Un elefante sentado y quieto es la primera y única película realizada por el joven cineasta chino Hu Bo. Por lo que sé, Hu se suicidó la edad de 29 años poco después de terminar el rodaje y de dejar dos novelas publicadas como novelista. Esta tragedia que marcó la posproducción, supongo, mitifica el testamento de Hu como un cineasta (él mismo escribió, dirigió y editó el filme) y, además, valida sus destrezas estéticas que se reflejan a lo largo de todo el metraje. En sus casi cuatro horas, Hu construye su debut cinematográfico sobre la base de una narración densa y estilizada que, a ritmo contemplativo, nunca pierde su tono nihilista a la hora de interrogar el sufrimiento existencial de cuatro personajes absorbidos por la desesperación, la impotencia y la frustración de una sociedad china todavía está empañada de ciertas problemáticas sociales; con una mirada que a modo de influencia se acerca al cine más inmediato de cineastas como Jia Zhangke y Béla Tarr. Su argumento, basado en el cuento homónimo incluido en el libro Huge Crack (2017), se ambienta en la ciudad industrial de Shijiazhuang, ubicada al norte de China en la provincia de Hebei, y narra las peripecias de cuatro personas que, por causa del destino, se vinculan a partir de un accidente escolar y pretenden resolver sus problemas inmediatos visitando la ciudad de Manzhouli para presenciar el acto de un extraño elefante que permanece sentado para ignorar a los espectadores que acuden a verlo en el circo. La primera es Wei Bu, un adolescente proveniente de una familia disfuncional que empuja por las escaleras al abusivo del instituto que lo acosa a él y a su mejor amigo, poco antes de andar sin rumbo por distintos lugares de la ciudad y de convencer a la chica que le gusta para que lo acompañe. La segunda es Huang Ling, una joven atormentada que intenta huir junto con Bu para abandonar a la madre maniacodepresiva que abusa de ella verbalmente y, asimismo, al maestro de su escuela que anhela seducirla sin importarle el hecho de que es una menor de edad. El tercero es Yu Cheng, un pandillero del barrio que se culpa a sí mismo por el suicidio de su mejor amigo que se lanzó por una ventana y rastrea a Bu con sus matones para vengarse por el accidente de su hermano menor, mientras atraviesa una crisis con la novia que rechaza sus avances sexuales. Y el cuarto es Wang Jin, un señor jubilado del ejército que suele caminar por las calles con su perro y, entre otras cosas, se niega a que su hijo lo encierre en un asilo de ancianos. En términos psicológicos, Hu muestra a estos cuatro personajes como seres anómalos, desilusionados, miserables, solitarios, derrotistas, frágiles, sin futuro, golpeados por una desdicha que parece interminable y afectados por una sensación de malestar existencial provocada, propiamente dicho, por la cuota de desprecio que reciben de los demás a modo de violencia verbal; pero esquematiza sus traumas en una superficie de lupa praxeológica para magnificar, a través de sus acciones, un discurso nihilista sobre el sufrimiento entendido como la densidad ontológica de gente depresiva que es golpeada con indiferencia por una realidad amoral y busca algún tipo de propósito que llene sus vidas de significado fuera del espectro de dolor. Esto es especialmente cierto cuando los personajes comparten la motivación intrínseca de escapar de ese vacío existencial para encontrar a ese elefante que se ha ausentado en sus vidas. Por lo tanto, aquí el elefante no es más que un significante que, a modo de representación, simboliza la necesidad de hallar la fuerza de voluntad para soportar la desgracia y la esperanza que es necesaria para negar los conflictos inesperados ocasionados por causas y efectos. A pesar de que hay una ligera pérdida de ritmo irregular que amplía las escenas más allá de lo necesario, el reparto central de actores logra dimensionar las inquietudes de los personajes con diálogos minimalistas y gestos orgánicos, y el montaje paralelo unifica las escenas por las que ellos caminan con cierta cohesión interna. Hu aprovecha sus pericias estéticas para encuadrarlos en una puesta en escena que captura, con un realismo claustrofóbico, la existencia de esos inadaptados que pasan por entornos decadentes de factura proxémica, donde con frecuencia reduce su oferta compositiva a elementos como el primer plano, el plano medio corto, el uso de la profundidad de campo, el enfoque-desenfoque, el fuera de campo y el encuadre móvil, a veces con cámara en mano, de una cámara en constante movimiento que encuadra a los personajes en extensos plano secuencias. El leitmotiv de Hua Lun es música para mis oídos con su partitura electrónica. Y la tonalidad fría es bastante consistente con el lado gris de la historia. Se trata, para mi gusto, de una espléndida y oscura ópera prima, de un director chino ido a destiempo.
Ficha técnica Título original:An Elephant Sitting Still (Da xiang xi di er zuo) Año: 2018 Duración: 3 hr. 54 min. País: China Director: Hu Bo Guion: Hu Bo Música: Hua Lun Fotografía: Fan Chao Reparto: Zhang Yu, Peng Yuchang, Wang Uvin, Li Congxi Calificación: 7/10
Crítica breve de la película Un elefante sentado y quieto, dirigida por Hu Bo y protagonizada por Zhang Yu y Peng Yuchang.
Sonidos vecinos es el primer largometraje de ficción del director Kleber Mendonça Filho, rodado poco después de su trayectoria como crítico de cine y, además, como realizador de unos cuantos documentales. El visionado de esta supone para mí algo sustancioso dentro de la oferta del cine brasileño del siglo XXI, y en las dos largas horas que dura me atrapa y jamás me suelta hasta el último fotograma. En su horizonte situacional, es una ópera prima en la que Filho, con una estética resonante, edifica un mosaico de personajes variopintos para interrogar, con lupa sociológica, los problemas que todavía se esconden como fantasmas detrás de las paredes de la sociedad brasileña que se niega a escuchar los ecos del pasado, anunciando ya de forma temprana esa poética multicultural que disecciona las clases sociales de su país en películas como Aquarius y Bacurau. Tras un breve prólogo, en el que se muestra una sucesión de fotografías fijas en blanco y negro, el argumento se sitúa en un barrio de clase media en Recife y sigue la existencia de unos personajes de distintas procedencias sociales, entre los que se hallan una ama de casa de mediana edad que vive con sus dos hijos pequeños y fuma marihuana para olvidar su crisis matrimonial; un agente inmobiliario de la familia rica del vecindario que investiga el robo al carro de su amante; un hombre que representa a una empresa independiente de seguridad privada junto a otros tres empleados; el abuelo que es dueño de casi todas las propiedades de la zona y se ha hecho rico nadando a contracorriente en la playa de los tiburones inmobiliarios. Estos personajes no son más que simples viñetas que funcionan para impulsar la acción y las situaciones básicas impuestas por las descripciones del guion. Sin embargo, Filho utiliza sus inquietudes para dimensionar, de manera implícita, un discurso sobre las problemáticas sociales que se traducen desde los marcos de la inseguridad ciudadana y de los prejuicios sociales, pero también puntualiza a modo soterrado parábolas que examinan la corrupción del sector inmobiliario entendido como la gentrificación promovida por gente poderosa que son los principales arquitectos de una desigualdad social, encargados incluso de ejercer la violencia como instrumento para oprimir a los pobres que son obligados a abandonar sus tierras. Estas metáforas están presentes, no solo en los habitantes desconfiados de la comunidad que se sienten inseguros por la delincuencia y contratan a un cuestionable personal de seguridad para que los proteja, sino, además, en la familia más rica del vecindario que está controlada por un patriarca que, en el pasado, logró su fortuna expropiando la tierra a los campesinos en los tiempos de la dictadura (se entiende que los edificios de departamentos no son más que cementerios que, por las noches, son visitados por los "fantasmas" que se niegan a olvidar el pasado). Al margen de esas lecturas discursivas, Filho construye la cotidianidad de esos ciudadanos sobre la base de miserias internas, las rutinas diarias, los miedos reprimidos, la paranoia, las discusiones permanentes; en una puesta en escena que acentúa con realismo los vicios de la clase media brasileña a través del uso proxémico del espacio urbano, el plano panorámico, el montaje paralelo, las diversas modalidades del encuadre móvil y, ante todo, el diseño sonoro que toca su punto de solidez en el sonido diegético que evoca el espectro de ánimo de los personajes (choques, ecos, ladridos, susurros, música, voces, gritos, ruidos, etc.) que transitan por habitaciones claustrofóbicas y calles desoladas, casi como una fuente acústica de magnitud psicológica. A veces me asalta la sensación de que hay un ritmo irregular en los tres capítulos, particularmente en el tercer acto que parece extender el asunto más allá de lo necesario, pero, en efecto, nada de eso me impide salir cautivado. Tiene peso emocional. Su plano final, en el que se congela el encuadre de una familia al escuchar el estallido de los fuegos artificiales, es una cosa que no olvidaré en mucho tiempo.
Ficha técnica Título original:Neighboring Sounds (O Som ao Redor) Año: 2012 Duración: 2 hr. 11 min. País: Brasil Director: Kleber Mendonça Filho Guion: Kleber Mendonça Filho Música: DJ Dolores Fotografía: Pedro Sotero, Fabricio Tadeu Reparto: Gustavo Jahn, Maeve Jinkings, Irandhir Santos Calificación: 7/10
Crítica breve de la película Sonidos vecinos, dirigida por Kleber Mendonça Filho y protagonizada por Gustavo Jahn y Maeve Jinkings.
Secuestro infernal es una película que supone el debut como director de Christopher McQuarrie y, además, sospecho, sigue la corriente de ese cine de atracos constituido por la acción y los tiroteos que involucran a múltiples personajes que persiguen el mismo objetivo en formato de MacGuffin, algo que estaba de muy de moda en Hollywood a finales de los 90. Su relato criminal tiene un arranque que me mantiene interesado hasta la media hora, pero luego su camino pierde su grado de efecto entre tiroteos violentos, personajes flojos y una trama aburrida, en general, sobre embarazos infernales, del que llego a razonar lo suficiente como para pensar que con una buena pulida de guion el producto final hubiese sido otra cosa. La trama, escrita por el mismo McQuarrie, tiene como protagonista a dos delincuentes de poca monta que, luego de escuchar una conversación telefónica en la que se detalla el pago de un millón de dólares a una madre sustituta, salen de una clínica de donación de esperma con el fin de secuestrar a tiro limpio a esa mujer embarazada que ha sido contratada como vientre de alquiler por una pareja adinerada; pero ocurre un punto de giro cuando se dan cuenta, en medio de tiroteos y persecuciones, que el deudor del rescate no es más que un jefe mafioso (destacado en el negocio del lavado de dinero) que envía a sus hombres a negociar la situación. La narrativa de los secuestradores al límite me atrapa, en un principio, por la manera en que McQuarrie configura algunos de los dispositivos del cine gansteril a través de balaceras, las conversaciones que revelan el pasado turbio de los personajes y las situaciones enredadas por la que cruzan varios personajes, entre los que se hallan los dos ladrones, un gánster, una rubia fatal, los dos guardaespaldas, un ginecólogo y un asesino a sueldo veterano. Sin embargo, las escenas que ensambla muchas veces carecen de gancho emocional, y los personajes permanecen situados en un horizonte demasiado superficial que solo responde a descripciones específicas para impulsar el aparato de acción, quedando ocasionalmente en trampas convencionales que me obligan a deducir fácilmente el lado más previsible del asunto y el destino final de los hampones. La música que escucho no me toca los oídos. Tampoco hay mucha destreza que ver por la parte visual. De todos los personajes que presenta, solo alcanzo a destacar a la desaparecida Juliette Lewis como la embarazada histérica y, asimismo, la actuación de James Caan como el tipo duro que se roba toda la película con su actitud amenazadora, un cigarrillo en la boca y un par de diálogos como el siguiente: "Puedo prometerte un día de ajuste de cuentas que no vivirás lo suficiente como para no olvidarlo nunca". También hay algo de pulso en la climática confrontación del motel mexicano en la que todos los maleantes, fuertemente armados, se disparan a quemarropa para quedarse con el dinero del rescate sin saber que se trata de una emboscada, mientras la parturienta grita de dolor antes de dar a luz al bebé en medio de la lluvia de balas; en un intento desesperado de McQuarrie por recuperar inútilmente aquella poética de la violencia que se encuentra en el cine de Peckinpah y de Siegel, casi como si se tratara de un neowestern. Al margen de esa secuencia, todo lo demás me parece un ejercicio fútil y bastante regular sobre el crimen organizado, con caracterizaciones tan delgadas que se secan como el polvo del desierto.
Ficha técnica Título original:The Way of the Gun Año: 2000 Duración: 1 hr. 59 min. País: Estados Unidos Director: Christopher McQuarrie Guion: Christopher McQuarrie Música: Joe Kraemer Fotografía: Dick Pope Reparto: Benicio del Toro, Ryan Phillippe, James Caan, Juliette Lewis, Taye Diggs Calificación: 6/10
Crítica breve de la película Secuestro infernal, dirigida por Christopher McQuarrie y protagonizada por Benicio del Toro y Ryan Phillippe.
El sur es una película que, en esencia, se considera inacabada porque su director, Víctor Erice, contemplaba cubrir en la filmación de 81 días todo el material que había escrito en el guion original de más de 400 páginas basado en la novela homónima de Adelaida García Morales, pero, desafortunadamente, a los 48 días de rodaje su plan se detuvo cuando la producción fue suspendida por el productor antes de que se trasladaran al sur de España para filmar la segunda mitad (se dice que supuestamente hubo objeciones, de unos ejecutivos de Television Española que cortaron la financiación y no querían que se filmara allí por razones políticas). Yo, que desconocía a fondo esa anécdota, descubro tras el visionado que funciona adecuadamente en la hora y media que dura su asunto de familia. En su horizonte situacional, Erice la ilustra como un drama sobrio, lírico, hermoso, que encuentra su norte en una estética depurada con la que, sutilmente, dialoga sobre una infancia marcada por los claroscuros del período posguerra, a través del vínculo paternofilial entre una hija y su padre. Su argumento se desarrolla en los años finales del franquismo y narra la vida de una joven quinceañera llamada Estrella, que rememora con la voz en off los días de la infancia en que se muda con su padre y su madre a "La Gaviota", una casa situada a las afueras de una ciudad del norte de España, en cuyos interiores se revelan poco a poco los secretos que oculta su padre. Con un grado notable de intimismo, la narrativa, estructurada por un largo flashback, me atrapa por la manera en que Erice, con su particular ojo para narrar las cosas simples, opta por mostrar a puerta cerrada las costumbres de la familia, el comportamiento sinuoso del padre y la curiosidad de la niña cuando se obsesiona con el pasado de su papá, casi como si se tratara de una investigación freudiana que se erosiona en las conversaciones simbólicas sobre el péndulo, la visita de la abuela y la criada, la ceremonia de la primera comunión en una iglesia católica, las estadías en las praderas, los paseos por el cine del pueblo, los apuntes personales en el diario. En la superficie más aparente, Erice esquematiza un comentario sobre la pérdida de la inocencia entendido como las pesquisas subjetivizadas de una niña que descubre que su padre ama a otra mujer que, por circunstancias ajenas, se vio obligado a abandonar al huir del sur hacia el norte. Sin embargo, el misterio del padre sirve para interrogar la existencia de un hombre del sur que, a profundidad, se niega a olvidar un pasado manchado de desdichas que comenzó, ante todo, por su apoyo al bando republicano y la ruptura paternal (se entiende que el abuelo de la niña era franquista) ocurrida después de la guerra civil, donde no tuvo más remedio que exiliarse en el norte para evitar persecuciones políticas y dejar atrás a la mujer que amaba, la actriz Irene Ríos. En ese sentido, la actuación de Omero Antonutti me resulta orgánica cuando utiliza su mirada y su registro gestual para interpretar a un padre misterioso, sereno, reservado, que protege la infancia de su hija de las verdades del pasado familiar que esconde en su interior a modo de culpa. También la interpretación de una jovencísima Icíar Bollaín como la adolescente solitaria, nostálgica, independiente, que reflexiona sobre el enigma del padre que extraña en el tercer acto. Los personajes que ellos interpretan me parecen tridimensionales, y me causa placer estético la forma en que son encuadrados por Erice, en una puesta en escena que acentúa la psicología de ellos por medio de la elipsis, el fuera de campo, el uso proxémico del espacio, los silencios, el sonido diegético, los primeros planos, la música de piano arreglada por Enrique Granados y la poesía visual de una cámara de José Luis Alcaine que alcanza su punto de solidez compositiva, supongo, en la iluminación barroquista que evoca los claroscuros como si se tratara de un lienzo de Vermeer. No creo que se trate de una obra maestra ni mucho menos, pero me parece un retrato conmovedor, sensible e intimista sobre una infancia fraccionada por la posguerra.
Ficha técnica Título original:El sur Año: 1983 Duración: 1 hr. 35 min. País: España Director: Víctor Erice Guion: Víctor Erice Música: Enrique Granados Fotografía: José Luis Alcaine Reparto: Omero Antonutti, Sonsoles Aranguren, Icíar Bollaín, Lola Cardona Calificación: 7/10
Crítica breve de la película El sur, dirigida por Víctor Erice y protagonizada por Omero Antonutti e Icíar Bollaín.
A sangre fría es una película en la que Richard Brooks, con una mirada cercana al documental y los elementos comunes del drama policial, procesa la meticulosa reconstrucción de un homicidio, sin perder nunca el rastro de tensión que extrae del material adaptado de la novela homónima de no ficción de Truman Capote. No sé si se trata de lo mejor que he visto de su catálogo, sobre todo porque se construye sobre la base de los registros habituales del cine policial que la colocan en una trayectoria previsible, pero, desde luego, no deja de parecerme atrapante por las actuaciones formidables de Robert Blake y de Scott Wilson. En la trama, tanto Blake como Wilson, interpretan respectivamente a Perry Smith y a Richard "Dick" Hickock, un par de exconvictos que se conocen en una zona rural de Kansas en el otoño de 1959 y, en medio de las miserias personales, se disponen juntos a elaborar un plan para invadir la gran de la adinerada familia Clutter, con el fin de robar una cantidad considerable de dinero (unos $10 mil dólares) que supuestamente guardan en una caja fuerte de pared. Por una parte, Brooks sigue de cerca el modo de vida de los ladrones después de que ejecutan el crimen fuera de campo y huyen por la carretera sin dejar evidencias en la noche más oscura; mostrando primero a Perry como un hombre inseguro, mentalmente desequilibrado, adicto a las aspirinas, antiguo veterano de Corea, cojo de una pierna cicatrizada, que rememora constantemente los abusos físicos y emocionales que recibía de todo los que lo cuidaron durante su estadía miserable en el núcleo de una familia disfuncional (con un padre abusivo y una madre alcohólica) antes de cometer sus primeros delitos; y, segundo, presentando a Dick como un tipo extrovertido, cínico, mujeriego, pusilánime, adicto al dinero fácil, que luego de salir de la cárcel recurre al robo a mano armada para ganarse la vida en una sociedad norteamericana marcada por la falta de oportunidades, aprovechándose de la ingenuidad de Perry para que sea su mano derecha. Por la otra, Brooks muestra primero la perspectiva de la familia Clutter antes de la noche de los asesinatos y, tras el punto de giro, vuelca su relato al punto de vista de los detectives de la policía que investigan la escena del crimen al poco tiempo de iniciar la cacería sobre los dos sospechosos, mientras examinan las pistas y formulan cuestionarios sobre las posibles causas que condujeron a los asesinos sociopáticos a matar con un cuchillo y escopeta a una familia de cuatro miembros. En términos estructurales, los dos episodios que convergen están ensamblados con un montaje paralelo que mantiene un grado notable de consistencia examinando en cada escena la psicología de los homicidas fugitivos y la ética del deber de los policías que investigan para atraparlos, en una extraña mezcla entre el cine de carretera en pareja, el drama psicológico, el thriller policial, el terror de invasión de casas y el cine carcelario. Pero, además, me resulta cautivadora la manera en que Brooks emplea una serie de mecanismos estéticos para acentuar la psicología de los personajes a través del sonido diegético, la elipsis, la analepsis, el plano subjetivo, la acertada banda sonora de jazz de Quincy Jones y un oportuno trabajo de fotografía de Conrad L. Hall que magnifica la textura de la imagen por medio de atmósferas lóbregas compuestas mayormente de claroscuros; en una puesta en escena bastante moderna que añade realismo en casi todas las locaciones exteriores que se encuadran en blanco y negro. Con todos esos componentes sobre la marcha, su retrato al estilo del true crime es tenso, escalofriante, perturbador, cuando dialoga sobre la pena de muerte y, ante todo, reflexiona sobre la imposibilidad del sueño americano de aquellos inadaptados sociales que, pocas veces, son escuchados antes de ser declarados culpables de todos los cargos.
Ficha técnica Título original:In Cold Blood Año: 1967 Duración: 2 hr. 14 min. País: Estados Unidos Director: Richard Brooks Guion: Richard Brooks Música: Quincy Jones Fotografía: Conrad L. Hall Reparto: Robert Blake, Scott Wilson, John Forsythe, Paul Stewart Calificación: 7/10
Crítica breve de la película A sangre fría, dirigida por Richard Brooks y protagonizada por Robert Blake y Scott Wilson.
El lobo del mar es una película de Michael Curtiz que rastrea ese cine sobre aventuras marítimas que él mismo estableció como modelo de seguimiento en las regulares El capitán Blood y El halcón de los mares (1940). Pero, a diferencia de esas predecesoras, en esta ocasión su acercamiento al género funciona adecuadamente porque está escrita con guion de Robert Rossen que, insólitamente, desmitifica a los héroes capa y espada del barco para mantener su línea de adaptación sacada de la novela de Jack London. En su horizonte más cercano, es una aventura marítima que Curtiz mantiene a flote en todo momento con atmósferas brumosas y una tensión atrapante que alcanza su mayor punto de virtud en la actuación formidable de Edward G. Robinson como el malvado capitán del barco fantasmagórico. La trama se sitúa a comienzos del siglo XX y sigue a tres personas (un fugitivo, un escritor y una convicta) que, por causas del destino, se suben al Fantasma, un barco que está bajo el dominio de Wolf Larsen, un capitán perverso que ejerce el liderazgo con las manías típicas de un tirano y somete a todos los hombres de la tripulación a la dictadura del miedo. En términos generales, en cubierta hay una sensación de pánico y de crueldad que se prolonga, con cierta consistencia, en cada una de las escenas en que el capitán sádico dialoga con los nuevos pasajeros sometidos a la servidumbre voluntaria y, además, abusa de una tripulación compuesta en su mayoría de criminales; mientras la única mujer a bordo planea escapar por su cuenta y el fugitivo tiene la intención de encabezar un motín que acabe con la tiranía del capitán. A un ritmo contemplativo, Curtiz, consciente del mal que ocupaba las potencias del Eje en Asia y Europa durante la Segunda Guerra Mundial, muestra la odisea del Fantasma y su capitán como una parábola del totalitarismo que destruye la dignidad de los oprimidos, pero desde la perspectiva de un fascista que ve en la violencia el medio idóneo para borrar los errores del pasado e imponer su compás ético hacia el trayecto de la autarquía, mientras se suprime las libertades individuales que suponen una amenaza para el régimen. En pocas palabras, utiliza al capitán Wolf como la representación de un dictador, y la gente bajo su mando son mostrados como víctimas de la opresión sistémica. Esto es especialmente cierto cuando Wolf conserva la estabilidad de su autocracia sobre la base de mentiras, demagogia y la retórica shakespeariana que adormece a los borregos para evitar que se rebelen en una revuelta. En ese sentido, la interpretación de Robinson me parece creíble cuando emplea la mirada, el soliloquio y los gestos histriónicos para encarnar, casi como un prototipo del capitán Ahab, los rasgos de un hombre cruel, cínico, virulento, culto, sin brújula moral, que alimenta su odio pisoteando la dignidad de los súbditos y se refugia en la embarcación fantasmal en el océano para olvidar un pasado marcado por el dolor, la culpa y las desdichas familiares (se entiende que Wolf también es un exiliado del mar y en el fondo es inseguro, pero cuyo comportamiento pérfido es solo el producto de las disputas con el hermano fallecido que lo persigue como un espectro); llegando a su grosor culminante en las escenas en que los dolores de cabeza y la ceguera subrayan la decadencia moral del personaje. Al lado de Robinson observo también actuaciones bastante orgánicas, primero, de John Garfield como el rebelde amotinado, y, segundo, de Ida Lupino como la dama que anhela huir de la cueva de los lobos; dejando un tercer puesto a Barry Fitzgerald como el cocinero traicionero que prepara el alivio cómico. Para mí sorpresa, Curtiz los encuadra en una puesta en escena que adquiere un grado notable de fuerza en el uso del relato no iconógeno, las modalidades puntuales del encuadre móvil, los planos subjetivos, los decorados que añaden autenticidad al interior sórdido del navío, la iluminación expresionista de marcado contraste que evoca intenciones y en unos paisajes lóbregos del mar que magnifican el lado siniestro a través de la niebla que captura la cámara de Sol Polito; así como una banda sonora de mucha sensibilidad acústica arreglada por Erich Wolfgang Korngold. Todos esos elementos consiguen que el viaje por el océano sea tan oscuro como inolvidable.
Ficha técnica Título original:The Sea Wolf Año: 1941 Duración: 1 hr. 39 min. País: Estados Unidos Director: Michael Curtiz Guion: Robert Rossen Música: Erich Wolfgang Korngold Fotografía: Sol Polito Reparto: Edward G. Robinson, Ida Lupino, John Garfield, Barry Fitzgerald Calificación: 7/10
Crítica breve de la película El lobo del mar, dirigida por Michael Curtiz y protagonizada por Edward G. Robinson e Ida Lupino.
Where East is East, conocida también como Oriente o el Cazador de tigres, es una película muda en la que Tod Browning sintetiza el rastro de ese melodrama sobre vampiresas fatales que estaba de moda durante los años 10 y los años 20, pero ahora bajo el telón de un triángulo amoroso un poco inusual. Se puede decir que fue el penúltimo filme mudo protagonizado por Lon Chaney y, además, la última de las tantas colaboraciones que tuvo con Browning. Desde un principio, la actuación de Chaney funciona para mí como la espina dorsal de la narrativa junto a algunas de las pericias estéticas de Browning, pero, en términos generales, me parece un melodrama oriental de escaso valor emocional, cuyo asunto sobre triángulos amorosos y dilemas familiares atraviesa lugares bastantes irregulares que pierden su norte en tan solo una hora de metraje. Su argumento se sitúa en la ciudad ficticia de Vien-Tien y sigue de cerca la vida de Tiger Haynes, un trampero que se gana el salario atrapando animales salvajes en la selva y carga sobre su rostro las cicatrices de los peligros pasados, pero que, al regresar de uno de sus viajes, descubre, para sorpresa suya, que su hija Toyo (la única cosa que le importa) se ha comprometido con Bobby, el apuesto hijo del dueño de un circo estadounidense con el que Tiger suele negociar. La trama del padre celoso y sobreprotector arranca de una manera interesante desde la escena en que le da la bendición al prometido una vez que este protege a su hija de un tigre que se suelta de la jaula. Pero permanece sujeto a un aparato de rutina que, poco a poco, convierte a los personajes en seres novelescos que giran alrededor de un mismo conflicto, ocasionado, propiamente dicho, por el triángulo amoroso que surge cuando Bobby cae seducido por las garras de Madame de Sylva, la madre desaparecida de Toyo y a la que Tiger odia desde que eran esposos (se entiende que es una mujer irresponsable que, por su belleza, ejerce la profesión de seductora y abandonó a Toyo a muy temprana edad, provocando el resentimiento del honrado Tiger). Browning edifica el barullo doméstico entre la mujer mayor y el joven hechizado con los elementos habituales de la vamp clásica entendido como la obsesión de una femme fatale que busca destruir moralmente a los hombres que seduce, pero desde la perspectiva del patriarca de una familia disfuncional que tiene la misión de romper el hechizo para que su hija encuentre la felicidad matrimonial que él nunca tuvo por haberse casado con la vampiresa. Pero el problema fundamental, supongo, es que nunca le añade una sustancia que amplíe el espectro psicológico del padre, la madre y la hija, colocándolos, habitualmente, en escenas tibias que se reducen a las discusiones familiares con aroma a patetismo y a las encrucijadas sentimentales en la que todo está delineado de una forma predecible. Por lo menos, me resulta creíble la actuación de Chaney cuando aprovecha el maquillaje de las mil caras para dimensionar, con sus gestos histriónicos, las heridas de un padre autoritario, irascible y controlador que lo sacrifica todo por el bienestar de su hija, algo que lo separa minúsculamente del estereotipo de malo por el que era conocido. También anda aceptable el rol secundario de Estelle Taylor como la madre perversa que seduce con las artimañas de la mirada. Ellos pasean por una puesta en escena que tiene cierta solidez en los escenarios exóticos que configuran el sórdido espacio y en el uso novedoso del sonido diegético que, dentro de sus limitaciones, Browning aplica a los ruidos de los animales y a la muchedumbre, en lo que es un ejemplo temprano del sistema Movietone alquilado por la Metro-Goldwyn-Mayer (MGM). Lo demás, desafortunadamente, lo olvido tan rápido como acaba el intertítulo de "Fin".
Ficha técnica Título original:Where East is East Año: 1929 Duración: 1 hr. 06 min. País: Estados Unidos Director: Tod Browning Guion: Tod Browning, Harry Sinclair Drago, Waldemar Young Música: N/A (muda) Fotografía: Henry Sharp Reparto: Lon Chaney, Lupe Velez, Estelle Taylor, Lloyd Hughes Calificación: 6/10
Crítica breve de la película El cazador de tigres, dirigida por Tod Browning y protagonizada por Lon Chaney y Lupe Velez.
Napoleón es una película en la que, Ridley Scott, a sus 86 años, opta por regresar a ese cine sobre figuras históricas por el que se ha caracterizado una parte de su filmografía que comenzó desde Los duelistas (ambientada irónicamente durante las guerras napoleónicas). Pero en las más de dos horas y media que dura su retrato sobre Napoleón Bonaparte, soy asaltado por una abulia que me impide asombrarme en lo más mínimo por las hazañas militares o el matrimonio tóxico con aroma a melodrama. Y esto se debe, ante todo, porque Scott se empeña en mostrar la relación turbia entre Napoleón y Josefina como un melodrama perfumado sobre obsesión, poder y ambición desmedida, pero los coloca en una superficie predecible que nunca los interroga con sustancia más allá de las obviedades de carácter histórico que justifican algunos valores de producción para la temporada de premios, donde solo puedo rescatar unas cuantas secuencias de batallas emblemáticas. Tras un prólogo en el que María Antonieta de Austria es humillada antes de ser guillotinada en el caos de la Revolución, su argumento se sitúa antes de 1793 y narra el ascenso de Napoleón, un oficial del ejército que, en poco tiempo, es promovido a general por las estrategias militares que la otorgan la victoria en el sitio de Tolón; pero cuya máxima condecoración es el matrimonio que tiene con Josefina, una dama de la aristocracia que esconde el pasado trágico del régimen de Terror, a la que ama con locura a pesar de que les infiel con otros amantes. Scott utiliza el vínculo entre Napoleón y Josefina como la espina dorsal de la trama, con el objetivo de señalar la manera en que la mujer es una especie de catalizador detrás de las conquistas militares del autocoronado emperador. Por una parte, ilustra a Napoleón como un líder carismático, autoritario, reservado, egocéntrico, promiscuo, cruel, persuasivo, misógino, que como estratega militar ejerce una voluntad inquebrantable para liderar a sus tropas hacia el sendero de la gloria en las batallas más brutales, pero cuyo ambicioso deseo por perpetuarse en el poder lo obliga a obsesionarse con Josefina, a la que ve solo como un trofeo femenino que le garantiza un heredero por medio del embarazo. Por la otra, presenta a Josefina como una mujer lasciva, ambiciosa, manipuladora, que acepta las crueldades y accede a los caprichos de Napoleón con el único fin de recuperar el estatus aristocrático que había perdido durante El Terror, pero cuya negativa a quedar embarazada del emperador es un claro reflejo del desprecio que siente hacia los hombres que la usan a cambio de favores sexuales, de esa casta política que humilló su dignidad en el pasado (se entiende que no ama a Napoleón para nada y tiene varios amantes a sus espaldas para manifestar su represalia). Sin embargo, Scott mantiene el asunto en un horizonte demasiado calculado que somete a los personajes a la rutina de las conversaciones políticas, las campañas militares y las discusiones conyugales que anuncian de manera previsible la caída del emperador megalómano, en unas escenas que carecen de brío dramático para mantener un ritmo que sea consistente, en donde apenas se interrogan las acciones de los personajes más allá de las apariencias descriptivas impuestas por el guion de David Scarpa. Los diálogos son olvidables. Los personajes que exhibe, propiamente dicho, son seres acartonados que cumplen una función historiográfica sin ningún tipo de profundidad psicológica. Al margen de sus debilidades narrativas, solo destaco el diseño de vestuario, la auténtica reproducción del período, las atmósferas azuladas compuestas por la lente de Dariusz Wolski, la sensible banda sonora de Martin Phipps y algunas de las secuencias bélicas que rememoran de manera simbólica la epicidad de aquella época dorada del director, particularmente en la batalla de Austerlitz y la batalla de Waterloo. Todo lo otro, incluyendo las tibias actuaciones de Joaquin Phoenix y Vanessa Kirby, pasa ante mis ojos con una cuota notable de indiferencia. En pocas palabras, no tiene gancho emocional. Su épica histórica sobre Napoleón es sosa, regular, excesivamente solemne.
Ficha técnica Título original:Napoleon Año: 2023 Duración: 2 hr. 38 min. País: Estados Unidos Director: Ridley Scott Guion: David Scarpa Música: Martin Phipps Fotografía: Dariusz Wolski Reparto: Joaquin Phoenix, Vanessa Kirby, Tahar Rahim Calificación: 6/10
Crítica breve de la película Napoleón, dirigida por Ridley Scott y protagonizada por Joaquin Phoenix y Vanessa Kirby.
Capture of the "Yegg" Bank Burglars, traducido con el título literal de Captura de los ladrones de bancos "Yeg", es un cortometraje mudo poco conocido de Edwin S. Porter que sigue de cerca la fórmula que este había introducido un año antes Asalto y robo de un tren (1903), mostrando la huida de unos criminales que huyen de la justicia tras ejecutar un atraco. Fuentes de la época aseguran que Porter, que lo filmó entre agosto y septiembre de ese año, se motivó a dirigirla en Edison Studios para tratar de capitalizar el éxito comercial que había tenido su rival Jack Frawley en el mes de julio con The Bold Bank Robbery, una cinta bastante similar en términos narrativos de la que se dice que Frawley la realizó, irónicamente, para conseguir la misma respuesta que el público tuvo con el estreno de Asalto y robo en un tren. Sin embargo, a diferencia de la citada película previa de Porter este cortometraje no se sitúa en el Viejo Oeste y, en síntesis, carece de gancho emocional en los 13 minutos que tarda la cacería entre ladrones y policías, donde hay pocas sorpresas más allá del final inesperado que llega demasiado tarde a la estación cercana. La trama tiene como protagonistas a un grupo de malhechores que, tras un día cualquiera en el campo, planifican robar el banco del pueblo a la hora señalada, donde ejecutan el plan a mano armada antes de volar la bóveda con dinamita y escapan por la puerta principal enfrentándose a tiro limpio con la policía. La persecución entre los policías y los ladrones funciona, en apariencia, como una justificación que Porter aprovecha para demostrar de nuevo su pericia como pionero cinematográfico, capturando las situaciones de los dos bandos con el uso recurrente del montaje paralelo, los efectos especiales del humo de los disparos y las panorámicas del gran plano general que en ese entonces era la regla de oro para el estatismo del encuadre, donde cada plano configura el espacio para describir la acción. Pero en esta ocasión, coloca a los ladrones desesperados en una carrera a pie por el bosque, en un bote estacionado en el río, en unos caballos y en un tren que asegura la imposibilidad de ser atrapados con el botín. En términos generales, solo la secuencia climática me despierta alguna emoción por la manera en que Porter, ante todo, provoca la colisión entre dos trenes para enunciar el destino fatal de los bandidos y la típica lección moral de que el crimen no paga. Lo demás no me atrapa. No posee intriga. Y me resulta un tanto anodino. Pero se agradece, al menos, por establecer de forma temprana los estándares característicos del cine de atraco, siendo, propiamente dicho, el segundo heist film de la historia del cine.
Ficha técnica Título original:Capture of the 'Yegg' Bank Burglars Año: 1904 Duración: 13 min. País: Estados Unidos Director: Edwin S. Porter Guion: Edwin S. Porter Música: N/A Fotografía: Edwin S. Porter Reparto: N/A Calificación: 5/10
Crítica breve de la película Capture of the 'Yegg' Bank Burglars, dirigida por Edwin S. Porter.
En su regreso al thriller, Fincher recupera su poética sobre asesinatos para retratar la paranoia de un asesino profesional.
En algunas ocasiones, el cine sobre asesinatos de David Fincher deja en su estela a unos personajes con un pasado oscuro que buscan resolver un enigma como si se tratara de una obsesión personal o de un apunte final sobre ellos mismos, donde las interrogantes se van ampliando con cada paso que dan antes de la revelación culminante a la hora señalada. Yo le llamo la poética del hombre desequilibrado. Está presente en la tensa El juego, en la que un banquero rico de San Francisco participa en un misterioso juego que lo lleva a transitar un camino de desesperación por el que comienza a preguntarse si realmente es una conspiración que hay en su contra para destruirlo. Y sobre todo en su obra maestra, El club de la pelea, en la que un trabajador de oficina insomne y un fabricante de jabón crean una banda clandestina que los lleva a descubrir un misterio relacionado sobre ellos mismos. Estos protagonistas son absorbidos por una vorágine de violencia, asesinatos y paranoia, pero cerca del clímax descubren una verdad ajena a sus propias convicciones que disminuye sus impulsos autodestructivos.
En El asesino, Fincher retoma exactamente algunos de los componentes de esa estructura para señalar, entre otras cosas, el resquebrajamiento psicológico de un protagonista en el sendero de la anomalía. Lo adapta de la novela gráfica francesa escrita por Alexis “Matz” Nolent e ilustrada por el artista Luc Jacamon, que relata las peripecias de un asesino a sueldo sin nombre. No se trata de lo mejor que ofrece en esta década, tampoco creo que cuente con el punto de complejidad de las mejores obras de su filmografía, pero siendo su segunda película para la plataforma de streaming de Netflix, me parece más solvente que Mank. En su horizonte de sucesos, es un thriller sofisticado, tenso y entretenido de Fincher, cuyo grado de acción me mantiene pegado del asiento durante las dos horas que dura la cacería internacional del asesino profesional que interpreta Michael Fassbender de forma calculada en lo que sería su regreso al cine tras una pausa de cuatro años.
En la trama, escrita con guion de Andrew Kevin Walker, Fassbender interpreta a un asesino profesional (acreditado como “El asesino”) que narra en primera persona la meticulosa rutina que sigue desde una habitación abandonada en un hotel parisino, donde repite su monólogo interior casi como un ritual religioso que dice: “Apégate a tu plan. Anticipa, no improvises. No confíes en nadie. Nunca cedas una ventaja. Pelea solo la batalla por la que te pagan. Prohíbe la empatía. La empatía es debilidad. La debilidad es vulnerabilidad”. Mientras espera día y noche a que aparezca su objetivo en el hotel de enfrente, el asesino disfruta el servicio masoquista de no hacer nada y, además, prepara su rifle de francotirador para calcular los movimientos de las personas que pasean por la plaza. También come en McDonalds, escucha a The Smiths en los auriculares, practica yoga para ganar flexibilidad, habla con su contacto para tomar notas y comenta sus inquietudes cínicas sobre el oficio de matar a gente por encargo. Tras quedarse dormido, despierta y de pronto saca su rifle francotirador para apuntar al objetivo que justamente llega: un hombre poderoso acompañado de una prostituta. Pero su existencia minuciosa da un giro estrepitoso cuando apunta y dispara accidentalmente a la dominatriz, acto que lo obliga a huir del país con una de sus numerosas identidades falsas, con el fin de elaborar un plan de exilio en su escondite ubicado en República Dominicana.
Tras esa inquietante secuencia inicial de casi 30 minutos, que en su núcleo rememora con guiños a La ventana indiscreta (Hitchcock, 1954) por la manera en que se utiliza el campo-contracampo y el plano subjetivo, Fincher recurre de nuevo a su ecuación de anti-héroes descontrolados para subvertir la fórmula clásica del asesino profesional que es buscado. Opta por mostrar al asesino como un hombre imperturbable, frío, aislado, calculador, desconfiado, sin moralidad, de escasa empatía, que tiene un conocimiento de carácter cosmopolita y sufre en silencio la ansiedad provocada por el disparo fallido en la oscuridad que lo somete a un estado perpetuo de vigilia, condenado eliminar los cabos sueltos. Lo exterioriza como un sujeto que planea sus acciones con especial atención al más mínimo detalle, pero que también se ve obligado a improvisar por situaciones que se escapan de las manos. Por momentos, nivela la extraña ambigüedad ética del asesino entre la estricta filosofía dictada por lo que piensa y las acciones que se ajustan a su comportamiento externo cuando quebranta sus propios códigos de conducta para matar. Su personaje suele pensar que tiene los escenarios controlados, pero cuando falla el tiro a distancia y descubre que su novia es brutalmente agredida en su guarida (una mansión en Santo Domingo), su mundo se desmorona hasta quedar absorbido por la venganza y la dura sensación de incomodidad, de que es perseguido por miembros de élite que conspiran para atacarlo dentro del consorcio por haber violentado el protocolo que compensa al cliente secreto (se entiende que el ataque a su residencia fue solo una señal de advertencia que anuncia su castigo por la misión fracasada de Francia).
De esa forma, para mí resulta bastante cautivante ver al asesino viajando por países en cada capítulo para buscar a los asesinos responsables de la agresión a su mujer y, ante todo, identificar a los empleadores traicioneros que necesitan su cadáver en una bandeja de plata. No es que sea algo fuera de serie ni mucho menos, pero me engancha cuando le extrae información a un taxista dominicano al que luego mata disparándole desde el asiento trasero del taxi; discute con el abogado negro en Nueva Orleans, Luisiana, al que luego dispara en el pecho con una pistola de clavos al abogado negro después de destruir los registros que certifican su colaboración; rompe el cuello a la secretaria del abogado y arregla la escena para que parezca un accidente, después de conseguir las identidades de los enviados en sus archivos personales; irrumpe en una casa en St. Petersburg, Florida, luego de drogar a su pitbull con difenhidramina y pelea en los interiores de la sala con el brutal asesino, al que consigue matar bajo mucha dificultad antes de quemarlo todo.
Pero suceden, asimismo, dos revelaciones interesantes que añaden una capa de profundidad a las motivaciones del asesino. La primera pasa en la escena en que este viaja hasta Nueva York y sostiene una conversación en un restaurante con la experta, quien a través del relato metaforizado entre un cazador y un oso no solo cuestiona los motivos por los que el asesino falló el disparo (que es justamente la prueba por la que ella fue junto al bruto para cazarlo por órdenes superiores), sino, además, la imposibilidad de escapar del inframundo de asesinos para jubilarse de la profesión. El diálogo, que ocurre antes del asesinato de la experta de un disparo en la cabeza, es un indicador de que la intención del asesino, desde el inicio, es la de desaparecer por un tiempo. Esto se confirma, segundo, en la climática escena en la que el asesino viaja hasta un hotel de lujo en Chicago y establece un coloquio con el cliente, un multimillonario del negocio de las criptomonedas que afirma que el abogado lo convenció para pagar un seguro como medida de precaución para evitar circunstancias inesperadas, sin sospechar que eso implicaría liquidación del asesino por encargo. El asesino perdona al cliente porque sabe, irónicamente, que este tiene razón al alegar desconocimiento como novicio en la clientela de contratar asesinos a sueldo. Pero esto, en efecto, abre la interrogante de que el asesino, después de errar el disparo de su primer objetivo por causa de la duda, había planificado sobre la marcha el asesinato de esos integrantes de la organización porque sabía las consecuencias de sus acciones y, además, dentro de su agenda de improvisación, se planteó la posibilidad de liberarse de la enorme carga producida por su labor de ser contratado para asesinar personas durante años. En pocas palabras, es un tipo que planifica su "retiro" de ese cargo "aburrido" porque se ha cansado de lo mismo.
La actuación de Fassbender me parece fenomenal por la manera en que usa su registro expresivo para exteriorizar la naturaleza compleja de un asesino a sueldo tan solo con la mirada, el silencio y los gestos estoicos que adornan su cara como una escultura tallada con piedra. Hay incluso escenas en la que ni siquiera parpadea. Interpreta a El Asesino como un hombre sinuoso, esquivo, solitario, introspectivo, que habitualmente se viste con sombrero y gafas de sol para pasar desapercibido en las calles mientras realiza su operación vestido de turista alemán, encarcelado por las reglas autoimpuestas, continuamente preocupado por los detalles que pueden comprometerlo (siempre se deshace del smartphone o de cualquier otro objeto tecnológico que puntualice su ubicación), con guantes negros en sus manos, sin ningún rastro identificable de emoción humana sobre su rostro. A menudo permanece callado, observando su entorno en estado de vigilancia permanente, con un nivel de autenticidad que lo convierte en alguien amenazador, impredecible. En la superficie es un ser desagradable, apático, pero me agrada su capacidad para ejecutar ciertas tareas de forma metódica. Su retrato del asesino demuestra pericia física para algunas escenas de riesgo en los espacios cerrados, y alcanza una mayor cuota de solidez con los monólogos internos que recita con la voz en off para enunciar su tesis filosófica sobre los claroscuros de su empleo y la cosmovisión cínica sobre la humanidad.
En términos generales, Fincher encuadra al protagonista de Fassbender en una puesta en escena en la que emplea varios de sus recursos estilísticos que sirven, fundamentalmente, para construir una narración subjetivizada sobre el modus operandi de un asesino profesional, pero visto desde la óptica de un hombre que sale del anonimato para aniquilar a los secuaces que lo traicionan y perturban su aparente tranquilidad. Para consolidar este punto de vista, en específico, se aproxima a la parte visual recurriendo al plano general, múltiples planos subjetivos, la elipsis, las panorámicas, las modalidades del encuadre móvil de una cámara en movimiento que se restringe a sus límites de estatismo, y un uso proxémico del espacio que es aprovechado por Erik Messerschmidt para instaurar atmósferas urbanas que cambian radicalmente los grados de iluminación natural en las escenas diurnas y nocturnas con la típica colorización fincheriana compuesta de sepia, verde y azul. Por el lado sonoro, aprovecha las destrezas del diseño de sonido de Ren Klyce para evocar las preocupaciones acústicas del asesino a través de los ruidos, el sonido interno-subjetivo, la banda sonora electrónica (de Trent Reznor y Atticus Ross) y la voz en off de los soliloquios que puntualizan lo que este razona cuando dialoga consigo mismo, algo que, a decir verdad, es un recurso bastante inusual en las películas actuales. Esos elementos, distribuidos con un rítmico montaje ensamblado por Kirk Baxter, pronuncian las contrariedades psicológicas y dimensionan los problemas intrínsecos del personaje en cada escena.
Al margen de esos factores, esta película de Fincher tiene ligeros instantes predecibles que son demasiado evidentes en las actividades vengativas del asesino, pero frecuentemente lo olvido porque su trama tiene algo que me atrapa cuando el personaje modela su sistemática forma de trabajar entre las sombras, casi como sucede en Colateral (Mann, 2004), El samurái (Melville, 1967) y León el profesional (Besson, 1994). En síntesis, bosqueja la voluntad de un empleado alienado por la ocupación de asesinar hasta el punto de perderse en sí mismo y dudar de su eficiencia, pero que toma ventaja de contingencias insospechadas para abandonar su condición de explotado y retirarse a tiempo para disfrutar de las libertades que ofrece el capitalismo, entendido como la acumulación de riquezas de un hombre que finalmente decide convertirse en su propio empleador, es decir, en uno de los pocos que ocupan la cima de la pirámide. De ese razonamiento, permanece en mi mente una frase específica del protagonista: “Desde el principio de la historia, los pocos siempre han explotado a los muchos. Esta es la piedra angular de la civilización. La sangre y el cemento que une todos los ladrillos. Cueste lo que cueste, asegúrate de ser uno de los pocos, no uno de los muchos”. La frase, en cuestión, se puede interpretar también como una metáfora del ajustado perfeccionismo del director y su lucha para independizarse de los ejecutivos de los estudios de Hollywood que cuartan su libertad creativa. Pero eso, me temo, es otra ficción.
Ficha técnica
Título original: The Killer
Año: 2023
Duración: 1 hr. 59 min. País: Estados Unidos Director: David Fincher
Guion: Andrew Kevin Walker
Música: Trent Reznor, Atticus Ross Fotografía: Erik Messerschmidt Reparto: Michael Fassbender, Tilda Swinton, Charles Parnell, Arliss Howard, Kerry O'Malley Calificación: 7/10
Crítica de la película El asesino, dirigida por David Fincher y protagonizada por Michael Fassbender y Tilda Swinton.
En Vidas pasadas, ópera prima de la directora Celine Song, encuentro una reflexión sobre la alienación digital y su impacto significativo en los dilemas amorosos a lo largo del tiempo, de esa demografía millennial surcoreana que tiene problemas para manifestar los sentimientos. Pero en su narración de casi dos horas, no consigo obtener las mismas sensaciones de esa gente que la ha aclamado hasta el paroxismo desde su estreno en el Festival de Cine de Sundance con el sello de marketing de A24. En su horizonte de sucesos, es un drama romántico que tiene la singularidad de dialogar sobre la incomunicación, la nostalgia y el amor pasado en tiempos de alienación urbana, pero los personajes permanecen en situaciones demasiado higienizadas que, poco a poco, disuelven la capa de intimismo que encierra los significantes, hasta que no queda otra cosa más que una ausencia de gancho emocional que me atrape para sentir los defectos que muestran. La trama, estructurada a través del recurso narrativo de in media res, se sitúa en los interiores de un bar en la ciudad de Nueva York y relata tres períodos específicos de Nora, una mujer sentada entre dos hombres que narra los acontecimientos de su vida desde la infancia hasta la adultez. En el primero, Nora (llamada en principio Na Young) es una niña muy despierta de 12 años que vive con su familia en Corea del Sur y que, durante la jornada escolar, forma una atracción mutua con Hae Sung, un niño tímido del que se enamora en silencio y al que no vuelve a ver en muchos años cuando su familia emigra hacia Canadá. En el segundo, situado 12 años después, Nora es ya una joven que estudia teatro en Nueva York e, insólitamente, se reencuentra con Hae en una publicación de Facebook, donde renuevan su vínculo en el formato de videollamadas por Windows Live Messenger, pero cae prisionera de la rutina y agota la paciencia de enamorarse a distancia, poniendo, en efecto, fin a la conversación. En el tercero, ocurrido 12 años más tarde, Nora es una escritora que goza de una vida privilegiada tras casarse con un dramaturgo judío del que se enamora en un retiro y, para sorpresa suya, de nuevo se reencuentra con Hae, que ha viajado hasta Nueva York para recuperar lo que se perdió entre ellos en las pantallas del ordenador. Sin embargo, en ninguno de los tres actos soy capaz de sentirme cautivado porque, desgraciadamente, Song mantiene a los personajes en una superficie acomodaticia y blanda que nunca los saca de la inercia praxeológica, de unas acciones que solo funcionan como resorte diegético para interrogar la imposibilidad de olvidar el amor irrealizado, los efectos de la incomunicación que se cataliza por la timidez y los rápidos avances tecnológicos de la era digital que alienan el espectro de sentimientos hasta reducir al individuo a la imagen dualista, de un ser marcado por las oportunidades desperdiciadas que se refugia en la culpa, lo nostálgico y el miedo al compromiso para negar lo que verdaderamente siente en la madurez; una de las tantas realidades de los jóvenes millennials que ahora se traduce a la lengua coreana. Aunque los protagonistas están interpretados de forma orgánica por Greta Lee y Teo Yoo, son demasiados transparentes y se deduce, por sus diálogos, que tienen la vida resuelta más allá de las obviedades de amor imposible que iluminan el camino predecible de la imposibilidad de estar juntos. Lo único que me logra cautivar, aunque sea minúsculamente, son algunos componentes estéticos que Song utiliza con cierta pericia para esquematizar los claroscuros de los personajes por medio del encuadre móvil, el sobreencuadre, el uso del color como acento psicológico y el estilo visual de la cámara de Shabier Kirchner que registra atmósferas urbanas que seducen mis retinas en algunas escenas, así como la banda sonora compuesta por Christopher Bear y Daniel Rossen. Todo lo demás se queda en asuntos triviales sobre el destino, los recuerdos, las indecisiones y el desamor, algo que he visto antes con mejores resultados en Manhattan (Allen, 1979), Con ánimo de amar (Wong, 2000) y la trilogía Antes de... (Linklater, 1995-2013).
Ficha técnica Título original:Past Lives Año: 2023 Duración: 1 hr. 45 min. País: Estados Unidos Director: Celine Song Guion: Celine Song Música: Christopher Bear, Daniel Rossen Fotografía: Shabier Kirchner Reparto: Greta Lee, Teo Yoo, John Magaro Calificación: 6/10
Crítica breve de la película Vidas pasadas, dirigida por Celine Song y protagonizada por Greta Lee y Teo Yoo.