La cinefilia actual atraviesa un profundo cambio en los hábitos de los cinéfilos, acelerado por la cultura líquida de la era digital. Este ensayo busca aproximarse a este fenómeno.





La sociedad del rendimiento, tal como la describe Byung-Chul Han, ha sustituido la coerción externa por la autoexplotación voluntaria y la positividad ilimitada del “poder hacer”. En ningún ámbito esta lógica se manifiesta con mayor pureza que en la cinefilia contemporánea, esa práctica que antaño se vivía como experiencia ritual de la mirada, descubrimiento pausado y contemplación compartida, y que ahora se ha transformado en una variante particularmente refinada del sujeto de rendimiento: el cinéfilo se autoexplota, mide, registra, verifica, publica y optimiza su consumo cinematográfico con la misma disciplina con la que un emprendedor rastrea sus métricas de Bitcoin. Lejos de liberarse gracias a la abundancia digital, el amante del cine posmoderno ha interiorizado la lógica de la transparencia absoluta y la cuantificación permanente. El placer estético se ha subordinado al imperativo de la visibilidad y la acumulación de capital cultural cuantificable. Y la experiencia cinematográfica, que exigía un tiempo protegido y una atención sostenida, se ha fragmentado en scrolls superficiales, autoplay compulsivo y notificaciones que celebran cada visionado completado como un logro laboral.


La sobreabundancia de títulos constituye el primer dispositivo de esta servidumbre. Netflix, Disney+, MUBI, Filmin, Criterion Channel, Amazon Prime y decenas de plataformas más ofrecen simultáneamente decenas de miles de películas disponibles al instante, generando una paradoja cruel: cuanto más hay para ver, menos se ve de verdad. La disponibilidad infinita convierte la elección en una tarea angustiosa y la selección en una forma de ansiedad productiva. El cinéfilo ya no elige entre lo escaso y valioso porque se enfrenta al terror de la oportunidad perdida, al FOMO cultural que lo empuja a acumular listas interminables de «debo ver», «watchlist» que funcionan como tareas pendientes y que, al crecer sin cesar, refuerzan la sensación de retraso permanente. Esta abundancia no libera; esclaviza bajo la apariencia de la libertad absoluta. El cinéfilo de rendimiento no tolera el vacío ni la espera; necesita la sensación constante de progreso, y las plataformas alimentan esa adicción diseñando interfaces que, a través de algoritmos, convierten cada visionado en un pequeño triunfo cuantificable: «fin de la segunda la temporada», «has visto 150 películas este año», «eres top 3 % de usuarios», «califica esta película». El placer cinematográfico se ha convertido así en una variante más de la lógica del consumo en el libre mercado.


Marty Supremo

Marty Supremo es una película en la que Josh Safdie recupera su poética del buscavidas con la finalidad, supongo, de propiciar un raquetazo al sueño americano. Está basada libremente en el jugador de tenis de mesa estadounidense Marty Reisman, y, además, supone su nuevo filme en solitario sin su hermano Benny. Encuentro que tiene cuestiones discursivas algo rebuscadas, pero, francamente, no esperaba que fuera tan buena. En general, me parece un drama maravilloso de Safdie que, con sus valores estéticos y su celebración a la tenacidad, emerge como un torbellino de vitalidad con la actuación electrizante de Timothée Chalamet, que sale victorioso en un rol que parece escrito a su medida. La trama, ambientada en Nueva York durante los años 50, sigue a Marty Mauser, un joven judío, flaco como alambre, con la lengua afilada y la determinación de un boxeador que, entre arrogancia y narcisismo, sueña con conquistar los campeonatos de tenis de mesa, poco antes de aterrizar en su realidad como vendedor de zapatos, apostador y estafador a medio tiempo; mientras trata de superar la derrota frente a un japonés en un torneo internacional y emprende una odisea de engaños contra varias personas para volver a competir por el campeonato. En términos generales, esta narrativa tiene un arranque que me atrapa, dicho sea de paso, por la manera en que Safdie estructura el drama deportivo como un biopic, a pesar de que es un relato ficticio sobre el arquetipo del underdog americano, ese perdedor que se reinventa en cada revés. Esto consigue, en efecto, que el guión mantenga la consistencia en el desarrollo psicológico de los personajes y, además, permite que el conflicto se resuelva sobre situaciones impredecibles que me toman por sorpresa cuando evita los facilismos expositivos al mostrar las acciones con sutileza y diálogos elocuentes que, a menudo, surgen de las ocurrencias de Marty como aspirante a campeón mientras lucha contra la pobreza en las calles neoyorquinas; la relación de Marty con una empleada casada de una tienda de mascotas y amiga de toda la vida a la que presuntamente embaraza; el oportunismo de Marty al negociar con un empresario de bolígrafos y un gángster con un perro a cambio de dinero; el romance de Marty con una actriz y socialité que es infeliz. La interpretación de Chalamet, por añadidura, es espléndida cuando emplea su registro expresivo para convertirse en un hombre narcisista, egocéntrico, arrogante, que detrás de la mirada, el bigote y los lentes redondos esconde la ambición feroz de una persona hábil que persiste para lograr lo que se propone contra todo pronóstico como jugador de ping pong, demostrando su pericia física en los movimientos y en cada golpe que le da a la pelota con la raqueta. Chalamet no pide permiso para brillar, pero se rodea de actuaciones secundarias solventes de Gwyneth Paltrow, Kevin O'Leary y Odessa A'zion. Safdie, entre otras cosas, utiliza a Chalamet para elaborar un comentario sobre el individualismo y el precio de la ambición, pero entendido como un individuo marginado que lucha por superar obstáculos como emprendedor de su propio destino, en un sistema que premia el mérito del que trabaja duro y compite ofreciendo innovación. Para conseguir esto, Safdie se apoya de los detalles del vestuario y el diseño de producción elegante de Jack Fisk —que reproduce el período con autenticidad—, así como en una estética ajustada que acentúa la resiliencia de Marty a través del primer plano, el fuera de campo, la elipsis, el montaje rítmico, el encuadre móvil, el plano general y, por si fuera poco, las atmósferas urbanas de Darius Khondji, que evocan con realismo los claroscuros neoyorquinos entre barrios, locales y avenidas. La partitura de Daniel Lopatin, de igual modo, es incorporada sutilmente con su música ecléctica y anacrónica. Todos estos elementos, en resumen, logran sintetizar un retrato eufórico del American Dream del inmigrante, donde el ping-pong no es solo deporte, sino alegoría de la vida: un back-and-forth eterno entre humillación y triunfo.



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Ficha técnica
Título original: Marty Supreme
Año: 2025
Duración: 2 hr. 30 min.
País: Estados Unidos
Director: Josh Safdie
Guion: Ronald Bronstein, Josh Safdie
Música: Variada
Fotografía: Darius Khondji
Reparto: Timothée Chalamet, Gwyneth Paltrow, Odessa A’zion, Abel FerraraTyler the Creator, Kevin O’Leary, Fran Drescher
Calificación: 7/10
¿Está funcionando esto?

En ¿Está funcionando esto?, Bradley Cooper retoma su poética del desamor para examinar, dicho sea de paso, las secuelas de una ruptura matrimonial, como lo había hecho en Nace una estrella (2018). Lo que ofrece en este tercer largometraje tiene buenas intenciones, pero algo me dice que es una comedia dramática que, a pesar de las actuaciones naturales de Will Arnett y Laura Dern carece de emoción y se vuelve reiterativa al retratar la crisis matrimonial y el divorcio en la mediana edad, en una circularidad que me deja preguntándome si el micrófono está encendido porque, literalmente, el volumen disminuye con cada escena. La trama sigue a Alex Novak, un hombre de mediana edad y padre de familia que, ante la inminente separación de su esposa Tess, se reinventa como comediante de stand-up en la escena neoyorquina, mientras cría a sus dos hijos durante la etapa incómoda y se desmorona silenciosamente detrás del escenario al tratar de aprender a vivir como divorciado. En general, la premisa de este argumento se sostiene con una narrativa que me resulta interesante, en un principio, cuando se acomoda sobre las bases genéricas del drama romántico y la comedia que sirven para mostrar las cosas que le suceden a Alex cuando descubre su nuevo pasatiempo a espaldas de su familia. El problema se complica, para empezar, porque el guión estropea el desarrollo psicológico de los personajes lejos de las descripciones más obvias, reduciendo sus acciones a un epicentro de situaciones que, a menudo, hacen que el conflicto se vuelva algo previsible entre facilismos expositivos y subtramas secundarias. De este modo, solo consigo permanecer en estado de indiferencia al ver la rutina que circula alrededor de las discusiones de pareja entre Alex y Tess en las reuniones con amistades; la responsabilidad paternal de Alex cuando cuando lleva a sus dos hijos al colegio; las visitas de Alex a la casa de sus padres; los consejos que Alex recibe de su mejor amigo Balls; las interacciones de Tess con la esposa de Balls y con otras amigas que la inducen a estar con otro hombre. En la superficie, el dilema moral de los personajes funciona para ofrecer un comentario sobre las relaciones de pareja y la institución matrimonial, entendido como la desilusión de una pareja que se separa tras 26 años estando juntos por los sacrificios desiguales, la imposibilidad de alcanzar metas individuales, la crianza compartida y la fatiga de las responsabilidades familiares. Todo esto se insinúa en los diálogos a puerta cerrada que sostienen Alex y Tess, pero nunca se disecciona con profundidad, dejando un vacío que me obliga a razonar lo suficiente como para saber que el drama se siente superficial. A pesar de todo, encuentro algo solvente la actuación de Arnett, sobre todo cuando adopta la mirada y los gestos de su rostro para subrayar la desdicha de un hombre inseguro de sí mismo que, en la comedia stand-up, encuentra una terapia improvisada para narrar con punch los episodios trágicos de su divorcio, alcanzando unas cuantas escenas que me causan risa cuando escucho el humor negro de las anécdotas sobre paternidad y fracaso matrimonial que recita con micrófono en mano frente al público neoyorquino. Dern, de igual forma, tiene mucha química con él y logra, en un par escenas, una interpretación sobria como una mujer segura de sí misma que confronta su resentimiento con sutileza y asume riesgos frente a la ruptura conyugal como esposa decepcionada. Con ellos, Cooper utiliza en la puesta en escena algunas herramientas estéticas que sintetizan el dilema de los personajes a través del primer plano, el sonido diegético, el encuadre móvil y las atmósferas urbanas que compone la lente de Matthew Libatique entre los clubes nocturnos y las calles neoyorquinas con luces neón parpadeantes. La música de James Newberry, de igual forma, es decente en algunas escenas. Todo lo demás, desafortunadamente, se queda en una zona regular sobre divorcio y autodescubrimiento.



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Ficha técnica
Título original: Is This Thing On?
Año: 2025
Duración: 2 hr. 04 min.
País: Estados Unidos
Director: Bradley Cooper
Guion: Bradley Cooper, Will Arnett, Mark Chappell
Música: James Newberry
Fotografía: Matthew Libatique
Reparto: Will Arnett, Laura Dern, Andra Day, Bradley Cooper, Ciarán Hinds, Amy Sedaris
Calificación: 6/10

La nueva película de Yorgos Lanthimos es una locura que, como remake, subvierte todas las claves de la original surcoreana. Descubre cómo lo ha hecho. 

 
 
Bugonia


En Bugonia, Yorgos Lanthimos recupera los rastros de su poética de la crueldad para subvertir, dicho sea de paso, las claves insertadas en la película surcoreana Salvar el planeta Tierra (Jang, 2003), en un intento de buscar nuevas rutas narrativas para hacer un remake con las excentricidades particulares de su cine que a mí, en más de una ocasión, me produce letargo. Esto se debe a que durante su preproducción, luego de que el propio Lanthimos reemplazará a Jang como director, el guionista Will Tracy intentó alejarse de reproducir la historia de la película original en su guión, ya que prefería que las dos fuesen tratadas como obras diametralmente opuestas entre sí. El cambio se vislumbra, asimismo, en la asociación simbólica de su título, derivado de la palabra griega que significa "nacido de bueyes", refiriéndose a un antiguo ritual mediterráneo del que se tenía la creencia de que un enjambre de abejas nacía mágicamente a partir del cadáver en descomposición de un toro o ternero sacrificado al cabo de unos días. Este concepto, que metaforiza el ciclo de renovación de lo vivo y lo muerto, es adoptado por Lanthimos para atribuirle otro significado, ajustado a la actualidad.


A partir de este idea, la película me deja con una sensación de sorpresa que me impide apartar los ojos de todas las bizarradas que suceden en sus dos horas ajustadas. Francamente, supera mis expectativas y devuelve mi fe por el cine de su director que se había quedado dormida desde La favorita (2018). Me parece un remake en el que Lanthimos, con una estética depurada, mantiene un tono satírico bastante absurdo que siempre se vuelve sutil para dialogar sobre las clases sociales y la eticidad del capitalismo corporativista en una era convulsa, con dos actuaciones fenomenales de Jesse Plemons y Emma Stone, que ya han demostrado previamente lo que son capaces de hacer a las órdenes del griego. Cuando esta dupla está en pantalla su presencia eleva el material hasta colocarlo muy por encima de su antecesora surcoreana.



Aidan Delbis y Jesse Plemons


La trama, ambientada en Estados Unidos, sigue la existencia de Teddy Gatz (Jesse Plemons), un hombre conspiranoico y marcado por los traumas del pasado que, junto a su primo autista Don (Aidan Delbis), secuestra a la CEO de la poderosa corporación farmacéutica Auxolith llamada Michelle Fuller (Emma Stone), convencido de que ella es un extraterrestre una especie maligna conocida como los Andromedanos, llamados así por su procedencia de la galaxia Andrómeda. En medio de los interrogatorios en el sótano de su casa, Teddy revela que la razón para secuestrarla se debe a que su raza alienígena está matando a las abejas de la Tierra y sometiendo a los humanos a una servidumbre ciega mientras destruyen los recursos naturales, sometiéndola además a torturas calculadas para obligarla a revelar su verdadera identidad, poco antes de afeitarle la cabeza y cubrirla con con crema antihistamínica para evitar que envíe una señal de auxilio a otros andromedanos. Teddy, asimismo, negocia con Michelle para reunirse con el emperador andromedano antes del próximo eclipse lunar, en el que la nave nodriza entraría en contacto con la atmósfera terrestre sin ser detectada.




En términos generales, la estructura narrativa de Lanthimos me resulta atrapante por la manera en que combina la comedia negra criminal y la ciencia-ficción minimalista, tomando giros inesperados que se desvían casi a totalidad de la versión surcoreana con su horizonte mesurado. Esto se debe, a menudo, porque el guión de Tracy se toma el tiempo necesario para robustecer y equilibrar el desarrollo de los personajes, añadiéndole capas sustanciosas que profundizan su psicología sobre una serie de situaciones absurdas que se mantienen atadas, entre otras cosas, a un carrusel de acciones excéntricas que se disuelve sobre escenas de tortura y diálogos a puerta cerrada que saltan del existencialismo a la violencia más impredecible. El comportamiento errático de los personajes es bastante entretenido cuando se distribuye entre la labor de Teddy como apicultor obsesionado las colmenas; los métodos extremos adoptados por Teddy para electrocutar a Michelle antes de deducir que su tolerancia al dolor se debe a su posición de realeza intergaláctica; la cena en la que Michelle provoca una pelea a golpes con Teddy al mencionar la enfermedad de su madre; la curiosidad de Don cuando vigila a Michelle con escopeta en mano para que no escape; la visita de un policía gordinflón con bigote que sospecha que Teddy es el secuestrador.



Emma Stone, Aidan Delbis y Jesse Plemons


Por añadidura, lo que que eleva Bugonia por encima de una mera comedia negra de enredos es su compromiso con tópicos profundos que resuenan con la contemporaneidad al presentarse como una sátira salvaje sobre la alienación moderna, las fracturas sociales y el abuso del poder corporativo. En su núcleo, plantea esto desde el resentimiento de un hombre manipulador y paranoico de clase obrera que, inducido por el coma de su madre (afectada por el experimento clínico de un fármaco Auxolith), rapta a una empresaria de la empresa en la que trabaja para manifestar su ira latente ante el sistema que le ha fallado hasta mantenerlo «explotado» en un trabajo deplorable y distorsionar la noción que tiene de la pérdida de la fe, donde su creencia en los alienígenas es producto de los traumas familiares que lo obligaron a abandonar su catolicismo como ciudadano norteamericano atrapado en la imposibilidad de salir del umbral de la pobreza sistémica ni de la dependencia materna, hallando una vía de escape en la teorías conspirativas y en las ideologías políticas. Su rebelión contra la CEO no es un acto de envidia clasista, sino una afirmación desesperada de agencia individual contra un sistema que aplasta su dignidad como proletariado alienado. 


De este modo, Teddy encuentra su refugio en la violencia antisocial para exigir por la fuerza sus «derechos» y esconder sus inseguridades en nombre de los demás, en un ritual de venganza personal donde lucha contra una corporación que regula la vida cotidiana a través de de patentes farmacéuticas que encarecen medicamentos y limitan ofertas de salud, aunque en realidad solo anhela robar un antídoto secreto andromedano para curar a su madre.



El único inconveniente, no obstante, es que la síntesis discursiva sobre el capitalismo corporativo y las clases sociales termina sintiéndose simplista cuando reduce su análisis a dos polos irreconciliables dentro de un tejido social determinista. Por una parte, muestra el polo de la empresaria farmacéutica, Michelle, como el de una persona malvada que, debajo de la sostificacion y el lujo de una vida organizada, justifica su idea del progreso como un daño colateral que viola el principio de no agresión al imponer costos involuntarios sobre los experimentos que realiza con los individuos «sacrificados» con las vacunas (la madre de Teddy), sugiriendo una eticidad retorcida que ostenta a las élites oligárquicas como «alienígenas» que racionalizan la «explotación» como una forma de producir innovación dentro de la lógica del mercado. Por la otra, retrata al marginado, Teddy, como víctima paranoica y reaccionaria que, marcado por el sufrimiento de su madre, abandona la pasividad al ver en la explosión de violencia una herramienta contra la «opresión» impuesta por los que se lucran con la fragilidad ajena, insinuando que la respuesta de secuestrar y torturar está justificada por la causa mayor de desmantelar imperios corporativos deshumanizantes. Entre estos dos polos violentos, Don se pone en la línea de la moralidad al ser mostrado como alguien bondadoso, ingenuo, encarcelado por su condición autista en un círculo de violencia absurda.



Emma Stone


Al presentar la violencia como la única salida «auténtica» de los dos bandos corrompidos por el poder burocrático, la película convierte su crítica en un cuento moral infantiloide en el que los ricos son malos, los pobres están locos, y no hay término medio posible porque todo conduce a la muerte nihilista de la sociedad. Esta dialéctica es heredada directamente de la película surcoreana original, pero Lanthimos la acentúa aún más con su frialdad simétrica: los «de arriba» siempre aparecen en espacios amplios y luminosos; los «de abajo» en agujeros claustrofóbicos y sucios. El resultado es un mundo sin matices dentro de una falacia colectivista, donde el capitalismo solo puede ser corporativismo depredador y la resistencia solo puede ser locura violenta. Lanthimos nunca separa ambos conceptos en su discursividad progresista. Y queda, más bien, en una confusión deliberada entre capitalismo de mercado y estatismo corporativo que ridiculiza el ejercicio empresarial para que todo quede bajo la etiqueta «corporación privada maligna», negando con cierto cinismo la complejidad económica real que hay en el riesgo del emprendimiento y las cosas que alcanza el individuo con su voluntad cuando no se subordina a los intereses del grupo, irónicamente, como ocurre con Teddy. Cuando la película necesita subrayar por qué el sistema es injusto, recurre al gag o a la hipérbole, con las escenas absurdas como sustituto de una argumentación racional.



Jesse Plemons


A pesar de estas contrariedades discursivas, las actuaciones Jesse Plemons y Emma Stone consiguen que casi todas las escenas sean hilarantes con su química eléctrica y desquiciada. Plemons, para empezar, utiliza su registro expresivo para interpretar a Teddy como un hombre solitario, inseguro, calculador, negacionista, radicalizado por ideologías extremistas, que desea una sociedad igualitarista debilitando las estructuras corporativas y solo emplea su conocimiento para vengarse al sacrificar literalmente a una ternera para que las abejas reencarnen en su grado de alteridad existencial, comunicando su patetismo subyacente con la mirada, los gestos y el aspecto descuidado de su ropa, además de su pericia física para el slapstick; en lo que viene siendo una de las interpretaciones más sobrias y delirantes de su carrera. Stone, en cambio, pone en práctica su proceso actoral intuitivo para interpretar, con su cabeza rasurada y el movimiento corporal, a una oligarca empoderada, frívola, elegante, de ojos alienígenas, que ha acumulado años de privilegios con su industria farmacéutica asociada al intervencionismo estatal, pero que tras ser capturada como rehén, revela una naturaleza extraña como una villana caricaturesca que no es más que la abeja reina que, desde su utopía, dirige a un enjambre colectivista para destruir el fracaso del individualismo en la Tierra plana. Con la modulación vocal, el maquillaje y el humor espontáneo, ambos comunican de forma orgánica el delirio inexpresivo de sus personajes.



Emma Stone


Como es habitual, Lanthimos humaniza a los personajes que ellos interpretan diálogos robóticos, encuadres simétricos y un humor negro que roza lo grotesco. Por la parte visual, su estética dimensiona los claroscuros de sus personajes a través de la psicología del color, el primer plano, el picado-contrapicado, el plano fijo, el fuera de campo, el sonido diegético, el plano panorámico y, sobre todo, las atmósferas que se mutan sobre el uso proxémico del espacio entre los interiores elegantes y los sótanos desorganizados, fruto de un trabajo fotográfico competente de Robbie Ryan que sabe emplear la iluminación para sintetizar las intenciones adoptando una relación de aspecto 4:3 en todas las escenas, filmadas en 35mm con el formato VistaVision. Los efectos prácticos en las escenas de tortura añaden un toque visceral sin caer en la gratuidad. Las escenas retrospectivas en blanco y negro también funcionan para establecer los vínculos opuestos detrás de las motivaciones de Teddy y de Michelle. Además, en cada escenario hay una especial atención al detalle sobre el vestuario, los decorados y el diseño de producción. Por la parte sonora, la música de Jerskin Fendrix intensifica el lado trágico y dramático del relato con su orquestación sinfónica de cuerdas tradicionales y crescendos de tonos punzantes que evocan el pánico de la incertidumbre que hay detrás de los zumbidos discordantes.


En última instancia, me atrevo a decir que Bugonia es una adición valiosa al canon de Lanthimos porque entretiene de forma desenfrenada y, al mismo tiempo, me obliga a reflexionar sobre las desigualdades creadas por políticas fallidas y la falta de ética de un corporativismo que devora el intercambio voluntario de los consumidores. Su farsa sangrienta logra un equilibrio entre la carcajada insospechada y el escalofrío moral. Plemons y Stone están en estado de gracia absoluta, mientras el debutante Aidan Delbis aporta un nerviosismo encantadoramente torpe que completa el trío protagónico. Hay extrañeza, misantropía y verdades tragicómicas que convierten lo absurdo en algo dolorosamente reconocible. No es perfecta, desde luego, pero en un panorama cinematográfico saturado de inanidad, ofrece sustancia con estilo sin renunciar a ser divertidísima.



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Ficha técnica
Título original: Bugonia
Año: 2025
Duración: 1 hr. 59 min.
País: Estados Unidos
Director: Yorgos Lanthimos
Guion: Will Tracy, Jang Joon-hwan
Música: Jerskin Fendrix
Fotografía: Robbie Ryan
Reparto: Emma Stone, Jesse Plemons, Aidan Delbis, Alicia Silverstone, Stavros Halkias
Calificación: 7/10

Tráiler de Bugonia



Wicked: por siempre

Wicked: por siempre es una película de Jon M. Chu que constituye, dicho sea de paso, el final de la adaptación de la novela de Gregory Maguire y del musical de Broadway de Stephen Schwartz y Winnie Holzman, que trata de revisar la obra original sobre el mundo de Oz de L. Frank Baum. Sus dos largas horas me parecen diseñadas en un laboratorio de la Universal para exprimir hasta la última lágrima de nostalgia y el último dólar de merchandising que no pudo recuperar con la primera Wicked (Chu, 2024), sin importar que la historia quede reducida a un cadáver maquillado de verde esmeralda. Esto me obliga a pensar que, francamente, es una secuela aburrida y sin chispa que pierde el encanto porque, entre otras cosas, cada número musical está inflado al triple de su duración para ajustarse al canto artificioso de Ariana Grande y Cynthia Erivo, dejándome incluso con esa misma sensación de abulia que experimenté con la predecesora. La trama sigue a Elphaba, la Bruja Malvada del Oeste, en los días en que es buscada como una fugitiva por la burocracia mágica y se dispone, con su fuerza mágica, a luchar por los animales oprimidos por los experimentos del mago Oz, mientras sufre la ruptura de su amistad con la frívola Glinda y las consecuencias de las decisiones que la llevan a ser odiada por la gente ignorante del pueblo. En general, la narrativa persigue el rastro dejado por la antecesora al mostrar el calvario de la bruja sobre las bases genéricas del musical, el melodrama romántico y la aventura fantástica, con la finalidad de justificar el dilema moral que teje los hilos de la trama. El problema central, sin embargo, es que el guión no se toma la molestia de sacar a los personajes cutres de la zona de confort, dejándolos a menudo en una circularidad de situaciones expositivas que solo funcionan como catalizadores de actos musicales que se me hacen interminables entre tanto ruido y magia artificiosa en tierra de nadie. De esta manera, me quedo completamente anestesiado por la falta de gancho que hay en la misión personal de Elphaba con sombrero y bastón en mano para liberar con su ejército de monos voladores a los oprimidos de los magos opresores de la ciudad; las discusiones a puerta cerrada entre Elphaba y Glinda antes de terminar con su amistad; la conversación de Elphaba con su hermana Nessa antes de hechizar sus zapatos y convertir a su amado en hombre de hojalata; la relación amorosa de Elphaba con Fiyero en el bosque oscuro luego de interrumpir la boda Glinda; el plan de la vengativa Glinda y la señora Morrible para acabar con el dominio de Elphaba desde su castillo. La subtrama de Dorothy junto el Espantapájaros, el Hombre de Hojalata y el León Cobarde funciona solo como accesorio cosmético para impulsar la trama por lugares predecibles. El mayor delito, en efecto, es que el show de las brujas solo sirve como una excusa banal para colgar un comentario moralista que dialoga sobre la amistad, la intolerancia y la discriminación, pero bajo ese hechizo progresista de Hollywood que, con un par de frases de autoayuda, confunde el buenismo con el igualitarismo forzado. Las actuaciones de Grande y Erivo son, como mucho, decentes cuando ejercen la voz para cantar algunas canciones olvidables, a pesar de que el guión solo las mantiene como muñecas de porcelana para compensar la ausencia de arco melodramático. Chu, como es habitual, consigue encuadrarlas en una puesta en escena que rescato, entre sus limitaciones, por la forma en que adorna el mundo fantasioso de Oz a través del vestuario y el diseño de producción ambicioso, como si fuera un parque temático, donde todo parece construido por comités de marketing, con colores saturados hasta la náusea y decorados que piden a gritos más atrezzos para los interiores del castillo. Todo lo demás, por desgracia, es más de lo mismo.



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Ficha técnica
Título original: Wicked: For Good
Año: 2025
Duración: 2 hr. 17 min.
País: Estados Unidos
Director: Jon M. Chu
Guion: Winnie Holzman, Dana Fox
Música: Stephen Schwartz, John Powell
Fotografía: Alice Brooks
Reparto: Cynthia Erivo, Ariana Grande, Jonathan Bailey, Jeff Goldblum, Michelle Yeoh, Marissa Bode
Calificación: 5/10
Fue solo un accidente

Fue solo un accidente, de Jafar Panahi, es una de esas películas que te atraviesan lentamente y te dejan temblando mucho después de que se apaguen las luces. No es la más subversiva de su filmografía, pero me convence lo suficiente como para saber que es una de sus más afiladas, una película brillante que condensa años de crítica sociopolítica, exilio interior y rabia soterrada en apenas 103 minutos de cine puro que Panahi encuadra con maestría para subrayar el estado de resistencia de voces oprimidas que luchan por la libertad, la verdad y la justicia frente al régimen represivo iraní. Tras un prólogo en el que un padre de familia conduce su coche por la carretera y atropella accidentalmente a un perro en la noche, la trama sigue a Vahid, un mecánico modesto que se ve repentinamente obligado a golpear con su pala y a secuestrar a plena luz del día al cliente que lleva dicho auto a su taller de mecánica, luego de haberlo identificado como uno de los torturadores que lo castigaron durante los años de prisión política, donde se dispone también a buscar en su camioneta a otros expresidiarios para confirmar la identidad del capturado de la pierna prostética y ojos vendados antes de enterrarlo vivo en el desierto por sus crímenes. En términos generales, la narrativa tiene un arranque que me atrapa por la manera en que Panahi ajusta el drama sobre el misterio y el thriller, pero sin renunciar a esa poética de la carretera que funciona para documentar la desilusión colectiva de los iraníes en las calles, como ocurre en Taxi Teherán, Tres caras y Los osos no existen. A partir de la sospecha, Panahi construye un mecanismo de relojería que nunca frecuenta lugares comunes porque, entre otras cosas, el desarrollo psicológico de los personajes está finamente ajustado sobre un uso magistral del relato no iconógeno, en unas situaciones impredecibles que evitan el didactismo derivativo y se resuelven sobre diálogos irónicos para justificar con sutileza las acciones de venganza que surgen de la duda y el trauma compartido en la furgoneta entre un mecánico, una fotógrafa, un desempleado y una pareja comprometida, cuando recuerdan las experiencias en la cárcel del sádico agente. Con estos personajes, Panahi incorpora en la estructura situacionista un discurso crítico sobre la represión política y la justicia ciega, entendido como la resiliencia de un hombre honesto que, junto a otros, está atrapado en un dilema ético-moral entre la sed de justicia y el miedo a convertirse en monstruo ante la imposibilidad de no poder identificar a su opresor para castigarlo porque le vendaron los ojos. No hay héroes ni villanos claros; solo la negación de ciudadanos aprisionados entre la memoria y el presente, donde el espacio de la furgoneta sucia simboliza el encarcelamiento de cinco expresidiarios (cada uno con su herida abierta) que debaten qué hacer con el supuesto verdugo y transforman el viaje en un juicio improvisado sobre impunidad y violencia. Los actores, casi todos no profesionales, están magníficos y poseen mucha intensidad dramática para transmitir la impotencia del sufrimiento con la mirada, los silencios y los gestos; destacándose Vahid Mobasseri, Mariam Afshari y Ebrahim Azizi. La puesta en escena de Panahi encuadra a este reparto con una estética que sintetiza el conflicto del accidente a través de la elipsis, el uso proxémico del espacio, la psicología del color, el fuera de campo, el primer plano, el sonido diegético, el plano general, el plano subjetivo, y, ante todo, las atmósferas de Amin Jaferi que aprovechan la luz natural para ampliar el sentido de austeridad entre paisajes desérticos y urbanos. Todo esto supone, en última instancia, la demostración de que Panahi, a sus 65 años y después de todo lo que ha vivido —cárcel, prohibiciones, clandestinidad—, sigue siendo uno de los cineastas más relevantes, al contar verdades incómodas sobre la sociedad iraní. Esta película, por así decirlo, constituye una de las más     impresionantes de su carrera.



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Ficha técnica
Título original: It Was Just an Accident (Yek tasadef sadeh)
Año: 2025
Duración: 1 hr. 43 min.
País: Irán
Director: Jafar Panahi
Guion: Jafar Panahi
Música: 
Fotografía: Amin Jaferi
Reparto: Ebrahim Azizi, Madjid Panahi, Vahid Mobasseri, Mariam Afshari, Hadis Pakbaten, Delmaz Najafi, George Hashemzadeh
Calificación: 8/10
Nueva ola

Nueva ola es una película de Richard Linklater que, adoptando la poética del metacine, intenta homenajear el legado de Jean-Luc Godard en el proceso de la realización cinematográfica, especialmente en la recreación del rodaje de Sin aliento (1960) durante el apogeo de la Nueva Ola Francesa. Por la manera en que la presenta, deduzco que se trata de un experimento para aquellos cinéfilos que de vez en cuando se reúnen en una cadena de oración para celebrar a los mártires del famoso movimiento francés porque, a pesar del estilo visual sesentero en blanco y negro, Linklater ostenta su homenaje a la nouvelle vague con un tono excesivamente didáctico y unos personajes desabridos que, irónicamente, me dejan sin aliento cuando hablan más de lo necesario en el plató, dejándome con la sensación de que he desperdiciado cerca de dos horas con su ejercicio de autocomplacencia estética. Su argumento, ubicado en 1959, sigue a Godard en los días en que decide convertirse en director de cine y se dispone a rodar su primera película con la benevolencia del productor Georges de Beauregard, luego de atestiguar el éxito de cineastas como François Truffaut y Claude Chabrol —críticos de cine de Cahiers du Cinéma como él—, mientras convence a Jean-Paul Belmondo y a Jean Seberg para que sean los protagonistas, junto a un selecto equipo de rodaje que incluye al director de fotografía Raoul Coutard. En términos generales, esta narrativa parte de una premisa que, en teoría, tiene cierto potencial al perseguir las reglas del drama biográfico y la comedia aterrizada que se distingue en la filmografía del realizador texano. El problema central, no obstante, es que el guión opta por un desarrollo superficial de sus personajes que, a menudo, reduce las acciones más básicas a un abanico de situaciones circulares que mantiene el conflicto sobre facilismos y diálogos pretenciosos sobre las dificultades del rodaje, sin profundizar nunca en la psicología de cada uno de ellos más allá de las descripciones que giran alrededor de Godard sobre un collage perezoso de nombres y clichés biográficos. En este sentido, no encuentro otra cosa que una falta de cohesión narrativa que se pierde entre las conversaciones de Godard con Jacques Rivette y Éric Rohmer en la redacción de Cahiers du Cinéma; las decisiones rupturistas que toma Godard para decidir el encuadre antes de comenzar la filmación; los consejos que recibe Godard de directores emblemáticos como Roberto Rossellini, Jean-Pierre Melville y Robert Bresson; las indicaciones espontáneas de Godard para dirigir a Belmondo y a Seberg en las calles parisinas a plena luz del día. Las escenas tratan de esquematizar el caos de una filmación con la finalidad, supongo, de interrogar el oficio del director de cine, pero entendido como el delirio de un crítico de cine convertido en cineasta que, así como los suyos, busca pasar la tesis de la cinefilia vertical como síntoma de vanguardias rupturistas que lo inducen a hacer cine a partir de las experiencias posfílmicas. La actuación de Guillaume Marbeck logra, dentro de sus limitaciones, mimetizar la gestualidad de Godard a la hora de caminar y hablar con la pedantería intelectual, apoyado de sus gafas de montura gruesa y el cigarrillo en mano, pero, al igual que el resto del reparto, orbita las escenas sin aportar algo que lo interrogue. Linklater logra encuadrarlo en una estética que emula el cine de autor de los 60 en blanco y negro a través de la relación de aspecto 4:3, el plano general, el fuera de campo, la elipsis, el sonido diegético, la ruptura de la cuarta pared, y, ante todo, el uso del encuadre móvil de una cámara en mano de David Chambille cercana al cinéma vérité. Estos elementos poseen cierta eficacia, pero, por desgracia, no son más que accesorios cosméticos de un revisionismo blando que domestica la radicalidad para ofrecer una carta de amor nostálgica que traiciona el espíritu mismo de la nouvelle vague como manifiesto revolucionario del cine.



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Ficha técnica
Título original: Nouvelle Vague
Año: 2025
Duración: 1 hr. 46 min.
País: Francia
Director: Richard Linklater
Guion: Holly Gent Palmo, Richard Linklater, Laetitia Masson, Vincent Palmo Jr., Michèle Pétin
Música: 
Fotografía: David Chambille
Reparto: Guillaume Marbeck, Zoey Deutch, Aubry Dullin, Bruno Dreyfurst
Calificación: 5/10