunieron pacíficamente durante la
Convención Nacional Demócrata oponiéndose a la beligerancia innecesaria,
llevando los símbolos representativos del movimiento con camisetas, carteles,
panfletos y en conciertos musicales para exigir sus derechos civiles. Pero
desafortunadamente la causa terminó en un enfrentamiento entre los
manifestantes indefensos y unos policías que empleaban la fuerza bruta para
ejercer la ley de la porra y el gas lacrimógeno. Tras el contratiempo, un gran
jurado acusó a ocho cabecillas del grupo por cargos de conspiración e
incitación de disturbios. El asunto causó tanta indignación que se han escrito
multitudes de libros, se han filmado documentales y hasta unas cuantas
películas de ficción.
Aaron Sorkin es el encargado de dirigir una nueva película sobre el incidente,
la cual se ha estrenado recientemente en la plataforma de streaming de Netflix
bajo el título de El juicio de los 7 de Chicago y que he podido ver
gracias a la generosidad de la Internet. Se supone que se iba a distribuir por
Paramount Pictures en las salas de cine, pero debido a la grave crisis
desatada por la pandemia los derechos de distribución fueron vendidos a
Netflix. A decir verdad, si la hubiese visto en el cine mi valoración sería la
misma. Me parece una película cautivadora, un drama judicial de relevancia
histórica que dramatiza, desde distintos puntos de vista, la manera tan
fascinante en que unos activistas luchan a puertas cerradas contra las
injusticias sociales, las contrariedades del sistema judicial y los abusos del
poder político, incluyendo el racismo sistemático y la brutalidad policial que
maltrata los derechos civiles en tiempos en que todo el mundo observa una
revolución social. Hay escenas bien sólidas, un montaje eficaz, diálogos
sutiles y personajes interesantes. Y no hay ni un solo momento en que no me
vea conmovido ni indignado por las acciones de esos héroes que se enfrenta a
una especie de caza de brujas del gobierno.
Como preámbulo, la película comienza presentando un collage de sucesos
históricos que marcaron a la sociedad estadounidense en la segunda mitad del
siglo XX, como el anuncio del presidente Lyndon B. Johnson sobre el aumento de
tropas en la guerra de Vietnam, la alocución de Martin Luther King antes de su
muerte y hasta el último discurso y posterior asesinato de Robert Kennedy. Eso
se vincula inmediatamente a unos individuos que se oponen a la prolongación de
las hostilidades. Los primeros son Reenie Davis (Alex Sharp) y Tom Hayden
(Eddie Redmayne), los líderes de los Estudiantes por una Sociedad Democrática
que viajan a Chicago a protestar para reflejar su enojo sobre el conflicto.
Separadamente se suman también el carismático Abbie Hoffman (Sacha Baron
Cohen) y el reservado Jerry Rubin (Jeremy Strong), los líderes del Partido
Internacional de la Juventud, cuyos partidarios eran conocidos como "yippies";
John Froines (Daniel Flaherty) y Lee Weiner (Noah Robbins), dos agitadores
sociales; David Dellinger (John Carroll Lynch), el líder pacifista del Comité
Nacional de Movilización para Poner Fin a la Guerra de Vietnam. Asimismo, se
une Bobby Seale (Yahya Abdul-Mateen II), el presidente nacional del Partido
Pantera Negra.
Todos esos personajes, a pesar de vivir en diferentes Estados, van a Chicago
con el propósito de cubrir un dietario social y político. Sus acciones
provocan un altercado con los policías locales. Pero cinco meses después de la
fatídica convención, los ocho insurrectos son acusados por el gobierno federal
de atentar contra la seguridad nacional. La administración de Nixon contrata a
dos fiscales generales, Richard Schultz (Joseph Gordon-Levitt) y Richa Tom
Foran (J. C. MacKenzie), para que se encarguen de demoler moralmente a los
imputados en el juicio. Los abogados defensores son Leonard Weinglass (Ben
Shenkman) y el honesto William Kunstler (Mark Rylance), quien es un abogado
radical que reyerta por los derechos cívicos y por lo que es correcto. El
reputado juez Julius Hoffman (Frank Langella) da por iniciada la sesión.
Como en muchas de las otras películas escritas por Sorkin como ‘Cuestión de
Honor’, se evidencia los mecanismos genéricos del drama legal, pero se
distancia en el sentido de que, con algunas excepciones notables en
exteriores paralelos como la oficina de Kunstler, casi todas las escenas
transcurren en los interiores de la corte y se enriquecen a lo largo de
metraje de dos horas con extensas conversaciones entre los ocho denunciados,
los fiscales, los abogados de la defensa y el incompetente juez que muestra
rasgos severos de intolerancia y de prejuicios raciales. Son diálogos
sorkinianos propensos a la ironía y a un humor provocador que, en ocasiones,
me produce mucha risa cuando, a modo de raccords, se establece una
continuidad en la que el diálogo de un personaje en particular es concluido
por otro, como si todo lo que ellos piensan de alguna manera está
ideológicamente encadenado.
En un principio algunos de los acusados se muestran despreocupados, pero la
capa de pasividad de casi todos se va agotando a medida que las discusiones
se vuelven acaloradas y constantemente comenten desacatos que resquebrajan
el orden del juicio, rebelándose contra la autoridad conservadora de una
forma sutil, como los cuestionamientos sobre la ética procesal expresados
por Tom Hayden, los chistes irreverentes de Abbie Hoffman, la integridad de
Kunstler para desenmascarar el carácter politizado del proceso y,
especialmente, Bobby Seale, quien al no contar con asistencia legal por ser
afroamericano (espera un abogado que nunca llega) mantiene su dignidad y
exige sus derechos constitucionales como ciudadano tenazmente frente al
testarudo juez Hoffman, contestándole sin temor con fuertes ataques verbales
y exponiendo la naturaleza arbitraria en el juzgado.
Estructuralmente, el ejercicio de estilo de Sorkin también despliega
herramientas estéticas que le añaden profundidad a la dramatización de la
revuelta de Chicago. Emplea la elipsis para señalar la amplitud del juicio
con el paso de los días y el plano de inserto con el material encontrado de
los actos verídicos que le imprime un tono documental al relato. El montaje
edifica paralelismos que en ningún segundo permiten que la narrativa pierda
el engranaje del ritmo ni de las situaciones espaciotemporales que detallan
varios eventos simultáneos. Prevalece, asimismo, un riguroso uso de la
analepsis y de la prolepsis para construir secuencias estupendas que
retratan los corolarios del suceso desde distintas perspectivas. Una música
in crescendo amplifica la tensión de la secuencia de la protesta.
Esto es notable, primero, cuando los testigos de la policía suben al estrado
para rememorar su versión de los hechos en el instante en que interactuaron
con los procesados, catalogando los actos de ellos como un sinónimo de
rebeldía cuando marchan exigiendo la excarcelación de Tom Hayden, quien es
apresado por desinflar el neumático de la patrulla de un oficial. Y segundo,
cuando Hoffman hace de comediante stand-up vestido con la camisa de una
bandera norteamericana y narra los acontecimientos de una tarde violenta en
la que los efectivos de la policía con cascos azules de Chicago arremeten
contra los manifestantes a macanazos limpios y gases lacrimógenos, hiriendo
a una docena de ellos para mantener el orden público.
A pesar de una ligera exposición, los personajes de Sorkin son densos y se
presentan con una espontaneidad que me resulta contagiosa. Hay una buena
química del reparto. Pero admito que algunos de los actores tienen mayor
repercusión expresiva que otros. Particularmente me parecen muy creíbles las
actuaciones de Eddie Redmayne como el intelectual que utiliza el activismo
social como arma de liberación, Sacha Baron Cohen como el bromista yippie
contracultural que se burla de los medios de una estructura política, Jeremy
Strong como el parsimonioso compañero, Yahya Abdul-Mateen II como el furioso
líder de las Panteras Negras que demanda una pizca de igualdad para que sus
derechos sean reconocidos y Frank Langella como el insufrible juez
conservador que atropella la moral de los inculpados con todos los poderes
que le facilita el régimen legislativo. Son interpretaciones atrayentes.
Cada vez que uno de ellos expresa su furor o entabla una acción específica,
consigo reírme y reflexionar con lo que veo.
Con la narrativa de esos personajes, Sorkin revisa cuidadosamente los
episodios que condujeron a los disturbios de Chicago de 1968 con la
finalidad, supongo, de que funcione como testimonio progresista sobre el
racismo, las trampas de la justicia, la violencia policial y los vicios del
poder político de burócratas perversos que conspiran contra los ciudadanos
censurando la libertad civil, en una sociedad norteamericana que,
aparentemente, está condenada a repetir en el presente los mismos errores
del pasado. Lo que observo ahí, es solamente un espejo de lo que pasa hoy en
día. La parábola es visible, no solo en la climática secuencia de los
altercados en las afueras del hotel Hilton provocada por Tom Hayden, sino
por la poderosa escena en la que Bobby Seale se revela ante la ilegalidad
del juez y este último ordena que lo golpeen, lo esposen en una silla y lo
amordacen durante resto del juicio, con una venda blanca sobre su boca que
simboliza palpablemente la barbarie ejercida por el hombre blanco sobre el
afroamericano injustamente discriminado, cuyos derechos son negados por
cuestiones raciales y políticas.
Si bien la película de Sorkin evita a toda costa caer en terrenos maniqueos
planteando su tesis, a veces abarca más de lo necesario, pero a pesar de
todo siempre me parece convincente y muy entretenida al mostrar los dilemas
de ocho hombres en pugna que se esfuerzan trabajosamente para que sus ideas
progresistas le hagan frente a un establishment que los oprime para seguir
una agenda política. Su crítica sociopolítica es tan relevante que encaja
fácilmente en la sociedad contemporánea. Pocas cosas se salen de lugar. Creo
que es la versión revisionista más acogedora sobre el hecho histórico. Tenía
mucho tiempo sin ver un drama judicial de semejante factura.
Ficha técnica Título original: The Trial of the Chicago 7 Año: 2020 Duración: 2 hr 10 min País: Estados Unidos Director: Aaron Sorkin Guion: Aaron Sorkin Música: Daniel Pemberton Fotografía: Phedon Papamichael Reparto: Eddie Redmayne, Sacha
Baron Cohen, Mark Rylance, Frank Langella, Joseph Gordon-Levitt, Jeremy
Strong, John Carroll Lynch, Alex Sharp, Yahya Abdul-Mateen II, Michael
Keaton, Calificación: 7/10
Desconozco a fondo lo que estaba pensando el director colombiano Ciro Guerra
para realizar una película fuera de su país natal como
Waiting for the Barbarians, pero imagino que era muy tentadora la
oferta del encargo, además de tener el privilegio de dirigir estrellas como
Johnny Depp, Mark Rylance y Robert Pattinson. Quiero pensar que mi
especulación está en lo cierto, porque a decir verdad la veo como una
propuesta tan innecesaria como desastrosa. Siendo su primera película
anglosajona, me produce una incuria que me lleva hasta los límites de la
apatía cuando Guerra repite inutilmente los temas habituales de su catálogo
como la opresión, la injusticia y los efectos barbáricos del colonialismo. Ni
siquiera la pluma de J. M. Coetzee, quien escribe el guion de su aclamada
novela 'Esperando a los bárbaros', puede rescatar una narrativa que se hunde
como un camello en arenas movedizas. Cuenta la historia de El Magistrado, un
soldado que administra un puesto de avanzada en las fronteras de un Imperio
sin nombre, cuya regencia transcurre con cierta tranquilidad hasta el día de
verano en que llega el coronel Joll, el siniestro militar de las gafas de sol
que intenta poner el orden en la fortaleza a base de la fuerza totalitaria y
de una brutalidad que se oculta fuera de campo, torturando a los prisioneros
de guerra nómadas para obtener información sobre el enemigo y acusando al
encargado de negligencia. Al principio me causa una buena impresión el choque
entre el coronel que busca aplastar a los nativos y el intendente con alma de
libertador que cae en desgracia, pero luego percibo una redundancia que hace
que me aburra. Sus acciones solo se construyen para trazar una parábola
trillada sobre las consecuencias deshumanizantes del imperialismo y el poder
que aplasta la moral de los pueblos aborígenes, simbolizado con los perversos
soldados imperiales que, según Guerra, son los verdaderos bárbaros. Los
momentos revelatorios escasean como agua en el desierto. Y me parece un poco
plana la actuación de Rylance como el hombre justo condenado por alta
traición; prefiero la secundaria de Depp como el coronel del mal. Al final,
nada me resulta ni remotamente conmovedor. Es una película que, a mi parecer,
da demasiadas vueltas alrededor de un conjunto de necedades maniqueístas.
Como soy un entusiasta del cine de animación en todas sus vertientes, me causa
una estupenda impresión lo que observo en 'Las trillizas de Belleville', la
película animada francesa con la que debuta el director Sylvain Chomet. Me
arrepiento de no haberla visto antes. Relata la historia de Madame Souza, una
señora que vive en un pequeño barrio francés junto a su nieto adoptivo
Champion y su perro Bruno, con los que solitariamente mira dibujos animados de
los años 30 sobre unas famosas trillizas de music-hall. Un día, la existencia
de doña Souza se complica cuando su nieto, Champion, participa en una carrera
de ciclistas en el Tour de Francia y es secuestrado por dos hombres
misteriosos vestidos de negro, por lo que sale a buscarlo junto a su obeso
perro bruno. Durante la aventura, me veo cautivado por las acciones de la
bondadosa anciana cuando se topa con gente apática, obsesa, mezquina y de
algún modo, olvidada, en una ciudad de Belleville que claramente caricaturiza
la decadencia de Nueva York. La trama es decididamente simple, pero es muy
interesante por los mecanismos estéticos que despliega Chomet. Como si se
tratara de un film mudo, contiene pocos diálogos, recurre a los ruidos para
darle profundidad a las emociones, emplea la música diegética para señalar
pensamientos, utiliza la pantomima para que los personajes pronuncien sus
intenciones, dibuja el agitado entorno urbano de la metrópoli como un lugar
sórdido y decadente, y los personajes en ocasiones simbolizan a distintos
animales y estereotipos norteamericanos con el fin, supongo, de enunciar
diversos subtextos sobre las consecuencias del consumismo, la falsa felicidad,
la avaricia desmedida, la diferencia de clases sociales, las trampas de la
fama, el paso del tiempo y los efectos de la vejez. El ritmo me resulta
placentero cuando preserva las sorpresas. El estilo visual es absurdo, con
minúsculos momentos surrealistas. Y me agrada bastante el tierno diseño de la
abuela, del perro Bruno y de las trillizas que parecen unas brujas. También
hay múltiples alusiones a películas de Tati, a Lino Ventura, a Buster Keaton y
figuras musicales como Josephine Baker y Django Reinhardt. Es una película de
animación entretenida, ingeniosa, oscura, poblada de personajes peculiares y
de un comentario social muy sutil sobre el sacrificio materno y los excesos
del capitalismo.
La adaptación en Netflix de la novela de Nancy Springer sobre la hermana
menor de Sherlock Holmes, se beneficia por momentos de
la presencia de Millie Bobby Brown, pero desafortunadamente nunca
llega a ser entretenida.
No conozco casi para nada la obra de la escritora Nancy Springer, pero lo
poco que sé, se debe a unos cuantos datos triviales del Internet que me
dan una idea de su oferta literaria. Alcanzó un éxito considerable en el
2006 tras publicar Las aventuras de Enola Holmes, una serie de
novelas policíacas para jóvenes adultos que retrata las andanzas de la
hermana pequeña del detective Sherlock Holmes, el mítico detective
victoriano creado por la ficción de Sir Arthur Conan Doyle. Se llama Enola
Holmes y es una adolescente que tiene una inteligencia tan aguda como su
hermano mayor. Aunque el personaje es una creación de Springer, hay muchas
referencias sobre el detective de las novelas clásicas de Doyle, el cual
aparentemente adquiere un rol secundario para que el cuento de la muchacha
que quiere ser detective se actualice con mayor rapidez a estos tiempos de
corrección política. Y supongo que es la raíz de su popularidad. El primer
libro de su serie de seis novelas,"El caso del marqués desaparecido", se
ha adaptado recientemente al cine en una película estrenada en la
plataforma de Netflix, la cual afortunadamente he tenido la oportunidad de
ver.
Enola Holmes, como se titula, es una película de misterio que veo
con entusiasmo durante media hora cuando se introduce la detective
idealista que interpreta Millie Bobby Brown. La dirige un tal Harry
Bradbeer, director que desconozco pero que asumo que goza de una
reputación destacable por su trayectoria de TV. Originalmente estaba
pautada para estrenarse en las salas de cine, pero Warner Bros. Pictures
vendió los derechos de distribución a Netflix por causa de la pandemia que
tiene a medio mundo confinado. Y, a decir verdad, no creo que eso hubiese
cambiado el resultado de mi valoración. Pasada la media hora comienzo a
mirar mi reloj obsesivamente y deduzco de manera elemental que se trata de
otro disparate más del catálogo de Netflix, una fábula de mayoría de edad
aburrida y sin gracia sobre una Sherlock Holmes femenina que intenta por
todos los medios disponibles liberarse de las trampas tradicionales de la
feminidad para intensificar su comunicado baladí sobre el feminismo que
está de moda. Ni siquiera abandona la pretenciosidad para enunciar
semejante discurso, con algunos personajes secundarios tan sosos como
olvidables.
El preámbulo se ambienta en la era victoriana y relata la existencia de
Enola Holmes (Millie Bobby Brown), una adolescente inquieta y perspicaz
que rompe la cuarta pared para relatar la historia de su familia y el
vínculo afectivo que ha desarrollado con su madre Eudoria (Helena
Bonham-Carter), quien le ha enseñado artes marciales para que pueda
defenderse y además es la maestra que la educa para que pueda ser una
mujer fuerte e independiente que no dependa de la ayuda de los hombres. Su
madre le ha inculcado todos los valores que necesita para oponerse al rol
tradicionalista que se puede esperar de una mujer de la sociedad
victoriana. Su padre falleció hace muchos años, dejándola al cuidado de su
madre. Tiene dos hermanos mayores, el impulsivo Mycroft (Sam Claflin) y el
agudo Sherlock (Henry Cavill), quien se ha convertido en toda una leyenda
como detective al resolver los casos más complejos de Inglaterra. Al igual
que Sherlock, su capacidad deductiva es bastante elevada, de modo que
siempre se la pasa resolviendo acertijos y descifrando códigos.
Sin embargo, su felicidad se acaba un día, al cumplir los dulces 16,
cuando se entera de la desaparición de su madre y ella, invadida por un
sentido del deber que rechaza la opresora custodia de su hermano Mycroft,
se propone buscarla por todo Londres utilizando su destreza investigativa.
Ese detonante funciona, digamos, para que la heroína ponga en práctica las
enseñanzas de su madre y conozca el verdadero significado de la
independencia femenina cuando se adapta a la agitada vida de una sociedad
conservadora. La ironía es que su madre la guía secretamente tras
bastidores al dejarle las pistas en el periódico que conducen a dinero
escondido que le sirve para escapar disfrazada y sustentar su aventura. Y
su rebeldía colisiona con las decisiones de Myrcroft, quien desea
internarla en una escuela tradicional para niñas para que adquiera ciertos
modales y se comporte como una dama respetable del siglo XIX.
A partir de ese momento, la narrativa de la película me parece
convencional y previsible cuando la protagonista sale en búsqueda de la
madre perdida y casi todos los golpes de efecto suceden sin muchas
sorpresas con los barullos que se le presentan en el camino. Se complica
con la innecesaria subtrama de Tewkesbury, un marqués de la aristocracia
londinense al que Enola rescata de las garras de un siniestro individuo en
los interiores de un tren y que, como ella, se ha escapado de la casa de
su familia. El caso del marqués desvanecido la da un giro al asunto cuando
ella, además de investigar los mensajes crípticos de Eudoria, también se
motiva para ayudar al fugitivo aristócrata porque se siente atraída hacia
él. Y pasan muchas cosas. Pero me importa poco que la protagonista
descubra que la madre es parte de un grupo radical de sufragistas, que el
débil Tewkesbury es perseguido por su familia por razones políticas, que
Mycroft contrate al inspector Lestrade (Adeel Akhtar) para rastrear a
Enola, que Sherlock la ayude con la investigación, que se disfrace
constantemente para ingresar a los sitios, que sea encarcelada en un
instituto para señoritas, que Tewkesbury la rescate para saldar la deuda,
que se enfrente a los malvados familiares que intentan asesinar a
Tewkesbury, que se reencuentre con su madre para conocer la verdad. Todo
luce artificial y, en el peor de los casos, descaradamente rutinario.
Si bien Bradbeer ejecuta la película con algunos mecanismos que la añaden
una fidelidad notable, como el color azul que marca la seguridad y el
anhelo de la protagonista, el vestuario y los escenarios detallados que
recrean el período; en algunas ocasiones atraviesa terrenos irregulares
que me hacen pensar que su película es un pastiche de las versiones de
Sherlock Holmes de Ritchie, sobre todo cuando su estilo visual abusa de
las escenas retrospectivas para acentuar las deducciones de Enola, y
también cuando insiste nimiamente en el recurso de la cuarta pared para
ponderar lo que ella piensa de su entorno, además de emplear una mezcla de
géneros como la acción, el misterio y la aventura con unas cuantas
secuencias muy débiles que olvido una vez que ruedan los créditos. La
falta de ritmo le pasa factura a lo que narra en pantalla. Las dos horas
que se toma para contar el lío de la joven detective es completamente
innecesario. El tono que utiliza es demasiado ligero para mi gusto.
La idea esa de introducir una hermana de Sherlock Holmes es interesante,
pero la pretensión en que la película la presenta me lleva a deducir que
al director no le interesa otra cosa que no sea utilizar la historia de
origen del personaje para integrar por la fuerza y de manera apresurada
conceptos sobre la liberación de la mujer de las etiquetas conservadoras
de la sociedad, en un intento de actualizar lo que en ese entonces era
anticuado, con un carácter de urgencia que oscurece el desarrollo los
personajes secundarios (aunque se trate del punto de vista de una joven).
Es una pena que se desperdicien los roles de Cavill, Claflin y
Bonham-Carter. Y Millie Bobby Brown asume el protagonismo de una forma
carismática y espontánea, pero a veces llega a ser tan sofisticada y
competente que pienso que se trata de una versión patética de Mary Sue
cuando resuelve las situaciones más complicadas sin mucho esfuerzo, además
de que casi no tiene defectos. Creo que hubiera encajado mejor de
secundaria en una hipotética tercera entrega de Sherlock Holmes con Robert
Downey Jr. Como andan las cosas, no dudo para nada que esta tontería se
convierta en una franquicia.
Ficha técnica Título original: Enola Holmes Año: 2020 Duración: 2 hr 09 min País: Estados Unidos Director: Harry Bradbeer Guion: Jack Thorne Música: Daniel Pemberton Fotografía: Giles Nuttgens Reparto: Millie Bobby Brown, Henry Cavill, Helena Bonham-Carter, Sam
Claflin, Calificación: 5/10