Desde el momento en que entré a mi sala de cine para ver Memoria, de Apichatpong Weerasethakul, sabía que estaba a punto de vivir una experiencia única. Las películas del director tailandés siempre han sido para mí algo más que simples narraciones: son inmersiones sensoriales, mundos poblados de gente extraviada, donde lo mundano se transforma en lo inesperado bajo una extraña capa de paisajes contemplativos. Lo particular es que aquí se va a la selva amazónica colombiana para trasladar por primera vez su cine a occidente y, además, diluir sobre el encuadre las preocupaciones que a menudo gobiernan su cine a través de su poética naturalista. Entra en sintonía con su largometraje previo, Cementerio de esplendor. Pero la diferencia es que, aquí, Weerasethakul emplea su estética con cierta sutileza para acentuar, entre sonidos y poesía visual, el vínculo de la naturaleza que parece haberse perdido entre los recuerdos de los seres solitarios y alienados por el clima urbano, presentado además con una orgánica interpretación de Tilda Swinton. La trama se sitúa en Colombia, donde Swinton interpreta a Jessica, una mujer escocesa que trabaja como botánica en un negocio de venta de flores en Medellín y que, luego de despertar por la noche al escuchar un sonido misterioso que solo ella puede percibir, se dispone a transitar por las calles para investigar un poco más sobre el ruido que la perturba; mientras visita a su hermana enferma en el hospital y, asimismo, establece una relación amistosa con un ingeniero de sonido que le ofrece pistas acústicas sobre lo que anda investigando. En términos generales, la narrativa adoptada por Weerasethakul muestra el viaje de esta protagonista como el de una mujer perdida que anhela hallar las respuestas de sus inquietudes entre dos panoramas diametralmente opuestos: la ciudad y el campo. Esta dialéctica funciona en la superficie para colocar lecturas bastante soterradas sobre la alienación del individuo contemporáneo que se entiende, de igual modo, como la imposibilidad de contemplar las cosas sencillas de la naturaleza que parecen haber sido arrebatadas por una sociedad que mata a sus integrantes entre edificios, diligencias y labores superfluas. Esto es específicamente cierto porque Jessica no recuerda nada cuando está en la ciudad y deambula como un ser vacío por las avenidas; pero cuando viaja al campo "accede" a compartir la memoria con otro para comprender lo que "perdió" de su propia naturaleza, como los ecos de una tragedia que se fugan por la ventana para perderse en la jungla más oscura. En pocas palabras, su síntesis discursiva habla sobre la condición humana y la conexión con la Tierra que a veces se olvida por los dilemas de la modernidad líquida. En este sentido, la actuación contenida de Swinton se convierte en el vehículo adecuado para explorar las preguntas planteadas, porque su rostro expresa la complejidad de emociones sin necesidad de grandes gestos o diálogos, de una mujer solitaria, reservada, cuyas pasiones la han alejado de la búsqueda de sentido espiritual, como una alienígena perdida en un mundo extraño que busca reencontrarse consigo misma. Esta interpretación de Swinton me resulta hipnótica por la forma en que Weerasethakul la encuadra, en una puesta en escena que refleja sus pericias estilísticas para dimensionar la psicología del personaje por medio de los paisajes del gran plano general, largos planos fijos, la elipsis, el campo-contracampo, la topografía espaciotemporal, el silencio y, ante todo, el sonido diegético que se sutura fuera de campo para crear una atmósfera inmersiva. Desde el primer instante, el diseño sonoro se transfigura en un personaje más, un elemento clave que guía a Jessica a lo largo de la historia mientras yo la observo hipnotizado. Hay escenas en las que simplemente escucho el viento o el agua fluir, como si estuviera en el campo tirado en la grama. Se trata, en efecto, de una película meditativa, arrítmica, deliberadamente ambigua, que me invita a escuchar el mundo de una manera diferente y, sobre todo, a observar el misterio de la belleza en lo cotidiano.
Música: César López Fotografía: Sayombhu Mukdeeprom Reparto: Tilda Swinton, Daniel Giménez Cacho, Jeanne Balibar, Juan Pablo Urrego, Elkin Díaz
Calificación: 7/10
Crítica breve de la película Memoria, dirigida por Apichatpong Weerasethakul y protagonizada por Tilda Swinton y Daniel Giménez Cacho.
Las torres gemelas es una película de Oliver Stone que yo veo, oportunamente, no solo por el hecho de que me vino a la mente justo un día antes del 11 de septiembre, sino, también para conocer la historia detrás de esos héroes anónimos que arriesgaron su vida el día en que los edificios colapsaron como producto de los atentados terroristas que desmoralizaron a los Estados Unidos. Siempre me he interesado por el tema y reconozco, dicho sea de paso, que Stone consigue dotarla de un trato bienintencionado que a menudo honra el heroísmo de los rescatistas que se sacrificaron en la tragedia, pero su trama se derrumba lentamente cuando estira los episodios de clichés familiares y sensiblería rebuscada, bajo una capa convencional que permanece en la superficie que ocupan Nicolas Cage y Michael Peña. En la trama, ambientada en la fatídica fecha otoñal, Cage y Peña interpretan, respectivamente, al sargento John McLoughlin y al oficial Will Jimeno, dos policías de la Autoridad Portuaria que responden a las llamadas de auxilio y llegan al epicentro del desastre en la Torre Norte para socorrer a las personas en medio de la evacuación; pero que luego se convierten en los únicos supervivientes de su grupo al quedar atrapados entre los escombros ocasionado por el colapso de la Torre Sur. En general, la narrativa empleada por Stone me resulta interesante, en un principio, porque subvierte ligeramente los estereotipos del género de catástrofe y de policías en pareja con el fin de mostrar a sus personajes como dos individuos que, sobre el dolor inimaginable, mantienen la moral en alto mientras permanecen inmovilizados y gravemente heridos en una caverna de desastre en la que gobierna la oscuridad. El problema fundamental, no obstante, es que me da la sensación de que sus personajes solo se reducen a estereotipos artificiosos para justificar el docudrama, además de que las situaciones se estiran en un abanico de redundancia que se suele distribuir entre las escenas de las familias preocupadas; las tareas de rescate del cuerpo de emergencia; las conversaciones personales de los dos accidentados mientras rememoran el pasado; la misión de un marine de piedra que llega a la Zona cero por órdenes de dios para rescatar a los que están aprisionados entre los cascotes. El lado claustrofóbico pierde su efecto por el desequilibrio del montaje paralelo que, de cierto modo, Stone explota al cambiar con frecuencia los puntos de vista en varias escenas. El horizonte discursivo de Stone, además, se disuelve en lo políticamente correcto, en la indulgencia con aroma patriotero que lo aleja de su habitual sentido crítico sobre la sociedad norteamericana. A pesar de estas irregularidades, admito que me parece auténtica la actuación de Cage, sobre todo cuando utiliza su registro expresivo para interpretar con la mirada y los gestos el dolor de un policía que se niega a renunciar a la esperanza para volver a casa con su esposa y sus hijos. Paralelamente a Cage, hay también un rol secundario breve pero bastante orgánico de Michael Shannon como el soldado que responde al llamado del deber por la gracia divina y el daño psicológico de la guerra. La crisis interna de algunos personajes, lejos del patetismo calculado, se presenta con cierta organicidad por la forma en que, en ocasiones, Stone emplea sobre la puesta en escena el primerísimo primer plano y el uso proxémico del espacio para comunicar la claustrofobia que sienten en un lugar cerrado envuelto en chatarra, polvo y hormigón. La música de Craig Armstrong busca en vano los golpes bajos por la parte acústica. El resto del metraje queda suspendido en una rutina previsible que se desploma como las mismas torres. Creo, francamente, que es una de las películas flojas del director.
Ficha técnica Título original:World Trade Center
Año: 2006 Duración: 2 hr. 09 min. País: Estados Unidos Director: Oliver Stone Guion: Andrea Berloff
Música: Craig Armstrong Fotografía: Seamus McGarvey Reparto: Nicolas Cage, Michael Peña, Maria Bello, Maggie Gyllenhaal, Michael Shannon
Calificación: 6/10
Crítica breve de la película Las torres gemelas, dirigida por Oliver Stone y protagonizada por Nicolas Cage y Michael Peña.
Diario de motocicletas es una película de Walter Salles que no me produce una catarsis emocional como para elogiarla hasta las nubes, pero a lo justo evoca sobre mí una extraña sensación liberadora que me atrapa y, ante todo, deja un rastro de enorme belleza visual con las panorámicas mostradas durante la reconstrucción del viaje de Ernesto Guevara por la carretera continental. Esto consigue añadirle una dimensión naturalista a la poética del viaje que, en su registro biográfico, reconstruye la ruta del futuro guerrillero marxista con dos actuaciones espléndidas de Gael García Bernal y Rodrigo de la Serna; sin perder de vista el horizonte que constituye su discurso político y socioantropológico. Su argumento está basado en las memorias escritas por el Che cuando apenas era un veinteañero. La trama se sitúa a principios de los años 50 y sigue a Ernesto Guevara como un estudiante de medicina que, poco antes de terminar su carrera, emprende un viaje en motocicleta junto a su amigo Alberto Granado, partiendo desde Buenos Aires para viajar miles de kilómetros por América del Sur y regresar en avión desde Venezuela. En términos generales, la narrativa, contada desde el punto de vista del Che, suele frecuentar los lugares comunes del road movie cuando los protagonistas viajan en moto por el continente y se acuestan con las mujeres que conocen; cuando discuten al aire libre las dificultades que ralentizan el viaje; cuando observan paisajes impresionantes de montañas; cuando se hacen pasar por doctores para ganar dinero. Pero me parece interesante porque, como relato de mayoría de edad, Salles desmitifica la figura de Guevara para mostrarlo, más bien, como la versión romantizada, de un joven idealista en búsqueda de una identidad, que encuentra terapéutico viajar en moto por las carreteras para descubrir otras culturas y cuya mirada catalizadora, asimismo, despierta su conciencia política cuando es testigo de las injusticias que laceran la dignidad de las clases más empobrecidas de Latinoamérica. Su síntesis discursiva puntualiza, en algunas escenas, las desigualdades económicas endémicas del continente, la condición social de las comunidades indígenas y la represión política que se organiza fuera de campo contra los comunistas analfabetos, a pesar de que a veces cae en el abismo didáctico de las obviedades maniqueas. Las motivaciones de los personajes tienen profundidad en su lado biográfico. Y me resulta agradable observar en su viaje de amistad los momentos de diversión, las disputas, la rebeldía juvenil, las reflexiones personales. De igual forma, hallo mucha química en las interpretaciones de Gael García Bernal y Rodrigo de la Serna. Uno interpreta a un muchacho rebelde, autorreflexivo, solidario, honesto, mujeriego, cuya ambición lo lleva a mirar con sus propios ojos la diversidad etnológica de la región, pero también el panorama de desdicha que se esconde detrás de las cordilleras rodeadas de niebla; en un trayecto que modifica su personalidad, varios años antes de caer adoctrinado por las ideologías de la izquierda que lo convertirían en un ícono revolucionario. El otro interpreta a un hombre decidido, promiscuo, extrovertido, que posee el don de la palabra para engañar a los demás y arranca en su moto La Poderosa a ritmo lento para disfrutar de su juventud antes de realizar como voluntario labores de leprosería. Con ellos dos, Salles reedifica la histórica expedición en moto y, además, utiliza una estética contemplativa, cercana a un documental, que se vuelve absorbente, ante todo, por el uso proxémico del espacio, manifestado con ímpetu en las panorámicas que magnifican las atmósferas naturalistas de los ecosistemas latinoamericanos constituidos por montañas, praderas, bosques, nieve, ríos, desiertos y pueblos remotos. Su topografía de paisajes, en resumen, me resulta lo suficientemente hermosa como para montar un comercial de National Geographic.
Ficha técnica Título original:Diarios de motocicleta
Año: 2004 Duración: 2 hr. 06 min. País: Argentina Director: Walter Salles Guion: José Rivera
Música: Gustavo Santaolalla Fotografía: Eric Gautier Reparto: Gael García Bernal, Rodrigo de la Serna, Mía Maestro, Mercedes Morán
Calificación: 7/10
Crítica breve de la película Diarios de motocicleta, dirigida por Walter Salles y protagonizada por Gael García Bernal y Rodrigo de la Serna.
En Gigoló americano, observo que Paul Schrader emplea de nuevo su poética del derrotista estadounidense, supongo, para interrogar el inframundo poco explotado de los escorts masculinos que proveen servicios sexuales a las mujeres a cambio de dinero. En el momento de su estreno, fue la tercera cinta de Schrader como director y su éxito moderado en la taquilla supuso, además, el ascenso de Richard Gere como estrella emergente de Hollywood durante los años 80. Tras pasar cerca de dos horas consumiendo sus imágenes, no me atrevo a decir que ha envejecido como producto del cine comercial ochentero, sobre todo porque este primer y último visionado que le doy ocurre a más de 40 años de haberse estrenado. No obstante, razono lo suficiente como para saber que es un thriller de Schrader que tiene un arranque interesante, a menudo elevado por cierto aire de sofisticación que le inyecta la presencia de Gere como el gigoló en apuros, pero su apuesta carece de pulso, y muchas veces permanece estancada en un epicentro vacuo de sexo, mentiras y asesinato, sin llegar nunca a impactarme con su trama policial de último minuto. La trama sigue a un gigoló llamado Julian Kay, un hombre elegante que frecuenta los hoteles lujosos de la ciudad de Los Ángeles para ofrecer sus servicios sexuales a la clientela de mujeres de la alta sociedad que desean probar la lujuria fuera de las cláusulas matrimoniales; mientras establece una relación cercana con una mujer francesa y, asimismo, se convierte en el principal sospechoso del caso de asesinato de una mujer que previamente había contratado su menú de sadomasoquismo. En términos generales, el asunto de este profesional me interesa, por lo menos, en las primeras escenas en que Schrader lo muestra como un hombre misterioso que se esconde en una imagen falsificada de sí mismo para vender su cuerpo y recurre a un comportamiento sexual compulsivo para construir su identidad sobre la base de un placer erótico que, dicho de otro modo, lo ayuda a llenar el vacío existencial que cubre su profesión y el anhelo de trepar en una esfera social a la que no pertenece. Sin embargo, pasada la media hora me asalta la sensación de que no va a ningún lado porque, entre otras cosas, las acciones del personaje se mantienen sujetas a una serie de situaciones redundantes que nunca le permiten salir de los coqueteos calculados con las clientas potenciales; los encuentros sexuales en los que folla en la cama con la femme fatale rubia; las trampas colocadas por los secuaces de un político corrupto; la investigación de los policías que lo tienen en la mira; la paranoia para limpiar su nombre por el crimen que no cometió. Esta redundancia coloca la trama en piloto automático, hasta que a medio camino pierde todo el combustible y solo quedan las marcas de una repetición inane del personaje que visita los mismos lugares sin un rumbo definido. Dentro de las limitaciones, Gere me resulta creíble cuando ejerce su expresividad contenida para interpretar a Julian como un hombre carismático, sofisticado, preocupado por su estilo de vida como si fuese un personaje escrito por Bret Easton Ellis, que antes de ser incriminado disfruta el trabajo de satisfacer a mujeres ricas para amplificar los vicios que lo aprisionan en la vorágine materialista de ropa, lujo y automóviles Mercedes-Benz; oficio que ejerce además para olvidar las experiencias traumáticas del pasado posiblemente gay. La química que él tiene con Lauren Hutton me parece sumamente artificiosa, con la fragancia típica de un melodrama cutre de telenovela. Solo rescato, en resumen, algunos apuntes visuales empleados por Schrader para dimensionar la psicología alienada del protagonista, así como el uso del sencillo "Call Me" de Blondie como leitmotiv. Todo lo demás, dentro de sus obviedades narrativas, es un refrito aburrido, como si fuera un anuncio de dos horas de Men's Health.
Ficha técnica Título original:American Gigolo
Año: 1980 Duración: 1 hr. 57 min. País: Estados Unidos Director: Paul Schrader Guion: Paul Schrader
Música: Giorgio Moroder Fotografía: John Bailey Reparto: Richard Gere, Lauren Hutton, Hector Elizondo, Bill Duke
Calificación: 5/10
Crítica breve de la película Gigoló americano, dirigida por Paul Schrader y protagonizada por Richard Gere y Lauren Hutton.
En este artículo de esenciales, selecciono cinco películas de Akira Kurosawa para los cinéfilos que desean estudiar su filmografía.
Akira Kurosawa es uno de los cineastas más influyentes de la historia del cine. A través de su extensa carrera, dejó una huella profunda en el cine japonés e internacional, influyendo a directores de todo el mundo. Su estilo se caracteriza por su maestría en la narración visual y la profundización en temas universales como el honor, la moralidad, el poder y la fragilidad humana.
Combinando una cinematografía épica con un enfoque íntimo en el desarrollo de personajes, Kurosawa utiliza composiciones visuales cuidadosas, paisajes dramáticos y una dirección precisa para crear atmósferas que capturan tanto la grandiosidad como los dilemas humanos. Influenciado por el teatro clásico japonés y la literatura occidental, su cine fusiona tradición y modernidad, siendo tanto filosófico como emocionalmente impactante, con una habilidad única para cruzar barreras culturales y temporales.
A continuación, se destacan cinco de sus películas más esenciales, en un recorrido que abarca desde el existencialismo humano hasta las épicas de samuráis.
Si hay una película que define a Kurosawa, es Los siete samuráis. Esta epopeya sigue a un grupo de samuráis contratados por un pueblo campesino para defenderse de los bandidos. La película es una meditación sobre el honor, el sacrificio, el heroísmo y el valor colectivo, y presenta una de las historias más cautivadoras del cine. La dirección de Kurosawa destaca por su manejo de la acción y su capacidad para desarrollar personajes complejos en medio de batallas espectaculares. Con sus 207 minutos, se convierte en un viaje épico que nunca pierde su ritmo.
Trono de sangre es la interpretación de Kurosawa de "Macbeth" de Shakespeare, ambientada en el Japón feudal. La película cuenta la historia de Taketoki Washizu (interpretado por Toshiro Mifune), un samurái que, instigado por su esposa (Isuzu Yamada), comete asesinatos para ascender al poder, solo para ser consumido por la paranoia y la traición. Es un ejemplo sobresaliente del dominio de Kurosawa en la creación de atmósferas opresivas y visuales intensas. Utiliza la niebla y los paisajes desolados para subrayar el sentido de fatalidad que recorre la trama, donde centraliza sus proezas para construir una historia oscura sobre la ambición y el poder, salpicada de tensión psicológica. Se trata de una de las mejores adaptaciones cinematográficas de una obra de Shakespeare.
Kurosawa no solo era un maestro del drama y las epopeyas, también era un excelente director de thrillers. El cielo y el infierno es una de sus incursiones más conocidas en este género. Basada en la novela de Ed McBain, la película sigue a Kingo Gondo (interpretado por Toshiro Mifune), un empresario cuya vida da un giro drástico cuando el hijo de su chofer es secuestrado por error, creyendo que es su propio hijo. Con esta trama en marcha, aborda dilemas morales y la lucha de clases, con una intensidad que atrapa desde el primer momento por la forma en que combina la crítica social sobre un thriller policial, mostrando una vez más su versatilidad como director.
RAN es una de las películas más ambiciosas de Kurosawa, y una de sus últimas obras maestras. Inspirada en "El rey Lear" de Shakespeare, la película cuenta la historia del Señor Hidetora Ichimonji, un poderoso señor de la guerra que decide dividir su reino entre sus tres hijos. Esta decisión desata una serie de traiciones, violencia y caos que finalmente lleva a la destrucción de su familia y su imperio. "Ran", que significa "caos" en japonés, es una meditación visual sobre la ambición, la traición y el inevitable declive del poder. La escala épica de la película, combinada con su estética visual meticulosamente detallada, ofrece algunas de las imágenes más icónicas del cine, como los ejércitos enfrentándose en vastos paisajes o el protagonista deambulando en estado de locura por un castillo en llamas. El uso del color y la composición de Kurosawa es magistral, destacando la grandeza y la decadencia del poder humano.
Ikiru es quizás una de las películas más conmovedoras de Kurosawa. El título se traduce como "Vivir", y la trama sigue a Kanji Watanabe (interpretado de manera brillante por Takashi Shimura), un funcionario público que, tras ser diagnosticado con cáncer terminal, se enfrenta a la realidad de su vida vacía. A lo largo de la película, Watanabe emprende una búsqueda desesperada por encontrar significado y dejar un legado antes de morir. La película aborda temas profundos como la mortalidad, el sentido de la existencia y la burocracia indiferente. Honestamente se puede decir que es un estudio filosófico sobre lo que significa realmente vivir, y su discurso resuena aún hoy en la convulsa sociedad contemporánea. Es una película que invita a la reflexión y no deja de parecerme una de las obras más humanistas de su filmografía.
Tras pasar algunos años sin estudiar la filmografía de Masaki Kobayashi, siendo la formidable Rebelión samurái la última que recuerdo haber visto, consumo con cierta calma las imágenes que ofrece Harakiri, una de las películas más conocidas de su catálogo que llega hasta mí en una edición remasterizada gracias a algún buen samaritano. Y lo que observo en más de dos horas me obliga a razonar lo suficiente como para saber que no se trata de uno de los grandes títulos del cine chambara porque se estira un poquito, aunque la coloco con facilidad al lado de otras de notable envergadura como Sanjuro (Kurosawa, 1962) y El samurái asesino (Okamoto, 1965). Desde el inicio, Kobayashi establece su firma estética y mantiene el equilibrio de una narración tensa y trágica para interrogar el honor, la valentía y la hipocresía de un sistema feudal de poder burocrático; con una actuación bastante orgánica de Tatsuya Nakadai que me lleva a pensar por momentos que es una de las mejores de su carrera. El argumento se desarrolla en el contexto histórico situado dos décadas después de la batalla de Sekigahara, donde muchos de los samuráis derrotados que servían a los señores de la guerra se convirtieron en rōnin (samurái sin amo) y cayeron en la pobreza más abyecta debido al período de paz establecido por el shogunato de la era Tokugawa. El protagonista es Hanshirō Tsugumo, un rōnin empobrecido que, ante la imposibilidad de vivir dignamente, llega a la residencia de un señor feudal del clan Iyi para solicitar cometer el harakiri, un ritual de suicidio dentro del antiguo código de los samuráis. En términos estructurales, la narrativa empleada aquí por Kobayashi me atrapa de inmediato por la manera en que construye el relato sobre los diálogos densos y un uso inusual de la analepsis que se manifiesta, dicho sea de paso, en las escenas en que cada uno de los personajes que ejercen la función de narrar, el rōnin y el consejero del daimyō, ofrecen una versión distinta de los hechos acontecidos previo al encuentro, de otro joven rōnin que había cometido seppuku en el mismo lugar con una espada de bambú. La carga dialógica de las conversaciones evoca sobre mí una sensación de sospecha cercana a lo que uno siente cuando va a suceder algún incidente, sobre todo porque descompone la imagen idealizada que suele habitar el cine de samuráis y muestra, entre otras cosas, a un rōnin que emplea el don de la palabra para desafiar la autoridad, instaurada por un régimen corrompido donde el código de honor de las tradiciones ancestrales se ha vuelto solo un instrumento de poder y control de una élite que fabrica verdades para mantener su presunta integridad. En este sentido, la interpretación de Nakadai me resulta sumamente creíble cuando ejerce su registro expresivo para capturar, con la mirada y los gestos, la lucha interna de un guerrero valiente que, motivado por la ética de vengar la humillación de sus parientes fallecidos, desafía la autoridad para desenmascarar la podredumbre militar de las rígidas estructuras feudales y las falsas apariencias que se esconden detrás de los rituales simbólicos, mostrando una profunda humanidad en un sitio donde la vida humana parece haber perdido su valor y solo la reputación es sinónimo de moralidad. Con esta actuación, junto a todo el reparto de secundarios, Kobayashi monta sobre la puesta en escena una serie de propiedades formales que subrayan la psicología de los personajes a través de herramientas estilísticas como el primer plano, el desencuadre, el sobreencuadre, la elipsis, los sutiles movimientos de cámara con el encuadre móvil y, ante todo, el uso proxémico del espacio que aprovecha su geometría precisa para dimensionar las acciones inesperadas con cierta poesía visual. Todos estos elementos, junto a la música folclórica compuesta por Toru Takemitsu, se integran con consistencia en la narración y, además, me dejan reflexionando sobre la justicia y la naturaleza del honor que puede ser distorsionada para justificar la crueldad.
Crítica breve de la película Harakiri, dirigida por Masaki Kobayashi y protagonizada porTatsuya Nakadai y Rentarô Mikuni.
El empleo es la segunda película como director de Ermanno Olmi y es, además, una que se sitúa en el período tardío del neorrealismo italiano, siguiendo la tradición instaurada por otras obras de los años 60 como Rocco y sus hermanos (Visconti, 1960) y Accattone (Pasolini, 1961), en la que se describe las vicisitudes que enfrenta el proletariado en la sociedad que transita hacia la modernidad del Milagro económico italiano. Lo que observo en ella en su edición restaurada no resuena en mí de la misma manera que otras películas sublimes del movimiento, pero se roba todo mi interés en apenas una hora y media. Me parece un drama sobrio, melancólico y algo emotivo, en el que Olmi persigue la estética de valor neorrealista para elaborar una crítica aguda sobre la estructura rígida del trabajador de cuello blanco en las burocracias capitalistas. El argumento se desarrolla en Milán y tiene como protagonista a Domenico, un joven de clase obrera que abandona los estudios por órdenes de sus padres para dejar que su hermano pequeño estudie mientras él, por otra parte, comienza su primer trabajo como empleado administrativo en una empresa de la ciudad, con el fin de ayudar a su familia para salir de la pobreza, un lugar donde también se siente atraído por una chica que conoce durante el proceso de selección de personal. Desde el inicio, el asunto de este chico tímido me llama la atención, no solo por la forma en que me traslada al epicentro de la sociedad italiana de los años 60, sino, asimismo, por las escenas en las que Olmi muestra la monotonía y la alienación que caracterizan la vida moderna en las oficinas. Y me siento identificado de inmediato cuando veo que el joven toma el examen de aptitudes, es entrevistado por el jefe en una oficina cerrada, se mantiene preocupado al lado de otros candidatos, dialoga con la muchacha que le gusta mientras se toman un café y, ante todo, acepta el puesto como mensajero porque es lo único que hay disponible para gente de su clase social. Olmi, con precision quirúrgica, ensambla estas escenas para ofrecer una crítica social demoledora sobre la condición del trabajador de oficina, que se entiende, además, como la pérdida de la inocencia de un joven empleado que es lo suficientemente ingenuo como para no darse cuenta de que es absorbido por los engranajes de la maquinaria capitalista para ser explotado hasta la vejez por los burócratas de saco y corbata, donde el valor de una persona se mide por su productividad y la renuncia a las aspiraciones es el precio que se paga por sacrificarse en el altar de la eficiencia. Uno de los aspectos más destacados, más allá de la síntesis discursiva, es la actuación central de Sandro Panzeri, que tiene un registro expresivo que se vale de la mirada y de los gestos sutiles para interpretar a Domenico como un muchacho introspectivo, honesto, solitario, cuyo rostro es un lienzo en blanco sobre el que se proyectan las expectativas, los miedos y las frustraciones de una generación atrapada en un sistema deshumanizante que no puede cambiar. Él tiene momentos de naturalidad que brillan en medio de la oscuridad al lado de la interpretación de Loredana Detto como la muchacha coqueta y privilegiada. Con ellos, Olmi adopta un enfoque sutil, contemplativo, de pocos diálogos, que en cada escena capta con realismo las pequeñas contrariedades cotidianas que surgen en el entorno urbano y en los interiores de las oficinas administrativas. Su estética, rodada en blanco y negro, a menudo emplea elementos de peso compositivo sobre el encuadre, que dimensionan la psicología del personaje a través del primer plano, el sonido diegético, el sobreencuadre, la elipsis, los planos fijos, el plano subjetivo, el campo-contracampo y el encuadre móvil de una cámara que se mueve discretamente sobre el espacio. Estas propiedades se integran con consistencia en la puesta en escena, y evocan sobre mí reflexiones profundas sobre las realidades incómodas de la esfera laboral.
Ficha técnica Título original:Il posto
Año: 1961 Duración: 1 hr. 33 min. País: Italia Director: Ermanno Olmi Guion: Ermanno Olmi, Ettore Lombardo
Crítica breve de la película El empleo, dirigida por Ermanno Olmi y protagonizada por Sandro Panzeri y Loredana Detto.
Tras pasar unos cuantos años sin escudriñar la filmografía de André de Toth, decido retornar a esta con el visionado de hora y media de La senda tentadora, una película de cine negro que en su época activó la alarma de pánico moral de las autoridades del Código Hays por tratar con cierta benevolencia el tópico del adulterio. Su premisa tiene cierta coherencia, pero estoy seguro de que pudo haber sido mejor, y en ocasiones me asalta la sensación de que, dentro de su rutina de obviedades, es una película de cine negro que a menudo pierde el efecto de intriga cuando reitera de forma previsible su trama lenta sobre chantaje, infidelidad y asesinato; quedando en un terreno demasiado higienizado que se limita a mostrar los personajes dentro del marco superficial de los estereotipos comunes del género. Su argumento narra el calvario de John Forbes, un agente de seguros que lleva una vida tranquila junto a su esposa y su hijo en un suburbio de clase media de Los Ángeles acomodado bajo los principios del American way of life, pero cuya existencia cae en un abismo cuando tiene una relación extramarital con una modelo atractiva a la que hace poco su compañía de seguro le pagó una indemnización y, además, es objeto de extorsión de un detective privado que también está obsesionado con ella. A partir de este catalizador, la trama se mantiene sujeta a una serie de situaciones predecibles y algo dúctiles que, desgraciadamente, carecen de giros de tuerca o de algún elemento de suspenso que amplifique el conflicto central más allá del asunto del adulterio que impulsa la trama a tropezones. Hay melodrama, chantaje, mentiras, peleas, disparos, asesinato. Pero la abundancia de gratuidad me quita el interés. Las motivaciones de los protagonistas me resultan vacuas y poco convincentes porque, dicho sea de paso, parecen repetir un radio de acción que se distribuye entre las escenas cotidianas en la casa de la familia norteamericana; los diálogos en el bar entre el marido infiel y la femme fatale casada con el estafador encarcelado; las conversaciones en la oficina sobre el caso; las peleas a puerta cerrada entre los hombres celosos. La actuación de Dick Powell es algo correcta cuando emplea su registro expresivo para encajar de nuevo en el estereotipo del hombre duro, cínico, íntegro, absorbido por la tentación, que es testigo de cómo su sueño americano se hunde en la infamia moral cuando le oculta a su esposa el episodio de infidelidad y luego de confesar deambula por las calles con el rostro de la culpa. Él tiene cierta química con Lizabeth Scott. Pero la interpretación de ella, en cambio, es mostrada como un accesorio cosmético al ponerse en la piel de una modelo indecisa y perversa a la que le falta complejidad psicológica. Lo mismo sucede con el resto del reparto de personajes desencantados. De Toth suele encuadrarlos en una puesta en escena mecánica que no posee tantos hallazgos visuales como pieza de cine negro pero que, de igual modo, agrega algo de consistencia al integrarlos sobre unos escenarios que captan la esencia de la cotidianidad de la clase media estadounidense desilusionada por el período posguerra, mostrando que, detrás de la comodidad arreglada y del trabajo rutinario, también se esconden problemas serios que debilitan la unión familiar. Su propuesta, no obstante, me deja completamente insatisfecho. Y salgo de ella preguntándome cómo una obra con tantas promesas pudo salir tan aburrida.
Ficha técnica Título original:Pitfall
Año: 1948 Duración: 1 hr. 26 min. País: Estados Unidos Director: André De Toth Guion: André De Toth Música: Louis Forbes Fotografía: Harry J. Wild Reparto: Dick Powell, Lizabeth Scott, Jane Wyatt, Raymond Burr Calificación: 5/10
Crítica breve de la película La senda tentadora, dirigida por André De Toth y protagonizada por Dick Powell y Lizabeth Scott.
Mi interés por descifrar los comienzos de la historia del cine me ha conducido a ver una copia restaurada de El cantante de jazz, una película muda de Alan Crosland que es recordada hoy en día, entre otras cosas, por ser el primer largometraje en incorporar la sincronización de sonido, diálogo y música con el sistema Vitaphone en varias secuencias a lo largo de su metraje (si bien muchas películas sonoras anteriores tenían diálogos y sonidos en secuencias breves, todas eran cortometrajes de unos cuantos minutos). Fue producida por Darryl F. Zanuck en un período en que Warner Bros. estaba atravesando una crisis financiera que amenazaba con llevar el estudio a la bancarrota, pero que luego se solventó al ser un enorme éxito de taquilla que marcaría el preámbulo del cine sonoro y el epílogo del cine mudo. Lo que observo en ella tras pasar cerca de hora y media, me induce a pensar que es un filme mudo que tiene algo de alma con la presencia de Al Jolson cuando canta en algunos números musicales con el blackface, pero, en última instancia, sus proezas sonoras no son suficientes para impulsar el melodrama aburrido sobre tradición, estrellato y reconciliación familiar. En la trama, Jolson interpreta a Jack Robin, un talentoso cantante judío que, varios de años después de haber huido de su casa como producto de una disputa familiar con su padre ortodoxo, desafía las tradiciones familiares para convertirse en un cantante de jazz exitoso en los espectáculos de Broadway, mientras sus ambiciones a menudo se ven obstaculizadas por el conflicto de su familia y la herencia judía que rechaza para perseguir sus sueños. El dilema ético del apasionado protagonista, surgido por la ruptura paternal y la negativa de ser cantor de la sinagoga, tiene un componente melodramático que a veces me resulta interesante porque, dicho sea de paso, comparte ciertos paralelismos con los inicios del propio Jolson como actor de vodevil. La actuación teatral de Jolson mantiene un registro consistente que se refleja, con mayor ímpetu, en la escena en que cantan en el piano al lado de su madre, pero que, además, subraya su brío expresivo con los gestos físicos y la voz dinámica para cantar unas cuantas canciones que son algo contagiosas para mis oídos, entre las que se hallan "Toot, Toot, Tootsie (Goo' Bye)", "Mammy" y "Mother of Mine, I Still Have You". Su performance, aunque en la superficie perpetúa un estereotipo racista como una caricatura, le otorga cierta visibilidad a una cultura afroamericana que, francamente, era ignorada por el público blanco de aquel entonces. De igual modo, su interpretación metaforiza el compromiso de una minoría étnica inmigrante que asume una nueva identidad a modo de transculturación y se sacrifica para superar barreras que le imposibilitan tener los privilegios que no tuvieron sus generaciones previas. Pero el problema fundamental, al margen de la actuación parlante de Jolson o de las lecturas rebuscadas, es que la narrativa avanza a tropezones para solventar discordia familiar porque, en su usanza de obviedades, reduce las acciones de los personajes a una rutina previsible de encuentros en la casa y en el teatro de variedades, junto a la subtrama innecesaria del romance con la flapper. A resumidas cuentas, es una película muda un poco floja que, detrás de sus debilidades narrativas, solo consigo valorar por el logro técnico de las secuencias musicales y el uso del sonido de diegético que se manifiesta en los ruidos, los diálogos y las canciones sincronizadas más allá de los intertítulos.
Ficha técnica Título original:The Jazz Singer
Año: 1927 Duración: 1 hr. 28 min. País: Estados Unidos Director: Alan Crosland Guion: Alfred A. Cohn, Jack Jarmuth Música: Louis Silvers Fotografía: Hal Mohr Reparto: Al Jolson, May McAvoy, Warner Oland, Eugenie Besserer Calificación: 6/10
Crítica breve de la película El cantor de Jazz, dirigida por Alan Crosland y protagonizada por Al Jolson y May McAvoy.
En esta antología, Yorgos Lanthimos sintetiza los dilemas de la gentileza en la sociedad actual.
Cada vez que me acerco al cine de Yorgos Lanthimos pienso de inmediato que se trata de un cineasta que, dentro su poética de la excentricidad presenta ideas originales que hablan sobre la condición actual del sujeto contemporáneo. Su estilismo a menudo se constituye de una dosis de crueldad, locura, tragedia, sexo, alienación, tortura y una variedad de cosas grotescas que exteriorizan, con una capa de comicidad absurda, la podredumbre moral de esos sujetos que parecen transitar como almas perdidas por una sociedad laberíntica que se roba su humanidad y los encarcela en un epicentro de violencia inesperado. Sin embargo, muchas veces soy asaltado por la extraña sensación de que solo muestra todo su material con cierta pretensión, donde sus personajes no son más que figuras acartonadas que solo justifican su presencia dentro de las escenas para poner en marcha su show inane al servicio de la gratuidad y la estupidez. Sus berretines, como director, parecen estar dirigidos a ese público demográfico que visita los festivales para cumplir con el protocolo de las ovaciones de pie que legitiman durante varios minutos que cualquier cosa exhibida allí es presuntamente arte de vanguardia, cine rupturista, o como sea que le llamen.
En Tipos de gentileza, el realizador griego vuelve a cargar consigo todos esos hábitos que constituyen su estética, pero, además, me parece que alcanza nuevos niveles de pretenciosidad en su afán por llamar la atención de esos devotos fans que celebran truños de su filmografía como Alpeis, Langosta y Pobres criaturas. Tras pasar casi tres horas inimaginablemente letárgicas, lo que veo me conduce a razonar lo suficiente como para darme cuenta de que ya lo único que le queda en su tanque creativo es reciclar sus propias fórmulas a modo de autoplagio porque, francamente, es una comedia absurda que me resulta innecesariamente larga y no tiene nada que ofrecer en su tríptico aburrido, sin gracia, sobre personajes inanes que se olvidan tan pronto como aparecen los créditos, a pesar de la actuación notable de Jesse Plemons que me hace reiterar lo que siempre digo de que es uno de los mejores actores de su generación.
En esta ocasión, Lanthimos estructura la narración sobre una fábula tríptica que intercepta la vida cotidiana de varios personajes en tres historias distintas y levemente conectadas entre sí.
En la primera, un hombre llamado Robert Fletcher (Jesse Plemons) acepta seguir todas las órdenes impuestas por su jefe, el dominante señor Raymond (Willem Defoe), con el fin de preservar toda la prosperidad ofrecida por el capitalismo. Robert es el típico pusilánime, complaciente, que es manipulado por el magnate poderoso, por lo que gentilmente prefiere aceptar sus encargos para mantener su estilo de vida elegante. En pocas palabras, Raymond controla todos los aspectos de la vida de Robert, desde el cuidado de su imagen hasta las relaciones sexuales que tiene con la esposa Sarah (Hong Chau) que conoció por “casualidad”. Esto incluye el matrimonio arreglado que tiene con su esposa falsificada para ocultar su homosexualidad como fiel amante de Raymond y los privilegios que le garantizan el acceso al dinero necesario para sostener los gastos de su enorme casa. Su existencia, no obstante, cae en un abismo de inmoralidad cuando se niega a chocar su vehículo de nuevo contra otro hombre conocido solo por las iniciales R.M.F., que sobrevivió a un previo intento de asesinato. El exceso de gentileza de Robert pronto se convierte en una espiral de desesperación, falta de voluntad y miedo a perder todo lo que ha conseguido sobre la dependencia, buscando por todos los medios recobrar el respeto de su benefactor capitalista, incluso si esto significa abandonar la dignidad.
La segunda sigue a Daniel (Jesse Plemons), un policía honesto que atraviesa un lapso de luto por la desaparición de su esposa Liz (Emma Stone), una reputada bióloga marina, y acude de vez en cuando a la casa de una pareja vecina para recordarla a través de las cintas pornográficas que las dos parejas grababan en la casa cuando mantenían sexo duro intercambiable. En un giro de eventos, la integridad de este oficial desmorona cuando su esposa regresa milagrosamente como superviviente de una isla, pero sospecha que ya no es la misma al observar que su comportamiento es diametralmente opuesto a lo que era antes porque come chocolates, el gato es agresivo con ella, sus pies no caben en los zapatos y revela que está embarazada a pesar de que no han tenido relaciones sexuales recientemente. Este catalizador lo pone en un estado errático, pero también lo traslada a un sendero de violencia, paranoia, amenaza y desconfianza sobre la esposa que manifiesta su fidelidad hacia él mutilándose las partes de su cuerpo.
La tercera tiene como protagonista a Emily (Emma Stone), una mujer que junto a su compañero Andrew (Jesse Plemons) es miembro de un culto sexual organizado por dos enigmáticos líderes que le asignan la tarea de hallar en la morgue a una mujer que tenga la capacidad de resucitar a los muertos para convertirlos en hombres ajustados a los mandatos del feminismo. La bizarría de ella se nota cuando asiste al ritual programado de purificación sexual que consiste en expulsar el sudor de las "toxinas" del cuerpo para depositarlo en una sauna de alta temperatura y validar que cada integrante no está contaminado de infidelidad en su interior (o sea, un proceso para verificar el grado de celibato). Pero en un episodio desafortunado, su mundo de felicidad sectaria se viene abajo cuando es drogada y violada por su esposo mientras está inconsciente en su residencia; acto que la lleva a ser expulsada de la secta y, por lo tanto, a buscar alternativas para reingresarse lo antes posible, conduciendo además su coche púrpura a todo gas para resolver el misterio sobre el sueño de unas gemelas que parecen ser las elegidas que anda buscando.
Como es habitual, Lanthimos opta por mostrar a sus personajes como seres absurdos, fríos, desprovistos de cualquier rastro de humanidad, que ocultan una máscara de hipocresía y que pierden el control de sus emociones por la obligación de satisfacer sus caprichos personales. Suele colocarlos en conflictos externos que modifican la singularidad de su interior y que, de cierta manera, despiertan una vena autodestructiva que no obedece a normas moralmente establecidas. Y puede que en principio luzcan interesantes. El problema fundamental, sin embargo, es que los personajes se sienten unidimensionales y hay toda una ausencia de desarrollo detrás de sus acciones más aparentes, hasta quedar reducidos a estereotipos básicos, como si fueran peones movidos en un tablero por el ajedrecista de turno que solo se contenta con repetir fórmulas desgastadas. Los diálogos no me revelan nada significativo en su núcleo pragmático. Los desafíos que ponen a prueba su bondad me resultan monótonos y predecibles, adornados sobre una plataforma de clichés absurdos que no me provoca ninguna risa cuando observo sus motivaciones peculiares a plena luz del día.
En términos generales, la narrativa de Lanthimos reduce a estos personajes a la figura de autómatas huecos que solo cumplen con una función descriptiva y que, de cierto modo, se enfrentan a una serie de situaciones imprevistas con el propósito de interrogar, desde la filosofía del absurdo, los límites de la bondad sobre la base de la moralidad y de la complejidad dialéctica de la naturaleza humana. Esto se traduce como la pérdida de generosidad de un grupo de individuos que, en su examen de eticidad, rechazan la virtud de la gentileza y retornan a su forma deshumanizada para afrontar con una maldad radical las consecuencias inesperadas que se originan por agentes externos dentro del ecosistema social y moral. Su discurso añade, asimismo, algunos subtextos adicionales sobre el aborto, la frivolidad capitalista, la violencia contra la mujer, las virtudes de la feminidad, la masculinidad tóxica y el empoderamiento femenino. El tipo de gentileza se refiere, específicamente, a la urgencia de que el hombre sea más tolerante ante la mujer. Pero, en general, el barullo de tópicos se esquematiza de forma apresurada, didáctica, artificiosa, sobre todo cuando trata con indulgencia la ignominia de los hombres y la tolerancia de las mujeres desde la normativa de género.
El enfoque que adopta Lanthimos, a pesar de contar con un reparto talentoso, no permite que los actores puedan expandir sus roles lejos de las metáforas o de las florituras simbólicas. En materia de actuación, los talentos de Stone y el resto de los secundarios me parecen algo subutilizados porque, ante todo, los personajes que ellos interpretan carecen de organicidad. Stone, que ha demostrado ser una actriz versátil y carismática, aquí se encuentra atrapada en tres papeles distintos que nunca escapan del artificio pautado cuando interpreta a mujeres obedientes afectadas por la manipulación, el machismo y la vileza masculina. Plemons, por otra parte, es el único del reparto que tiene la oportunidad de acentuar su verdadero potencial como actor principal. En todas las escenas, no dejo de pensar que es muy auténtico cuando emplea los diversos registros interpretativos para interpretar, con los gestos multifacéticos, a un hombre obsesionado con las posesiones materiales, a un policía psicótico que desconfía de su esposa y a un sectario amoral apegado a las leyes de la cofradía.
De igual forma, la película posee algunos valores estéticos que, por añadidura, subrayan la psicología de los personajes que pueblan la yorgósfera. Para empezar, los hallazgos visuales edifican el excéntrico universo con el uso de la iluminación, los matices psicológicos del color, el primer plano, las panorámicas y el manejo del encuadre móvil que se magnifica con una mezcla de movimientos sutiles de cámara. Las pericias compositivas reflejan las inquietudes, el dolor, las sospechas, las mentiras y los sentimientos escondidos, además de dotar la atmósfera de cada escena con ambigüedad. Estas cualidades se complementan, dicho sea de paso, con una magnífica banda sonora de Jerskin Fendrix, que eleva su valor acústico con unas composiciones de piano y violín que, para mis oídos, suenan muy cercanas a los elementos del atonalismo libre.
Naturalmente, estas propiedades estéticas se integran con cierta consistencia a lo largo de los tres capítulos. Pero, desgraciadamente, no me parecen suficientes para sacar esta antología de su aparatosa repetición de trucos anteriormente explotados por el director. De nada sirve la carga de significados ni los accesorios cosméticos. Soy incapaz de sentir algo. Parecería como si evitara deliberadamente cualquier momento que pudiera ser considerado abiertamente emotivo o catártico. No me involucro con nada de lo que sucede en pantalla, y me desconecto hasta permanecer en una marea de indiferencia con serios efectos dormitivos. Después de superar con esfuerzo la barrera de las dos horas y media, llego a la conclusión de que tiene el mismo síndrome del autoplagio con los temas reciclados que coescribe con Efthimis Filippou. Me importa una mierda el cine de Lanthimos. Y creo, sin temor a equivocarme, que esta colección de viñetas representa lo peor de su filmografía.
Ficha técnica
Título original: Kinds of Kindness
Año: 2024
Duración: 2 hr. 44 min. País: Irlanda Director: Yorgos Lanthimos
Guion: Efthymis Filippou, Yorgos Lanthimos
Música: Jerskin Fendrix Fotografía: Robbie Ryan Reparto: Jesse Plemons, Emma Stone, Willem Dafoe, Margaret Qualley, Hong Chau, Mamoudou Athie Calificación: 4/10
Crítica de la película Tipos de gentileza, dirigida por Yorgos Lanthimos y protagonizada por Jesse Plemons y Emma Stone.
Longlegs es una película que descubro, dicho sea de paso, como producto del marketing de guerrilla explotado día y noche por los anuncios promocionales de Neon, que se encargaron de divulgarla por las redes sociales como si se tratara de un evento sin precedentes en su catálogo de terror psicológico. Lo que observo en ella en apenas una hora y cuarenta minutos, me induce a pensar que la publicidad engañosa ha dado sus frutos. Como terror psicológico tiene un comienzo tenso que envía señales a mi espina dorsal con cada una de sus interrogantes, pero, desgraciadamente, su narrativa pierde su efecto de intriga cuando transita por las vías previsibles del thriller policial, que solo funciona desde la superficie para edificar, en su capa de signos, un comentario sobre la disfuncionalidad familiar y las consecuencias de la violencia contra la mujer. Su trama se ambienta en la década de los años 90 en la localidad de Oregón y sigue a Lee Harker, una agente del FBI que investiga el paradero de un asesino en serie ocultista que es el responsable de asesinar a varias familias sin haber estado físicamente presente en los crímenes. En términos generales, el asunto de esta detective me mantiene adherido al asiento cuando veo algunas escenas en las que ella analiza los crípticos mensajes dejados por el psicópata y, además, rememora las experiencias traumáticas de su infancia que vuelven para atormentarla. La trama se construye sobre las bases híbridas del thriller psicológico, el cine policial y el terror sobrenatural sobre posesión. Hay muñecas, familias poseídas, mujeres traumatizadas, policías obsesionados y un psicópata suelto que piensa que el diablo lo obligó a hacerlo. Si no hubiese visto El silencio de los corderos (Demme, 1991), Cure (Kurosawa, 1997) y Zodiaco (Fincher, 2007) diría que la propuesta, en apariencia, es original. Pero, por desgracia, no lo es. Parece más bien un barullo de todas estas. Y su narrativa se ajusta a una inercia de situaciones apresuradas que, en su estela de obviedades, carecen de un pulso que sea consistente para elevar la cuota de unas escenas que, por lo regular, se reducen a las discusiones a puerta cerrada entre el jefe y la oficial que buscan resolver el misterio; la investigación por las calles de los vecindarios; las decisiones éticas de la investigadora perturbada con síntomas de precognición; las locuras del asesino satánico que mata familias a distancia antes de dejar su sello de integridad. El ritmo tropieza en zonas irregulares. Los giros de tuerca se plantean con cierta gratuidad. Y los personajes están delineados sin sustancia porque solo responden a estereotipos artificiosos para rellenar las descripciones de escenas. La interpretación de Maika Monroe me resulta algo tibia como la detective inexpresiva. El papel irreconocible de Nicolas Cage, no obstante, tiene un registro más creíble cuando utiliza el maquillaje prostético, la peluca y la extraña voz para interpretar a un psicópata satanista de aspecto andrógino que asesina a familias conservadoras como si se tratara de una versión retorcida de Marilyn Manson. Con ellos, Osgood Perkins elabora un discurso soterrado sobre los corolarios del abuso sexual y la violencia doméstica que, dentro del marco de presentación, se entiende como la psicología fracturada de una mujer que descubre que su existencia es el producto de la decisión ético-moral de la madre que se sacrificó para protegerla del padre psicótico que la vigilaba desde el núcleo de una familia disfuncional. En pocas palabras, habla de las heridas psicológicas de una mujer que se da cuenta de que, antes de nacer, su padre fue un psicópata perverso que violó y manipuló a su madre para cometer actos de violencia. La muñeca, en este caso, simboliza, la inocencia perdida de las niñas que son víctimas de la violencia intrafamiliar. Lejos de estas lecturas rebuscadas, encuentro que Perkins añade autenticidad a la parte visual, sobre todo por los valores estéticos que proyecta a través de las atmósferas lúgubres, el control tonal de la iluminación, el sobreencuadre simbólico y el uso proxémico del espacio. Esto es lo único que valoro porque, francamente, es un filme que nunca escapa de los lugares comunes del género.
Ficha técnica Título original:Longlegs
Año: 2024 Duración: 1 hr. 41 min. País: Estados Unidos Director: Oz Perkins Guion: Oz Perkins Música: Zilgi Fotografía: Andrés Arochi Reparto: Maika Monroe, Nicolas Cage, Alicia Witt, Blair Underwood Calificación: 6/10
Crítica breve de la película Longlegs: coleccionista de almas, dirigida por Osgood Perkins y protagonizada por Maika Monroe y Nicolas Cage.
Incitadores es una película de Doug Liman que veo para pasar el rato y de la que, dicho sea de paso, encuentro que se recupera algunas de las fórmulas del cine de atracos que se había extraviado en el cine de Hollywood desde hace algunos años. Y, desafortunadamente, para mí no supone nada fuera de lo ordinario. Como comedia de atracos tiene un arranque prometedor que es impulsado por un amplio elenco encabezado por el dúo de Matt Damon y Casey Affleck, pero a menudo su narrativa tropieza en lugares comunes que carecen de gancho para ofrecer algo sustancioso fuera de las trampas de la ironía. Su trama se ambienta en Boston y sigue a dos ladrones que, en la noche de las elecciones, huyen de la justicia luego de participar en un asalto fallido en las oficinas de un alcalde corrupto que busca reelegirse con una red clientelar que suministra sobornos en efectivo. El primero es Rory, un veterano de guerra divorciado, honesto, que, en medio de la desesperación y de las sesiones con su psiquiatra, acepta robar al burócrata para obtener el dinero necesario para recuperar la custodia de su hijo. El otro es Cobby, un exconvicto alcohólico y bastante astuto que se une al robo organizado por un mafioso local porque ve como algo sencillo robar el dinero antes de que lo recoja el camión blindado. En general, el asunto de estos dos ladrones me resulta ligeramente interesante porque sus motivaciones se construyen sobre la imposibilidad de ejecutar un robo exitoso, que nunca llega a materializarse por un extraño sentido de ironía que los obliga a escapar de los policías. El problema fundamental, no obstante, es que los personajes carecen de profundidad psicológica más allá de las descripciones que rellenan para estirar las escenas, y, además, permanecen situados en un epicentro de situaciones artificiosas que no poseen ningún elemento de sorpresa entre las persecuciones, las explosiones, los tiroteos, y las discusiones a puerta cerrada que involucran a una larga lista de estereotipos genéricos (el gánster, el soldado, el ladrón, el detective, la psiquiatra, el político, etc.), llevados de un lado a otro por una trama que parece improvisada. De igual modo, encuentro que el ritmo se distribuye torpemente entre las escenas de exposición y las secuencias de acción que se presentan en los instantes más predecibles con la finalidad, supongo, de instalar un comentario breve sobre los dilemas morales del ciudadano honesto y los vicios del poder político de los republicanos. La dinámica entre Damon y Affleck me parece creíble cuando interpretan a un par de derrotistas afectados por la crisis económica del sistema. Damon está un poco olvidable como el veterano sincero que necesita con urgencia $32 mil dólares. Affleck, sin embargo, logra lucirse en unas cuantas escenas que se ajustan a su personalidad cuando interpreta a un individuo listo, engañoso, en apariencia descuidado, que escapa de los conflictos utilizando solo el ingenio disimulado y un humor lacónico de pocas palabras. Cuando él está en pantalla algo me dice que la narrativa hubiese funcionado mejor si todo se montara sobre la perspectiva de su personaje, incluso con los tropezones argumentales de último minuto que fácilmente hubieran sido resueltos en manos de alguien como Steven Soderbergh. Creo, sin lugar a dudas, que se trata de una las películas flojas del catálogo de Liman.
Ficha técnica Título original:The Instigators
Año: 2024 Duración: 1 hr. 40 min. País: Estados Unidos Director: Doug Liman Guion: Casey Affleck, Chuck MacLean Música: Fotografía: Henry Braham Reparto: Matt Damon, Casey Affleck, Ving Rhames, Hong Chau, Michael Stuhlbarg, Paul Walter Hauser, Ron Perlman, Toby Jones Calificación: 5/10
Crítica breve de la película Incitadores, dirigida por Doug Liman y protagonizada por Matt Damon y Casey Affleck.