El diario de Bridget Jones
Mi afán por buscar alguna comedia popular que me saque alguna risa, me ha llevado hasta los rincones de El diario de Bridget Jones, una película que adapta el material de la novela homónima de Helen Fielding y de la que, dicho sea de paso, evadí en unas cuantas ocasiones porque, honestamente, no me llamaba la atención ni siquiera con todas las cosas buenas que había escuchado de gente que aplaudía sus presuntas virtudes. Lo que encuentro en poco más de hora y media, no obstante, me deja tan frío como la nieve porque, francamente, es una comedia romántica bastante aburrida, simplona, sin humor, que a menudo permanece situada en una serie de clichés que le quitan resonancia al diario de la treintañera indecisa que interpreta Renée Zellweger. La trama se ambienta en Londres y sigue a Bridget Jones, una mujer soltera atrapada en la crisis de los treinta años que anota en su diario las cosas que le preocupan sobre su carrera, su autoestima, sus vicios, su familia, sus amigos y, sobre todo, las relaciones románticas que la llevan a tener un serio dilema femenino al no poder decidirse entre dos hombres diametralmente opuestos (uno honesto y un mentiroso), donde toma la resolución de Año Nuevo de cambiar su vida. En una primera parte, se muestra a Jones como una asistente de publicidad en una editorial en la que se acuesta con el jefe mujeriego, mientras a veces mata el tiempo saliendo con sus amigas y descubre, además, un episodio de decepción amorosa. En la segunda mitad, presenta a Jones trabajando en televisión como una reportera, asistiendo a fiestas navideñas y, entre otras cosas, comienza a desarrollar sentimientos por el abogado arrogante al que halla por coincidencia en varios lugares. El conjunto, en general, no supone nada fuera de lo ordinario porque la narrativa arranca sin gracia estableciendo los conflictos apresurados y, por desgracia, los personajes solo cumplen con una función descriptiva que es incapaz de alejarse de los estereotipos comunes del género (la chica insegura, el galán, el serio, los padres indulgentes, las amigas chismosas, etc.). La forma en que la película maneja el romance es superficial y poco convincente cuando Bridget queda encerrada en el triángulo amoroso con los dos hombres, dejando rastros previsibles que se amplían entre las conversaciones a puerta cerrada, las circunstancias del momento y las acciones calculadas a plena luz del día. Desde caídas torpes hasta comentarios incómodos en reuniones sociales, la mayoría de los chistes dependen de hacer que Bridget quede en ridículo una y otra vez antes de decidirse por el tipo moralmente correcto. Simplemente permanezco perplejo ante tanta estupidez. Esto no solo es repetitivo, sino que también se siente poco gracioso. Zellweger, con su histrionismo y sus gestos, da vida a una rubia apática y torpe que se fuma un cigarrillo para olvidar los desamores entre episodios de vergüenza, pero su construcción se siente más como una caricatura exagerada, sin dimensiones, que es reducida al arquetipo de la chica inconforme y desesperada por una pareja que solo encuentra la redención a través del amor en lugar de tomar el control real sobre su carrera. No veo que ella tenga nada de química con los insustanciales Hugh Grant o Colin Firth. Tampoco dejo de pensar que ella pasea por una puesta en escena que es convencional y que, muchas veces, se estira innecesariamente para llegar tropezando a un clímax que, como comedia romántica, ofrece una visión reduccionista y acartonada sobre una mujer en crisis.

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Ficha técnica
Título original: Bridget Jones's Diary
Año: 2001
Duración: 1 hr. 37 min.
País: Reino Unido
Director: Sharon Maguire
Guion: Andrew Davies, Helen Fielding
Música: Patrick Doyle
Fotografía: Stuart Dryburgh
Reparto: Renée Zellweger, Hugh Grant, Colin Firth, Jim Broadbent, Gemma Jones
Calificación: 4/10

África mía
África mía, conocida también en otros lugares con el título de Memorias de África, es una película que se basa libremente en algunas obras autobiográficas escritas por Isak Dinesen (el seudónimo de la autora danesa Karen Blixen) y, donde al parecer, Sydney Pollack se empeña en seguir las claves del drama romántico de carácter épico que se suele encontrar en el cine de David Lean. Esto me induce a pensar que, como tragedia romántica, posee ciertas virtudes visuales por las cualidades paisajísticas que captan el exotismo africano, pero, por desgracia, su historia de memorias es enormemente aburrida y ni siquiera la delicada actuación de Meryl Streep puede evitar que la aventura amorosa se desplome por llanuras previsibles, donde paso cerca de tres horas esperando a que suceda algo en el asunto sobre adulterio, desamor y colonialismo. El argumento se ambienta a principios del siglo XX en África Oriental Británica y sigue las experiencias de Karen Blixen, una baronesa que se establece en Nairobi junto a su esposo para administrar el negocio de café con la mano de obra de una tribu local, mientras realiza obras sociales para mejorar la condición de vida de los lugareños y luego mantiene un cuadro de infidelidad con un cazador veterano llamado Denys Finch Hatton. En general, la narrativa disuelve el conflicto sobre las bases genéricas del drama romántico y la tragedia épica, donde una mujer rememora desde su senectud los instantes más significativos de su vida afectiva a través de una larga escena retrospectiva. El problema que observo, no obstante, es que la narración se estropea por un epicentro de circularidad, de una serie de situaciones reiterativas que solo conducen al aburrimiento cuando se muestra la odisea de la baronesa que lucha por adaptarse a la cultura exótica mientras esconde el sufrimiento ocasionado por las infidelidades de su marido mujeriego; el safari por la selva con escopeta en mano para cazar leones que simbolizan lo obvio; la separación de clases sociales entre los colonos opresores y los nativos oprimidos; el idilio apresurado entre el cazador cosmopolita y la baronesa gentil a lo largo de los años. Los personajes sufren de una ausencia notable de textura dramática y sus motivaciones, dicho sea de paso, carecen de profundidad porque solo funcionan en su horizonte de acción para describir conflictos superfluos que no van a ninguna parte en especial. La interpretación de Streep como Karen tiene algo de sutilidad cuando ella utiliza los gestos, la mirada y el acento para comunicar las sensibilidades de una mujer decidida, independiente, dubitativa, que se refugia en el regazo de un cazador polígamo para sanar las heridas provocadas por una crisis matrimonial mientras ejerce la tarea de una terrateniente noble que produce una buena cosecha y protege las tierras de sus trabajadores. Ella no tiene nada de química con Robert Redford, y se nota, sobre todo, porque el personaje de este ocupa solo el puesto del estereotipo más desabrido de héroe mundano, con ciertas pretensiones liberales que descifran su carácter idealista, sin un ápice de desarrollo lejos de las obviedades descriptivas del guion de Kurt Luedtke. Con ellos dos, Pollack concibe una historia de amor plana que, por lo regular, tiene una envoltura preciosista que me resulta agradable de ver por la consistencia que hay en los decorados, el diseño de vestuario, la reproducción auténtica de la época, y, ante todo, las panorámicas de la fotografía de David Watkin que ilustran con cierto bucolismo las praderas kenianas y las costumbres campestres de la aristocracia colonial. La música de John Barry, de igual modo, se integra con melodías empáticas en algunas escenas. Estos elementos me llevan a razonar lo suficiente como para saber que, incluso con su ritmo accidentado y el tono indulgente, es un melodrama que encaja en el patrón de esas películas que tienen estilo, pero muy poca sustancia.
 

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Ficha técnica
Título original: Out of Africa
Año: 1985
Duración: 2 hr. 41 min.
País: Estados Unidos
Director: Sydney Pollack
Guion: Kurt Luedtke
Música: John Barry
Fotografía: David Watkin
Reparto: Meryl Streep, Robert Redford, Klaus Maria Brandauer, Michael Kitchen, Malick Bowens
Calificación: 5/10
Marnie, la ladrona
Tras pasar unas cuantas temporadas sin acceder al cine de Alfred Hitchcock, retomo su filmografía con el visionado de Marnie, una película de su última etapa en la que recupera su obsesión por la poética de la identidad para narrar, supongo, el laberinto psicológico de una rubia atormentada. Las más de dos horas que dura me convencen de que, en efecto, es un melodrama que arranca con cierto suspenso psicológico al construir su misterio con una sólida actuación de Tippi Hedren, pero que, extrañamente, se vuelve irremediablemente aburrido en su trama sobre posesión, identidad y mentiras, donde a partir de la segunda mitad tengo la sensación de que el barullo se estira sin necesidad en un epicentro de conversaciones insustanciales que me hacen cuestionar, en más de una ocasión, el guion de Jay Presson Allen. El argumento se sitúa en Filadelfia y sigue la existencia de Marnie, una ladrona compulsiva que asume la identidad falsa de una secretaria para robar miles de dólares de las cajas fuertes de las empresas en las que suele trabajar; pero cuya actividad delictiva se detiene cuando es contratada por Mark Rutland, el viudo adinerado con el que termina casándose y con el que, además, descubre una forma de enfrentar los miedos de su pasado. En general, la narrativa tiene un arranque que me resulta atrapante, entre otras cosas, por la manera en que el misterio se instrumentaliza sobre la personalidad de Marnie y las interrogantes psicoanalíticas que solidifican sus traumas. Hitchcock la muestra, en una primera mitad, como una cleptómana histérica, sinuosa, desconfiada, que proviene de un hogar disfuncional con la madre distante y que, además, encuentra en el matrimonio con Mark una especie de terapia para calmar sus impulsos y el miedo a ser tocada por los hombres. El problema fundamental, a pesar de la textura psicológica de la protagonista, es que la trama, a partir de la segunda mitad, permanece situada en una inercia de situaciones predecibles y hasta aburridas, que coloca a los personajes en discusiones melodramáticas que no van a ninguna parte en específico. La redundancia narrativa se prolonga entre las escenas del galán que custodia los delirios de su amada rubia para que no vuelva a robar; los celos y las sospechas de la hermana de la difunta esposa; la luna de miel en la que la ladrona se resiste al deseo sexual en la intimidad física con su esposo; los coloquios a puerta cerrada en el coche o en la mansión; los ataques de pánico a la hora pautada que conducen a las inclinaciones suicidas. La estructura circular se repite inútilmente hasta que solo queda el vacío de pulso emocional y la ausencia de suspenso. La actuación de Hedren, por lo menos, ofrece algunos momentos de credibilidad cuando emplea su mirada, los gestos y su voz delicada para comunicar la psicología de una cleptómana traumatizada. Esta tiene algo de química al lado de Sean Connery, a pesar de que el personaje de este carece de matices como el hombre rico y posesivo. Con esta dupla, Hitchcock elabora un comentario sobre la sexualidad reprimida que, dentro de sus obviedades, se entiende como el sufrimiento intrínseco de una mujer de comportamiento obsesivo, que se refugia en la cleptomanía para negar las trampas de un pasado manchado por el asesinato, la pérdida de la inocencia y la violencia doméstica. Hitchcock intenta profundizar en este asunto al recurrir a artilugios estéticos como la elipsis, el uso del color rojo, el primer plano, el sonido diegético, el sobreencuadre, el plano-contraplano y, ante todo, la utilidad recurrente del plano subjetivo que funciona para reflejar la mirada que encierra los sentimientos interiores de la cleptómana. También se preocupa por añadirle elegancia a los escenarios. Y la música melódica de Bernard Herrmann es integrada con consistencia. Sin embargo, a este thriller melodramático, por lo regular, le faltan las revelaciones de sus mejores trabajos.

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Ficha técnica
Título original: Marnie
Año: 1964
Duración: 2 hr. 10 min.
País: Estados Unidos
Director: Alfred Hitchcock
Guion: Jay Presson Allen
Música: Bernard Herrmann
Fotografía: Robert Burks
Reparto: Tippi Hedren, Sean Connery, Diane Baker, Martin Gabel, Louise Latham
Calificación: 5/10
El muelle
El muelle es un cortometraje experimental en el que Chris Marker aborda la estructuralidad temporal del fotomontaje para añadirle, supongo, una dimensión ontológica a la imagen en movimiento en su etapa bruta de fotografía estática. A lo largo de los años, ha sido reverenciado por los devotos del banco izquierdo de la Nueva Ola Francesa, que han encontrado en sus imágenes una especie de intervención divina. Pero yo, desafortunadamente, no consigo encontrar nada de esto en la media hora que dura su asunto. Observo que a ratos funciona como un ejercicio de estilo en el que Marker, con una estética rupturista, experimenta con los marcos conceptuales del montaje cinematográfico, pero no deja de ser un experimento apresurado y pretencioso en su síntesis narrativa, donde me quedo en un completo lapso de abulia cuando veo la sucesión de fotos fijas del hombre que viaja en el tiempo. Luego de un breve prólogo en el que un niño es testigo de una tragedia en un aeropuerto de París antes de la Tercera Guerra Mundial, la narración se desarrolla en un futuro postapocalíptico en el que los supervivientes viven en túneles subterráneos, y sigue la travesía de un hombre que es manipulado por unos científicos para viajar al pasado en una máquina del tiempo y transformar el presente distópico en una utopía. En general, esta narrativa tiene un arranque que es un poco interesante por la forma híbrida en que se conjunta el documental, la ciencia-ficción y el romance para contar, a través de la voz en off, las experiencias de un hombre que intenta reconstruir los fragmentos de su memoria mientras descubre, además, el amor imposible en medio de una misión suicida. Sin embargo, el tratamiento de los personajes es un poco banal y, por lo regular, sus acciones se limitan a describir el conflicto en la superficie sobre una serie de situaciones reiterativas que no conducen a ningún lado en específico. De esta manera, permanezco anestesiado al ver los viajes al pasado del hombre que era soldado en la guerra del futuro; la relación romántica entre el hombre futuro y la mujer del pasado; la sala de experimento en el que los investigadores siniestros colocan el dispositivo tecnológico sobre los ojos del conejillo de indias; la reunión con los seres tecnológicamente avanzados del futuro lejano. La ausencia de textura psicológica de los personajes me induce a pensar lo suficiente como para saber que no son más que simples autómatas, colocados en ciertas escenas por Marker con la finalidad de enunciar un discurso sociopolítico que, en su horizonte de sucesos, habla sobre los recuerdos, la esperanza y la naturaleza del tiempo; pero que, a modo subtextual, en su parte más implícita, denuncia el capitalismo como una "distopía totalitaria" que deshumaniza y destruye al hombre. Esto es específicamente cierto cuando muestra las peripecias del hombre condenado como el reflejo de un proletario atrapado en el laberinto de las dudas, cuya propia explotación en manos de agentes externos lo convierte en un ser vacío que no puede recodar ni su propia identidad fragmentada. Marker sintetiza así el sistema como una cárcel atemporal que condena al individuo alienado en una distopía totalitarista de la que es imposible escapar una vez que se instala en el tiempo. El problema de su discurso es que, en efecto, permanece situado en un registro de obviedades que pone en duda la lógica de sus afirmaciones contradictorias. Por lo menos, encuentro algunos hallazgos interesantes en su poética de la imagen espaciotemporal, sobre todo en los valores estéticos que se subrayan en su uso del encuadre congelado, el sonido diegético, el plano fijo, los claroscuros, el fundido a negro y el fundido encadenado. Con la integración de estos elementos se construye una narración elíptica que, en teoría, es algo novedosa como experimento formal en blanco y negro, pero que, a fin de cuentas, es tan plana como una foto revelada en el laboratorio.

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Ficha técnica
Título original: La jetée
Año: 1962
Duración: 28 min.
País: Francia
Director: Chris Marker
Guion: Chris Marker
Música: Trevor Duncan
Fotografía: Jean Chiabaud
Reparto: Davos Hanich, Jacques Ledoux, Hélène Chatelain
Calificación: 6/10
Uno contra todos
Uno contra todos, conocida también con el título de El manantial, es una película de King Vidor que adapta la novela homónima de Ayn Rand y de la que, según se dice, ella misma escribió el guion sin cambiar ni una palabra después de negociar con Jack Warner. Durante su estreno, fue recibida tibiamente por la prensa, imagino que por razones políticas ajenas a mis deducciones. Pero, tras pasar casi dos horas absorbiendo sus imágenes, no me queda más remedio que compartir una opinión cercana a la de esos agentes. De entrada, es un melodrama que Vidor construye sobre espacios arquitectónicos que tienen cierto aire de sofisticación por donde pasean Gary Cooper y Patricia Neal, pero su enfoque moderno carece de emoción, y la narrativa a menudo banaliza su discurso sobre el poder, el individuo y la virtud del egoísmo. El argumento se ambienta en Nueva York y sigue la vida de Howard Roark, un arquitecto individualista que defiende su visión artística frente a los rivales envidiosos y resentidos del establishment que se niega a aceptar el mérito individual para custodiar los intereses de la gleba colectivista; mientras traza su propio camino diseñando la arquitectura de edificios modernos de la ciudad y mantiene un romance, además, con una glamurosa socialité que escribe una columna en el periódico que controla un ambicioso empresario editorial. En general, la narración se estructura sobre los elementos del melodrama de los años 40, donde el "hombre hecho a sí mismo" es un individuo cuyo éxito es fruto de su propia creación y se enamora perdidamente de una dama mientras las pasiones de ambos son arrojadas a los ideales del sueño americano; pero traslada el conflicto a una sociedad colectivista que condena a todo aquel que se atreva a innovar por sí solo en el campo de la arquitectura. El arranque, desde luego, despierta mi interés por las peripecias del arquitecto que representa el arquetipo del héroe randiano que persevera para alcanzar sus valores como una versión idealista de Frank Lloyd Wright. El problema fundamental, no obstante, es que percibo que los personajes están esbozados sin profundidad psicológica y sus acciones, por lo regular, transcurren en unos escenarios teatralizados que reducen sus conflictos a discusiones a puerta cerrada que se suelen repetir en más de una ocasión con algunos facilismos. De esta manera, solo recibo con abulia la odisea del arquitecto emprendedor que lucha contra la multitud conformista que busca destruirlo moralmente por no ser común; el amor de la mujer independiente que es domada por el arquitecto egoísta; la ambición del magnate de los medios que compra los servicios del arquitecto para construir sus ambiciosas edificaciones frente a la esposa que no lo ama; el crítico villanesco de arquitectura que manipula a una turba furiosa para acabar con el individualismo del arquitecto condenado. Por alguna razón, siento que los personajes no tienen textura dramática y su desarrollo se establece con una capa unidimensional que funciona con el único propósito de sintetizar una crítica filosófica y sociopolítica sobre la ética del individualismo, entendido como la autoafirmación de un individuo que le hace frente al orden establecido por una sociedad horizontal que vigila y castiga a todo aquel que no se ajuste al manifiesto del ministerio de conformidad pública. En este sentido, al menos, encuentro creíble la actuación de Cooper cuando utiliza los gestos y la mirada para comunicar, con naturalidad, la personalidad psicorrígida de un héroe randiano inteligente, desafiante e indiferente que es exigente consigo mismo. También la de Neal como la mujer decidida e indómita. Ambos se pasean por una puesta en escena que refleja algunas de las virtudes formales de Vidor para el cuidado de los escenarios ampulosos, la iluminación y el encuadre móvil, además de la integración correcta de la música de Max Steiner. Nada de esto, sin embargo, evita que su película salga de esa zona de pretensiones que, dicho sea de paso, colapsa como un edificio a punto de ser demolido.

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Ficha técnica
Título original: The Fountainhead
Año: 1949
Duración: 1 hr. 54 min.
País: Estados Unidos
Director: King Vidor
Guion: Ayn Rand
Música: Max Steiner
Fotografía: Robert Burks
Reparto: Gary Cooper, Patricia Neal, Raymond Massey, Kent Smith, Robert Douglas
Calificación: 6/10




La calle

La calle es una película muda poco conocida del cineasta alemán Karl Grune, que durante muchos años se creía perdida cuando se hacía referencia a ella como una de las primeras cintas "callejeras" del cine expresionista alemán, a pesar de que existen copias distribuidas por Transit Film que llegan hasta nuestros días y que he podido ver, supongo, por esos valientes corsarios de la Internet que no descansan para que el conocimiento sea divulgado hasta los lugares más desconocidos. La impresión que me llevo de ella, dicho sea de paso, no es exactamente lo que esperaría de las películas más emblemáticas del expresionismo alemán. En apenas hora y media, Grune la concibe como un retrato lóbrego de la sociedad alemana posguerra a través de atmósferas urbanas que metaforizan sobre el caos de las calles la decadencia moral de ciertos ciudadanos berlineses, pero, desgraciadamente, su narrativa es previsible y está poblada de personajes de una dimensión, de los que no puedo extraer nada porque apenas sirven de suplemento para las descripciones obvias del guion. Su argumento se sitúa en una noche cualquiera del Berlín de los años 20, y el protagonista es un hombre ocioso de mediana edad que, absorbido por el vacío existencial ocasionado por el desempleo y el matrimonio con su esposa, se siente atraído por las sombras de la vida nocturna y sale a las calles de la ciudad que lo miran de lejos, donde de pronto se encuentra secuestrado por los vicios cuando se rodea de ladrones, prostitutas y gente de dudosa reputación. En términos generales, la narración en principio es algo interesante porque se esboza sobre algunas de las características habituales del cine expresionista alemán al mostrar las peripecias de un hombre honesto ensombrecido por la podredumbre moral de su entorno. Por una parte, muestra el descenso al abismo del funcionario cuando es seducido por una prostituta de mala muerte que lo conduce hasta el baile de una fiesta, en el que luego cae engañado en las apuestas de un juego de cartas. Por la otra, paralelamente, presenta la desdicha del ciego que vive con un niño que busca al padre que lo abandonó para seguir con su negocio (como proxeneta). El problema que observo, no obstante, es que la fábula moral de estos noctámbulos transita por una zona de facilismos en la que, por lo regular, los personajes carecen desarrollo psicológico más allá de la síntesis descriptiva y sus acciones se distribuyen en una serie de situaciones superfluas que no tienen pozo dramático, además de que el asunto está estructurado sin un ritmo que sea cohesivo estableciendo el aparato de conflicto. Esta ausencia de cohesión, prolongada por la necesidad de unificar de forma apresurada las motivaciones de los distintos personajes, me produce una sensación de despiste que me quita todo el interés depositado por ellos. Los personajes solo funcionan como unos autómatas que, en su manufactura teatral, elaboran un comentario social de la crisis moral que atraviesa la nación alemana después de las secuelas de la guerra, pero entendido sobre la condena de un hombre que pierde todos sus valores morales y cae en desgracia cuando se deja absorber por la gleba adicta a la nictofilia, donde la calle simboliza la corrupción de una sociedad moralmente descompuesta. A pesar de los tropiezos argumentales, Grune adopta un enfoque predominantemente visual y se despoja de los intertítulos para encuadrar el material con algunos componentes estéticos que me llaman la atención, entre los que se hallan el primer plano, la sobreimpresión, el plano subjetivo, la iluminación expresionista y, sobre todo, el gran plano general que capta las avenidas caóticas que están frecuentemente pobladas por peatones, carretas y autos. Su poética de lo urbano parece casi como una pesadilla, pero, francamente, no es suficiente para sacar del hueco a unos personajes que se caen en la alcantarilla.

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Ficha técnica
Título original: The Street (Die Straße)
Año: 1923
Duración: 1 hr. 29 min.
País: Alemania
Director: Karl Grune
Guion: Karl Grune, Carl Mayer, Julius Urgiss
Música: N/A
Fotografía: Karl Hasselmann
Reparto: Eugen Klöpfer, Aud Egede Nissen, Anton Edthofer, Max Schreck
Calificación: 5/10

Babygirl
En Babygirl, la realizadora holandesa Halina Reijn recurre a su poética del sexo para acercarse, supongo, al polémico tópico de la efebofilia que se ha tocado varias veces en el cine, pero invirtiendo la brújula moral del asunto hacia la perspectiva de una mujer de mediana edad. Previo al visionado, había escuchado algunas cosas maravillosas de ella desde su exhibición en el pasado Festival de Cine de Venecia, donde Nicole Kidman fue galardonada con la Copa Volpi a la Mejor Actriz, pero, desgraciadamente, pongo todo en duda cuando permanezco anestesiado durante dos horas por la falta de gancho que hay en su afán de provocación. Como thriller erótico, tiene algunos momentos intensos con la actuación de Kidman como la mujer obsesionada, pero en ocasiones cae en un aparato de redundancia del que nunca llega a salir para interrogar los tópicos sobre el sexo, el poder y los roles de género, quedando más o menos en una superficie higienizada que repite las peripecias sobre el deseo sin ir a ningún lugar en específico. Su argumento se desarrolla en la ciudad de Nueva York y tiene como protagonista a Romy Mathis, la directora ejecutiva de una empresa de automatización de procesos robóticos que, para escapar de la rutina matrimonial del esposo complaciente que no la satisface sexualmente, se dispone a tener unas relaciones adúlteras con un joven pasante que conoce en su compañía. En general, la narrativa sigue con morbo y facilismos el manual básico del thriller erótico sobre el adulterio, pero trasladando la materia hacia la óptica de una rubia retorcida que busca el placer sexual en un veinteañero que le devuelve las sensaciones que no había experimentado nunca. El arranque es, desde luego, atrapante. Sin embargo, siento que la trama no va a ninguna parte porque, entre otras cosas, el desarrollo de los personajes apenas rasca la superficie y, además, sus acciones se reducen a diálogos a puerta cerrada que pocas veces agregan alguna capa adicional de profundidad psicológica. Reijn adopta un enfoque irremediablemente convencional que no se toma la molestia de salirse de la zona de confort que se reitera entre los besos apasionados, los encuentros de sexo duro en el hotel, las sesiones privadas en la oficina, la dinámica de dominio y sumisión que conducen a Romy a tener orgasmos fuertes en su aventura sexual. El barullo de las 50 sombras de Romy responde, en su obviedad discursiva, a un comentario sobre los tabúes de la sexualidad femenina y el sexo como instrumento de empoderamiento, pero entendido ahora como la obsesión de una mujer adulta que sostiene un episodio de infidelidad con un hombre más joven con ella para solventar los conflictos internos provocados por la insatisfacción sexual y la vida rutinaria como madre atrapada en la cárcel del rendimiento empresarial. A modo subtextual, su dialéctica también demoniza la masculinidad tóxica como el catalizador de los juegos de poder sexual que se originan en los roles de géneros, donde el objeto de placer ejerce cierta dominación sobre el sujeto que desea poseerlo. En este sentido, la actuación de Kidman me parece solvente cuando utiliza su registro expresivo para interpretar, con la mirada y su físico, la efigie de una mujer obsesiva, de sentimientos contradictorios, atrapada por los placeres sexuales prohibidos que la conducen al abismo del prejuicio, los celos y la inmoralidad. La química que ella tiene con Harris Dickinson funciona hasta cierto punto, a pesar de que este interpreta a un personaje unidimensional al que se le dan un par de líneas de diálogo para rellenar su vacío de desarrollo. Reijn suele encuadrarlos en una puesta en escena que posee cierta elegancia por el lado visual que se presenta en los espacios de la oficina, además de integrar en algunas escenas una banda sonora contagiosa de Cristobal Tapia de Veer. Pero esto, en efecto, no es suficiente para sacar la película de la inercia de las obviedades.

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Ficha técnica
Título original: Babygirl
Año: 2024
Duración: 1 hr. 54 min.
País: Estados Unidos
Director: Halina Reijn
Guion: Halina Reijn
Música: Cristobal Tapia de Veer
Fotografía: Jasper Wolf
Reparto: Nicole Kidman, Harris Dickinson, Antonio Banderas, Sophie Wilde
Calificación: 5/10

Un dolor real
Un dolor real es una película que supone el segundo largometraje de Jesse Eisenberg como director tras Cuando termines de salvar el mundo. Mi encuentro de hora y media con ella se ha producido, en efecto, por el ruido que tuvo en el espacio mediático desde la edición pasada del Festival de Cine de Sundance, donde en reiteradas ocasiones llegué a escuchar que se trataba de una de las cosas más maravillosas que le pudo haber pasado al cine de 2024. Desgraciadamente, en este lapso de tiempo no hallo nada de eso. Me parece una comedia dramática que ofrece una actuación dominante de Kieran Culkin, pero cuya narrativa se mantiene enfrascada en una superficie indulgente de coloquios que, a menudo, le quita emoción a su viaje sobre la hermandad, la depresión y el sufrimiento. La trama se ambienta en un viaje desde la ciudad de Nueva York a Polonia y sigue la existencia de dos primos estadounidenses que viajan a Europa para visitar la casa de infancia de su difunta abuela y conectar con su herencia judía. El primero es Benji, un vagabundo franco, extrovertido y de espíritu libre, que detrás de su aparente felicidad oculta las heridas abiertas de un pasado de adicciones, inmadurez y fracasos. El segundo es David, un hombre maduro, pragmático, inseguro, que lleva una vida reservada como esposo y padre de familia. En general, la narrativa construye las peripecias de estos primos con algunas similitudes de la poética de las ciudades del cine alleniano, donde los espacios abiertos de la ciudad europea sirven como una especie de refugio para que los personajes revelen dilemas morales a través de las conversaciones que sostienen a modo de turismo interno en lugares emblemáticos de marcada índole cultural. Sin embargo, sospecho que le falta algo de impulso al asunto de los dos primos porque, entre otras cosas, la trama reduce sus acciones a una serie de diálogos reiterativos que nunca amplía su desarrollo psicológico más allá de esas obviedades descriptivas del guion que se mantienen implícitas para evitar frecuentar los lugares comunes en la ironía de los polos opuestos. De esta manera solo consigo quedarme en un estado de abulia cuando veo que se repite la impertinencia del primo honesto que busca ser el centro de atención con su afán de rebeldía; las anécdotas del primo tranquilo que se niega a aceptar que el alborotador que lo avergüenza es parte su familia; el intercambio cultural de los turistas orientados por el guía turístico que es conocedor del Holocausto. Las escenas, en su punto dialógico, revelan cosas de los personajes como la decepción, la culpa, la desesperanza, el suicidio, el multiculturalismo, la adicción, la disfuncionalidad familiar y los retos de los inmigrantes judíos. Pero todo está demasiado higienizado en las dimensiones progresistas más obvias porque las motivaciones de los personajes funcionan, en su síntesis discursiva, para elaborar un comentario sobre el dolor compartido de dos primos con personalidades diametralmente opuestas que luchan contra sus propias formas de lidiar con la angustia y el distanciamiento. En este sentido, las actuaciones de Culkin y Eisenberg poseen cierta eficacia cuando emplean sus respectivos registros expresivos para interpretar a los dos primos desiguales. Uno se roba casi todas las escenas al interpretar a un primo irreverente, indisciplinado, holgazán, depresivo, que detrás de los arrebatos sin filtro esconde el temor a la madurez y las responsabilidades adultas; en lo que posiblemente sea la mejor actuación de su carrera hasta ahora. El otro, en cambio, asume el papel de un hombre responsable, correcto, indeciso, que como buen sujeto del rendimiento debilitó el vínculo que solía tener con su primo para atender su faceta paternal, a pesar de que en secreto lo admira y lo envidia porque es la persona que siempre quiso ser. Las actuaciones de ellos son de las pocas cosas que me resultan aceptables junto a algunos hallazgos estéticos que encuentro en el gran plano general, el uso proxémico del espacio y la música que escucho en los nocturnos para piano de Chopin. El resto, francamente, me parece tan regular como olvidable.

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Ficha técnica
Título original: Un dolor real
Año: 2024
Duración: 1 hr. 30 min.
País: Estados Unidos
Director: Jesse Eisenberg
Guion: Jesse Eisenberg
Música: 
Fotografía: Michal Dymek
Reparto: Kieran Culkin, Jesse Eisenberg, Will Sharpe, Jennifer Grey, Kurt Egyiawan
Calificación: 6/10

Queer
En Queer, Luca Guadagnino ejecuta de nuevo su poética de la identidad para examinar en esta ocasión, supongo, la literatura posmodernista de William S. Burroughs que adapta de una de sus novelas. Lo que veo me convence de inmediato de que, como drama, posee una actuación notable de Daniel Craig que a veces peca de pretensiosa, pero, a menudo, tengo la sensación de que la mayor parte del tiempo la trama artificiosa permanece vacía como un trago a la roca sin whisky, sin ninguna revelación que me sorprenda cuando repite sus obviedades discursivas sobre el deseo y la sexualidad reprimida. El argumento se ambienta en los años 50 en la Ciudad de México y sigue las experiencias de William Lee, un expatriado estadounidense que pasa el tiempo en los bares locales y busca la atención de hombres más jóvenes para satisfacer su agenda de actividades homosexuales; pero cuya existencia cae en el abismo cuando se obsesiona con un joven soldado al que persigue desesperadamente por las calles con la esperanza de ganar su afecto. En general, la narrativa se estructura a través de tres capítulos y un epílogo, arreglados con una extraña mezcla de melodrama, aventura y misterio, que fraccionan la subjetividad del hombre del traje blanco con cierto surrealismo. El problema, no obstante, es que esta narración frecuenta lugares comunes que, por lo regular, reducen las acciones de Lee a una serie de situaciones reiterativas que mantienen la psicología del personaje en la superficie, anulando cualquier rastro de profundidad para cohesionar las tensiones intrínsecas que lo conducen a la autodestrucción. De esta manera, permanezco completamente anestesiado con la odisea del borracho que transita por los bares buscando hombres para ser un gay ejemplar mientras conversa nimiedades con otros colegas antes del shot de tequila; la pasión surgida entre los dos hombres que viajan a Suramérica para buscar una droga que otorga habilidades telepáticas; la despersonalización que experimentan los dos hombres por las alucinaciones inducidas por la planta en la selva. El guion está adornado de diálogos cutres, personajes planos y escenas que describen conflictos superfluos sin ningún tipo de gancho. Todo parece repetirse inútilmente en cada episodio. La síntesis discursiva responde a un comentario algo ligero sobre la alienación, el deseo reprimido y la autocompasión, entendido como el sufrimiento de un individuo solitario que es incapaz de aceptarse como es para ajustarse a las normas socialmente establecidas y decide autodestruirse a través del alcoholismo para apaciguar el rechazo afectivo que lo ha colocado en el sendero de la culpa y la impotencia. Esto es específicamente cierto cuando se muestra la incapacidad de Lee para aceptar la dura realidad de que el otro que desea sexualmente es una fabricación de su inconsciente para ocultar las heridas reales; donde la anulación del yo es el único mecanismo de defensa que le queda para creer que los actos simbólicos (simbolizado por la sustancia que produce la incorporeidad) pueden revertir o anular los pensamientos que considera inaceptables (el rechazo y la muerte del amante hipotético que amaba en secreto). En este sentido, la interpretación de Daniel Craig tiene algo de credibilidad cuando ejerce su expresividad para ponerse en la piel de un escritor narcisista, obsesivo y autodestructivo que se refugia en el etílico para olvidar las contradicciones internas que le causan angustia, aunque a veces su personaje queda como una caricatura sin alma que carece de complejidad emocional para subrayar las fragilidades de su personaje. Cuando Craig está en escena, por lo menos, Guadagnino ofrece un ejercicio de estilo que me resulta algo vistoso por la parte visual que se subraya sobre el vestuario y la reproducción costumbrista de la época, en unos escenarios conscientes de su propio artificio que le añaden consistencia a la atmósfera bohemia, de ese relato compuesto por un desfile de paisajes exóticos, iluminación artificial, colores mediterráneos y composiciones surrealistas en algunos planos. Sin embargo, su envoltorio estético se emborracha hasta descuidar la narrativa. El resultado es una obra fría, distante y, en última instancia, olvidable sobre un hombre atrapado en sí mismo.

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Ficha técnica
Título original: Queer
Año: 2024
Duración: 2 hr. 17 min.
País: Italia
Director: Luca Guadagnino
Guion: Justin Kuritzkes
Música: Trent Reznor, Atticus Ross
Fotografía: Sayombhu Mukdeeprom
Reparto: Daniel Craig, Drew Starkey, Jason Schwartzman
Calificación: 5/10
Flow
Flow es una película en la que su director, Gints Zilbalodis, sintetiza la poética de la naturaleza para perseguir aquel cine animado sobre animales de los últimos años que funciona, en clave alegórica, como una herramienta discursiva para hablar de los temas actuales que suscitan la paranoia de ciertos grupos políticos radicales europeos como el cambio climático, la inclusión y la diversidad, en una sociedad que al parecer ha condenado a unos cuantos al sufrimiento de la exclusión. Mi acercamiento a ella me indujo a pensar que iba a encontrar una de esas joyas ocultas del poco cine de Letonia que llega a estos lugares. Lo que encuentro, sin embargo, me distancia de la opinión de la manada. Es una película animada que goza de un diseño de animación notable en sus escenarios naturalistas, pero cuya narrativa, desafortunadamente, navega en círculos por una trama aburrida, facilona y repetitiva que permanece hundida en clichés mientras se esclarece su discurso sobre la amistad, el medioambiente y el valor de la camaradería. El argumento, carente de diálogos, se sitúa en un entorno natural luego de una catástrofe medioambiental y sigue la odisea de un gato negro que, después de una inundación, se ve obligado a emprender un viaje en un bote junto a otros animales (integrado por un capibara, un labrador, un pájaro secretario y un lémur anillado), mientras intenta adaptarse a un hábitat ajeno a su propia naturaleza felina y, entre otras cosas, descubre el valor de trabajar en comunidad para asegurar la supervivencia. En términos generales, la narrativa del gato perdido despierta mi interés, en principio, por la capa de misterio que se refleja sobre los paisajes postapocalípticos del mundo representado. El problema, no obstante, es que la trama se vuelve previsible y algo reiterativa porque las acciones de estos personajes quedan suspendidas en un epicentro de situaciones facilonas, en el que solo funcionan como figuras plásticas que ocupan una descripción del guion para impulsar el asunto hacia un horizonte al que nunca se llega. Los personajes son tan planos como el océano en un día sin viento. La narrativa carece de la sustancia necesaria para dejar una impresión duradera porque, entre otras cosas, solo se limita a repetir las aventuras de los animales desiguales que crean lazos frente a la incertidumbre sin preocuparse por añadir alguna profundidad más allá de las obviedades discursivas. De esta manera, se me hace imposible conectar con las desgracias de los personajes porque todo se reduce a la exploración del gato para superar el miedo por el agua; los retos de los animales que aprenden a convivir; las circunstancias inesperadas que surgen para que aprendan a valorar la solidaridad. La premisa, aparentemente sencilla, utiliza el viaje de los animales para construir un comentario sobre la soledad, la resiliencia y la conexión que esconde, de igual modo, parábolas progresistas bastante soterradas sobre los desafíos ecológicos a los que se enfrentan ciertas minorías que demonizan el papel del hombre en la sociedad capitalista (como responsable del presunto cambio climático que conduce a la destrucción de los ecosistemas), donde el gato metaforiza, además, la posición de un sujeto que abandona su individualidad para ser domesticado por una naturaleza colectiva poscapitalista que es ajena a cualquier rastro de libertad y que castiga a cualquiera que intente fluir sobre la independencia de la propiedad privada y la riqueza material. Por lo menos, encuentro solvente el enfoque minimalista con el que Zilbalodis, por la parte visual, concibe las texturas genéricas de los personajes y la atención al detalle de los paisajes naturalistas, renderizados con el software de código abierto Blender bajo un presupuesto limitado. La banda sonora, igualmente, es integrada con mucha consistencia a partir de su mezcla de melodías electrónicas. Estos elementos crean una atmósfera que por momentos es agradable, pero que solo sirven como accesorios cosméticos, en una película animada sin emoción que apenas logra mantenerse a flote y pide a gritos que su mensaje buenista sea recibido al llegar a la superficie.

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Ficha técnica
Título original: Flow
Año: 2024
Duración: 1 hr. 25 min.
País: Letonia
Director: Gints Zilbalodis
Guion: Matiss Kaza, Gints Zilbalodis
Música: Rihards Zalupe, Gints Zilbalodis
Fotografía: Gints Zilbalodis
Reparto: N/A
Calificación: 5/10

Nosferatu
Se dice que esta película de Nosferatu comenzó como un proyecto en el que su director, Robert Eggers, defendía la idea de rehacer la tradición vampírica de aquel viejo mito del vampiro nocturno que vive en el castillo tenebroso y chupa la sangre de sus víctimas antes del amanecer. El tiempo que tardo en digerirla es suficiente para saber, dicho sea de paso, que su versión está al mismo nivel de Nosferatu: Una sinfonía del horror (Murnau, 1922) y Nosferatu, el vampiro (Herzog, 1979). Se trata de un remake espléndido que nunca abandona su sentido de escalofríos ni las atmósferas lúgubres que Eggers, con estética densa, se encarga de construir en cada plano como si fuera el cuadro desempolvado de una mansión gótica, con un reparto que aprovecha para que la sonata del terror se inyecte con mayor ímpetu en el tejido sanguíneo. El argumento se sitúa en el siglo XIX y, tras un breve prólogo en el que una joven es poseída por una criatura sobrenatural, sigue la existencia de Thomas Hutter, un abogado que vive en una ciudad alemana y está casado con una mujer atormentada por pesadillas llamada Ellen, pero cuyo destino cambia radicalmente cuando abandona a su esposa para aceptar el encargo de su empleador de vender la decrépita residencia del solitario conde Orlok ubicada en Transilvania, a cambio de una garantía que mejore su estabilidad financiera. En términos generales, la narrativa de Eggers funciona adecuadamente porque, entre otras cosas, sigue al pie de la letra los pasajes de las antecesoras, en el que el héroe se enfrenta al fenómeno sobrenatural del vampiro que desea poseer a su esposa por las noches, mientras la maldición cae sobre la gente del pueblo como la peste y la mujer tiene pesadillas que la conducen a la psicosis. A pesar de que el desarrollo de los personajes se sintetiza sobre estereotipos genéricos, que no tienen tanta profundidad psicológica si se miran detenidamente dentro de los marcos descriptivos del guion, los diálogos tienen cierta vocación por lo poético y la trama solidifica su radio de acción sobre una estructura narrativa cohesionada que le añade sustancia a las situaciones que impulsan los motivos personales de cada uno de ellos para resolver el conflicto. Esto solo consigue que me quede atrapado con la desdicha de la mujer que se niega a caer tentada por las garras del vampiro siniestro que la seduce en los sueños; la odisea del hombre maldito que camina cerca de cadáveres y ratas para solucionar el enigma del villano vampiresco; la cruzada del profesor que utiliza sus pesquisas en alquimia y ocultismo para descifrar la conexión del vampiro obsesionado con la dama antes de clavar la estaca en su corazón. Hay locura, enfermedades, muerte, rituales, posesión, occisos, sarcófagos, oraciones, exorcismos, catacumbas. El terror es integrado de una manera eficaz que da miedo. Pero, de igual modo, hay una síntesis discursiva que, en su eje feminista, establece un comentario bastante sutil sobre el dominio patriarcal y los corolarios del abuso sexual, entendido como el sacrificio de una mujer que se resiste a ser poseída para usar su fuerza de voluntad en contra del poder masculino que le impide escapar de la cárcel del sufrimiento y hallar la felicidad en la emancipación. En este sentido, la actuación de Lily-Rose Depp me parece una verdadera revelación cuando ejerce su registro expresivo y su pericia física para captar, con mucha fidelidad, el delirio psicosexual de una mujer atrapada en el poder de la sumisión. A su lado, hay roles secundarios notables de Nicholas Hoult, Willem Dafoe y, ante todo, Bill Skarsgård como el vampiro macabro creado a partir de maquillaje prostético y un rango vocal reducido. Eggers suele encuadrarlos en una puesta en escena que crea un panorama sombrío y espeluznante al incorporar valores estéticos como el primer plano, la iluminación barroquista, los decorados ampulosos, el vestuario clásico, la colorización desaturada de azul, la auténtica reproducción de la época y el encuadre móvil que aporta dinamismo con la cámara en movimiento de 35mm de Jarin Blaschke. Estos elementos compositivos se integran de una forma consistente que, en efecto, nunca pierde su pulso para inyectar el terror, la sangre y la oscuridad a su tragedia gótica.

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Ficha técnica
Título original: Nosferatu
Año: 2024
Duración: 2 hr. 12 min.
País: Estados Unidos
Director: Robert Eggers
Guion: Robert Eggers
Música: Robin Carolan
Fotografía: Jarin Blaschke
Reparto: Lily-Rose Depp, Nicholas Hoult, Bill Skarsgård, Aaron Taylor-Johnson, Willem Dafoe, Emma Corrin
Calificación: 7/10

El artista anónimo
En El artista anónimo, el realizador finlandés Klaus Härö le da forma a su poética de la senectud, supongo, para interrogar la ética que hay detrás del comercio del arte, siguiendo la línea de sus últimas películas en la que el puesto de protagonista lo ocupa un anciano. Lo que encuentro en sus escenas me parece inferior a lo que vi en la espléndida El último duelo. Como drama goza de una actuación decente de Heikki Nousiainen como el anciano galerista, pero, a menudo, la narrativa se vuelve previsible en su discurso sobre los negocios del arte, y pierde sustancia al atravesar un sentimentalismo prefabricado que la embarra como una pintura sobre el lienzo. En la trama, Nousiainen interpreta a Olavi, un señor condenado al olvido que administra una galería de arte y, en un intento desesperado por recuperar el prestigio perdido, compra en una subasta un cuadro de dudosa procedencia, creyendo que es una obra maestra perdida que vale muchísimo dinero; mientras también buscar reconectar con su hija y el nieto adolescente que es un desobediente de la era digital. En términos generales, el asunto de este anciano me atrapa, en un principio, porque este es mostrado como un galerista en crisis que intenta rastrear la autenticidad de la pintura con ayuda de su nieto, en unas escenas en las que ejerce casi la función de un detective. Percibo que hay cierto ritmo cuando se presenta la investigación del galerista para custodiar la pintura adquirida; las discusiones a puerta cerrada entre el anciano irresponsable y la hija a la que descuidó; el vínculo paternofilial que surge entre el abuelo y el nieto a través del arte; las trampas de los otros galeristas que se dedican al negocio turbio de la especulación de precios en el mercado del arte. El problema, sin embargo, es que la narración se torna un poco redundante cuando cae en algunos facilismos que, por lo regular, reducen las acciones de los personajes a una serie de situaciones triviales que gravitan sobre el misterio del cuadro de Iliá Repin con la finalidad de instrumentalizar un comentario breve sobre la soledad, la culpa y la redención, entendido como la intención de redimirse de un viejo que se obsesiona con la autoría desconocida del autor de la pintura para remediar ese pasado triste en el que prefirió sacrificar sus responsabilidades paternales por el amor al arte, en medio de los cambios generacionales que lo colocaron en la bancarrota. Fuera del mensaje condescendiente de tono conservador, la ejecución me resulta algo torpe y predecible porque los personajes permanecen estacionados en algunos de los estereotipos sentimentalistas (el padre arrepentido, la hija decepcionada, el nieto rebelde, el amigo sincero, etc.), sin un verdadero desarrollo ni tensión dramática lejos de las apariencias descriptivas impuestas por el guion. Nousiainen ofrece una actuación correcta como el anciano galerista obsesionado con la búsqueda de restaurar los valores morales perdidos por la eticidad oscura de las subastas de obras de arte (simbolizado por el cuadro de Repin), pero la frialdad suya me desconecta hasta el punto de que me canso de las peripecias reiterativas de su personaje, incluyendo la relación superflua que lleva con el nieto. Con la presencia de este, Härö opta por un enfoque melodramático que, por lo menos, halla algo de solvencia en la dirección de arte que decora los interiores con muchas pinturas que agregan consistencia al ambiente del galerismo que se representa sobre las frías atmósferas urbanas de Finlandia como telón de fondo, aunque se limita a replicar el estilo visual de otros dramas europeos sin aportar una identidad propia. La banda sonora de Matti Bye, de igual forma, se integra de modo convencional para pedir a gritos que se derrame lágrimas por ciertas escenas melancólicas. Es, en última instancia, un drama de pinceladas suaves, que deja sobre mí una impresión más que olvidable.

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Ficha técnica
Título original: One Last Deal (Tuntematon mestari)
Año: 2018
Duración: 1 hr. 35 min.
País: Finlandia
Director: Klaus Härö
Guion: Anna Heinämaa
Música: Matti Bye
Fotografía: Tuomo Hutri
Reparto: Heikki Nousiainen, Amos Brotherus, Stefan Sauk, Pirjo Lonka
Calificación: 6/10

David Lynch: el arte de la vida
Luego de ser testigo del impacto cultural del fallecimiento de David Lynch, ocurrido hace apenas cinco días, me acerco en su día de cumpleaños a las imágenes que provee David Lynch: el arte de la vida, un documental que se realizó durante cuatro años a partir más de 20 conversaciones que los realizadores tuvieron personalmente con el director en los interiores de su casa. Lo que observo en una hora y media me da la impresión de que, a menudo, es un documental que ofrece un retrato sobre los años de formación de Lynch y su proceso creativo como un artista plástico, pero, a veces, permanece una zona superficial en la que se ausentan las revelaciones y el ritmo avanza como un lienzo al óleo secándose en una pared. El argumento se desarrolla en la residencia del propio Lynch y este, con cigarrillo en mano frente a un micrófono, relata con la voz en off las experiencias personales que marcaron su esencia desde que era un niño feliz que vivía en el seno de una familia norteamericana de clase media; mientras de paso emplea su creatividad como pintor para pintar algunos lienzos en su taller. De entrada, la narrativa muestra la cotidianidad de Lynch como un niño curioso que juega con su imaginación y disfruta de la libertad que le dan sus padres en un vecindario de Middle America; la mudanza por las ciudades que lo conducen a adaptarse a los distintos climas de la cultura norteamericana; la adolescencia en Pensilvania en la que se convierte en un pintor impulsado por su mentor Bushnell Keeler; las discusiones familiares que buscan imponer barreras sobre su libertad creativa; el viaje a Europa con su amigo Jack Fisk con la intención de ser un pintor; el matrimonio con Peggy en el que nace su primera hija; la filmación de sus primeros cortometrajes experimentales; la lucha por conseguir una beca en el American Film Institute para convertirse en un cineasta. La narración, acompañada con fotografías y material encontrado, no solo intentan reflejar a modo didáctico algunos fragmentos de la biografía temprana de Lynch, sino, también, los secretos del proceso creativo de su obra pictórica como catalizador estético de sus filmes posteriores. Sin embargo, en algunas ocasiones me asalta la sensación de que el asunto del artista rupturista se desvía en una colección de anécdotas inconexas y reflexiones vagas que no conducen a ninguna parte en su registro de circularidad. Los testimonios de Lynch carecen de una estructura narrativa cohesiva y se sienten más como una sesión de terapia personal que como un intento serio de explorar su enigmático arte surrealista, evitando deliberadamente cualquier tipo de crítica o exploración intrínseca de los aspectos controvertidos que rodean su obra previa a la etapa del cine. No se abordan, por ejemplo, las técnicas de dibujo o collage ni los tipos de medios que utiliza para pintar los cuadros con el estilo del neoexpresionismo abstracto, así como tampoco se habla de su inspiración en el arte de Oskar Kokoschka. La falta de una perspectiva externa contribuye a una visión unilateral y acrítica que no interroga los golpes bajos de su carrera como pintor neoexpresionista y, dicho sea de paso, conduce a una demasía de detalles triviales sobre su vida personal que no me parece otra cosa que un anuncio sobre meditación trascendental. Soy incapaz de sentir algo por lo que veo, pero reconozco, a pesar de todo, que hay algo de intriga en las escenas en que Lynch usa sus manos para distribuir la pintura en la superficie del lienzo, así como en la mezcla de escenas de archivo y en las secuencias de arte experimental que son montadas en algunos planos sobre muchas de sus pinturas abstractas. Todo lo otro, en su tono desacompasado, no logra hacerle justicia a la complejidad de la obra, de uno de los directores más fascinantes del cine posmoderno.

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Ficha técnica
Título original: David Lynch: The Art Life
Año: 2016
Duración: 1 hr. 28 min.
País: Estados Unidos
Director: Rick Barnes, Jon Nguyen, Olivia Neergaard-Holm
Guion: 
Música: Jonatan Bengta
Fotografía: Jason S.
Reparto (ellos mismos): David Lynch, Peggy Reavey, Bushnell Keeler, Jack Fisk
Calificación: 6/10

Leyenda: La profesión de la violencia
En Leyenda: La profesión de la violencia, Brian Helgeland vuelve a los territorios del cine gansteril, supongo, para sintetizar fragmentos de la biografía de los gemelos Kray, famosa dupla de gánsteres ingleses que fueron prominentes en el bajo mundo de Londres desde finales de la década de los 50 hasta fines de los años 60. Su acercamiento al género de gánsteres me hace pensar que, ciertamente, entrega una actuación notable de Tom Hardy en su papel doble como mafioso londinense, pero sus leyendas del crimen frecuentan lugares comunes que nunca abandonan el tono convencional en su trama de violencia, ambición y poder, donde a cada rato tengo la sensación de que su narrativa no es más que una recopilación barata de clichés de otras grandes cintas del cine gansteril que ni siquiera me molesto en mencionar porque cualquier cinéfilo con neuronas sabe cuáles son. Su argumento se sitúa en la década de los años 60 y en este Hardy interpreta en partes iguales a Reggie y Ron Kray, unos hermanos gemelos que se dedican a los negocios turbios y, entre otras cosas, utilizan su estela de influencia para controlar gran parte del submundo del crimen organizado de Londres, donde suelen enfrentarse a las bandas rivales por el control territorial y a los problemas que desestabilizan su imperio de las calles. El primero es un tipo serio, comedido, astuto, protector, que entabla una relación con una mujer que es hermana de su conductor y muestra habilidades de liderazgo para usar la extorsión como mecanismo para adquirir un club nocturno local que sirve de base para los negocios sucios. El segundo, en cambio, es un individuo torpe, volátil, imprudente, homosexual, que ha pasado por un hospital psiquiátrico y recibe tratamiento para la esquizofrenia paranoide, mientras aplica la brutalidad para matar a los enemigos. En términos generales, el asunto pierde pujanza porque la narrativa del guion de Helgeland establece los conflictos sobre las viejas estructuras genéricas que subrayan el ascenso y la caída de los gánsteres con tintes biográficos, sin tomarse ni siquiera la molestia desarrollar adecuadamente las motivaciones de los personajes ni de agregarle alguna sustancia a los episodios poco cohesionados que se distribuyen entre la existencia del gánster con cigarrillo en mano que le promete lujos a su esposa y se pasea con los suyos por los clubes nocturnos para custodiar los asuntos financieros del negocio de extorsión antes de frecuentar la cárcel; la torpeza del gánster errático que pone en riesgo los negocios en el club nocturno; los dilemas personales y el vacío afectivo de la esposa que se ve en el espejo de un accesorio cosmético; las guerras entre los pandilleros que se reparten el pastel del hampa; la inoperancia de los agentes policiales que investigan a los matones. Hay corrupción, traiciones, violencia, negocios, pelea a puñetazos. Pero el problema es que la narrativa carece de impulso cuando avanza a ritmo defectuoso y, dicho sea de paso, mantiene a los personajes suspendidos en una serie de situaciones banales que, por lo regular, nunca escapan de las conversaciones a puerta cerrada que anticipo con mucha facilidad porque conozco este género como la palma de mi mano. La actuación de Hardy, por lo menos, ofrece algunos momentos de credibilidad cuando ejerce los cambios de acento y su amplio registro expresivo para interpretar, por una parte, a un gánster elegante, hábil, calculador que intenta sostener las actividades criminales en medio de una crisis matrimonial; y, por la otra, a un gánster paranoico y violento colgado en el trayecto de la autodestrucción. El estilo visual, de igual forma, tiene algo de solvencia al recrear con el vestuario y los escenarios el ambiente glamoroso de Londres en la década de los 60, junto con el trucaje utilizado en un par de planos para duplicar la figura de Hardy como los hermanos gemelos. Todo lo demás se siente redundante y, en ocasiones, incluso condescendiente en sus pretensiones de cine gansteril.

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Ficha técnica
Título original: Legend
Año: 2015
Duración: 2 hr. 12 min.
País: Reino Unido
Director: Brian Helgeland
Guion: Brian Helgeland
Música: Carter Burwell
Fotografía: Dick Pope
Reparto: Tom Hardy, Emily Browning, Colin Morgan, David Thewlis, Chazz Palminteri, Taron Egerton, Paul Bettany
Calificación: 5/10

En este artículo de esenciales, selecciono cinco películas de David Lynch para los cinéfilos que desean estudiar su filmografía.



David Lynch


David Lynch es un maestro del cine que ha dejado una huella indeleble en el mundo del séptimo arte con su estilo singular y enfoque surrealista. Sus películas exploran lo desconocido, lo inquietante, lo onírico y lo sublime. Su faceta de artista plástico lo llevó a crear películas de atmósferas pesadillescas, como si la vida cotidiana fuera un sueño surrealista que se configura sobre la composición del encuadre.

Con una estética caracterizada por la combinación de lo cotidiano con lo bizarro, Lynch crea universos donde la lógica se desmorona y las emociones humanas se manifiestan en formas perturbadoras y bellas. A lo largo de su carrera, Lynch ha demostrado una habilidad incomparable para transformar lo mundano en lo extraordinario, revelando las capas ocultas de la realidad a través de una narrativa que a menudo desafía la lógica lineal. Sus personajes son gente ordinaria atrapada en los laberintos del inconsciente, a menudo atrapados en situaciones que oscilan entre lo trágico y lo absurdo, reflejando las complejidades de la experiencia humana en su forma más cruda. Su uso magistral de la atmósfera, el sonido y las imágenes oníricas convierten cada una de sus obras en una experiencia sensorial que trasciende el cine convencional.

A continuación, repasamos cinco de sus obras más esenciales que todo amante del cine debe conocer.

5. El imperio (2006)


El imperio

Con El imperio, Lynch lleva su estilo experimental al extremo. Laura Dern ofrece una actuación poderosa como una actriz cuyo papel en una película empieza a mezclarse peligrosamente con su vida real. La película, filmada en video digital, utiliza una estructura no lineal y una narrativa onírica para explorar los límites de la realidad y la ficción. El imperio es una experiencia sensorial que desafía las expectativas tradicionales del cine.

4. Carretera perdida (1997)


Carretera perdida

Carretera perdida es una incursión en el misterio y el terror psicológico. La película sigue a Fred Madison, interpretado por Bill Pullman, quien es acusado de un crimen que no recuerda haber cometido. La narrativa se fragmenta en una serie de eventos aparentemente desconectados que convergen en un final que deja al espectador cuestionándolo todo. Con una banda sonora hipnótica y una atmósfera opresiva, Lynch lleva al espectador a un viaje por la psique humana cuando esta se resquebraja por los celos, el adulterio y los estados de fuga.

3. Cabeza borradora (1977)


Cabeza borradora

La ópera prima de Lynch, Cabeza borradora, es una obra de culto que establece muchas de las temáticas y estilos que definirán su carrera. La película sigue a Henry Spencer, un hombre atrapado en un mundo industrial desolado y perturbador. Con su narrativa críptica y sus imágenes surrealistas de paisajes industriales, construye un viaje visual y emocional que desafía la ruptura lógica de los sucesos cotidianos.

2. Terciopelo azul (1986)


Terciopelo azul

Con Terciopelo azul, Lynch exploró los oscuros secretos de una idílica ciudad suburbana. Kyle MacLachlan interpreta a Jeffrey Beaumont, un joven que descubre un macabro misterio tras encontrar una oreja humana en un campo. Isabella Rossellini y Dennis Hopper ofrecen actuaciones inolvidables en esta película que cuestiona la aparente normalidad de la vida cotidiana y expone las sombras que se ocultan tras la fachada, como las cortinas rojas que cubren a las divas de los cabarés.

1. Mulholland Drive (2001)


Mulholland Drive

Considerada por muchos como su obra maestra, Mulholland Drive es una película que desafía las categorías genéricas, mezclando el cine negro, el drama psicológico y el misterio. Naomi Watts brilla en su papel dual, llevando al espectador por un viaje onírico que revela las oscuras entrañas de Hollywood y los sueños perdidos de una actriz. La narrativa fragmentada, la poética del doble y la atmósfera enigmática son marcas distintivas de Lynch, creando una experiencia cinematográfica que cierra de forma brillante la Trilogía de Los Ángeles y, además, perdura en la mente como un sueño que es difícil de olvidar.