Se dice que esta película de Nosferatu comenzó como un proyecto en el que su director, Robert Eggers, defendía la idea de rehacer la tradición vampírica de aquel viejo mito del vampiro nocturno que vive en el castillo tenebroso y chupa la sangre de sus víctimas antes del amanecer. El tiempo que tardo en digerirla es suficiente para saber, dicho sea de paso, que su versión está al mismo nivel de Nosferatu: Una sinfonía del horror (Murnau, 1922) y Nosferatu, el vampiro (Herzog, 1979). Se trata de un remake espléndido que nunca abandona su sentido de escalofríos ni las atmósferas lúgubres que Eggers, con estética densa, se encarga de construir en cada plano como si fuera el cuadro desempolvado de una mansión gótica, con un reparto que aprovecha para que la sonata del terror se inyecte con mayor ímpetu en el tejido sanguíneo. El argumento se sitúa en el siglo XIX y, tras un breve prólogo en el que una joven es poseída por una criatura sobrenatural, sigue la existencia de Thomas Hutter, un abogado que vive en una ciudad alemana y está casado con una mujer atormentada por pesadillas llamada Ellen, pero cuyo destino cambia radicalmente cuando abandona a su esposa para aceptar el encargo de su empleador de vender la decrépita residencia del solitario conde Orlok ubicada en Transilvania, a cambio de una garantía que mejore su estabilidad financiera. En términos generales, la narrativa de Eggers funciona adecuadamente porque, entre otras cosas, sigue al pie de la letra los pasajes de las antecesoras, en el que el héroe se enfrenta al fenómeno sobrenatural del vampiro que desea poseer a su esposa por las noches, mientras la maldición cae sobre la gente del pueblo como la peste y la mujer tiene pesadillas que la conducen a la psicosis. A pesar de que el desarrollo de los personajes se sintetiza sobre estereotipos genéricos, que no tienen tanta profundidad psicológica si se miran detenidamente dentro de los marcos descriptivos del guion, los diálogos tienen cierta vocación por lo poético y la trama solidifica su radio de acción sobre una estructura narrativa cohesionada que le añade sustancia a las situaciones que impulsan los motivos personales de cada uno de ellos para resolver el conflicto. Esto solo consigue que me quede atrapado con la desdicha de la mujer que se niega a caer tentada por las garras del vampiro siniestro que la seduce en los sueños; la odisea del hombre maldito que camina cerca de cadáveres y ratas para solucionar el enigma del villano vampiresco; la cruzada del profesor que utiliza sus pesquisas en alquimia y ocultismo para descifrar la conexión del vampiro obsesionado con la dama antes de clavar la estaca en su corazón. Hay locura, enfermedades, muerte, rituales, posesión, occisos, sarcófagos, oraciones, exorcismos, catacumbas. Pero, de igual modo, hay una síntesis discursiva que, en su eje feminista, establece un comentario bastante sutil sobre el dominio patriarcal y los corolarios del abuso sexual, entendido como el sacrificio de una mujer que se resiste a ser poseída para usar su fuerza de voluntad en contra el poder masculino que le impide escapar de la cárcel del sufrimiento y hallar la felicidad en la emancipación. En este sentido, la actuación de Lily-Rose Depp me parece una verdadera revelación cuando ejerce su registro expresivo y su pericia física para captar, con mucha fidelidad, el delirio psicosexual de una mujer atrapada en el poder de la sumisión. A su lado, hay roles secundarios notables de Nicholas Hoult, Willem Dafoe y, ante todo, Bill Skarsgård como el vampiro macabro creado a partir de maquillaje prostético y un rango vocal reducido. Eggers suele encuadrarlos en una puesta en escena que crea un panorama sombrío y espeluznante al incorporar valores estéticos como el primer plano, la iluminación barroquista, los decorados ampulosos, el vestuario clásico, la colorización desaturada de azul, la auténtica reproducción de la época y el encuadre móvil que aporta dinamismo con la cámara en movimiento de 35mm de Jarin Blaschke. Estos elementos compositivos se integran de una forma consistente que, en efecto, nunca pierde su pulso para inyectar el terror, la sangre y la oscuridad a su tragedia gótica.
Año: 2024 Duración: 2 hr. 12 min. País: Estados Unidos Director: Robert Eggers Guion: Robert Eggers
Música: Robin Carolan Fotografía: Jarin Blaschke Reparto: Lily-Rose Depp, Nicholas Hoult, Bill Skarsgård, Aaron Taylor-Johnson, Willem Dafoe, Emma Corrin
Calificación: 7/10
En El artista anónimo, el realizador finlandés Klaus Härö le da forma a su poética de la senectud, supongo, para interrogar la ética que hay detrás del comercio del arte, siguiendo la línea de sus últimas películas en la que el puesto de protagonista lo ocupa un anciano. Lo que encuentro en sus escenas me parece inferior a lo que vi en la espléndida El último duelo. Como drama goza de una actuación decente de Heikki Nousiainen como el anciano galerista, pero, a menudo, la narrativa se vuelve previsible en su discurso sobre los negocios del arte, y pierde sustancia al atravesar un sentimentalismo prefabricado que la embarra como una pintura sobre el lienzo. En la trama, Nousiainen interpreta a Olavi, un señor condenado al olvido que administra una galería de arte y, en un intento desesperado por recuperar el prestigio perdido, compra en una subasta un cuadro de dudosa procedencia, creyendo que es una obra maestra perdida que vale muchísimo dinero; mientras también buscar reconectar con su hija y el nieto adolescente que es un desobediente de la era digital. En términos generales, el asunto de este anciano me atrapa, en un principio, porque este es mostrado como un galerista en crisis que intenta rastrear la autenticidad de la pintura con ayuda de su nieto, en unas escenas en las que ejerce casi la función de un detective. Percibo que hay cierto ritmo cuando se presenta la investigación del galerista para custodiar la pintura adquirida; las discusiones a puerta cerrada entre el anciano irresponsable y la hija a la que descuidó; el vínculo paternofilial que surge entre el abuelo y el nieto a través del arte; las trampas de los otros galeristas que se dedican al negocio turbio de la especulación de precios en el mercado del arte. El problema, sin embargo, es que la narración se torna un poco redundante cuando cae en algunos facilismos que, por lo regular, reducen las acciones de los personajes a una serie de situaciones triviales que gravitan sobre el misterio del cuadro de Iliá Repin con la finalidad de instrumentalizar un comentario breve sobre la soledad, la culpa y la redención, entendido como la intención de redimirse de un viejo que se obsesiona con la autoría desconocida del autor de la pintura para remediar ese pasado triste en el que prefirió sacrificar sus responsabilidades paternales por el amor al arte, en medio de los cambios generacionales que lo colocaron en la bancarrota. Fuera del mensaje condescendiente de tono conservador, la ejecución me resulta algo torpe y predecible porque los personajes permanecen estacionados en algunos de los estereotipos sentimentalistas (el padre arrepentido, la hija decepcionada, el nieto rebelde, el amigo sincero, etc.), sin un verdadero desarrollo ni tensión dramática lejos de las apariencias descriptivas impuestas por el guion. Nousiainen ofrece una actuación correcta como el anciano galerista obsesionado con la búsqueda de restaurar los valores morales perdidos por la eticidad oscura de las subastas de obras de arte (simbolizado por el cuadro de Repin), pero la frialdad suya me desconecta hasta el punto de que me canso de las peripecias reiterativas de su personaje, incluyendo la relación superflua que lleva con el nieto. Con la presencia de este, Härö opta por un enfoque melodramático que, por lo menos, halla algo de solvencia en la dirección de arte que decora los interiores con muchas pinturas que agregan consistencia al ambiente del galerismo que se representa sobre las frías atmósferas urbanas de Finlandia como telón de fondo, aunque se limita a replicar el estilo visual de otros dramas europeos sin aportar una identidad propia. La banda sonora de Matti Bye, de igual forma, se integra de modo convencional para pedir a gritos que se derrame lágrimas por ciertas escenas melancólicas. Es, en última instancia, un drama de pinceladas suaves, que deja sobre mí una impresión más que olvidable.
Ficha técnica Título original: One Last Deal (Tuntematon mestari)
Año: 2018 Duración: 1 hr. 35 min. País: Finlandia Director: Klaus Härö Guion: Anna Heinämaa
Música: Matti Bye Fotografía: Tuomo Hutri Reparto: Heikki Nousiainen, Amos Brotherus, Stefan Sauk, Pirjo Lonka
Calificación: 6/10
Luego de ser testigo del impacto cultural del fallecimiento de David Lynch, ocurrido hace apenas cinco días, me acerco en su día de cumpleaños a las imágenes que provee David Lynch: el arte de la vida, un documental que se realizó durante cuatro años a partir más de 20 conversaciones que los realizadores tuvieron personalmente con el director en los interiores de su casa. Lo que observo en una hora y media me da la impresión de que, a menudo, es un documental que ofrece un retrato sobre los años de formación de Lynch y su proceso creativo como un artista plástico, pero, a veces, permanece una zona superficial en la que se ausentan las revelaciones y el ritmo avanza como un lienzo al óleo secándose en una pared. El argumento se desarrolla en la residencia del propio Lynch y este, con cigarrillo en mano frente a un micrófono, relata con la voz en off las experiencias personales que marcaron su esencia desde que era un niño feliz que vivía en el seno de una familia norteamericana de clase media; mientras de paso emplea su creatividad como pintor para pintar algunos lienzos en su taller. De entrada, la narrativa muestra la cotidianidad de Lynch como un niño curioso que juega con su imaginación y disfruta de la libertad que le dan sus padres en un vecindario de Middle America; la mudanza por las ciudades que lo conducen a adaptarse a los distintos climas de la cultura norteamericana; la adolescencia en Pensilvania en la que se convierte en un pintor impulsado por su mentor Bushnell Keeler; las discusiones familiares que buscan imponer barreras sobre su libertad creativa; el viaje a Europa con su amigo Jack Fisk con la intención de ser un pintor; el matrimonio con Peggy en el que nace su primera hija; la filmación de sus primeros cortometrajes experimentales; la lucha por conseguir una beca en el American Film Institute para convertirse en un cineasta. La narración, acompañada con fotografías y material encontrado, no solo intentan reflejar a modo didáctico algunos fragmentos de la biografía temprana de Lynch, sino, también, los secretos del proceso creativo de su obra pictórica como catalizador estético de sus filmes posteriores. Sin embargo, en algunas ocasiones me asalta la sensación de que el asunto del artista rupturista se desvía en una colección de anécdotas inconexas y reflexiones vagas que no conducen a ninguna parte en su registro de circularidad. Los testimonios de Lynch carecen de una estructura narrativa cohesiva y se sienten más como una sesión de terapia personal que como un intento serio de explorar su enigmático arte surrealista, evitando deliberadamente cualquier tipo de crítica o exploración intrínseca de los aspectos controvertidos que rodean su obra previa a la etapa del cine. No se abordan, por ejemplo, las técnicas de dibujo o collage ni los tipos de medios que utiliza para pintar los cuadros con el estilo del neoexpresionismo abstracto, así como tampoco se habla de su inspiración en el arte de Oskar Kokoschka. La falta de una perspectiva externa contribuye a una visión unilateral y acrítica que no interroga los golpes bajos de su carrera como pintor neoexpresionista y, dicho sea de paso, conduce a una demasía de detalles triviales sobre su vida personal que no me parece otra cosa que un anuncio sobre meditación trascendental. Soy incapaz de sentir algo por lo que veo, pero reconozco, a pesar de todo, que hay algo de intriga en las escenas en que Lynch usa sus manos para distribuir la pintura en la superficie del lienzo, así como en la mezcla de escenas de archivo y en las secuencias de arte experimental que son montadas en algunos planos sobre muchas de sus pinturas abstractas. Todo lo otro, en su tono desacompasado, no logra hacerle justicia a la complejidad de la obra, de uno de los directores más fascinantes del cine posmoderno.
Ficha técnica Título original: David Lynch: The Art Life
Año: 2016 Duración: 1 hr. 28 min. País: Estados Unidos Director: Rick Barnes, Jon Nguyen, Olivia Neergaard-Holm Guion:
Música: Jonatan Bengta Fotografía: Jason S. Reparto (ellos mismos): David Lynch, Peggy Reavey, Bushnell Keeler, Jack Fisk
Calificación: 6/10
En Leyenda: La profesión de la violencia, Brian Helgeland vuelve a los territorios del cine gansteril, supongo, para sintetizar fragmentos de la biografía de los gemelos Kray, famosa dupla de gánsteres ingleses que fueron prominentes en el bajo mundo de Londres desde finales de la década de los 50 hasta fines de los años 60. Su acercamiento al género de gánsteres me hace pensar que, ciertamente, entrega una actuación notable de Tom Hardy en su papel doble como mafioso londinense, pero sus leyendas del crimen frecuentan lugares comunes que nunca abandonan el tono convencional en su trama de violencia, ambición y poder, donde a cada rato tengo la sensación de que su narrativa no es más que una recopilación barata de clichés de otras grandes cintas del cine gansteril que ni siquiera me molesto en mencionar porque cualquier cinéfilo con neuronas sabe cuáles son. Su argumento se sitúa en la década de los años 60 y en este Hardy interpreta en partes iguales a Reggie y Ron Kray, unos hermanos gemelos que se dedican a los negocios turbios y, entre otras cosas, utilizan su estela de influencia para controlar gran parte del submundo del crimen organizado de Londres, donde suelen enfrentarse a las bandas rivales por el control territorial y a los problemas que desestabilizan su imperio de las calles. El primero es un tipo serio, comedido, astuto, protector, que entabla una relación con una mujer que es hermana de su conductor y muestra habilidades de liderazgo para usar la extorsión como mecanismo para adquirir un club nocturno local que sirve de base para los negocios sucios. El segundo, en cambio, es un individuo torpe, volátil, imprudente, homosexual, que ha pasado por un hospital psiquiátrico y recibe tratamiento para la esquizofrenia paranoide, mientras aplica la brutalidad para matar a los enemigos. En términos generales, el asunto pierde pujanza porque la narrativa del guion de Helgeland establece los conflictos sobre las viejas estructuras genéricas que subrayan el ascenso y la caída de los gánsteres con tintes biográficos, sin tomarse ni siquiera la molestia desarrollar adecuadamente las motivaciones de los personajes ni de agregarle alguna sustancia a los episodios poco cohesionados que se distribuyen entre la existencia del gánster con cigarrillo en mano que le promete lujos a su esposa y se pasea con los suyos por los clubes nocturnos para custodiar los asuntos financieros del negocio de extorsión antes de frecuentar la cárcel; la torpeza del gánster errático que pone en riesgo los negocios en el club nocturno; los dilemas personales y el vacío afectivo de la esposa que se ve en el espejo de un accesorio cosmético; las guerras entre los pandilleros que se reparten el pastel del hampa; la inoperancia de los agentes policiales que investigan a los matones. Hay corrupción, traiciones, violencia, negocios, pelea a puñetazos. Pero el problema es que la narrativa carece de impulso cuando avanza a ritmo defectuoso y, dicho sea de paso, mantiene a los personajes suspendidos en una serie de situaciones banales que, por lo regular, nunca escapan de las conversaciones a puerta cerrada que anticipo con mucha facilidad porque conozco este género como la palma de mi mano. La actuación de Hardy, por lo menos, ofrece algunos momentos de credibilidad cuando ejerce los cambios de acento y su amplio registro expresivo para interpretar, por una parte, a un gánster elegante, hábil, calculador que intenta sostener las actividades criminales en medio de una crisis matrimonial; y, por la otra, a un gánster paranoico y violento colgado en el trayecto de la autodestrucción. El estilo visual, de igual forma, tiene algo de solvencia al recrear con el vestuario y los escenarios el ambiente glamoroso de Londres en la década de los 60, junto con el trucaje utilizado en un par de planos para duplicar la figura de Hardy como los hermanos gemelos. Todo lo demás se siente redundante y, en ocasiones, incluso condescendiente en sus pretensiones de cine gansteril.
Año: 2015 Duración: 2 hr. 12 min. País: Reino Unido Director: Brian Helgeland Guion: Brian Helgeland
Música: Carter Burwell Fotografía: Dick Pope Reparto: Tom Hardy, Emily Browning, Colin Morgan, David Thewlis, Chazz Palminteri, Taron Egerton, Paul Bettany
Calificación: 5/10
En este artículo de esenciales, selecciono cinco películas de David Lynch para los cinéfilos que desean estudiar su filmografía.
David Lynch es un maestro del cine que ha dejado una huella indeleble en el mundo del séptimo arte con su estilo singular y enfoque surrealista. Sus películas exploran lo desconocido, lo inquietante, lo onírico y lo sublime. Su faceta de artista plástico lo llevó a crear películas de atmósferas pesadillescas, como si la vida cotidiana fuera un sueño surrealista que se configura sobre la composición del encuadre.
Con una estética caracterizada por la combinación de lo cotidiano con lo bizarro, Lynch crea universos donde la lógica se desmorona y las emociones humanas se manifiestan en formas perturbadoras y bellas. A lo largo de su carrera, Lynch ha demostrado una habilidad incomparable para transformar lo mundano en lo extraordinario, revelando las capas ocultas de la realidad a través de una narrativa que a menudo desafía la lógica lineal. Sus personajes son gente ordinaria atrapada en los laberintos del inconsciente, a menudo atrapados en situaciones que oscilan entre lo trágico y lo absurdo, reflejando las complejidades de la experiencia humana en su forma más cruda. Su uso magistral de la atmósfera, el sonido y las imágenes oníricas convierten cada una de sus obras en una experiencia sensorial que trasciende el cine convencional.
A continuación, repasamos cinco de sus obras más esenciales que todo amante del cine debe conocer.
Con El imperio, Lynch lleva su estilo experimental al extremo. Laura Dern ofrece una actuación poderosa como una actriz cuyo papel en una película empieza a mezclarse peligrosamente con su vida real. La película, filmada en video digital, utiliza una estructura no lineal y una narrativa onírica para explorar los límites de la realidad y la ficción. El imperio es una experiencia sensorial que desafía las expectativas tradicionales del cine.
Carretera perdida es una incursión en el misterio y el terror psicológico. La película sigue a Fred Madison, interpretado por Bill Pullman, quien es acusado de un crimen que no recuerda haber cometido. La narrativa se fragmenta en una serie de eventos aparentemente desconectados que convergen en un final que deja al espectador cuestionándolo todo. Con una banda sonora hipnótica y una atmósfera opresiva, Lynch lleva al espectador a un viaje por la psique humana cuando esta se resquebraja por los celos, el adulterio y los estados de fuga.
La ópera prima de Lynch, Cabeza borradora, es una obra de culto que establece muchas de las temáticas y estilos que definirán su carrera. La película sigue a Henry Spencer, un hombre atrapado en un mundo industrial desolado y perturbador. Con su narrativa críptica y sus imágenes surrealistas de paisajes industriales, construye un viaje visual y emocional que desafía la ruptura lógica de los sucesos cotidianos.
Con Terciopelo azul, Lynch exploró los oscuros secretos de una idílica ciudad suburbana. Kyle MacLachlan interpreta a Jeffrey Beaumont, un joven que descubre un macabro misterio tras encontrar una oreja humana en un campo. Isabella Rossellini y Dennis Hopper ofrecen actuaciones inolvidables en esta película que cuestiona la aparente normalidad de la vida cotidiana y expone las sombras que se ocultan tras la fachada, como las cortinas rojas que cubren a las divas de los cabarés.
Considerada por muchos como su obra maestra, Mulholland Drive es una película que desafía las categorías genéricas, mezclando el cine negro, el drama psicológico y el misterio. Naomi Watts brilla en su papel dual, llevando al espectador por un viaje onírico que revela las oscuras entrañas de Hollywood y los sueños perdidos de una actriz. La narrativa fragmentada, la poética del doble y la atmósfera enigmática son marcas distintivas de Lynch, creando una experiencia cinematográfica que cierra de forma brillante la Trilogía de Los Ángeles y, además, perdura en la mente como un sueño que es difícil de olvidar.
En Antiviral, Brandon Cronenberg sigue las reglas de la poética del cuerpo con el fin de concebir un extraño híbrido de suspenso, terror corporal y ciencia-ficción minimalista, como se ha visto en varias ocasiones en el cine de su padre, David. Sin embargo, tengo la impresión de que Cronenberg, en su debut como director, no sabe qué hacer con el material sobre la cultura de las celebridades y las conspiraciones farmacéuticas, dejando todo en una superficie higienizada y plomiza que se vacía lentamente como la sangre drenada de una inyección. Su trama se ambienta en un futuro distópico y tiene como protagonista a Syd March, el empleado de una clínica siniestra que se encarga de comprar los virus que enferman a las celebridades con el objetivo de venderlo como inyección a los clientes que desean establecer una conexión con ellas, pero cuya existencia cae en el abismo cuando se conecta con el caso particular de los patógenos suministrados por una actriz famosísima llamada Hannah Geist, que lo induce a usar su propio cuerpo como incubadora mientras roba patógenos del laboratorio para venderlos en el mercado negro. En términos generales, la narrativa capta mi interés, en principio, desde las escenas en que el protagonista abandona la ética y su investigación lo coloca en el epicentro de un misterio conspiranoico. El problema, sospecho, es que el asunto se torna terriblemente aburrido por la falta de cohesión narrativa que, por lo regular, abusa de los diálogos expositivos para reducir las acciones de los personajes a conversaciones anodinas sobre virus mortales, enfermedades venéreas, muestras de sangre, conspiraciones farmacéuticas y celebridades de revistas, donde Cronenberg no se toma la molestia ni siquiera de añadir algo de sustancia psicológica al desarrollo de cada uno de ellos. En su búsqueda de lo chocante, olvida construir personajes que sean ajenos a lo unidimensional. Las escenas funcionan en una especie laberinto previsible, en el que personaje principal va de un lugar a otro recopilando pruebas, como si fuera un detective atrapado por una red criminal tratando de resolver un caso de asesinato, pero sin llegar nunca a ningún lado en específico, estacionado siempre en una zona de confort en la que el conflicto se ausenta para dar paso a situaciones reiterativas que solo conducen a una resolución accidentada. Caleb Landry Jones, en su rol protagónico, utiliza su expresividad para intentar aportar dimensiones a la psicología de Syd como el hombre vestido de negro que se vuelve adicto a las inyecciones de celebridades, pero su nivel de compromiso se debilita porque su personaje no es más que un ser monolítico, estéril, carente de cualquier rastro de complejidad. El personaje de Syd es servido como un trozo de carne sobre una bandeja de plata, colocado por Cronenberg en lugares comunes con la única finalidad de estructurar un discurso crítico sobre la cultura de la fama y la codicia de la industria farmacológica, entendido desde la óptica de un sujeto anestesiado que se destruye a sí mismo cuando se obsesiona con el cuerpo de una actriz decadente, en una sociedad banal donde se ha normalizado la obsesión por la belleza cosmética de las celebridades. A nivel subtextual, su síntesis discursiva interroga, asimismo, el papel que desempeña el cuerpo como fetichismo de la fama, pero Cronenberg trata la materia con una capa superflua que nunca escapa del registro de obviedades. Se puede decir, no obstante, que Cronenberg hereda los signos estilísticos de su padre por lo macabro y lo corporal, en una puesta en escena cuyo control formal radica en las atmósferas asépticas y deshumanizadas con las que muestra ese futuro distópico a través de los escenarios compuestos por laboratorios, tecnología retrofuturista, cuerpos sangrantes y máquinas análogas. En general, hay cierta elegancia compositiva, pero, desgraciadamente, esta película suya supone para mí un ejercicio insustancial, desprovisto de ritmo, atrapado en su propio espacio pulido y enfermizo.
Música: E.C. Woodley Fotografía: Karim Hussain Reparto: Caleb Landry Jones, Sarah Gadon, Malcolm McDowell, Douglas Smith
Calificación: 4/10
En El caballo de Turín, el realizador húngaro Béla Tarr retoma su poética del hombre ordinario para sintetizar, desde un existencialismo sombrío, el concepto nietzscheano del eterno retorno. Tarr la codirige junto a su esposa Ágnes Hranitzky y es, por así decirlo, su última película como director de cine. No sé qué lo ha llevado a tomar la decisión de exiliarse del arte cinematográfico, más allá de sus posturas políticas de extrema izquierda en contra del gobierno de Viktor Orbán y de la aclamación religiosa que recibió de la prensa festivalera, pero en las dos largas horas y media que dura tengo la sensación de que es igual de regular que Las armonías de Werckmeister y El hombre de Londres. De entrada, alcanzo a observar que es una película de Tarr que, con una estética densa, posee cierta belleza en las atmósferas desoladoras, pero carece de pozo emocional y, a menudo, los personajes vacíos solo funcionan como autómatas para establecer un diálogo filosófico sobre el sufrimiento y los efectos deshumanizantes del capitalismo, donde sospecho que todo se reitera inútilmente para acomodar las obviedades del discurso nietzscheano. La historia se sitúa en Turín, Italia, en el año 1889, a partir del contexto del cochero al que Friedrich Nietzsche vio maltratando a un caballo y se acercó para abrazar el cuello del animal mientras lloraba, poco antes de perder la razón. A continuación, la trama tiene como protagonista a Ohlsdorfer, un granjero que se traslada en el carruaje por el campo hasta llegar a la casa en la que vive con su hija y el caballo que deja en el establo, donde lleva una existencia repetitiva durante seis días en medio de una tormenta. En términos estructurales, la narrativa me parece interesante, en principio, cuando se estructura sobre la idea central nietzscheana del eterno retorno al mostrar la rutina del campesino y su hija como un bucle de sucesos que se repite una y otra vez. El problema fundamental, no obstante, es que Tarr no se toma la molestia de añadir alguna dimensión psicológica a los personajes y, en general, reduce sus acciones a una serie de situaciones anodinas que, en su registro de descripciones, consisten en encender la leña para cocinar, comer papas con las manos, mirar por la ventana, escuchar las fuertes brisas de la tormenta, buscar agua en el pozo, disfrutar de los silencios sepulcrales, castigar al caballo que se niega a comer y a salir del establo. Los personajes son algo huecos en su realismo episódico, colocados en un abanico situacional demasiado obvio con el que Tarr se empeña en interrogar, desde la superficie del materialismo dialéctico, cosas como la servidumbre, el consumo, la codicia, la opresión y la desdicha humana sobre la base del eterno retorno, pero entendido ahora como la vida cotidiana de un hombre de clase obrera que ha sido abandonado por las políticas sociales que destruyeron sus medios productivos y cae en el abismo de una pobreza abyecta en la que apenas intenta disimular los síntomas importados por la autoridad que ejerce sobre la hija servil y el caballo que al que castiga como esclavo. Su texto maniqueo parece casi como la excusa idónea para demonizar el trato deshumanizante de ese costado del capitalismo que encarcela al hombre en un eterno retorno de las cosas, pero, desgraciadamente, opta por construirlo con un personaje que no es más que un vago parasitario que se rehúsa a salir de la zona de confort para trabajar como capitalista y prefiere someterse voluntariamente a la esclavitud de la inopia. El caballo simboliza al obrero alienado. La fuerte ventisca metaforiza el caos de esa sociedad en la que Dios ha muerto y pone barreras a los que no desean competir en un mercado para subsistir. De los actores recurrentes del cineasta, János Derzsi y Erika Bók, no tengo nada bueno qué decir porque no ofrecen más que silencios y gestos mecánicos. Pero reconozco, dicho sea de paso, los valores estéticos con los que Tarr edifica su puesta en escena sobre la elipsis, el fuera de campo, el sonido diegético, el sobreencuadre, el plano panorámico de paisajes brumosos, el escenario de la casa de piedra y madera, el blanco y negro, el plano fijo de larga duración, el uso proxémico del espacio y las variaciones del encuadre móvil que fabrican largos plano secuencias con la cámara en movimiento de Fred Kelemen. La música melancólica de Mihály Víg tiene, de igual modo, un leitmotiv que me resulta contagioso de escuchar. Lo demás lo olvido tan pronto como salen los créditos.
Ficha técnica Título original: The Turin Horse (A torinói ló)
Año: 2011 Duración: 2 hr. 35 min. País: Hungría Director: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky Guion: Béla Tarr, László Krasznahorkai
Música: Mihály Víg Fotografía: Fred Kelemen Reparto: János Derzsi, Erika Bók, Mihály Kormos
Calificación: 6/10
En un intento por recuperar aquellos sábados por la noche en los que pasaba horas colgado de un televisor de tubo viendo películas de acción, procedo a ver durante hora y media Operacion cacería, producto noventero que supone el debut de John Woo en el cine de Hollywood y con el que, dicho sea de paso, me crucé muchas veces de manera esporádica en televisión por cable. Lo que me encuentro en dicho lapso de tiempo me induce a pensar que es una película de acción de Woo que ofrece altas dosis de testosterona, pero frecuenta lugares comunes y, en última instancia, nunca da en el blanco con todos los clichés que adornan su trama de violencia, tiroteos y patadas; donde tengo la sensación de que Jean-Claude Van Damme es demasiado soso encarnando al antihéroe al margen de la ley. En la trama, Van Damme interpreta a Chance Boudreaux, un cajún y antiguo marine del ejército estadounidense que recorre las calles de Nueva Orleans como vagabundo mientras busca empleo como marino mercante; pero cuyo destino, en busca de saldar una deuda, lo lleva a ayudar a una mujer que desea encontrar a su padre desaparecido y a entrar en colisión con una organización de malhechores liderada por un despiadado hombre de negocios y un mercenario, que se dedican al turbio deporte recreativo de arreglar un juego de cacería que consiste en entregar $10 mil dólares a los indigentes con expedientes militares que logren sobrevivir a una lluvia de tiros en un recorrido de kilómetros. En general, el argumento posee un comentario social relevante, sin embargo, sigue de forma mecánica las convenciones genéricas del thriller de acción, en el que el protagonista con el pasado se enfrenta con sus habilidades a un grupo de matones que le hacen la vida imposible, antes de matarlos a todos cerca del clímax y quedarse con la chica que conoce durante la misión. El problema es que, por lo regular, la narrativa apenas rasca la superficie y es algo apresurada estableciendo los conflictos, además de reducir las acciones de los personajes a diálogos banales que solo sirven de estacionamiento antes de las situaciones violentas en las calles que se tornan previsibles cuando el héroe de la melena atraviesa un festival de disparos, peleas, explosiones y villanos unidimensionales sin motivaciones claras, de esos que guardan en el bolsillo el carnet de malvado para cumplir con descripciones. De esta manera, quedo inmediatamente anestesiado al observar los facilismos del guion con los que el veterano mata a los enemigos que aparecen en la calle a plena luz del día; la investigación de la mujer que solo funciona como accesorio cosmético; las conversaciones a puerta cerrada de los malos que encajan en los estereotipos de los villanos caricaturizados. El papel de Van Damme como veterano de guerra devenido en héroe de acción es, cuanto mucho, algo aceptable cuando demuestra su pericia para las acrobacias, las artes marciales y las baladas de pistolas, pero sospecho que su interpretación hueca está atropellada por un guion pobre que no le permite más que ser una máquina de matar con una inexplicable capacidad para esquivar balas, desafiar las leyes de la física y explotar todo a su paso. La química que él tiene con Yancy Butler es prácticamente inexistente. Y tanto Lance Henriksen como Arnold Vosloo entregan papeles convencionales como los villanos vestidos de negro, aunque tienen unas cuantas escenas para lucir amenazadores. Por lo menos, el estilo de John Woo es un poco competente tratando de imitar sus propias hazañas del cine de acción de Hong Kong con el uso del encuadre móvil, la cámara lenta y el simbolismo de palomas; pero su elegancia operática presenta unas secuencias de acción que están ensambladas de una forma torpe que carece de emoción o sorpresa. Termina siendo, en pocas palabras, un espectáculo de pirotecnia excesiva que falla en alcanzar su objetivo.
Año: 1993 Duración: 1 hr. 37 min. País: Estados Unidos Director: John Woo Guion: Chuck Pfarrer
Música: Graeme Revell, Tim Simonec Fotografía: Russell Carpenter Reparto: Jean-Claude Van Damme, Lance Henriksen, Arnold Vosloo, Yancy Butler, Wilford Brimley
Calificación: 5/10
En La venganza de Ulzana, Robert Aldrich retoma los apuntes de su poética de la violencia para sintetizar, supongo, una revisión de la brutal incursión de los apaches que se rebelaron contra los colonos blancos en Arizona durante el siglo XIX. De sus imágenes, Tarantino llegó a afirmar alguna vez que se trataba de "uno de los mejores westerns de los setenta". Esta afirmación la pongo en duda durante más de hora y media porque, francamente, la encuentro igual de anodina que Apache, el primer western del director que irónicamente también protagoniza Burt Lancaster. Por alguna razón que desconozco, la presencia de Lancaster mantiene su firmeza como el explorador impasible, pero, en general, es un western revisionista que se torna aburrido y algo reiterativo en su trama violenta sobre las consecuencias del colonialismo, donde por momentos me asalta la sensación de que frecuenta lugares comunes sin ir a ninguna parte en específico en su registro de obviedades. La trama se ubica en el contexto posterior a la Guerra Civil de los Estados Unidos y sigue la existencia de McIntosh, un envejecido explorador del ejército que recibe la orden de los superiores de guiar al pelotón de un teniente inexperto con la finalidad traer la cabeza de Ulzana, un líder indígena que se ha rebelado para vengarse por las atrocidades del pasado que cometieron los soldados estadounidenses en la reserva india de San Carlos. En términos generales, la narrativa se establece sobre la base didáctica del western crepuscular sobre la guerra, donde el vaquero sereno transita a caballo por las praderas ensangrentadas y dispara con su revólver a los indios salvajes que rememoran las experiencias trágicas de lo colonización, en un período en el que la moralidad ha sido reemplazada por la violencia inescrupulosa. En este sentido, McIntosh es un personaje diletante que revela a través de sus diálogos el turbio pasado con los indios apaches y el respeto profundo que siente por la cultura indígena a la que pertenece su esposa. Sin embargo, siento que el protagonista, al igual que los personajes secundarios, solo ocupan un espectro descriptivo del guion que los suspende en una ausencia de desarrollo psicológico y en una serie de situaciones previsibles que carecen de impulso cuando toman la decisión de cabalgar hacia la misión suicida. Esto solo consigue que permanezca en estado de abulia cuando observo que el viaje esquemático se resuelve con ciertos facilismos al mostrar la ética del deber del explorar veterano que ejerce el liderazgo sobre las tropas de la caballería; la conmoción del joven oficial cristiano tras descubrir la cruel campaña de represalia de los indios apaches; los soldados ingenuos que cabalgan por las montañas siguiendo el rastro de sangre dejado por los enemigos en cada poblado; las estratagemas de los indios sanguinolentos que protegen su territorio con sadismo. La falta de gancho de las secuencias de acción se evidencia en los tiroteos blandos, las persecuciones a caballo y en las emboscadas a la hora programada. Los soldados blancos pasan demasiado tiempo hablando frente a las fogatas y son emboscados por los indios estereotipados sin ningún golpe de efecto añadido que produzca algún giro de tuerca. El tono nihilista y violento solo es un accesorio cosmético, instrumentalizado por Aldrich con el fin de esbozar comentario obvio sobre la deshumanización de la guerra, entendido como la hostilidad de los norteamericanos sobre una cultura indígena que responde con violencia para proteger su herencia antropológica de las vilezas del colonialismo. Quitando el discurso maniqueo de la ecuación, Aldrich logra presentar su oscura visión del oeste a través del vestuario, los escenarios auténticos y el uso del gran plano general que se manifiesta sobre panorámicas de marcada índole paisajística, aunque no termina de aprovechar sus pericias para el paisaje por las debilidades narrativas y el ritmo accidentado. Lancaster se luce, eso sí, pero es desperdiciado por el argumento, de un western que tropieza como una bola de paja en el desierto.
Año: 1972 Duración: 1 hr. 43 min. País: Estados Unidos Director: Robert Aldrich Guion: Alan Sharp
Música: Frank De Vol Fotografía: Joseph F. Biroc Reparto: Burt Lancaster, Bruce Davison, Joaquín Martínez, Jorge Luke, Lloyd Bochner
Calificación: 5/10
Mis estudios sobre el western me han acercado con cierto interés a las imágenes de Los depravados, conocida también en algunas partes como El vengador sin piedad, una película de Henry King que constituye uno de los dos westerns que realizó con Gregory Peck, estrenado ocho años después de la magnífica El pistolero (1950). Peck alguna vez admitió que le resultó difícil entender cómo interpretar a un personaje tan odioso porque, entre otras cosas, lo veía como un instrumento político para cuestionar el macartismo que él mismo detestaba. Y esto es completamente entendible porque, a decir verdad, es un western crepuscular que se beneficia de la enorme presencia de Peck para mantener la trama inquietante sobre justicia, creencia y venganza, sin perder de vista unas panorámicas preciosísimas en CinemaScope que le añaden autenticidad a su horizonte topográfico dentro del encuadre. En la trama, Peck interpreta a Jim Douglass, un ranchero que llega en su caballo hasta el poblado de Río Arriba con la finalidad de presenciar el ahorcamiento de cuatro forajidos capturados por el alguacil de los que está convencido que violaron y mataron a su esposa en su propio rancho apenas seis meses antes; pero cuya travesía de venganza da un giro cuando los bandidos escapan de la cárcel con una rehén y se ve obligado a cooperar con los agentes de la ley para perseguirlos por las montañas. En términos generales, la narrativa se estructura siguiendo las nomenclaturas básicas del western revisionista que son establecidas, dicho se de paso, cuando el vaquero íntegro que perdió la fe busca la venganza en un territorio donde la moral parece haber desparecido y solo predomina la violencia de los más fuertes. Sin embargo, me resulta bastante entretenida por la manera en que los elementos del género se integran con sutileza en cada escena y, ante todo, las motivaciones de los personajes están construidas con cierta solidez a través de los diálogos del guion de Philip Yordan, a pesar de ligeros facilismos con los que se resuelve el conflicto. La síntesis descriptiva del relato no iconógeno me revela todo lo que necesito saber sobre las acciones de algunos de los personajes que se distribuyen entre la búsqueda de venganza del cowboy perturbado por el pasado; la sabiduría breve del sacerdote en la iglesia que recibe a los pecadores; los dilemas amorosos de la chica vestida de negro que intenta recuperar el amor perdido; la huida por los montes de los cuatro fugitivos que desconocen los motivos por el cual el cazador los persigue para matarlos. Hay tiroteos, persecuciones a caballo, conversaciones en la cantina, caminatas por el pueblo desolado. Las secuencias de acción avanzan a un ritmo contenido que mantiene el grado de consistencia con la figura imponente de Peck. El registro de Peck no necesita pistola cuando dispara con la mirada y los gestos estoicos de su rostro para interpretar a Jim como un hombre serio, impasible, calculador, atrapado por las dudas de un dilema ético-moral cuando solo desenfunda el revólver para matar sin misericordia a los cuatro hombres equivocados; desarrollando una química palpable al lado de Joan Collins. Los villanos estereotipados también son un poco creíbles. Con todos ellos, King traza una visión oscura del lejano oeste que desmitifica el idealismo tradicionalista al arrojar metáforas religiosas que interrogan el honor, la naturaleza de la creencia y el sentido de justicia desde el conservadurismo. El sello estilístico de King se preserva, de igual forma, con los valores que ilustra en la puesta en escena a través de la elipsis, el primer plano, el campo-contracampo, el uso psicológico del color, los decorados, el fuera de campo y la densidad panorámica aplicada a cada plano de los paisajes de la frontera mexicana con la lente de Leon Shamroy. El tratamiento se complementa, además, con un contagioso leitmotiv de la música de Lionel Newman. Se trata, en efecto, de un western finamente ajustado del prolífico director estadounidense.
Año: 1958 Duración: 1 hr. 38 min. País: Estados Unidos Director: Henry King Guion: Philip Yordan
Música: Lionel Newman Fotografía: Leon Shamroy Reparto: Gregory Peck, Joan Collins, Henry Silva, Lee Van Cleef, Stephen Boyd
Calificación: 7/10
Mi interés por el cine del oeste de los años 30 me ha llevado a ver El chico de Oklahoma, una película poco conocida de Lloyd Bacon que constituye el primer western que protagonizó James Cagney para la Warner Bros., en una época en la que los estudios estaban considerando traer de vuelta los estereotipos comunes del género tras el evidente éxito que consiguió La diligencia (Ford, 1939), estrenada un mes antes. Se dice que después del estreno Cagney y Humphrey Bogart nunca se hicieron amigos y sostenían una rivalidad fuera del plató, a pesar de que esta era la segunda ocasión en que colaboraban juntos en una película. La hora y media que dura, al margen de estas trivias, me obliga a razonar lo necesario como para saber que Cagney le inyecta su carisma a unas pocas escenas, pero, en general, es un western convencional y prescindible, que se pierde como las balas en los tiroteos de pueblo cuando mueve a los personajes como cartas de póker para esclarecer sus tópicos sobre justicia, corrupción y honor en el salvaje oeste. La historia se sitúa en el contexto de finales del siglo XIX, donde el presidente estadounidense Grover Cleveland firma un proyecto de ley que permite la venta de la franja Cherokee en el territorio de Oklahoma, un suceso histórico que condujo a una especie de fiebre de terrenos entre los colonos que llegaban al lugar. El protagonista es Jim "Oklahoma Kid" Kincaid, un forajido que vive según sus propias reglas y que, luego de emboscar y robarse el dinero de una pandilla liderada por Whip McCord (que asaltó una diligencia), cabalga en su caballo hasta un pueblo sin ley en el que, tiempo después, se enamora de una bella dama que es hija de un juez local y, además, se dispone a acabar con la banda de McCord para vengar al padre que lo desheredó por seguir una vida de crimen. En términos generales, la narrativa recupera algunos de las nomenclaturas básicas del género, donde el pistolero más buscado intenta redimirse por los pecados del pasado al trasladar sus motivos a una cuestión de honor y justicia, mientras de paso mata con su revólver a todo aquel que se cruce en su camino de venganza. Hay tiroteos, persecuciones, conversaciones en el salón. El problema que observo, no obstante, es que hay una ausencia de desarrollo que coloca a los personajes sobre descripciones superficiales de guion, que solo funcionan para impulsar el conflicto y reducir sus acciones redundantes a diálogos cutres en la cantina, en la comisaria y en varias partes del condado ficticio de Tulsa. Las escenas se resuelven con cierta gratuidad cuando miro a Kid escapando de los mismos lugares peligrosos sin recibir ni un rasguño. Y sospecho que casi no hay sustancia en la figura del vaquero vigilante que persigue la venganza para aprender el valor ético de la responsabilidad, así como en la del villano corrupto del que se solo se sabe que utiliza su amplia red de chantaje para extender su dominio en la ciudad del vicio. Cagney hace lo que puede cuando emplea sus gestos histriónicos y su acelerada forma de hablar para interpretar a un bandido desconfiado, astuto, independiente, que mata a los malos para restablecer la ley y el orden antes de besar a la chica, aunque me da la impresión de que su perfil gansteril no encaja con las ecuaciones de este western. Bogart, en cambio, está un poco más que olvidable como el terrateniente perverso que controla la ciudad. Con ellos, Bacon consigue, por lo menos, una puesta en escena que encuentra su autenticidad en los escenarios, el vestuario y algunas atmósferas del oeste fabricadas por la lente luminosa de James Wong Howe, así como la integración de una banda sonora de Max Steiner en escenas clave. Todo lo demás, dicho sea de paso, se me olvida con los créditos.
Año: 1939 Duración: 1 hr. 25 min. País: Estados Unidos Director: Lloyd Bacon Guion: Edward E. Paramore Jr., Warren Duff, Robert Buckner
Música: Max Steiner Fotografía: James Wong Howe Reparto: James Cagney, Humphrey Bogart, Rosemary Lane, Donald Crisp, Harvey Stephens
Calificación: 5/10
El retorno de "Draw" Egan es una película muda poco conocida de William S. Hart que constituye, entre otras cosas, uno de los primeros largometrajes de cine mudo de cinco carretes del cineasta, producidos por Thomas H. Ince para la Triangle Film Corporation a raíz de la enorme popularidad que la estrella había adquirido del público de la era. Los 50 minutos que dura me dicen que es un western mudo que apenas se ve impulsado por la presencia de Hart como el sheriff reformado, pero, por lo regular, permanece situado demasiado tiempo en el pueblo y termina en un terreno previsible que carece de gancho. En la trama, Hart interpreta a "Draw" Egan, el forajido y notorio líder de un grupo de bandidos que, después de escapar de un tiroteo con los cazarrecompensas que buscan la recompensa de mil dólares que hay sobre su cabeza, se estaciona en el pueblo remoto de Yellow Dog en el salvaje oeste, en el que consigue trabajo como alguacil y adopta el nombre falso de William Blake, restaurando la ley con su revólver y enamorándose de una dama que es hija de un político reformista local al que conoce. En términos generales, la narrativa se ensambla instaurando los arquetipos tempranos del western, en el que el pistolero con el pasado trabaja para reformarse por los crímenes mientras ayuda a imponer el orden en un poblado de gente que odia las reglas establecidas. El arranque es más o menos atrapante cuando soy testigo de las persecuciones en caballos, de las riñas entre hombres en la cantina, del coqueteo con las prostitutas, del romance entre el vaquero honesto y la chica dulce temerosa de Dios, de los tiroteos del sheriff en las calles del pueblo para poner fin al dominio de los criminales. Las escenas se distribuyen con cierto ritmo en su centro de cohesión. El problema, no obstante, es que los personajes responden a unos estereotipos que pocas veces escapan de las convenciones genéricas, y las acciones de ellos se reducen solo a las discusiones en el pueblo para resolver los dilemas morales del héroe reformado, frecuentando lugares comunes que trasladan el conflicto a la redundancia. Aprecio, por lo menos, la actuación de Hart, quien utiliza la mirada, los gestos y su mesurado registro expresivo para asumir, con cierta naturalidad, el papel de un sheriff fuerte, astuto, virtuoso con la pistola, que es respetado por todos por restaurar la ley y el orden y no tiene miedo de sincerarse consigo mismo por los pecados cometidos con su antigua identidad. Él se suele encuadrar a sí mismo en una puesta en escena que entrega algunas herramientas estéticas que se acentúan en el uso del primer plano, el plano subjetivo, el plano-contraplano, el fuera de campo, los detalles del escenario, el vestuario de época, el montaje paralelo y, ante todo, las panorámicas del gran plano general que magnifican esos paisajes del viejo Oeste. Su propuesta muda no representa algo no que no haya visto antes con mejores resultados del mismo período, pero, dicho sea de paso, ofrece una mirada temprana de los westerns que sobreviven de los años 10.
Ficha técnica Título original: The Return of Draw Egan
Año: 1916 Duración: 50 min. País: Estados Unidos Director: William S. Hart Guion: C. Gardner Sullivan
Música: N/A (muda) Fotografía: Joseph H. August Reparto: William S. Hart, Margery Wilson, Robert McKim
Calificación: 6/10
En este nuevo largometraje, Baker regresa al cine para contar un poco más sobre la podredumbre que hay detrás del trabajo sexual.
En Anora, Sean Baker recupera su poética del outsider para aclarar, otra vez, sus preocupaciones sobre los presuntos males neoliberales del sueño americano, como ya lo había esquematizado hace unos años en las regulares Red Rocket, El proyecto Florida y Tangerine, pero trasladando las interrogantes al productivo sector de las trabajadoras sexuales de Estados Unidos. Sobre esto, afirmó en una entrevista para Variety que su intención era la de "contar historias humanas, contando historias que ojalá sean universales” para ayudar, según él, a “eliminar el estigma que siempre se ha aplicado a este medio de vida". Sus buenas intenciones lo condujeron a que ganara la Palma de Oro en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de Cannes en la que recibió una ovación de mercadeo de diez minutos y, además, ha conseguido una aclamación casi unánime que se ha prolongado desde entonces por las modas de la corrección política que se promueve religiosamente en la industria del cine de la actualidad.
Las más de dos horas que paso consumiendo sus imágenes, me obligan razonar lo necesario como para saber que en los festivales de cine por donde ha pasado ya no premian el arte ni las cualidades estéticas de las películas, sino que, más bien, otorgan galardones solo a aquellas obras que se ajusten al discurso político que custodia sus intereses. En este intervalo de tiempo, Baker se empeña en mostrarla como una comedia romántica que a veces transita por pasajes oscuros con la atrevida actuación de Mikey Madison, pero la suma de sus partes es aburrida y, por lo regular, los personajes artificiosos suelen banalizar su discursillo rebuscado sobre la explotación de las trabajadoras sexuales en la esfera del capitalismo salvaje, donde la narrativa del cuento de hadas subversivo no es más que una excusa burda para permanecer situada en una redundancia a la que le sobra metraje.
El argumento se ambienta en la ciudad de Nueva York y sigue la existencia de Anora Mikheeva (Mikey Madison), una mujer de 23 años que ejerce el oficio de la prostitución desde los interiores de un club nocturno en el que, como stripper, baila desnuda encima de los hombres que le proporcionan el dinero que necesita para ganarse la vida. Todo transcurre con normalidad cuando ella chismosea con las demás prostitutas sobre las debilidades masculinas y pasea como noctámbula en las discotecas, antes de terminar rendida del cansancio al día siguiente en la casa de la hermana mayor que le da un espacio dentro de su vivienda, ya que son inmigrantes de etnia rusa ubicadas en el barrio de Brighton Beach en Brooklyn. Pero en un momento dado, Ani, como es llamada por sus amigas, recibe el oportunismo con los brazos abiertos cuando conoce a través de su jefe a Iván "Vania" Zakharov (Mark Eidelstein), el hijo de 21 años de un oligarca ruso que está de visita en el país para estudiar y al cual, entre otras cosas, le proporciona su paquete premium de servicios exclusivos: tener relaciones sexuales de la noche a la mañana, salir de fiesta como turistas borrachos y llevar los vicios al límite para acercarse a esa felicidad consumista que se anuncia por la televisión.
En términos generales, Baker opta por mostrar el relato sobre Ani sobre una base que, a modo desestructurado, mimetiza aquel cuento de hadas de la chica idealista que sueña con un futuro mejoral lado del príncipe azul que vino para rescatarla de la desdicha. En una primera mitad, tiene un arranque interesante cuando Ani tiene reiterados encuentros de sexo duro con el despreocupado Vanya que juega videojuegos y cobra miles de dólares por estar con él durante una semana en la enorme mansión; mientras su escepticismo se desequilibra cuando el chaval le pide matrimonio en un viaje de parranda por Las Vegas y le garantiza, además, los privilegios que anhela cualquier cazafortunas, renunciando a su empleo para celebrar la boda en una capilla. En la segunda, muestra la caída en desgracia de Ani desde las escenas del escándalo en la que unos secuaces, entre los que se encuentra un pastor de la iglesia ortodoxa, llegan a la residencia por órdenes de la madre de Vanya para anular el matrimonio por conveniencia que embarra moralmente el nombre respetado de la familia, donde ella es testigo además de la inmadurez del esposo que sale corriendo y pasa por un instante de vergüenza que la coloca en un altercado de violencia doméstica que denigra su dignidad femenina, antes de ser obligada por los matones a buscar por la ciudad al marido fugitivo para completar la transacción.
El problema fundamental, no obstante, es que percibo que la narración prostituye los mecanismos estructurales que vuelven previsibles las propuestas de Baker, en los que coquetea con el realismo sucio para esquematizar con cierta indulgencia las circunstancias absurdas de esas personas desamparadas y estigmatizadas por los prejuicios sociales que tratan de conseguir en vano una probada del ansiado sueño americano que luego los traiciona cerca del clímax. La fórmula situacional, que oscila entre el drama y la comedia romántica, reduce las acciones de los personajes a una serie de situaciones arregladas que le quitan gracia y peso emocional al abanico de peripecias. Siento que la gratuidad de las escenas cae en una inercia reiterativa que se reparte en medio del griterío cansino de la prostituta abusada por los ricos cuando expresa su lenguaje soez aprendido en las malas calles; las travesuras del adolescente inmaduro en los shows de strippers; la torpeza de los adeptos rusos caricaturizados que son encargados de poner en marcha la ruptura conyugal a cambio de diez mil dólares. Ninguno de estos personajes logra desarrollarse más allá de su función descriptiva en la trama, y los diálogos, carentes de espontaneidad, suenan más a sermones que a conversaciones reales.
Aparte del desarrollo accidentado, me da la sensación de que Baker nunca juzga debidamente a Anora y, junto a los demás personajes, la mantiene suspendida en una histeria permanente para puntualizar, dentro de sus obviedades discursivas liberales, un comentario sobre la cosificación sexual que se vende en la prostitución, entendida como el autoengaño de una prostituta que, por su codicia por el dinero, es explotada como mercancía por el sistema capitalista que le pone precio a su sexualización y deshumaniza su propio valor como mujer. Sin embargo, su trato bienintencionado de su crítica social deja en puntos suspensivos la realidad de las mujeres que son prostitutas por diversos factores socioeconómicas y prefiere, no obstante, tratar el texto con una condescendencia maniqueísta que solo condena las miserias morales de los inmigrantes rusos que son reducidos a los estereotipos caricaturescos comúnmente asociados a su cultura ortodoxa conservadora, mientras, por el otro lado, la prostituta es tratada de una manera higienizada bajo los estándares normativos del feminismo actual que siempre la muestran empoderada y desafiante. Baker, en su crítica social sobre marginados, nunca se ensucia las manos cuando señala a los oligarcas rusos conservadores como los corruptos importados y a las prostitutas oprimidas como víctimas de las injusticias de un sistema que las excluye para que nadie se apiade de ellas.
La incapacidad de Baker para explorar nuevas dimensiones en la precariedad socioeconómica de las trabajadoras sexuales queda en evidencia porque no aporta una perspectiva fresca o relevante, y el asunto parece una recopilación de clichés reciclados, carente de la urgencia necesaria para invitar a una reflexión seria al subvertir estereotipos. Sin embargo, me doy cuenta de que, en sus decisiones apresuradas, Madison ofrece una buena interpretación, que es consciente de su propio artificio como una gold digger. Ella, de algún modo, emplea un registro expresivo que es auténtico cuando improvisa y utiliza la mirada, los gestos y su voz para meterse en la piel de una prostituta irreverente, histriónica, irascible, gritona, vulnerable, que en el fondo esconde las fragilidades de una mujer ingenua que desea amar alguien para llenar el vacío afectivo que sufre por su profesión de bailarina exótica, algo que cree encontrarlo en el chico que la compra como objeto de deseo. Me creo su bullicio ensordecedor. Y me sorprende su acento ruso y la pericia física que demuestra en los bailes de barra. Es acompañada por una actuación secundaria notable de Eidelstein, quien interpreta a Vanya como un muchacho volátil, inseguro, que como buen niño rico rebelde abusa del poder del dinero para satisfacer su megalomanía.
El estilo de Baker entrega, por lo menos, un par de florituras estéticas que agregan consistencia al submundo de la prostitución elegante. Por la parte visual, añade una autenticidad que se disemina en cada escena a través del plano general, el primer plano, el plano-contraplano, el uso proxémico de los espacios, la iluminación natural, la psicología del color y las modalidades del encuadre móvil de Drew Daniels que dinamizan con un ojo casi de documental el exotismo que ocurre en unos cabarés iluminados con luces de neón, así como unas atmósferas urbanas que se corresponden a la cultura neoyorquina. Su sentido de composición, además, evita a toda costa sexualizar a la protagonista, por lo que no es raro que muchas escenas sean deserotizadas y asexuadas. Por la parte sonora, mezcla de sonidos ambientales con una música de hip hop que no hace más que subrayar lo que ya es evidente en pantalla, a pesar de que incluye algunas canciones emblemáticas de t.A.T.u., Blondie y Take That.
La película, en última instancia, intenta ser un espejo de las realidades más duras del sueño norteamericano al sintetizar las contrariedades de una mujer que, al igual que otros inmigrantes en condiciones similares, se enfrenta a una barrera de estigma social que la obliga a prostituirse para ganar dinero y sostenerse. Baker piensa, en sus inclinaciones sociológicas, que es suficiente plantear los dilemas éticos a los que se exponen las prostitutas para darle la justicia social que se merecen, pero su enfoque apresurado, irónicamente, suspende a Anora en el estereotipo básico de la prostituta materialista (adicta al dinero, la ropa, la elegancia, las frivolidades, etc.) sin preguntarse ni siquiera por un minuto si todas están en los mismos contextos, como si todas estuvieran atrapadas en un círculo vicioso del que no pueden salir jamás para hallar el amor o una vida mejor junto a alguien que las aprecie.
Esto lo trata de evocar en la secuencia final en la que Ani comparte con Igor (Yura Borisov) hasta acabar teniendo sexo con él en el carro en un día frío de enero, donde sus lágrimas de dolor metaforizan la imposibilidad de encontrar la redención con un hombre que verdaderamente la ame. Pero, desgraciadamente, veo que hay escasa sutileza en su núcleo de drama romántico y comedia alocada. Soy incapaz de sorprenderme por lo que observo. En general, su ejercicio superficial nunca alcanza a cohesionar algo significativo cuando atraviesa lugares comunes y conflictos previsibles sin profundidad.