En Antiviral, Brandon Cronenberg sigue las reglas de la poética del cuerpo con el fin de concebir un extraño híbrido de suspenso, terror corporal y ciencia-ficción minimalista, como se ha visto en varias ocasiones en el cine de su padre, David. Sin embargo, tengo la impresión de que Cronenberg, en su debut como director, no sabe qué hacer con el material sobre la cultura de las celebridades y las conspiraciones farmacéuticas, dejando todo en una superficie higienizada y plomiza que se vacía lentamente como la sangre drenada de una inyección. Su trama se ambienta en un futuro distópico y tiene como protagonista a Syd March, el empleado de una clínica siniestra que se encarga de comprar los virus que enferman a las celebridades con el objetivo de venderlo como inyección a los clientes que desean establecer una conexión con ellas, pero cuya existencia cae en el abismo cuando se conecta con el caso particular de los patógenos suministrados por una actriz famosísima llamada Hannah Geist, que lo induce a usar su propio cuerpo como incubadora mientras roba patógenos del laboratorio para venderlos en el mercado negro. En términos generales, la narrativa capta mi interés, en principio, desde las escenas en que el protagonista abandona la ética y su investigación lo coloca en el epicentro de un misterio conspiranoico. El problema, sospecho, es que el asunto se torna terriblemente aburrido por la falta de cohesión narrativa que, por lo regular, abusa de los diálogos expositivos para reducir las acciones de los personajes a conversaciones anodinas sobre virus mortales, enfermedades venéreas, muestras de sangre, conspiraciones farmacéuticas y celebridades de revistas, donde Cronenberg no se toma la molestia ni siquiera de añadir algo de sustancia psicológica al desarrollo de cada uno de ellos. En su búsqueda de lo chocante, olvida construir personajes que sean ajenos a lo unidimensional. Las escenas funcionan en una especie laberinto previsible, en el que personaje principal va de un lugar a otro recopilando pruebas, como si fuera un detective atrapado por una red criminal tratando de resolver un caso de asesinato, pero sin llegar nunca a ningún lado en específico, estacionado siempre en una zona de confort en la que el conflicto se ausenta para dar paso a situaciones reiterativas que solo conducen a una resolución accidentada. Caleb Landry Jones, en su rol protagónico, utiliza su expresividad para intentar aportar dimensiones a la psicología de Syd como el hombre vestido de negro que se vuelve adicto a las inyecciones de celebridades, pero su nivel de compromiso se debilita porque su personaje no es más que un ser monolítico, estéril, carente de cualquier rastro de complejidad. El personaje de Syd es servido como un trozo de carne sobre una bandeja de plata, colocado por Cronenberg en lugares comunes con la única finalidad de estructurar un discurso crítico sobre la cultura de la fama y la codicia de la industria farmacológica, entendido desde la óptica de un sujeto anestesiado que se destruye a sí mismo cuando se obsesiona con el cuerpo de una actriz decadente, en una sociedad banal donde se ha normalizado la obsesión por la belleza cosmética de las celebridades. A nivel subtextual, su síntesis discursiva interroga, asimismo, el papel que desempeña el cuerpo como fetichismo de la fama, pero Cronenberg trata la materia con una capa superflua que nunca escapa del registro de obviedades, como si su guion hubiese sido el proyecto inacabado de una tesis para concluir un curso. Se puede decir, no obstante, que Cronenberg hereda los signos estilísticos de su padre por lo macabro y lo corporal, en una puesta en escena cuyo control formal radica en las atmósferas asépticas y deshumanizadas con las que muestra ese futuro distópico a través de los escenarios compuestos por laboratorios, tecnología retrofuturista, cuerpos sangrantes y máquinas análogas. En general, hay cierta elegancia compositiva, pero, desgraciadamente, esta película suya supone para mí un ejercicio insustancial, desprovisto de ritmo, atrapado en su propio espacio pulido y enfermizo.
Música: E.C. Woodley Fotografía: Karim Hussain Reparto: Caleb Landry Jones, Sarah Gadon, Malcolm McDowell, Douglas Smith
Calificación: 4/10
En El caballo de Turín, el realizador húngaro Béla Tarr retoma su poética del hombre ordinario para sintetizar, desde un existencialismo sombrío, el concepto nietzscheano del eterno retorno. Tarr la codirige junto a su esposa Ágnes Hranitzky y es, por así decirlo, su última película como director de cine. No sé qué lo ha llevado a tomar la decisión de exiliarse del arte cinematográfico, más allá de sus posturas políticas de extrema izquierda en contra del gobierno de Viktor Orbán y de la aclamación religiosa que recibió de la prensa festivalera, pero en las dos largas horas y media que dura tengo la sensación de que es igual de regular que Las armonías de Werckmeister y El hombre de Londres. De entrada, alcanzo a observar que es una película de Tarr que, con una estética densa, posee cierta belleza en las atmósferas desoladoras, pero carece de pozo emocional y, a menudo, los personajes vacíos solo funcionan como autómatas para establecer un diálogo filosófico sobre el sufrimiento y los efectos deshumanizantes del capitalismo, donde sospecho que todo se reitera inútilmente para acomodar las obviedades del discurso nietzscheano. La historia se sitúa en Turín, Italia, en el año 1889, a partir del contexto del cochero al que Friedrich Nietzsche vio maltratando a un caballo y se acercó para abrazar el cuello del animal mientras lloraba, poco antes de perder la razón. A continuación, la trama tiene como protagonista a Ohlsdorfer, un granjero que se traslada en el carruaje por el campo hasta llegar a la casa en la que vive con su hija y el caballo que deja en el establo, donde lleva una existencia repetitiva durante seis días en medio de una tormenta. En términos estructurales, la narrativa me parece interesante, en principio, cuando se estructura sobre la idea central nietzscheana del eterno retorno al mostrar la rutina del campesino y su hija como un bucle de sucesos que se repite una y otra vez. El problema fundamental, no obstante, es que Tarr no se toma la molestia de añadir alguna dimensión psicológica a los personajes y, en general, reduce sus acciones a una serie de situaciones anodinas que, en su registro de descripciones, consisten en encender la leña para cocinar, comer papas con las manos, mirar por la ventana, escuchar las fuertes brisas de la tormenta, buscar agua en el pozo, disfrutar de los silencios sepulcrales, castigar al caballo que se niega a comer y a salir del establo. Los personajes son algo huecos en su realismo episódico, colocados en un abanico situacional demasiado obvio con el que Tarr se empeña en interrogar, desde la superficie del materialismo dialéctico, cosas como la servidumbre, el consumo, la codicia, la opresión y la desdicha humana sobre la base del eterno retorno, pero entendido ahora como la vida cotidiana de un hombre de clase obrera que ha sido abandonado por las políticas sociales que destruyeron sus medios productivos y cae en el abismo de una pobreza abyecta en la que apenas intenta disimular los síntomas importados por la autoridad que ejerce sobre la hija servil y el caballo que al que castiga como esclavo. Su texto maniqueo parece casi como la excusa idónea para demonizar el trato deshumanizante de ese costado del capitalismo que encarcela al hombre en un eterno retorno de las cosas, pero, desgraciadamente, opta por construirlo con un personaje que no es más que un vago parasitario que se rehúsa a salir de la zona de confort para trabajar como capitalista y prefiere someterse voluntariamente a la esclavitud de la inopia. El caballo simboliza al obrero alienado. La fuerte ventisca metaforiza el caos de esa sociedad en la que Dios ha muerto y pone barreras a los que no desean competir en un mercado para subsistir. De los actores recurrentes del cineasta, János Derzsi y Erika Bók, no tengo nada bueno qué decir porque no ofrecen más que silencios y gestos mecánicos. Pero reconozco, dicho sea de paso, los valores estéticos con los que Tarr edifica su puesta en escena sobre la elipsis, el fuera de campo, el sonido diegético, el sobreencuadre, el plano panorámico de paisajes brumosos, el escenario de la casa de piedra y madera, el blanco y negro, el plano fijo de larga duración, el uso proxémico del espacio y las variaciones del encuadre móvil que fabrican largos plano secuencias con la cámara en movimiento de Fred Kelemen. La música melancólica de Mihály Víg tiene, de igual modo, un leitmotiv que me resulta contagioso de escuchar. Lo demás lo olvido tan pronto como salen los créditos.
Ficha técnica Título original: The Turin Horse (A torinói ló)
Año: 2011 Duración: 2 hr. 35 min. País: Hungría Director: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky Guion: Béla Tarr, László Krasznahorkai
Música: Mihály Víg Fotografía: Fred Kelemen Reparto: János Derzsi, Erika Bók, Mihály Kormos
Calificación: 6/10
En un intento por recuperar aquellos sábados por la noche en los que pasaba horas colgado de un televisor de tubo viendo películas de acción, procedo a ver durante hora y media Operacion cacería, producto noventero que supone el debut de John Woo en el cine de Hollywood y con el que, dicho sea de paso, me crucé muchas veces de manera esporádica en televisión por cable. Lo que me encuentro en dicho lapso de tiempo me induce a pensar que es una película de acción de Woo que ofrece altas dosis de testosterona, pero frecuenta lugares comunes y, en última instancia, nunca da en el blanco con todos los clichés que adornan su trama de violencia, tiroteos y patadas; donde tengo la sensación de que Jean-Claude Van Damme es demasiado soso encarnando al antihéroe al margen de la ley. En la trama, Van Damme interpreta a Chance Boudreaux, un cajún y antiguo marine del ejército estadounidense que recorre las calles de Nueva Orleans como vagabundo mientras busca empleo como marino mercante; pero cuyo destino, en busca de saldar una deuda, lo lleva a ayudar a una mujer que desea encontrar a su padre desaparecido y a entrar en colisión con una organización de malhechores liderada por un despiadado hombre de negocios y un mercenario, que se dedican al turbio deporte recreativo de arreglar un juego de cacería que consiste en entregar $10 mil dólares a los indigentes con expedientes militares que logren sobrevivir a una lluvia de tiros en un recorrido de kilómetros. En general, el argumento posee un comentario social relevante, sin embargo, sigue de forma mecánica las convenciones genéricas del thriller de acción, en el que el protagonista con el pasado se enfrenta con sus habilidades a un grupo de matones que le hacen la vida imposible, antes de matarlos a todos cerca del clímax y quedarse con la chica que conoce durante la misión. El problema es que, por lo regular, la narrativa apenas rasca la superficie y es algo apresurada estableciendo los conflictos, además de reducir las acciones de los personajes a diálogos banales que solo sirven de estacionamiento antes de las situaciones violentas en las calles que se tornan previsibles cuando el héroe de la melena atraviesa un festival de disparos, peleas, explosiones y villanos unidimensionales sin motivaciones claras, de esos que guardan en el bolsillo el carnet de malvado para cumplir con descripciones. De esta manera, quedo inmediatamente anestesiado al observar los facilismos del guion con los que el veterano mata a los enemigos que aparecen en la calle a plena luz del día; la investigación de la mujer que solo funciona como accesorio cosmético; las conversaciones a puerta cerrada de los malos que encajan en los estereotipos de los villanos caricaturizados. El papel de Van Damme como veterano de guerra devenido en héroe de acción es, cuanto mucho, algo aceptable cuando demuestra su pericia para las acrobacias, las artes marciales y las baladas de pistolas, pero sospecho que su interpretación hueca está atropellada por un guion pobre que no le permite más que ser una máquina de matar con una inexplicable capacidad para esquivar balas, desafiar las leyes de la física y explotar todo a su paso. La química que él tiene con Yancy Butler es prácticamente inexistente. Y tanto Lance Henriksen como Arnold Vosloo entregan papeles convencionales como los villanos vestidos de negro, aunque tienen unas cuantas escenas para lucir amenazadores. Por lo menos, el estilo de John Woo es un poco competente tratando de imitar sus propias hazañas del cine de acción de Hong Kong con el uso del encuadre móvil, la cámara lenta y el simbolismo de palomas; pero su elegancia operática presenta unas secuencias de acción que están ensambladas de una forma torpe que carece de emoción o sorpresa. Termina siendo, en pocas palabras, un espectáculo de pirotecnia excesiva que falla en alcanzar su objetivo.
Año: 1993 Duración: 1 hr. 37 min. País: Estados Unidos Director: John Woo Guion: Chuck Pfarrer
Música: Graeme Revell, Tim Simonec Fotografía: Russell Carpenter Reparto: Jean-Claude Van Damme, Lance Henriksen, Arnold Vosloo, Yancy Butler, Wilford Brimley
Calificación: 5/10
En La venganza de Ulzana, Robert Aldrich retoma los apuntes de su poética de la violencia para sintetizar, supongo, una revisión de la brutal incursión de los apaches que se rebelaron contra los colonos blancos en Arizona durante el siglo XIX. De sus imágenes, Tarantino llegó a afirmar alguna vez que se trataba de "uno de los mejores westerns de los setenta". Esta afirmación la pongo en duda durante más de hora y media porque, francamente, la encuentro igual de anodina que Apache, el primer western del director que irónicamente también protagoniza Burt Lancaster. Por alguna razón que desconozco, la presencia de Lancaster mantiene su firmeza como el explorador impasible, pero, en general, es un western revisionista que se torna aburrido y algo reiterativo en su trama violenta sobre las consecuencias del colonialismo, donde por momentos me asalta la sensación de que frecuenta lugares comunes sin ir a ninguna parte en específico en su registro de obviedades. La trama se ubica en el contexto posterior a la Guerra Civil de los Estados Unidos y sigue la existencia de McIntosh, un envejecido explorador del ejército que recibe la orden de los superiores de guiar al pelotón de un teniente inexperto con la finalidad traer la cabeza de Ulzana, un líder indígena que se ha rebelado para vengarse por las atrocidades del pasado que cometieron los soldados estadounidenses en la reserva india de San Carlos. En términos generales, la narrativa se establece sobre la base didáctica del western crepuscular sobre la guerra, donde el vaquero sereno transita a caballo por las praderas ensangrentadas y dispara con su revólver a los indios salvajes que rememoran las experiencias trágicas de lo colonización, en un período en el que la moralidad ha sido reemplazada por la violencia inescrupulosa. En este sentido, McIntosh es un personaje diletante que revela a través de sus diálogos el turbio pasado con los indios apaches y el respeto profundo que siente por la cultura indígena a la que pertenece su esposa. Sin embargo, siento que el protagonista, al igual que los personajes secundarios, solo ocupan un espectro descriptivo del guion que los suspende en una ausencia de desarrollo psicológico y en una serie de situaciones previsibles que carecen de impulso cuando toman la decisión de cabalgar hacia la misión suicida. Esto solo consigue que permanezca en estado de abulia cuando observo que el viaje esquemático se resuelve con ciertos facilismos al mostrar la ética del deber del explorar veterano que ejerce el liderazgo sobre las tropas de la caballería; la conmoción del joven oficial cristiano tras descubrir la cruel campaña de represalia de los indios apaches; los soldados ingenuos que cabalgan por las montañas siguiendo el rastro de sangre dejado por los enemigos en cada poblado; las estratagemas de los indios sanguinolentos que protegen su territorio con sadismo. La falta de gancho de las secuencias de acción se evidencia en los tiroteos blandos, las persecuciones a caballo y en las emboscadas a la hora programada. Los soldados blancos pasan demasiado tiempo hablando frente a las fogatas y son emboscados por los indios estereotipados sin ningún golpe de efecto añadido que produzca algún giro de tuerca. El tono nihilista y violento solo es un accesorio cosmético, instrumentalizado por Aldrich con el fin de esbozar comentario obvio sobre la deshumanización de la guerra, entendido como la hostilidad de los norteamericanos sobre una cultura indígena que responde con violencia para proteger su herencia antropológica de las vilezas del colonialismo. Quitando el discurso maniqueo de la ecuación, Aldrich logra presentar su oscura visión del oeste a través del vestuario, los escenarios auténticos y el uso del gran plano general que se manifiesta sobre panorámicas de marcada índole paisajística, aunque no termina de aprovechar sus pericias para el paisaje por las debilidades narrativas y el ritmo accidentado. Lancaster se luce, eso sí, pero es desperdiciado por el argumento, de un western que tropieza como una bola de paja en el desierto.
Año: 1972 Duración: 1 hr. 43 min. País: Estados Unidos Director: Robert Aldrich Guion: Alan Sharp
Música: Frank De Vol Fotografía: Joseph F. Biroc Reparto: Burt Lancaster, Bruce Davison, Joaquín Martínez, Jorge Luke, Lloyd Bochner
Calificación: 5/10
Mis estudios sobre el western me han acercado con cierto interés a las imágenes de Los depravados, conocida también en algunas partes como El vengador sin piedad, una película de Henry King que constituye uno de los dos westerns que realizó con Gregory Peck, estrenado ocho años después de la magnífica El pistolero (1950). Peck alguna vez admitió que le resultó difícil entender cómo interpretar a un personaje tan odioso porque, entre otras cosas, lo veía como un instrumento político para cuestionar el macartismo que él mismo detestaba. Y esto es completamente entendible porque, a decir verdad, es un western crepuscular que se beneficia de la enorme presencia de Peck para mantener la trama inquietante sobre justicia, creencia y venganza, sin perder de vista unas panorámicas preciosísimas en CinemaScope que le añaden autenticidad a su horizonte topográfico dentro del encuadre. En la trama, Peck interpreta a Jim Douglass, un ranchero que llega en su caballo hasta el poblado de Río Arriba con la finalidad de presenciar el ahorcamiento de cuatro forajidos capturados por el alguacil de los que está convencido que violaron y mataron a su esposa en su propio rancho apenas seis meses antes; pero cuya travesía de venganza da un giro cuando los bandidos escapan de la cárcel con una rehén y se ve obligado a cooperar con los agentes de la ley para perseguirlos por las montañas. En términos generales, la narrativa se estructura siguiendo las nomenclaturas básicas del western revisionista que son establecidas, dicho se de paso, cuando el vaquero íntegro que perdió la fe busca la venganza en un territorio donde la moral parece haber desparecido y solo predomina la violencia de los más fuertes. Sin embargo, me resulta bastante entretenida por la manera en que los elementos del género se integran con sutileza en cada escena y, ante todo, las motivaciones de los personajes están construidas con cierta solidez a través de los diálogos del guion de Philip Yordan, a pesar de ligeros facilismos con los que se resuelve el conflicto. La síntesis descriptiva del relato no iconógeno me revela todo lo que necesito saber sobre las acciones de algunos de los personajes que se distribuyen entre la búsqueda de venganza del cowboy perturbado por el pasado; la sabiduría breve del sacerdote en la iglesia que recibe a los pecadores; los dilemas amorosos de la chica vestida de negro que intenta recuperar el amor perdido; la huida por los montes de los cuatro fugitivos que desconocen los motivos por el cual el cazador los persigue para matarlos. Hay tiroteos, persecuciones a caballo, conversaciones en la cantina, caminatas por el pueblo desolado. Las secuencias de acción avanzan a un ritmo contenido que mantiene el grado de consistencia con la figura imponente de Peck. El registro de Peck no necesita pistola cuando dispara con la mirada y los gestos estoicos de su rostro para interpretar a Jim como un hombre serio, impasible, calculador, atrapado por las dudas de un dilema ético-moral cuando solo desenfunda el revólver para matar sin misericordia a los cuatro hombres equivocados; desarrollando una química palpable al lado de Joan Collins. Los villanos estereotipados también son un poco creíbles. Con todos ellos, King traza una visión oscura del lejano oeste que desmitifica el idealismo tradicionalista al arrojar metáforas religiosas que interrogan el honor, la naturaleza de la creencia y el sentido de justicia desde el conservadurismo. El sello estilístico de King se preserva, de igual forma, con los valores que ilustra en la puesta en escena a través de la elipsis, el primer plano, el campo-contracampo, el uso psicológico del color, los decorados, el fuera de campo y la densidad panorámica aplicada a cada plano de los paisajes de la frontera mexicana con la lente de Leon Shamroy. El tratamiento se complementa, además, con un contagioso leitmotiv de la música de Lionel Newman. Se trata, en efecto, de un western finamente ajustado del prolífico director estadounidense.
Año: 1958 Duración: 1 hr. 38 min. País: Estados Unidos Director: Henry King Guion: Philip Yordan
Música: Lionel Newman Fotografía: Leon Shamroy Reparto: Gregory Peck, Joan Collins, Henry Silva, Lee Van Cleef, Stephen Boyd
Calificación: 7/10
Mi interés por el cine del oeste de los años 30 me ha llevado a ver El chico de Oklahoma, una película poco conocida de Lloyd Bacon que constituye el primer western que protagonizó James Cagney para la Warner Bros., en una época en la que los estudios estaban considerando traer de vuelta los estereotipos comunes del género tras el evidente éxito que consiguió La diligencia (Ford, 1939), estrenada un mes antes. Se dice que después del estreno Cagney y Humphrey Bogart nunca se hicieron amigos y sostenían una rivalidad fuera del plató, a pesar de que esta era la segunda ocasión en que colaboraban juntos en una película. La hora y media que dura, al margen de estas trivias, me obliga a razonar lo necesario como para saber que Cagney le inyecta su carisma a unas pocas escenas, pero, en general, es un western convencional y prescindible, que se pierde como las balas en los tiroteos de pueblo cuando mueve a los personajes como cartas de póker para esclarecer sus tópicos sobre justicia, corrupción y honor en el salvaje oeste. La historia se sitúa en el contexto de finales del siglo XIX, donde el presidente estadounidense Grover Cleveland firma un proyecto de ley que permite la venta de la franja Cherokee en el territorio de Oklahoma, un suceso histórico que condujo a una especie de fiebre de terrenos entre los colonos que llegaban al lugar. El protagonista es Jim "Oklahoma Kid" Kincaid, un forajido que vive según sus propias reglas y que, luego de emboscar y robarse el dinero de una pandilla liderada por Whip McCord (que asaltó una diligencia), cabalga en su caballo hasta un pueblo sin ley en el que, tiempo después, se enamora de una bella dama que es hija de un juez local y, además, se dispone a acabar con la banda de McCord para vengar al padre que lo desheredó por seguir una vida de crimen. En términos generales, la narrativa recupera algunos de las nomenclaturas básicas del género, donde el pistolero más buscado intenta redimirse por los pecados del pasado al trasladar sus motivos a una cuestión de honor y justicia, mientras de paso mata con su revólver a todo aquel que se cruce en su camino de venganza. Hay tiroteos, persecuciones, conversaciones en el salón. El problema que observo, no obstante, es que hay una ausencia de desarrollo que coloca a los personajes sobre descripciones superficiales de guion, que solo funcionan para impulsar el conflicto y reducir sus acciones redundantes a diálogos cutres en la cantina, en la comisaria y en varias partes del condado ficticio de Tulsa. Las escenas se resuelven con cierta gratuidad cuando miro a Kid escapando de los mismos lugares peligrosos sin recibir ni un rasguño. Y sospecho que casi no hay sustancia en la figura del vaquero vigilante que persigue la venganza para aprender el valor ético de la responsabilidad, así como en la del villano corrupto del que se solo se sabe que utiliza su amplia red de chantaje para extender su dominio en la ciudad del vicio. Cagney hace lo que puede cuando emplea sus gestos histriónicos y su acelerada forma de hablar para interpretar a un bandido desconfiado, astuto, independiente, que mata a los malos para restablecer la ley y el orden antes de besar a la chica, aunque me da la impresión de que su perfil gansteril no encaja con las ecuaciones de este western. Bogart, en cambio, está un poco más que olvidable como el terrateniente perverso que controla la ciudad. Con ellos, Bacon consigue, por lo menos, una puesta en escena que encuentra su autenticidad en los escenarios, el vestuario y algunas atmósferas del oeste fabricadas por la lente luminosa de James Wong Howe, así como la integración de una banda sonora de Max Steiner en escenas clave. Todo lo demás, dicho sea de paso, se me olvida con los créditos.
Año: 1939 Duración: 1 hr. 25 min. País: Estados Unidos Director: Lloyd Bacon Guion: Edward E. Paramore Jr., Warren Duff, Robert Buckner
Música: Max Steiner Fotografía: James Wong Howe Reparto: James Cagney, Humphrey Bogart, Rosemary Lane, Donald Crisp, Harvey Stephens
Calificación: 5/10
El retorno de "Draw" Egan es una película muda poco conocida de William S. Hart que constituye, entre otras cosas, uno de los primeros largometrajes de cine mudo de cinco carretes del cineasta, producidos por Thomas H. Ince para la Triangle Film Corporation a raíz de la enorme popularidad que la estrella había adquirido del público de la era. Los 50 minutos que dura me dicen que es un western mudo que apenas se ve impulsado por la presencia de Hart como el sheriff reformado, pero, por lo regular, permanece situado demasiado tiempo en el pueblo y termina en un terreno previsible que carece de gancho. En la trama, Hart interpreta a "Draw" Egan, el forajido y notorio líder de un grupo de bandidos que, después de escapar de un tiroteo con los cazarrecompensas que buscan la recompensa de mil dólares que hay sobre su cabeza, se estaciona en el pueblo remoto de Yellow Dog en el salvaje oeste, en el que consigue trabajo como alguacil y adopta el nombre falso de William Blake, restaurando la ley con su revólver y enamorándose de una dama que es hija de un político reformista local al que conoce. En términos generales, la narrativa se ensambla instaurando los arquetipos tempranos del western, en el que el pistolero con el pasado trabaja para reformarse por los crímenes mientras ayuda a imponer el orden en un poblado de gente que odia las reglas establecidas. El arranque es más o menos atrapante cuando soy testigo de las persecuciones en caballos, de las riñas entre hombres en la cantina, del coqueteo con las prostitutas, del romance entre el vaquero honesto y la chica dulce temerosa de Dios, de los tiroteos del sheriff en las calles del pueblo para poner fin al dominio de los criminales. Las escenas se distribuyen con cierto ritmo en su centro de cohesión. El problema, no obstante, es que los personajes responden a unos estereotipos que pocas veces escapan de las convenciones genéricas, y las acciones de ellos se reducen solo a las discusiones en el pueblo para resolver los dilemas morales del héroe reformado, frecuentando lugares comunes que trasladan el conflicto a la redundancia. Aprecio, por lo menos, la actuación de Hart, quien utiliza la mirada, los gestos y su mesurado registro expresivo para asumir, con cierta naturalidad, el papel de un sheriff fuerte, astuto, virtuoso con la pistola, que es respetado por todos por restaurar la ley y el orden y no tiene miedo de sincerarse consigo mismo por los pecados cometidos con su antigua identidad. Él se suele encuadrar a sí mismo en una puesta en escena que entrega algunas herramientas estéticas que se acentúan en el uso del primer plano, el plano subjetivo, el plano-contraplano, el fuera de campo, los detalles del escenario, el vestuario de época, el montaje paralelo y, ante todo, las panorámicas del gran plano general que magnifican esos paisajes del viejo Oeste. Su propuesta muda no representa algo no que no haya visto antes con mejores resultados del mismo período, pero, dicho sea de paso, ofrece una mirada temprana de los westerns que sobreviven de los años 10.
Ficha técnica Título original: The Return of Draw Egan
Año: 1916 Duración: 50 min. País: Estados Unidos Director: William S. Hart Guion: C. Gardner Sullivan
Música: N/A (muda) Fotografía: Joseph H. August Reparto: William S. Hart, Margery Wilson, Robert McKim
Calificación: 6/10
En este nuevo largometraje, Baker regresa al cine para contar un poco más sobre la podredumbre que hay detrás del trabajo sexual.
En Anora, Sean Baker recupera su poética del outsider para aclarar, otra vez, sus preocupaciones sobre los presuntos males neoliberales del sueño americano, como ya lo había esquematizado hace unos años en las regulares Red Rocket, El proyecto Florida y Tangerine, pero trasladando las interrogantes al productivo sector de las trabajadoras sexuales de Estados Unidos. Sobre esto, afirmó en una entrevista para Variety que su intención era la de "contar historias humanas, contando historias que ojalá sean universales” para ayudar, según él, a “eliminar el estigma que siempre se ha aplicado a este medio de vida". Sus buenas intenciones lo condujeron a que ganara la Palma de Oro en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Cannes en la que recibió una ovación de mercadeo de diez minutos y, además, ha conseguido una aclamación casi unánime que se ha prolongado desde entonces por las modas de la corrección política que se promueve religiosamente en la industria del cine de la actualidad.
Las más de dos horas que paso consumiendo sus imágenes, me obligan razonar lo necesario como para saber que en los festivales de cine por donde ha pasado ya no premian el arte ni las cualidades estéticas de las películas, sino que, más bien, otorgan galardones solo a aquellas obras que se ajusten al discurso político que custodia sus intereses. En este intervalo de tiempo, Baker se empeña en mostrarla como una comedia romántica que a veces transita por pasajes oscuros con la atrevida actuación de Mikey Madison, pero la suma de sus partes es aburrida y, por lo regular, los personajes artificiosos suelen banalizar su discursillo rebuscado sobre la explotación de las trabajadoras sexuales en la esfera del capitalismo salvaje, donde la narrativa del cuento de hadas subversivo no es más que una excusa burda para permanecer situada en una redundancia a la que le sobra metraje.
El argumento se ambienta en la ciudad de Nueva York y sigue la existencia de Anora Mikheeva (Mikey Madison), una mujer de 23 años que ejerce el oficio de la prostitución desde los interiores de un club nocturno en el que, como stripper, baila desnuda encima de los hombres que le proporcionan el dinero que necesita para ganarse la vida. Todo transcurre con normalidad cuando ella chismosea con las demás prostitutas sobre las debilidades masculinas y pasea como noctámbula en las discotecas, antes de terminar rendida del cansancio al día siguiente en la casa de la hermana mayor que le da un espacio dentro de su vivienda, ya que son inmigrantes de etnia rusa ubicadas en el barrio de Brighton Beach en Brooklyn. Pero en un momento dado, Ani, como es llamada por sus amigas, recibe el oportunismo con los brazos abiertos cuando conoce a través de su jefe a Iván "Vania" Zakharov (Mark Eidelstein), el hijo de 21 años de un oligarca ruso que está de visita en el país para estudiar y al cual, entre otras cosas, le proporciona su paquete premium de servicios exclusivos: tener relaciones sexuales de la noche a la mañana, salir de fiesta como turistas borrachos y llevar los vicios al límite para acercarse a esa felicidad consumista que se anuncia por la televisión.
En términos generales, Baker opta por mostrar el relato sobre Ani sobre una base que, a modo desestructurado, mimetiza aquel cuento de hadas de la chica idealista que sueña con un futuro mejoral lado del príncipe azul que vino para rescatarla de la desdicha. En una primera mitad, tiene un arranque interesante cuando Ani tiene reiterados encuentros de sexo duro con el despreocupado Vanya que juega videojuegos y cobra miles de dólares por estar con él durante una semana en la enorme mansión; mientras su escepticismo se desequilibra cuando el chaval le pide matrimonio en un viaje de parranda por Las Vegas y le garantiza, además, los privilegios que anhela cualquier cazafortunas, renunciando a su empleo para celebrar la boda en una capilla. En la segunda, muestra la caída en desgracia de Ani desde las escenas del escándalo en la que unos secuaces, entre los que se encuentra un pastor de la iglesia ortodoxa, llegan a la residencia por órdenes de la madre de Vanya para anular el matrimonio por conveniencia que embarra moralmente el nombre respetado de la familia, donde ella es testigo además de la inmadurez del esposo que sale corriendo y pasa por un instante de vergüenza que la coloca en un altercado de violencia doméstica que denigra su dignidad femenina, antes de ser obligada por los matones a buscar por la ciudad al marido fugitivo para completar la transacción.
El problema fundamental, no obstante, es que percibo que la narración prostituye los mecanismos estructurales que vuelven previsibles las propuestas de Baker, en los que coquetea con el realismo sucio para esquematizar con cierta indulgencia las circunstancias absurdas de esas personas desamparadas y estigmatizadas por los prejuicios sociales que tratan de conseguir en vano una probada del ansiado sueño americano que luego los traiciona cerca del clímax. La fórmula situacional, que oscila entre el drama y la comedia romántica, reduce las acciones de los personajes a una serie de situaciones arregladas que le quitan gracia y peso emocional al abanico de peripecias. Siento que la gratuidad de las escenas cae en una inercia reiterativa que se reparte en medio del griterío cansino de la prostituta abusada por los ricos cuando expresa su lenguaje soez aprendido en las malas calles; las travesuras del adolescente inmaduro en los shows de strippers; la torpeza de los adeptos rusos caricaturizados que son encargados de poner en marcha la ruptura conyugal a cambio de diez mil dólares. Ninguno de estos personajes logra desarrollarse más allá de su función descriptiva en la trama, y los diálogos, carentes de espontaneidad, suenan más a sermones que a conversaciones reales.
Aparte del desarrollo accidentado, me da la sensación de que Baker nunca juzga debidamente a Anora y, junto a los demás personajes, la mantiene suspendida en una histeria permanente para puntualizar, dentro de sus obviedades discursivas liberales, un comentario sobre la cosificación sexual que se vende en la prostitución, entendida como el autoengaño de una prostituta que, por su codicia por el dinero, es explotada como mercancía por el sistema capitalista que le pone precio a su sexualización y deshumaniza su propio valor como mujer. Sin embargo, su trato bienintencionado de su crítica social deja en puntos suspensivos la realidad de las mujeres que son prostitutas por diversos factores socioeconómicas y prefiere, no obstante, tratar el texto con una condescendencia maniqueísta que solo condena las miserias morales de los inmigrantes rusos que son reducidos a los estereotipos caricaturescos comúnmente asociados a su cultura ortodoxa conservadora, mientras, por el otro lado, la prostituta es tratada de una manera higienizada bajo los estándares normativos del feminismo actual que siempre la muestran empoderada y desafiante. Baker, en su crítica social sobre marginados, nunca se ensucia las manos cuando señala a los oligarcas rusos conservadores como los corruptos importados y a las prostitutas oprimidas como víctimas de las injusticias de un sistema que las excluye para que nadie se apiade de ellas.
La incapacidad de Baker para explorar nuevas dimensiones en la precariedad socioeconómica de las trabajadoras sexuales queda en evidencia porque no aporta una perspectiva fresca o relevante, y el asunto parece una recopilación de clichés reciclados, carente de la urgencia necesaria para invitar a una reflexión seria al subvertir estereotipos. Sin embargo, me doy cuenta de que, en sus decisiones apresuradas, Madison ofrece una buena interpretación, que es consciente de su propio artificio como una gold digger. Ella, de algún modo, emplea un registro expresivo que es auténtico cuando improvisa y utiliza la mirada, los gestos y su voz para meterse en la piel de una prostituta irreverente, histriónica, irascible, gritona, vulnerable, que en el fondo esconde las fragilidades de una mujer ingenua que desea amar alguien para llenar el vacío afectivo que sufre por su profesión de bailarina exótica, algo que cree encontrarlo en el chico que la compra como objeto de deseo. Me creo su bullicio ensordecedor. Y me sorprende su acento ruso y la pericia física que demuestra en los bailes de barra. Es acompañada por una actuación secundaria notable de Eidelstein, quien interpreta a Vanya como un muchacho volátil, inseguro, que como buen niño rico rebelde abusa del poder del dinero para satisfacer su megalomanía.
El estilo de Baker entrega, por lo menos, un par de florituras estéticas que agregan consistencia al submundo de la prostitución elegante. Por la parte visual, añade una autenticidad que se disemina en cada escena a través del plano general, el primer plano, el plano-contraplano, el uso proxémico de los espacios, la iluminación natural, la psicología del color y las modalidades del encuadre móvil de Drew Daniels que dinamizan con un ojo casi de documental el exotismo que ocurre en unos cabarés iluminados con luces de neón, así como unas atmósferas urbanas que se corresponden a la cultura neoyorquina. Su sentido de composición, además, evita a toda costa sexualizar a la protagonista, por lo que no es raro que muchas escenas sean deserotizadas y asexuadas. Por la parte sonora, mezcla de sonidos ambientales con una música de hip hop que no hace más que subrayar lo que ya es evidente en pantalla, a pesar de que incluye algunas canciones emblemáticas de t.A.T.u., Blondie y Take That.
La película, en última instancia, intenta ser un espejo de las realidades más duras del sueño norteamericano al sintetizar las contrariedades de una mujer que, al igual que otros inmigrantes en condiciones similares, se enfrenta a una barrera de estigma social que la obliga a prostituirse para ganar dinero y sostenerse. Baker piensa, en sus inclinaciones sociológicas, que es suficiente plantear los dilemas éticos a los que se exponen las prostitutas para darle la justicia social que se merecen, pero su enfoque apresurado, irónicamente, suspende a Anora en el estereotipo básico de la prostituta materialista (adicta al dinero, la ropa, la elegancia, las frivolidades, etc.) sin preguntarse ni siquiera por un minuto si todas están en los mismos contextos, como si todas estuvieran atrapadas en un círculo vicioso del que no pueden salir jamás para hallar el amor o una vida mejor junto a alguien que las aprecie.
Esto lo trata de evocar en la secuencia final en la que Ani comparte con Igor (Yura Borisov) hasta acabar teniendo sexo con él en el carro en un día frío de enero, donde sus lágrimas de dolor metaforizan la imposibilidad de encontrar la redención con un hombre que verdaderamente la ame. Pero, desgraciadamente, veo que hay escasa sutileza en su núcleo de drama romántico y comedia alocada. Soy incapaz de sorprenderme por lo que observo. En general, su ejercicio superficial nunca alcanza a cohesionar algo significativo cuando atraviesa lugares comunes y conflictos previsibles sin profundidad.
Como de costumbre, para finalizar el año comento brevemente lo que, para mí, son las mejores películas que he podido ver en estos 365 días.
Elegir las mejores películas que vi este año no fue tarea sencilla. Los estrenos que llegaron para quedarse en mi memoria fueron muy pocos y 2024, encima de ser uno de los anos más flojos del cine que he experimentado en mucho tiempo, se convirtió en un mosaico cinematográfico del que solo alcanzo a destacar unas pocas películas. Cada título que incluyo en esta lista representa algo más que una obra destacada; son experiencias que lograron conmoverme, sorprenderme o desafiar mi perspectiva, recordándome por qué el cine sigue siendo una de las formas de arte más vibrantes y cautivadoras.
Aquí no encontrarás un ranking estricto ni intentos de objetividad absoluta. Mis elecciones se guían, como siempre, por el impacto emocional y estético que cada película tuvo en mí. Algunas resonaron por su audaz narrativa, otras por su impecable ejecución técnica, y unas pocas simplemente por capturar algo esencial y humano. Más que un listado, estas diez películas son una invitación a explorar y debatir lo que hace del cine una pasión inagotable.
A sus 94 años, Eastwood no solo entrega insólitamente una de sus mejores películas en más de dos décadas, sino, además, un thriller judicial que sostiene su pulso tenso para construir su agudo discurso sobre la ética, la verdad y la fragilidad de la justicia; con una actuación de Nicholas Hoult que se puede considerar como la mejor de toda su carrera.
Como de costumbre, para finalizar el año comento brevemente lo que, para mí, son las peores películas que he podido ver en estos 365 días.
El 2024 llega a su fin y nos ha dejado grandes películas que pasarán a la historia... y otras que preferiríamos olvidar. En este artículo, me sumerjo en ese rincón oscuro del cine que provoca suspiros de incredulidad y cuestionamientos existenciales: las peores películas del año.
Desde guiones absurdos hasta actuaciones que parecen improvisadas en un mal día, estas producciones me recuerdan que no todo en la pantalla es oro. ¿Listos para un recorrido por el lado más desafortunado del séptimo arte fabricado por Hollywood?
Lo que encuentro, después de haberla visto, es una secuela muy aburrida en la que no funciona ni la acción violenta ni los chistes prefabricados de propiedades de Marvel, en dos largas horas en la que soy asaltado por la extraña sensación de que Ryan Reynolds y Hugh Jackman queman metraje para estirar el punto autoparódico.
A juzgar por lo que veo en más de dos horas, no me parece otra cosa que una comedia de acción aburrida, letárgica, previsible, abarrotada de personajes vacíos que pierden todo su combustible en medio de pirotecnia aparatosa.
Parece que Zemeckis pierde el rumbo en lo que está tratando de contar, y lamentablemente tropieza bajo el peso de su propia pretensión cuando evoca su ejercicio reiterativo sobre la familia y el paso del tiempo desde la perspectiva de una sola habitación.
Como comedia de acción, su premisa metaficcional de espías arranca de una manera apresurada que, desafortunadamente, pierde su horizonte entre giros predecibles y personajes estereotipados condicionados a las fórmulas convencionales del género.
No me parece otra cosa que un remake aburrido, que noquea la poca sustancia que tiene entre las peleas repetitivas en el bar playero y la trama agotadora que se hunde en las aguas de los clichés de acción.
Lo que observo en ella durante todo su breve metraje me obliga a razonar lo necesario como para darme cuenta de que, dentro de sus limitaciones genéricas, es una comedia de carretera enormemente aburrida, nimia, sin humor, que a menudo se desvía por rutas previsibles sin tener la más mínima molestia de escapar de su comercial de lesbianas de hora y media.
Es, propiamente dicho, una secuela aburrida, efectista, que pierde toda la sustancia al arrastrar en mayor o menor medida las mismas inconsistencias narrativas que se hunden en el vacío como un agujero negro del que ni siquiera puede escapar la pirotecnia aparatosa y los personajes superficiales.
Desde el principio no me parece otra cosa que una película aburrida, letárgica, que lanza ideas al azar esperando a que algo se le pegue y atrapa en su telaraña un montón de clichés reciclados de superhéroes. Sus dos horas son como un largo ejercicio de vergüenza ajena.
El conde de Montecristo, la nueva adaptación de la famosísima novela de Alejandro Dumas, es una película francesa que renueva mi fe por el cine de aventuras y, dicho sea de paso, me obliga a razonar lo suficiente como para saber que bien hubiese sido producida por Hollywood hace 15 años atrás, porque es una producción de Pathé que apuesta por ese aire de clasicismo que parece cada día como el recuerdo de una era pasada. Es, incluso, la segunda película sobre la obra de Dumas estrenada en este siglo, tras The Count of Monte Cristo (Reynolds, 2002). Los directores Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière se empeñan en mostrarla como un espectáculo que, en sus tres horas, mantiene un ritmo consistente que nunca abandona el sentido de esplendor ni el tono grandilocuente con el que se narra la entretenida aventura de época sobre traición, injusticia y venganza; sin perder de vista el rastro de unos personajes singulares atrapados en un círculo de dilemas morales. La trama se desarrolla a lo largo de varios años a principios del siglo XIX y relata la existencia de Edmond Dantès, un hombre inocente que es arrestado y acusado de ser bonapartista el mismo día de su boda, donde tiempo después es encarcelado en una prisión en una isla remota, en la que conoce a un abate recluso con el que cava un túnel para escapar y, además, descubre la anécdota de un tesoro escondido que luego pretende buscar para vengarse de los soeces que lo traicionaron y le hicieron distanciarse de su amada Mercédès, que en su ausencia se casa con el que una vez fue su mejor amigo. En términos generales, el asunto me atrapa de inmediato porque la tragedia de Dantès, entre otras cosas, se solidifica sobre la base de unos personajes envidiosos, codiciosos y corruptos que funcionan como un catalizador para dimensionar la personalidad oscura que justifica su sed de venganza durante más de dos décadas. Los diálogos tienen vocación por la ironía, las escenas están cohesionadas en su lógica interna y los personajes tienen su momento para lucirse cuando no son eclipsados por la figura del conde enmascarado que los manipula desde las sombras. El argumento está finamente ajustado en su híbrido de aventura, romance y drama histórico. El grado de intriga permanece sobre la capa de consistencia que se muestra en la fuga planificada en el Château d'If; el descubrimiento del vasto tesoro en la isla de Montecristo; la caída de Edmond al lado oscuro que lo lleva a adoptar una identidad secreta para poner en marcha su plan de venganza con la enorme fortuna; las estratagemas de Edmond cuando utiliza a dos jóvenes para ganarse la confianza y manipular desde su castillo a los tres enemigos que conspiraron en su contra. En este sentido, la actuación de Pierre Niney me resulta creíble cuando ofrece su registro expresivo para interpretar, con los gestos y el maquillaje prostético, la efigie de un héroe astuto, orgulloso, oscuro, que se niega a olvidar el pasado trágico para impulsar el objetivo de venganza que ilumina su alma perdida y alcanzar la redención en el mar de la libertad. Junto a él, hay actuaciones espléndidas del reparto de secundarios, sobre todo la de Anaïs Demoustier como la dama que responde a los latidos de su corazón con la mirada. Lo más interesante, quizás, es que todos ellos se pasean por una puesta en escena que refleja el compromiso de los cineastas por la autenticidad del período que se acentúa sobre los decorados, el vestuario, el maquillaje, iluminación romanticista y las modalidades del encuadre móvil que dinamizan las escenas con los movimientos de cámara que maneja Nicolas Bolduc. La música de Jérôme Rebotier es, de igual modo, integrada con solvencia en escenas clave. Todos estos elementos me dejan con la sensación de que estos profesionales están comprometidos con hacer que el entretenimiento sea grandioso de nuevo. Se trata, sin lugar a dudas, de una cautivante versión del clásico de Dumas.
Ficha técnica Título original: The Count of Monte Cristo (Le Comte de Monte-Cristo)
Año: 2024 Duración: 2 hr. 58 min. País: Francia Director: Matthieu Delaporte, Alexandre de La Patellière Guion: Matthieu Delaporte, Alexandre de La Patellière
Música: Jérôme Rebotier Fotografía: Nicolas Bolduc Reparto: Pierre Niney, Anaïs Demoustier, Laurent Lafitte, Anamaria Vartolomei, Vassili Schneider, Patrick Mille, Pierfrancesco Favino, Julien De Saint Jean
Calificación: 7/10
Un hombre diferente es una película en la que, Aaron Schimberg, retoma los apuntes de su poética del prejuicio para dialogar sobre esas personas con discapacidad que se niegan a aceptarse como son. Su acercamiento a la materia conjunta drama psicológico con algunos rastros del terror corporal, y desde su estreno en distintos festivales de cine ha sido aplaudida por unas presuntas virtudes que yo, francamente, no consigo encontrar en sus dos horas de metraje. Si bien es cierto que Schimberg encuadra el asunto sobre prejuicios y autoaceptación con una actuación camaleónica de Sebastian Stan, su narración se debilita gradualmente al permanecer estacionada en una zona redundante y fútil que se estira, innecesariamente, sin añadir algo de sustancia a la premisa del doble. El argumento se sitúa en la ciudad de Nueva York. Sigue la existencia de Edward Lemuel, un actor tímido que tiene el rostro desfigurado debido a la neurofibromatosis; mientras se hace amigo de la vecina que es aspirante a dramaturga llamada Ingrid y, además, trabaja en las producciones de los anuncios comerciales sobre discapacitados con problemas similares a los suyos. En general, la trama tiene un arranque que me interesa, ante todo, por la manera en que se muestra el trauma de Edward como el de un hombre que, por el rechazo de los demás, recurre a un tratamiento médico experimental que cura la condición de su cara y asume la identidad de un tal Guy Moratz para esconder el pasado trágico; convirtiendo la vida de este en aquella metáfora del doppelgänger que se destruye a sí mismo cuando se transforma en el otro en busca de los placeres que nunca tuvo. El problema central, no obstante, es que noto que el ritmo narrativo se accidenta en los lugares comunes y, por lo regular, mantiene las acciones de los personajes suspendidas sobre una capa de indulgencia calculada que siempre los coloca en situaciones previsibles. Nunca se interroga al protagonista más allá de las descripciones obvias del guion. Y sospecho que, a partir de la segunda mitad, escasean las sorpresas. De esta manera, no alcanzo a sentir nada por el éxito de Guy como un agente de bienes raíces; por la relación de Guy con Ingrid al tiempo que descubre que está tratando de producir una obra de teatro off-Broadway que lleva su nombre original; las audiciones de Guy con la máscara de Edward para asegurar el papel principal; la caída de Guy cuando cae prisionero de la envidia al ver que un hombre con neurofibromatosis, similar a su antiguo yo, se vuelve más popular que él hasta el punto de quitarle el protagonismo de la obra y a la propia Ingrid. Dentro del registro de obviedades, los personajes solo funcionan en la superficie para elaborar un comentario social sobre el aspectismo, entendido como la obsesión de un individuo inseguro de sí mismo que es castigado moralmente con la insatisfacción cuando se arriesga a ocultarse detrás una máscara para ajustarse a los estereotipos sociales comúnmente asociados con los estándares de belleza. Esto es específicamente cierto cuando Edward lucha contra la exclusión y la discriminación por su aspecto físico, pero luego se da cuenta de que su identidad falsa solo obstaculiza su necesidad de aceptar su propia autenticidad. La interpretación de Stan logra que el texto tenga cierta coherencia cuando utiliza los gestos, la voz, la mirada y el maquillaje prostético para interpretar a las dos caras de Edward. Adam Pearson también me parece sobrio cuando interpreta, con el acento y los respectivos registros, a dos personajes idénticos en apariencia física, pero con personalidades completamente opuestas. Con ellos, Schimberg construye subtextos metanarrativos sobre las posibilidades expresivas de los actores de teatro y, asimismo, encuadra las atmósferas urbanas con un filtro noventero que, admito, se ve absorbente. Desgraciadamente, nada de esto evita el exceso de pretenciosidad con el que trata la historia indulgente del actor de las dos caras.