En María Callas, Pablo Larraín vuelve a emplear su poética de la feminidad, presumo, para cerrar su trilogía feminista de grandes mujeres del siglo XX, complementada con Jackie (2016) y Spencer (2021). A pesar de haber escuchado cosas maravillosas sobre ella desde hace algunos meses, lo que observo en unas dos horas me mantiene, digamos, indiferente por la manera tan blanda en que está narrada. Encuentro que es un biopic que goza de un rol competente de Angelina Jolie y de una estética depurada de Larraín, pero su núcleo narrativo, me temo, permanece en una zona repetitiva que desafina el retrato psicológico sobre la soprano solitaria que desea cantar por última vez. En la trama, situada en los años 70, Jolie interpreta a Callas como una mujer que vive encerrada en su lujosa residencia en París, en la que suele ser atendida por su mayordomo y su sirvienta mientras, en ocasiones, sale a conversar en el café de la esquina y acude al auditorio vacío para cantar a solas, donde rememora las experiencias agridulces del pasado que reconstruyen su personalidad con la intención de complacer a un periodista imaginario que la entrevista como si fuera la voz de su conciencia. En términos estructurales, la narrativa se pliega como un largo racconto que inicia a partir del recurso in media res y, además, se distribuye sobre capítulos que funcionan, desde la superficie, para esquematizar la trágica existencia de la cantante de ópera dramática en distintas etapas, como las piezas perdidas de un enigma. El trato es, en principio, bienintencionado cuando se muestra a Callas como una mujer que deambula como un fantasma por los salones opresivos de su lujoso apartamento, absorbida por la soledad más abyecta, mientras recuerda la relación romántica que tuvo con el magnate Aristóteles Onassis y los días de gloria como la soprano amada por su voz. El problema fundamental que percibo, no obstante, es que Larraín opta por diseccionar la biografía sobre una inercia de pretensiones que, en general, reduce las acciones de la icónica diva a un abanico de situaciones obvias que lo único que logra es perpetuar los clichés más manidos con la finalidad de arreglar un discurso sobre la soledad y el precio del fama, entendido ahora como la negación de una soprano que no acepta su declive y se halla atrapada por un pasado que le impide afinar su voz para volver a cantar en los escenarios, donde el canto es la vía de escape que la ayuda a reconstruir la identidad fragmentada por las contradicciones, los escándalos y las tragedias personales. El relato perpetúa el mito de la tragedia de Callas, pero no aporta una perspectiva reveladora o especialmente profunda, dejando todo en un epicentro de condescendencia que me resulta demasiado higienizado. El enfoque introspectivo pierde el horizonte humanizando el quiebre psicológico de La Divina, pero razono lo suficiente como para darme cuenta de que Jolie, en casi todas las escenas, ofrece un registro expresivo bastante orgánico al interpretarla como una mujer hermética, vulnerable, soberbia, que se fuma su cigarrillo y a veces canta para desahogarse de las penas que inundan su mente con las dudas; alcanzando su punto de mayor solvencia en las sesiones en las que mimetiza su técnica de canto y la voz amplia de la legendaria cantante con el sonido sincronizado sobre sus labios de las grabaciones originales. Con una narrativa laberíntica, Larraín intenta evocar los conflictos internos de Callas por medio de mecanismos estéticos como el blanco y negro, la relación de aspecto, el sobreencuadre, el plano general, los espacios claustrofóbicos, los silencios contemplativos, el sonido diegético y los escenarios opulentos que simbolizan la decadencia de la riqueza. Esto consigue que la envoltura del producto sea vea cristalina por fuera, pero cuyo interior, en su exceso de estilización y minimalismo, no deja de parecerme, en resumen, una experiencia irregular sobre una soprano a la que Leonard Bernstein llegó a llamar "la biblia de la ópera".
Año: 2024 Duración: 2 hr. 04 min. País: Estados Unidos, Italia Director: Pablo Larraín Guion: Steven Knight
Música: Fotografía: Edward Lachman Reparto: Angelina Jolie, Pierfrancesco Favino, Alba Rohrwacher, Haluk Bilginer, Kodi Smit-McPhee
Calificación: 6/10
En Jurado #2, el veterano Clint Eastwood recupera algunos apuntes de su poética del falso culpable para interrogar, desde lo más alto de su síntesis discursiva, las debilidades del sistema de justicia norteamericano, como lo hizo alguna vez Sidney Lumet en 12 hombres en pugna. Las casi dos horas que duro observando sus imágenes, me convencen lo suficiente como para darme cuenta de que, a sus 94 años, Eastwood no solo entrega insólitamente una de sus mejores películas en más de dos décadas, sino, además, un thriller judicial que sostiene su pulso tenso para construir su agudo discurso sobre la ética, la verdad y la fragilidad de la justicia; con una actuación de Nicholas Hoult que se puede considerar como la mejor de toda su carrera. En la trama Hoult interpreta a Justin Kemp, un periodista y padre de familia que, tras recuperarse del alcoholismo, se dispone a servir como jurado en el caso de una mujer asesinada y cuyo principal acusado es el novio con el que ella discutió en un bar local. En términos generales, la narrativa sigue al pie de la letra el manual del drama legal, en el que casi toda la acción transcurre en el interior de la corte. Sin embargo, Eastwood opta por mostrar el dilema ético-moral desde el calvario intrínseco de un jurado que, tras escuchar a los abogados y a los testigos, descubre que podría ser responsable del crimen que está juzgando; donde el factor de la responsabilidad paternal, impulsado por la necesidad de proteger a la esposa embarazada, lo obliga a tomar la decisión de mentir para favorecer el beneficio de la duda razonable como simple jurado apegado a las normas jurídicamente establecidas. Los diálogos tienen vocación por la sobriedad, el suspenso en la sala de jurados es atrapante y las motivaciones de los personajes están desarrolladas con una consistencia notable. Cada escena es como la pieza perdida de un rompecabezas que se estructura a través de la analepsis y el punto de vista del protagonista cuando recuerda los eventos de la noche lluviosa, mientras intenta disuadir a los otros a puerta cerrada. El asunto me parece cautivante cuando veo y escucho el lento proceso del jurado inseguro que influencia a los demás jurados con sus deducciones; las argumentaciones de la abogada franca que busca ganar el caso para conseguir los votantes de su candidatura a fiscal de distrito; la investigación por separado del jurado y detective retirado que sospecha que hay un sesgo de confirmación. El barullo me coloca en un estado de reflexión porque, entre otras cosas, plantea preguntas filosóficas que cuestionan la ética de la verdad y las fragilidades del sistema jurídico, entendida como el dilema moral de un hombre atrapado por las dudas que lo colocan en una línea delgada entre guardar silencio para estar con su familia o cargar con el remordimiento de ser el culpable de la condena de un inocente. A modo subtextual, se habla también sobre la polarización política que hay en el espectro estadounidense compuesto por liberales y conservadores que luchan para custodiar su versión de los hechos. La interpretación de Hoult me resulta creíble porque, dicho sea de paso, consigue a lo justo el toque expresivo necesario para comunicar, con la mirada y los gestos de su rostro, las inseguridades internas de un individuo ordinario, taciturno, preocupado, que se niega a revelar la verdad y que, tras ser traicionado por la conciencia moral, cae en el abismo de la culpa y el miedo. Él está acompañado por una actuación sólida de Toni Collette como la abogada apegada a un rígido sentido de justicia. Con esta dupla, Eastwood se mantiene fiel a su estilo característico: sobrio, elegante y efectivo. Su uso del primer plano, la elipsis, la música empática (con notas melancólicas al piano), las atmósferas rurales y los espacios cerrados reafirman su habilidad para narrar historias con precisión y profundidad emocional. Demuestra que la edad no es un límite para contar historias poderosas. Y si esta resulta ser su despedida del cine, lo hace dejando una obra que ya se encuentra entre las más brillantes de su filmografía.
Año: 2024 Duración: 1 hr. 54 min. País: Estados Unidos Director: Clint Eastwood Guion: Jonathan Abrams
Música: Mark Mancina Fotografía: Yves Bélanger Reparto: Nicholas Hoult, Toni Collette, J.K. Simmons, Kiefer Sutherland
Calificación: 8/10
En La semilla del fruto sagrado, Mohammad Rasoulof recupera su poética de la represión, desde el exilio, para interrogar una vez más la férrea estructura del régimen teocrático iraní que censura libertades civiles y sistemáticamente viola derechos fundamentales de las mujeres. A menudo se extiende un poco más de lo necesario en su metraje de casi tres horas, pero no deja de parecerme interesante la manera en que Rasoulof, con estética densamente ajustada y carácter de urgencia, encuadra un thriller político cautivador sobre la injusticia y la opresión sistemática de las mujeres castigadas por las autoridades iraníes; donde el material de denuncia social, incluso cuando atraviesa pequeños momentos reiterativos, siempre mantiene el pulso efectivo por las interpretaciones del reparto. La trama se ambienta en Teherán y sigue la existencia de Imán, un funcionario del gobierno que trabaja como abogado y que, en medio de las revueltas políticas, desciende a una paranoia interminable cuando pierde una pistola asignada que debilita el vínculo familiar que sostiene con su esposa Najmeh y sus dos hijas, Rezvan y Sana. En una primera mitad, Rasoulof muestra la rutina de Imán como un hombre apegado a la ética del deber que, desde el secretismo, espera ser promovido al cargo de juez de instrucción y aprueba en su oficina las sentencias que le entregan sus superiores de los presos condenados a muerte; mientras Najmeh, Rezvan y Sana aprovechan la ausencia de este para ser testigo, a través de las redes sociales, de los disturbios políticos ocasionados por mujeres valientes que se quitan el hiyab para denunciar la brutalidad que la policía religiosa islámica. En la segunda, presenta el declive moral de la familia iraní que empieza a manifestarse cuando la pistola desaparece hasta el punto en que Imán, atormentado por firmar centenares de condenas a muerte a diario, se vuelve paranoico y desconfiado mientras su esposa y sus dos hijas desafían su autoridad a modo de rebelión. Las dos mitades funcionan adecuadamente porque Rasoulof, en sus apuntes narrativos, desarrolla con sobriedad las motivaciones de los personajes y, entre otras cosas, utiliza los diálogos para reflejar la psicología intrínseca que lentamente exterioriza las dudas que ellos tienen a puerta cerrada. Esta dinámica familiar, que conjunta el thriller y el drama, es utilizada por Rasoulof para esquematizar, en su síntesis discursiva, un comentario sociopolítico sobre las injusticias y las consecuencias de la violencia contra la mujer, pero entendido ahora desde la óptica de un burócrata adoctrinado que reprime las sensibilidades feministas de su esposa y de sus dos hijas para defender de forma irracional la ética doctrinal del radicalismo islámico que gobierna la sociedad iraní con mano dura. Esto es específicamente cierto en el tercer acto, donde Imán se despoja de la poca humanidad que le queda para agredir y encarcelar a su esposa y sus hijas hasta que revelen la verdad sobre la pistola escondida. La pistola aquí no es más que un instrumento sígnico que metaforiza la violencia de la dictadura, y, además, la única alternativa de las mujeres para exigir su libertad (el arma de las mujeres oprimidas es, en efecto, su fuerza de voluntad para resistir hasta el final, como la higuera que simbólicamente envuelve las ramas del árbol). En este sentido, encuentro un trato bastante orgánico en las actuaciones de Soheila Golestani, Mahsa Rostami y Setareh Maleki como las mujeres que luchan contra el dominio patriarcal. También me parece creíble la de Missagh Zareh como el padre autoritario que cae en el abismo al adoptar medidas draconianas sobre las únicas mujeres que integran su familia. Este reparto es encuadrado por Rasoulof en una puesta en escena que se destaca, ante todo, por el uso notable de los espacios herméticos, la iluminación natural, la música extradiegética y el sobreencuadre que, en ocasiones, adopta el enfoque de un documental al mostrar las imágenes reales capturadas con teléfonos móviles de las sangrientas protestas en las calles de Teherán. No creo que se trate de lo mejor de su filmografía, pero desde luego, posee una tensión que nunca me despega de la pantalla cuando subraya la grave situación del país a través de los ojos de una familia desintegrada.
Este largometraje marca la incursión del cineasta francés Jacques Audiard en el género del musical para hablar sobre el crimen y la identidad.
En Emilia Pérez, el realizador francés Jacques Audiard recurre nuevamente a su poética de la identidad con la finalidad, supongo, con entablar un diálogo con los temas de la posmodernidad que se adaptan a su modelo discursivo, de esos personajes rotos que desean cambiar su vida delincuencial para encontrar alguna redención haciendo lo correcto. Lo enfatiza de una manera similar en la insulsa De latir, mi corazón se ha parado, en la que un hombre de 28 años debe elegir entre llevar una vida criminal con su padre en un turbio negocio inmobiliario o convertirse en un pianista como su difunta madre lo fue, donde la barrera lingüista y la música desempeña un papel preponderante para establecer su síntesis discursiva. Sin embargo, esta vez deconstruye el dilema sobre las bases genéricas del musical para hablar del clima sociopolítico y la corrupción montada por el narcotráfico en México, pero ahora desde la óptica de un hombre que se autopercibirse como mujer trans. Por esta ecuación recibió una ovación de pie de más de diez minutos en la pasada edición del Festival de Cine de Cannes, donde ganó el Premio del Jurado.
En las dos largas horas que dura, en ocasiones, trato de razonar en qué película fue la que vieron aquellos cronistas en Cannes para aplaudir durante tanto tiempo y complacer las necesidades del equipo de mercadeo. Audiard es conocido por su pericia para manejar emociones complejas y personajes vulnerables en circunstancias profundamente humanas, como lo presenta en Lee mis labios, Un profeta y Dheepan. Pero aquí, no obstante, su musical permanece en una zona artificiosa que, a menudo, explota a personajes unidimensionales que bailan unas cuantas canciones sin gracia para tratar de sintetizar su comentario banal sobre identidad, perdón y redención, en una fábula caricaturizada de la cultura mexicana que, por momentos, glorifica el narcotráfico antes del castigo moral a la hora pautada, a pesar de la actuación notable de Zoe Saldaña que refleja su habilidad natural para el baile que aprendió mientras vivía en República Dominicana. Es simplemente imposible que sea más previsible.
La trama de la protagonista se ambienta en la contemporaneidad de México y sigue las experiencias de Rita Castro (Zoe Saldaña), una abogada mexicana que, luego de redactar la defensa en un caso de asesinato que involucra a la esposa fallecida de un burócrata corrupto de los medios de comunicación (cargando con la impotencia de argumentar que la víctima se suicidó para limpiar la culpabilidad del cliente machista que la mató), acepta la oferta del capo de un cártel llamado Juan "Manitas" Del Monte (Juan Carlos Gascón), quien le ofrece una enorme suma de dinero para que se encargue de gestionar el proceso legal necesario para someterse, de forma encubierta y a espaldas de su familia, a una cirugía de afirmación de género y comenzar una vida nueva como mujer trans, alejada de los crímenes perversos que ha cometido a lo largo de su trayectoria como narcotraficante. Esta motivación impulsa a Rita a ser mostrada como una mujer que, al escuchar la disforia de género de Manitas y, ante todo, por el hartazgo con las irregularidades del sistema judicial, se dispone a asesorar desde el anonimato al narcotraficante que se autopercibe como mujer y escoge el nombre de Emilia Pérez (Karla Sofía Gascón como nuevo nombre de Juan Carlos Gascón) para calmar su deseo de autocomplacencia.
En una primera mitad, Audiard muestra el ascenso de Rita cuando esta ayuda al narcotraficante a realizar el procedimiento quirúrgico transición de género en la sala de un cirujano especializado en vaginoplastia y, además, conecta con su familia compuesta por su esposa Jessi (Selena Gómez) y los dos hijos que luego son enviados a Suiza por su seguridad; mientras se ocupa del asunto legal para falsificar la muerte del cliente y entregarle los papeles correspondientes a su identidad “femenina”. En la segunda, en cambio, narra el reencuentro de negocios que se produce cuatro años después cuando Rita, establecida como una abogada prestigiosa con dinero del narco, toma el encargo de la poderosa Emilia (que ahora aparenta ser una “mujer bondadosa de sociedad”) para traer a Jessi y los niños de regreso a la Ciudad de México con el objetivo de que ellos vivan juntos en su mansión; mientras, por el otro lado, Emilia, que oculta su verdadera identidad al fingir que es una prima lejana de Manitas que voluntariamente anhela criar a los niños, busca redimirse por los pecados del pasado al abrir una organización sin fines de lucro que utiliza sus conexiones con los miembros encarcelados del cártel para rastrear e identificar los cuerpos de las víctimas desaparecidas de la violencia del narcotráfico.
El problema que encuentro, sin embargo, es que el argumento cae en la redundancia cuando narra la odisea aburrida del narcotraficante que se somete a una cirugía de reasignación de género y afronta una nueva identidad como mujer falsificada. De entrada, los personajes carecen de un desarrollo psicológico ajustado más allá de las descripciones del guion que solo sirven para producir intercambios superfluos y lanzar números musicales para repetir lo obvio, donde las acciones de la abogada inmoral y del narcofilántropo convertido en mujer sintética se reducen al canto y los bailes, sin un solo ápice de sutileza cuando regalan con gratuidad el ejercicio musical que se mezcla el melodrama criminal. En lugar de profundizar en los dilemas internos de Rita o en los desafíos sociales que enfrenta Emilia, el guion se apoya excesivamente en actos musicales vacíos y diálogos sin gancho como excusa para justificar sus motivaciones.
De esta manera, para mí resulta fácil descifrar las situaciones que se generan por las decisiones ético-morales de los personajes. Se sabe poca cosa de Rita lejos de la capa descriptiva que la subraya como una abogada que tira la ética por la ventana para cooperar y satisfacer los caprichos de un narcotraficante. Jessi es solo la esposa trofeo del narcotraficante que quiere llenar el vacío afectivo que la mantiene en estado de inseguridad permanente y la obliga a tener un amante involucrado también en el narco. Y Emilia, en su impulso de normalizar una conducta autodestructiva, carece de una profundidad que sea lo suficientemente auténtica como para dimensionar su vulnerabilidad y la crisis de identidad con lo que inclina su brújula de moralidad.
En términos hermenéuticos, Audiard explora las implicaciones de la culpa, el perdón y la identidad para esquematizar una parábola sobre redención personal que se entiende, dicho sea de paso, como la lucha de un narcotraficante insatisfecho con su cuerpo masculino que, negando su salud mental, asume la feminización no solo para subsanar el capricho de ser una mujer fabricada por esa cirugía estética que borra cualquier rastro de sexo biológico, sino, además, para apaciguar el aparente remordimiento que surge cuando se da cuenta de que todavía está a tiempo para adaptarse a una nueva vida que le permita corregir los errores fuera del ojo de la justicia y las bandas rivales. Esto es específicamente cierto cuando, de la noche a la mañana, Emilia, en su labor caritativa, se redime usando su dinero lavado del narco para financiar “La Lucecita” como una organización encargada de recuperar los cadáveres de aquellos ciudadanos que fueron asesinados por los sicarios de distintos carteles; mientras Rita, la abogada absorbida por la inmoralidad, es solo un instrumento manipulativo para lograr este fin. A modo subtextual también señala brevemente la corruptela y la inoperancia del gobierno mexicano para combatir el narcotráfico, lo cual es acertado. Sin embargo, permanece en puntos suspensivos al frecuentar lugares comunes.
Audiard opta por convertir a Emilia en una caricatura que, en su fase de pretensiones, encaja con esos estereotipos woke que andan ocupados en la tarea evangelizadora de imponer la agenda de la diversidad, la inclusión y, sobre todo, la identidad género como una norma cultural ampliamente aceptada. Su texto misándrico, en general, demoniza a los hombres para señalarlos como los únicos culpables de la violencia contra la mujer. Asimismo, interroga sin sustancia la autoaceptación como la única respuesta para valorar el significado de cambio de identidad como constructo social, donde los episodios musicales metaforizan con las letras de cada canción las quimeras inmediatas tanto de las mujeres como de una persona que obsesivamente desea otro cuerpo. El protagonista, que adopta la identidad de una mujer trans, es sencillamente un hombre disfrazado de mujer que se refugia en el género femenino con accesorios cosméticos para esconder la repulsión y la vergüenza ajena que le provoca pertenecer al espectro genérico “equivocado”. En pocas palabras, subraya con obviedad las consecuencias de la violencia de género y los riesgos que toman las personas inconformes con la naturaleza que deciden “cambiar de sexo”.
Este grosor maniqueísta, motorizado por los estudios de género, vuelve bastante predecible las acciones de los personajes (se sabe que el asesino transformado será tratado con condescendencia, va ser condenado en el clímax y que, por lo tanto, la única alternativa que le queda es morir luchando como héroe en la cárcel del dominio heteronormativo para preservar su dignidad) porque, entre otras cosas, solo funcionan como figuras acartonadas que son tratadas con algo de indulgencia cuando pasean en una serie de capítulos inconexos y absurdos que minan los intentos de empatía. Los inconvenientes de Rita y Emilia se resuelven con mucha facilidad en su musical pop sobre narcos caritativos. En su afán por desmontar tabúes sobre la identidad de género y desafiar los estereotipos comúnmente asociados al machismo del narco, también caen en una inercia que blanquea el narcotráfico a perpetuidad y somete sus interacciones al recurso narrativo del melodrama musical para reiterar las extravagancias situacionales que tropiezan en más de una ocasión con el ritmo poco cohesionado. Esto solo trivializa la experiencia de las personas que se identifican como transgénero, banaliza la dignidad de las verdaderas mujeres biológicas y perpetúa la cualquierización de los inocentes asesinados por el narco.
La química entre los personajes principales es casi inexistente, por lo que no se me hace nada raro que las relaciones y los conflictos se sientan impostados. Pero alcanzo, por lo menos, a observar una actuación algo creíble de Zoe Saldaña. Aunque su rol principal a menudo se ve disminuido por la drag queen del narco, siempre me parece muy segura de sí misma cuando ejerce su registro expresivo para interpretar a una abogada que, hastiada de la corrupción burocrática y la ausencia de meritocracia, cae en el abismo del crimen para mejorar su condición socioeconómica a toda costa. Cuando ella está en escena, juega sus mejores cartas en las coreografías de danza que acentúa su destreza para bailar las canciones originales del soundtrack variado arreglado por Clément Ducol. A su lado hay, además, unos papeles secundarios algo sobreactuados de Karla Sofía Gascón y Selena Gómez.
Emilia Pérez, en resumen, es un musical que no tiene ni la chispa ni el alma para mantener iluminado su cuento sobre el narco que quería cambiar. Alterna entre escenarios estrafalarios y escenas íntimas sin hallar un equilibrio adecuado entre tanto caos. Se puede rescatar, desde luego, algunos de los valores estéticos que se revelan a lo largo del metraje en los decorados estrambóticos, el maquillaje y el vestuario, las atmósferas urbanas, la psicología del color y el uso elegante del encuadre móvil para añadir dinamismo a los musicales. Las canciones, escritas con líricas de Camille, no me provocan ninguna reacción emocional, pero descubro, al menos, que son integradas con cierta pretensión para describir los estados de ánimo de los personajes, como sucede en casi todos los musicales en los que el recurso sonoro es la vía de escape de los protagonistas para negar los golpes duros de la vida cotidiana. Las actrices ni siquiera tienen talento para cantar, además de que el acento mexicano se escucha fingido. Solo las canciones “Perdóname” y “Las damas que pasan”, cantadas durante el final trágico, me pasan por los oídos. Todo lo demás es demasiado torpe como para ser tomado en serio en su tesis de santificar narcos. Creo, sin lugar a dudas, que se trata de una de las películas más inanes del cineasta francés.
En Aquí, la película más reciente del director norteamericano Robert Zemeckis, se recupera aquella vieja poética feel good sobre el sueño americano para cuestionar los modelos culturalmente establecidos sobre el concepto de los valores familiares. Por lo que sé, está basada en la innovadora novela gráfica de Richard McGuire y, además, se presenta al principio como un experimento que promete algo nunca antes visto. La idea tiene un trato bienintencionado. Pero parece que Zemeckis pierde el rumbo en lo que está tratando de contar, y lamentablemente tropieza bajo el peso de su propia pretensión cuando evoca su ejercicio reiterativo sobre la familia y el paso del tiempo desde la perspectiva de una sola habitación, quedando más o menos en una zona de confort que la convierte en un tedioso rompecabezas. La trama se sitúa mayormente en una habitación y muestra, a lo largo de los años, las vicisitudes de generaciones enteras de familias que ocupan el espacio de la sala para manifestar sus inquietudes; desde el cuadro situacional de una familia acomodada encabezada por Richard y Margaret Young. De entrada, la narrativa no lineal me llama la atención por la manera en que el espacio permanece como un protagonista inmóvil que es manipulado por una atemporalidad fragmentaria que coloca sobre el suelo figuras de la era de los dinosaurios antes de la extinción masiva; el amorío de una pareja en el seno de una tribu indígena que ocupa el lugar; las conversaciones del hijo de Benjamin Franklin luego de adquirir una propiedad en la misma área; las ocurrencias de una pareja conformada por inventor bohemio y una modelo en los años 40; la vida cotidiana de la primera familia Young originalmente liderada por Al y Rose cuando compran la casa después de la Segunda Guerra Mundial para criar a sus tres hijos; los dilemas matrimoniales de Richard y Margaret que surgen sobre las decisiones financieras de vender la vivienda heredada de los abuelos. Desde el inicio, siempre pienso que es original la premisa establecida de un único espacio físico —una habitación— que sirve como testigo de múltiples eras y eventos a lo largo de la historia estadounidense, sobre todo cuando examina cómo el paso del tiempo desintegra la unión familiar y construye nuevos paradigmas socioculturales. En su registro de obviedades se habla sobre amor, alegría, festividades, divorcio, responsabilidades, relaciones, vejez, muerte. El problema fundamental, no obstante, es que los personajes carecen de desarrollo más allá de las descripciones artificiosas del guion que funcionan para ampliar los conflictos de la cotidianidad, cuyas acciones se reducen hasta desequilibrar una narrativa fragmentada que se siente más bien como una colección de viñetas inconexas que no van a ninguna parte. Siento que los personajes que habitan la habitación a lo largo de los siglos aparecen y desaparecen, sin permitir que uno desarrolle una conexión significativa por sus inconvenientes. El asunto avanza a un ritmo plomizo que es bastante inconsistente cuando ensambla con cierta teatralidad los episodios de las familias, perdiéndose en una maraña de clichés, diálogos insulsos y escenas redundantes que hacen que el metraje se sienta interminable. Además, se desperdicia el potencial actoral de Tom Hanks y Robin Wright, que vuelven a colaborar con el director desde la inolvidable Forrest Gump. Ellos ofrecen actuaciones competentes, pero sospecho que están limitadas por un guion de Eric Roth que les impide desarrollar personajes memorables. Al menos me causa algo de sorpresa ver a la pareja rejuvenecida con los efectos visuales que emplean una nueva tecnología de inteligencia artificial generativa llamada Metaphysic Live, que reemplaza los rostros y reduce la edad de los actores en tiempo real a medida que actúan. La recreación digital de los actores en diferentes períodos históricos, así como el uso notable de la elipsis y del sobreencuadre como herramientas de transición, es lo único destacable. Todo lo demás, en su estética minimalista, solo logra hacerme desear que el tiempo pase más rápido.
Año: 2024 Duración: 1 hr. 44 min. País: Estados Unidos Director: Robert Zemeckis Guion: Eric Roth, Robert Zemeckis
Música: Alan Silvestri Fotografía: Stéphane Fontaine Reparto: Tom Hanks, Robin Wright, Paul Bettany, Kelly Reilly
Calificación: 4/10
En Cónclave, la película más reciente del cineasta alemán Edward Berger, se examina con cierto rigor la logística interna del Vaticano en los momentos de crisis, siguiendo al pie de la letra esa narrativa típica sobre clérigos dubitativos. En las dos horas que dura, sospecho que su síntesis discursiva es un poco maniquea manipulando las pretensiones progresistas del tercer acto, pero, afortunadamente, casi siempre mantiene el pulso de intriga y me resulta atrapante su misterio sobre duda, ambición y corrupción institucional en la iglesia católica, con una actuación estelar de Ralph Fiennes que carga sobre sus hombros cada una de las escenas. El argumento se ambienta tras la inesperada muerte del Sumo Pontífice y cuenta las experiencias de Thomas Lawrence, un cardenal que es designado como el responsable de administrar la elección en secreto de un nuevo Papa, mientras descubre una conspiración siniestra que amenaza con sacudir la moralidad de la Iglesia y es testigo, además, de los choques de poderes entre los cardenales ambiciosos que ostentan ocupar el trono sagrado. De entrada, la narrativa me provoca un grado considerable de tensión porque se configura, con eficacia, sobre las bases del misterio y el thriller político, donde el cardenal que cuestiona la fe ejerce la tarea de un detective al investigar por su cuenta las redes de mentiras que oscurecen los aposentos del Colegio Cardenalicio. El conflicto central se desarrolla con eficiencia y, entre otras cosas, los personajes son interesantes por los diálogos densos que expresan cuando discuten a puerta cerrada las estrategias necesarias para elegir a la nueva autoridad eclesiástica dentro del ritual ancestral. El asunto logra mantener un equilibrio entre las conversaciones, el tono misterioso y los giros inesperados que sirven para edificar un comentario sobre la corruptela del poder eclesiástico, desde la óptica de un cardenal honesto que funciona como mediador en las disputas entre sacerdotes liberales y conservadores que se reúnen en los salones del Vaticano para custodiar las ambiciones políticas de sus respectivas alas; basado, en su registro de obviedades, sobre aquella reñida cónclave entre Joseph Ratzinger y Jorge Bergoglio en 2005. Aquí es donde, inoportunamente, la película se vuelve un poco predecible cuando interroga, a través de las motivaciones de ciertos personajes, los entresijos de la burocracia cardenalicia entre los curas conservadores que son mostrados como los extremistas xenófobos y los arzobispos liberales como los tolerantes soberbios, sobre todo cuando blanquea el victimismo de los progresistas para condenar a los tradicionalistas como los que no toleran los cambios actuales que atraviesa la Iglesia para preservar los valores institucionales. A modo subtextual también se habla con maniqueísmo sobre los escándalos de abuso sexual, la misoginia, la homofobia y la intolerancia del catolicismo. Pero la gota que derrama el vaso ocurre en ese clímax innecesario y tontamente sensacionalista que pide a gritos la aceptación con su trillado desvío hacia la moda woke de la diversidad y la inclusión que, gracias a Dios, ya tiene los días contados. Por suerte, la interpretación de Fiennes es más que suficiente para ignorar por completo la metedura de pata de las escenas finales. Cuando él está en escena, me parece de inmediato que se trata de uno de sus papeles más sólidos; sobre todo cuando se pone la sotana, el capelo rojo y el solideo para interpretar a un cardenal audaz y razonable que emplea virtudes teologales como la caridad y la esperanza con el fin de consolidar un liderazgo justo que unifique las divisiones clericales. A su lado hay roles secundarios bien solventes de John Lithgow, Stanley Tucci e Isabella Rossellini. Berger consigue que todos estos actores tengan su momento para confesarse frente a la cámara, en una puesta en escena dinámica que goza de atmósferas oscuras, espacios herméticos, música atonal, ritmo consistente y un elegante sentido del encuadre móvil. Su resultado es entretenido. Me hace recuperar la creencia de que los verdaderos milagros ocurren en la sala de edición y no en la Capilla Sixtina.
Año: 2024 Duración: 2 hr. 00 min. País: Reino Unido Director: Edward Berger Guion: Peter Straughan
Música: Volker Bertelmann Fotografía: Stéphane Fontaine Reparto: Ralph Fiennes, John Lithgow, Stanley Tucci, Isabella Rossellini, Sergio Castellitto
Calificación: 7/10
En El tiempo que tenemos, el cineasta irlandés John Crowley recurre otra vez a su poética de la pareja para interrogar, supongo, los dilemas de un matrimonio joven a lo largo del tiempo, con apuntes bastante similares a los que ofreció en la insulsa Brooklyn hace algunos años. El rato que paso con ella, pasado de la hora y media, me obliga a razonar lo suficiente como para darme cuenta de que es un drama romántico que intenta reflexionar sobre el paso del tiempo y las relaciones de pareja, pero cae en un ejercicio exasperante de pretensiones narrativas y un sentimentalismo superficial, donde no tardo en ser aplastado por una fatiga que me pone a mirar el reloj compulsivamente para saber cuándo termina el asunto protagonizado por Andrew Garfield y Florence Pugh. Tanto Garfield como Pugh interpretan, respectivamente, a Tobias Durand y a Almut Brühl, una pareja con una hija que se enfrenta al diagnóstico de una enfermedad terminal mientras intentan reconciliarse con las quimeras incumplidas y las acciones que los llevaron a este momento. En general, la narrativa estructura el motivo de los personajes con un montaje invertido que divide las escenas entre el presente agridulce de la pareja y el pasado que rememora a través de los flashbacks los instantes más preciados que vivieron juntos antes de la noticia trágica que amenaza con separarlos. El trato inicial es, desde luego, bienintencionado en su discurso sobre las complejidades del afecto, la pérdida y el paso del tiempo. El problema principal, a mi parecer, es que los dos personajes permanecen estacionados en un desarrollo artificioso que, lejos de las descripciones nimias del guion, reducen sus acciones a unas secuencias repetitivas sobre discusiones conyugales a puerta cerrada y diálogos convencionales que se distribuyen en unas escenas que parecen diseñadas únicamente para provocar lágrimas fáciles. El conflicto nunca se siente orgánico en su registro de obviedades y, por lo regular, el melodrama que se origina de las situaciones matrimoniales no tiene ningún rastro de emotividad. De esta forma, para mí es demasiado sencillo permanecer anestesiado con las inseguridades del esposo inútil que no sabe tomar decisiones; la firmeza de la esposa independiente que contra viento y marea decide luchar por sus pasiones para ser recordada como una chef feminista emblemática; los días de felicidad efímera al lado de la hija pequeña que los une ante tanta incertidumbre; las noches de sexo apasionado en la cama; los días de dolor de la esposa provocado por cáncer de ovario; los momentos de recuerdos de los tiempos que pasaron. Siento que el material predecible, que mezcla la comedía romántica con el drama, no logra aprovechar el talento de sus actores ni las posibilidades de su premisa. La relación entre los protagonistas, que debería ser el corazón de la película, nunca se muestra completamente real. Garfield, conocido por su intensidad, entrega una actuación decente, en un personaje desmasculinizado que carece de matices como el hombre atrapado en la desesperación por ayudar a su esposa moribunda. En cambio, Pugh, una de las actrices más versátiles de su generación, ofrece una interpretación algo correcta como la mujer segura de sí misma que, en sus últimos días, decide enfrentar con determinación los sueños perdidos para ser remembrada por sus seres queridos como alguien que lucha hasta el final, alcanzando su punto más sólido en la secuencia del parto. Con esos dos actores, Crowley busca construir un drama íntimo sobre el amor y la mortalidad en las relaciones de pareja, con un uso aceptable de la elipsis y de la iluminación en los espacios cerrados para dimensionar la psicología de los personajes. Sin embargo, el enfoque de Crowley resulta excesivamente calculado y nunca alcanza la profundidad dramática que promete. Apenas rasca la superficie. Irónicamente, se siente como una pérdida de tiempo.
Año: 2024 Duración: 1 hr. 47 min. País: Reino Unido Director: John Crowley Guion: Nick Payne
Música: Bryce Dessner Fotografía: Stuart Bentley Reparto: Andrew Garfield, Florence Pugh, Adam James, Aoife Hinds
Calificación: 5/10
Mi acercamiento a las imágenes de Blitz, la película más reciente de Steve McQueen tras la regular Viudas, se produce en medio del apogeo de esa prensa que aplaude sus presuntas virtudes desde que se estrenó en el Festival de Cine de Londres. Trato de encontrarlas en las dos largas horas que dura, pero deduzco de inmediato que está realizada con las pretensiones necesarias para que sea tomada en cuenta por los señores de la Academia. Como drama histórico, McQueen ofrece un retrato que revisa un período oscuro de la guerra para interrogar la injusticia, el racismo y la inocencia perdida, pero su narrativa es demasiado didáctica y arrastra clichés que le restan emotividad; donde soy asaltado por la sensación de que todo lo que veo es lo suficientemente blando y deslavazado como para no tomarlo en serio. El argumento se ambienta en Londres durante los bombardeos alemanes de la Segunda Guerra Mundial y, mayormente, sigue las experiencias de George, un niño mestizo que es enviado por su madre Rita a una zona de evacuación para estar a salvo; pero cuyo destino lo obliga a escapar del tren para regresar al regazo de la madre blanca que lo protegió de los prejuicios de los ciudadanos intolerantes. En términos generales, la narrativa estructura el relato sobre la base de un montaje paralelo que sintetiza, separadamente, las vicisitudes de los personajes. Por una parte, presenta las luchas personales de la madre soltera de clase trabajadora que protege a su hijo de la intolerancia del pueblo; mientras de paso recuerda los días de felicidad que tuvo con el esposo negro que desapareció y, además, busca a su hijo en una ciudad destruida por las bombas que los nazis sueltan por las noches. Por la otra, muestra la odisea del niño dickensiano cuando se pierde entre los escombros para huir del peligro y conoce a varios personajes en el camino, entre los que se halla un soldado africano y el jefe de una pandilla de ladrones. El problema principal, no obstante, es la incapacidad para cohesionar una narrativa que haga justicia a la magnitud del evento histórico abordado. Las escenas avanzan a un ritmo pesado. Aunque el uso de la analepsis sirve para compensar el desarrollo de los personajes, sus acciones permanecen estacionadas, a menudo, en unas situaciones previsibles que se reducen a diálogos inanes, estereotipos ambulantes y un sentimentalismo burdo que pide a gritos que se derrame alguna lágrima por la desdicha de las víctimas. De esta manera, soy incapaz de sentir algo por la madre desesperada y la aventura del niño perdido que atestigua los horrores de la conflagración antes de salir con facilidad de los conflictos arreglados por el guion convencional de McQueen. En la superficie, su síntesis discursiva abraza los estereotipos de izquierda que están de moda no solo para metaforizar la pérdida de la inocencia, la condición del inmigrante y los sacrificios maternales, sino, además, para cuestionar con lupa contemporánea el racismo sistemático que se esconde detrás de la ética de la inmigración en la política del Reino Unido. Saoirse Ronan siempre me ha parecido una de las actrices más talentosas de su generación, pero aquí su registro expresivo entrega, cuanto mucho, una interpretación correcta como la madre del niño rebelde. En cambio, el chiquillo que interpreta Elliott Heffernan no me parece tan creíble. Estos dos son empleados por McQueen en una puesta escena que, al menos, opta por mostrar algunos hallazgos estéticos que funcionan para agregar algo de sustancia a la tragedia histórica a través la reproducción auténtica de la época, la banda sonora palpitante de Hans Zimmer y el uso frecuente del plano secuencia que intenta añadir un componente de realismo sobre las atmósferas de caos y destrucción fotografiadas por la lente de Yorick Le Saux. Ninguno de estos componentes, desafortunadamente, impide que la reciba con abulia. Es, posiblemente, la nota más baja del realizador británico.
Año: 2024 Duración: 2 hr. 00 min. País: Reino Unido Director: Steve McQueen Guion: Steve McQueen
Música: Hans Zimmer Fotografía: Yorick Le Saux Reparto: Saoirse Ronan, Elliott Heffernan, Paul Weller, Benjamin Clémentine, Stephen Graham
Calificación: 5/10
La bestia es una película de Bertrand Bonello que, en el rato que dura, evoca sobre mí aquella idea filosófica en la que Baudrillard sintetizaba el simulacro como algo que reemplaza la realidad por su representación abstracta. Pero, además, me traslada a una zona de fatiga que remueve de mi cerebro cualquier posibilidad de caer rendido o de emocionarme por su premisa. Se puede decir que su propuesta de ciencia-ficción presenta una actuación correcta de Léa Seydoux que sirve, desde la superficie, para interrogar ideas interesantes sobre la soledad, la identidad y la naturaleza de la realidad en tiempos de IA, pero su narrativa carece de cohesión interna y pierde su rastro entre cada salto temporal; en dos horas y medias infinitamente largas en las que, por momentos, me asalta la sensación de que el asunto no tiene un horizonte definido. Su historia se ambienta en el año 2044 y muestra un futuro en el que la inteligencia artificial se ha adueñado de la mayoría de los trabajos en el mundo y, entre otras cosas, ha desplazado a los seres humanos en la toma de decisiones porque son vistos como inútiles por sus emociones; los cuales también deben someterse a un proceso purificación para deshacerse de ellas y encontrar empleo. La trama sigue a Gabrielle, una mujer que se siente marcada por la depresión de su trabajo cibernético y decide purificar su cuerpo para entrar en el modelo de bienestar que rellene su vacío afectivo; mientras viaja por tres épocas y se enamora de un hombre llamado Louis. En términos generales, la narración tiene un inicio que despierta mi interés cuando esta mujer solitaria se conecta a la matriz para acceder a las realidades de períodos del pasado para revivir fragmentos de posibilidades y hallar el amor con el hombre que la elude. Sin embargo, detecto de inmediato una ausencia de desarrollo que mantiene a los personajes en una inercia de situaciones fútiles que, por lo regular, se reducen a diálogos pretenciosos a puerta cerrada y a laberintos temporales. De esta manera, me resulta aburrido ver la negativa de Gabrielle a tener un episodio de infidelidad con Louis en la Francia de 1910; las experiencias de Gabrielle como una modelo y actriz que, en medio del lujo, es vigilada por Louis cuando este pasa a ser un incel de Los Ángeles en 2014; los temores del presente que se manifiestan en Gabrielle cuando conversa con una mujer androide. Las escenas, en su ritmo plomizo, se estiran hasta que solo queda el registro de obviedades. La ejecución se siente distante y pesada, como si Bonello estuviera más preocupado por impactar intelectualmente, con la única finalidad de elaborar un discurso sobre el deseo, la identidad y la forma en que la inteligencia artificial aísla al ser humano de su realidad hasta colocarlo en una bandeja de plata que es ajena a la empatía y al paso del tiempo, donde el núcleo conceptual del ocio en el ecosistema de realidad virtual se convierte en un simulacro que anestesia al individuo de su propia identidad. Bonello intenta abordar grandes temas, como el significado del destino y el impacto de la tecnología en nuestras vidas, pero lo hace de manera superficial. El guion plantea preguntas profundas sin molestarse en explorarlas a fondo, además de desperdiciar el potencial de Seydoux cuando interpreta de manera competente a una mujer vulnerable atrapada en el laberinto de las dudas. Seydoux tampoco tiene química con George MacKay. Pero, al menos, me parece aceptable la estética minimalista por la que ellos pasean y de la que, dicho sea de paso, Bonello capta con atención al detalle la reproducción de las distintas épocas, con cierta sofisticación por la parte visual. Lo otro no es otra cosa que un melodrama inane, que experimenta con la forma sin arrojar algo de emotividad y, además, pasa por mis ojos como un código QR, de esos que uno escanea sin sentir nada.
Ficha técnica Título original: The Beast (La bête)
Año: 2023 Duración: 2 hr. 26 min. País: Francia Director: Bertrand Bonello Guion: Bertrand Bonello
Música: Bertrand Bonello, Anna Bonello Fotografía: Josée Deshaies Reparto: Léa Seydoux, George MacKay, Guslagie Malanda, Julia Faure
Calificación: 5/10
En Fumar provoca tos, el realizador francés Quentin Dupieux examina la lógica interna del género fantástico para proporcionar, en su estela de obviedades, un comentario satírico sobre el consumismo. De entada, se presenta como una comedia absurda de ciencia-ficción con un tono irreverente y paródico, pero cuya narrativa acartonada termina siendo más bien una serie de sketches inconexos que no me provocan gracia ni asombro en su afán de interrogar la sociedad de los consumidores. Su trama se ambienta mayormente en un bosque y sigue las experiencias de un grupo de cinco superhéroes llamados Fuerza del Tabaco, que combaten a sus enemigos con los poderes de la nicotina y que, luego de derrotar a un monstruo con aspecto de tortuga, son enviados por su jefe con cara de rata a un retiro obligatorio para fortalecer el trabajo colectivo que han perdido por los vicios individualistas, antes de la batalla final con el villano perverso que busca destruir la Tierra. En términos generales, el concepto es original por la forma en que Dupieux edifica su narración sobre la base de estereotipos genéricos que suelen mostrarse en franquicias como Super Sentai, Power Rangers y Tortugas Ninja; pero evita frecuentar los lugares comunes al colocar a los personajes en situaciones cotidianas que, por lo regular, se reducen a conversaciones de cuentos que han escuchado. Estos relatos, narrados por algunos personajes a través de la analepsis, muestran las vicisitudes de una mujer que se vuelve homicida al ponerse un casco antiguo de buzo; la travesía de un pez que se muere en un río contaminado por los desechos del hombre; la confusión de una tía que intenta rescatar a su sobrino atrapado en la trituradora de una granja. La estructura episódica tiene una mecánica surrealista que me levanta una ceja cuando veo el refrigerador supermercado que está administrado por una mujer rara, o hasta la escena de la barracuda parlante que echa un cuento antes de morir asada en la estufa. El problema que encuentro, no obstante, es que los personajes disfrazados carecen de desarrollo lejos de las descripciones superfluas, y sus interacciones solo funcionan en la superficie para esquematizar una crítica social obvia sobre las trampas del consumo y las acciones humanas que "causan tos", es decir, los objetos materiales que desvirtúan al ser humano de su propia esencia natural y de paso dañan al medioambiente. Su síntesis discursiva, con un marcado carácter ecológico, habla sobre la manera en que el sujeto abandona su humanidad cuando se pone "el traje de látex para salvar el mundo", o sea, cuando modifica el ecosistema para su propio beneficio. El humor, que debería ser el punto fuerte de una propuesta tan delirante, se siente forzado y repetitivo, donde la mayoría de los gags no tienen el peso necesario para sostenerse, como si Dupieux confiara en que la mera rareza de los fenómenos absurdos fuera suficiente para mantener el pulso. El asunto acumula escenas que parecen haber sido concebidas como chistes internos sin mayor relevancia. A pesar de que casi todo me resulta aburrido, destaco por lo menos que la estética kitsch de Dupieux, que le confiere un aire retrofuturista que podría haber funcionado mejor si no se sintiera tan autoconsciente. Los efectos especiales de bajo presupuesto, cercano a la serie Z, agregan un poco de gratuidad cuando intenta evocar las bromas autorreferenciales para parodiar los clichés del cine de superhéroes. En última instancia, estos elementos son añadidos con consistencia en su ejercicio de estilo, sobre todo porque el diseño de producción parece haber sido creado con una actitud de "mientras más ridículo, mejor". Pero, desafortunadamente, me da la sensación de que Dupieux no supo cohesionar las piezas de su guion adecuadamente. Podría decir que es como un experimento fallido, que, como el tabaco, solo deja un mal sabor en la boca.
Con el visionado de Red Rocket, de Sean Baker, me pasa una sensación similar a la que experimenté en otras obras de su filmografía como Tangerine y El proyecto Florida. De entrada, es una comedia que goza de una actuación solvente de Simon Rex, pero cuya narrativa a menudo permanece estancada en una rutina que, poco a poco, lastra su discurso sociopolítico sobre el desempleo, la explotación sexual y el oportunismo como parábola de los fallos del sueño americano. La trama sigue la vida de Mikey Davies, un indigente de mediana edad que, luego de brillar como una estrella del porno, regresa a su pequeña ciudad natal de Texas, donde se aloja en la casa modesta de su esposa Lexi y, en medio de la desesperación, trabaja como traficante de drogas en las calles para escapar de la indigencia; pero cuyos hábitos lo llevan a tener una relación con una adolescente de 17 años llamada Strawberry, a la que conoce en un restaurante de donas. En general, la narrativa tiene un arranque que me resulta interesante por la manera en que Baker opta por mostrar a Mikey como un derrotista sin empleo ni futuro, absorbido por el egoísmo, atrapado por la gloria del pasado y las oportunidades perdidas, que deambula por las avenidas sin rumbo, mientras intenta escapar del hoyo en el que se encuentra metido al tratar de convencer a la muchacha de las donas para que ingrese a la industria pornográfica como actriz (con la idea de él mismo ser su agente). El problema es que siento que los personajes que me presenta solo están ahí para cumplir una función descriptiva y, entre otras cosas, sus acciones se reducen a diálogos algo artificiales que rellenan el vacío de desarrollo, en cada una de las situaciones rutinarias que nunca se desvían de la reiteración agendada. De esta manera, mi interés se pierde cuando veo que la existencia de Mikey se distribuye entre las mañanas en las que toma un café y se fuma un cigarrillo; la venta de drogas a los obreros de la construcción; las discusiones con la esposa malhumorada; los paseos en el coche del vecino al que le cuenta sus hazañas como maestro del porno; el idilio consensuado con la chica de 17 años que lo vuelve loco. Todo luce demasiado colocado y cómodo para que el protagonista resuelva los conflictos con gratuidad, algo que, desde el horizonte de circunstancias, solo sirve para acentuar comentario sociopolítico que interroga las miserias del sueño americano y el capitalismo, entendido como la mentalidad oportunista de un adicto al autoengaño y a las excusas que ve en la chica joven la oportunidad de oro para salir del abismo económico y regresar a la industria que lo desechó por sus vicios personales. Su texto demoniza una cara de la moneda capitalista y, además, cuestiona cómo la industria porno perpetúa ciclos de abuso y explota a jovencitas para venderlas como productos de consumo masivo; aunque su abanico discursivo, en ocasiones, queda en un lugar demasiado obvio que no responde sus propias interrogantes. La actuación de Rex, por lo menos, es algo orgánica cuando ejerce la mirada, la verborrea y la pericia física para interpretar a un manipulador carismático que, en su ambigüedad moral, anhela recuperar su carrera en el negocio de la pornografía aprovechándose de la ingenuidad de una muchacha menor de edad, a pesar de que el guion desperdicia su potencial en algunas escenas previsibles. Baker suele encuadrarlo sobre una puesta en escena en la que, por lo regular, hace uso de la elipsis, el plano panorámico, el color, la iluminación natural, el leitmotiv de NSYNC y los espacios sórdidos del entorno texano para dimensionar las inquietudes intrínsecas del personaje central. Su estética de realismo sucio posee cierta solvencia. Pero, desafortunadamente, me arroja a una zona de indiferencia en la que no consigo conectar con las vicisitudes de esos seres marginales que retratan el lado agridulce del sueño americano.
Año: 2021 Duración: 2 hr. 10 min. País: Estados Unidos Director: Sean Baker Guion: Sean Baker, Chris Bergoch
Música: Fotografía: Drew Daniels Reparto: Simon Rex, Bree Elrod, Brenda Deiss, Suzanna Son
Calificación: 6/10
Inspirada en la novela homónima del escritor James Ellroy, La dalia negra es una película de Brian De Palma a la que me acerco, supongo, para apaciguar mis obsesiones personales por el neo-noir y, además, para tratar de comprender cómo la evadí en el momento de su estreno como si fuese un pedazo de periódico tirado sobre la acera. Lo que observo en ella en las dos horas que dura me distancia de esa gente que la demonizó hasta provocar el exilio del director del sistema de Hollywood, pero, de igual forma, obtengo sensaciones encontradas que me arrojan a una zona gris que no me causa ni frío ni calor cuando realiza su homenaje al cine negro. Me parece una crónica que, en la superficie, posee cierto potencial cuando De Palma vierte sobre ella algunos de sus ajustes estéticos, pero, desgraciadamente, su narrativa a menudo pierde el rastro de intriga policial y permanece situada en lugares comunes que me obligan a anticipar ciertas revelaciones en su ucronía sobre el nefasto caso de homicidio de La Dalia Negra. Su trama se ambienta en los años 40 y tiene como protagonista a Dwight "Bucky" Bleichert, un detective de la policía de Los Ángeles que, junto a su amigo, Lee Blanchard, investiga el asesinato de una mujer con el cuerpo desmembrado llamada Elizabeth Short; mientras se siente atraído por la seductora novia de su colega y, ante todo, se obsesiona con resolver el enigma interrogando a una serie de personas sospechosas que se ocultan detrás de las mentiras. De entrada, la narración despierta mi interés cuando el relato se construye con las fórmulas habituales del género, que se transcriben desde las escenas en que el detective cínico rememora el pasado con la voz en off, se acuesta con mujeres fatales, participa en tiroteos con gánsteres, visita clubes nocturnos, fuma cigarrillos en el coche y reconstruye el crimen laberíntico en una compleja red de cinismo, sexo, chantaje, violencia, corrupción y asesinato. El problema fundamental, no obstante, es que los personajes apenas están desarrollados dentro de su aparato descriptivo de estereotipos y, por lo regular, sus acciones básicas se reducen a situaciones apresuradas que solo sirven para impulsar la trama policial. De esta manera, para mí resulta algo previsible calcular las conversaciones en la jefatura llena de papeles; el cuadro de adulterio con la rubia tonta que seduce con la mirada; las sesiones de películas pornográficas en blanco y negro sobre la aspirante a actriz fallecida; las pesquisas del detective que es seducido en la cama por la femme fatale que esconde sus intenciones en los secretos oscuros de una familia adinerada. Entiendo que el protagonista recuerda el pasado de su investigación y que, por lo tanto, lo que pasa en cada escena está sujeto a su punto de vista y a la poca información que maneja sobre sus conocidos, pero me da la impresión de que resuelve el caso de una forma demasiado fácil cuando utiliza sus deducciones, sin un grado de sustancia que justifique el comportamiento de los secundarios antes de los giros inesperados. El elenco ―compuesto por Josh Harnett, Aaron Eckhart, Scarlett Johansson y Hillary Swank― entrega actuaciones competentes sobre unos personajes que respiran bajo un ambiente de melodrama, aunque sus conflictos intrínsecos se caen en un abismo de diálogos pretenciosos. Lo más interesante, eso sí, es la marcada elegancia con la que De Palma captura los elementos del melodrama clásico mientras se sumerge en los siniestros entresijos del Hollywood de los años 40, con un cóctel de referencias que se amplifica, entre otras cosas, por los decorados que reproducen el período con autenticidad y por las atmósferas lúgubres fabricadas por la sofisticada cámara móvil de Vilmos Zsigmond. La música de Mark Isham también se integra con finura en momentos clave. Su propuesta tiene todos los rasgos estilísticos de un gran film noir, pero la falta de cohesión y, sobre todo, el tono inconsistente, conducen su tragedia por un rompecabezas inconexo que, en resumen, deja piezas sueltas que nunca terminan de encajar.
Año: 2006 Duración: 2 hr. 01 min. País: Estados Unidos Director: Brian De Palma Guion: Josh Friedman
Música: Mark Isham Fotografía: Vilmos Zsigmond Reparto: Josh Hartnett, Scarlett Johansson, Aaron Eckhart, Hilary Swank, Mia Kirshner
Calificación: 6/10
Hannibal es una película de Ridley Scott a la que me acerco, dicho sea de paso, para tratar de recompensar la asignatura pendiente que comenzó con una cantidad considerable de visionados esporádicos en televisión por cable durante varios años después de su estreno. Lo que encuentro en las dos horas que dura, no obstante, es una extraña sensación de abulia que me obliga a pensar de inmediato que se trata de un thriller convencional, el cual abandona toda tensión con su trama previsible y, además, derrama la poca sustancia que tiene como la sangre de las víctimas del Dr. Lecter a la hora de la cena. Su argumento, situado varios años después de los acontecimientos de El silencio de los corderos (Demme, 1991), presenta de nuevo a la agente del FBI Clarice Starling, en los tiempos en que es contactada por un multimillonario desfigurado que resulta ser la única víctima superviviente de Hannibal Lecter, con la finalidad de colaborar con él para capturar, torturar y matar al asesino en serie caníbal que ha estado desaparecido en el anonimato; mientras paralelamente Lecter lleva una vida acomodada en Italia asumiendo una identidad falsa y es perseguido por un inspector florentino que busca atraparlo para cobrar la recompensa. En general, la narrativa tiene un arranque mesurado que despierta mi interés cuando sigue al pie de la letra el manual básico de suspenso policial, en el que los policías investigan el paradero del asesino mientras analizan la evidencia para elaborar un plan en la oficina adornada de pistolas, cigarrillos y archivos. Sin embargo, lo que promete ser un banquete termina siendo una cena desaborida en la que los ingredientes más esenciales quedan sobrecocinados y no tienen el mismo sabor que la predecesora. La trama se siente como una serie de episodios desconectados que, en su ausencia de intriga psicológica, mantiene a los personajes suspendidos en una inercia de situaciones calculadas, donde todo luce demasiado colocado para que el psicópata inmoral descuartice a los malos con su cuchillo y escape con facilidad para apaciguar la obsesión que tiene por la oficial que ama en secreto. Scott opta por un enfoque sensacionalista que suele reducir su aparato de acción a escenas de diálogos erráticos que solo sirven como excusa para escenas de violencia gráfica que no aportan nada significativo a la historia en su semblate de gratuidad, a pesar de que su síntesis discursiva se construye sobre la base de un comentario que interroga la ética policial, la corrupción burocrática y el amor imposible entre dos personas en espectros opuestos de la ley. Su presentación de Hannibal lo muestra como un hombre obsesionado por una mujer a la que se niega a poseer porque se halla en el lado correcto de la justicia (se entiende que, en términos ético-morales, Lecter solo se come las tripas de los corruptos). En este sentido, al menos, me parece creíble la interpretación de Anthony Hopkins cuando utiliza su retórica sofisticada y la mirada fría para ponerse en la piel de un asesino intelectual que disfruta comerse a los malvados, alcanzando su cuota iconográfica en el clímax de la cena en que se come los sesos de Ray Liotta. Su perversidad solo se ve trivializada por un guion que desperdicia su potencial cuando cruza de una escena a otra. Este mismo inconveniente sucede con el rol de Julianne Moore, que intenta llenar el vacío dejado por Jodie Foster con una versión de Starling que carece de la vulnerabilidad y de la inteligencia feroz que la hicieron tan memorable en la antecesora, quedando en un sitio superficial y carente de pulso psicológico. Lo más frustrante, en resumen, es cómo traiciona el legado de la anterior, con esa estética de telefilme en la que Scott entrega un espectáculo artificioso y grotesco que apela más a lo visceral que a lo cerebral. Su secuela me resulta desabrida y estoy seguro de que, irónicamente, ni siquiera Hannibal Lecter se la serviría como plato frío.