Una casa de dinamita

En Una casa de dinamita, Kathryn Bigelow adopta las claves del cine de coral con el objetivo, supongo, de cuestionar los engranajes militares del gobierno norteamericano en tiempos de emergencia. De alguna manera, intenta recuperar su poética de la guerra, como ocurre en Vivir al límite y en La noche más oscura, aunque tengo la sensación de que ahora el barullo que presenta en casi dos horas no va a ninguna parte en específico. Como thriller político, posee momentos que demuestran la pericia de Bigelow para producir unas pocas escenas tensas, pero su narrativa irregular sobre la ética burocrática y protocolar se apaga lentamente como un misil que nunca da en el blanco, quedando en un terreno maniqueo que me invita a reflexionar lo necesario como para saber que es un encargo para complacer a los señores globalistas. La trama narra, desde tres perspectivas distintas, los acontecimientos que ocurren dentro de la cadena de mando del gobierno estadounidense luego de la detección de un misil balístico intercontinental que apunta a caer en Chicago, donde los funcionarios en el llamado del deber responden a los protocolos de lugar para neutralizar la amenaza nuclear con carácter de urgencia cuando se eleva el nivel de alerta DEFCON1, incluyendo los altos mandos militares y el propio presidente. En términos estructurales, la narrativa sigue las pautas del cine de coral no lineal, mostrando paralelamente la misma secuencia tres veces desde diferentes puntos de vista, separados por unos intertítulos que funcionan para anticipar lo que sucede. En este sentido, se muestra las perspectivas de la oficial de guardia a cargo de la Sala de Situación de la Casa Blanca; el comandante de la base de defensa antimisiles balísticos en Fort Greely; el general del STRATCOM en la base de la Fuerza Aérea Offutt en Nebraska; el subasesor de Seguridad Nacional en medio de una teleconferencia con los mandatarios; la toma de decisión del Presidente frente al asunto de seguridad nacional. El problema fundamental, no obstante, es que el desarrollo de los personajes es defectuoso porque, entre otras cosas, solo rellenan los estereotipos descriptivos del guión rebuscado de Noah Oppenheim, colocados como fichas de ajedrez en un tablero de situaciones predecibles que, a menudo, se reducen a diálogos a puerta cerrada sobre decisiones burocráticas, sin profundizar nunca en la psicología de algunos de ellos más allá de las obviedades que hay detrás de sus acciones. La carrera contrarreloj contra el apocalipsis se convierte, de este modo, en un laberinto burocrático en el que cada diálogo militar es un memorando desclasificado recitado con la pasión de un auditor fiscal, donde los personajes son presentados como unos inútiles que están descalificados para manejar conflictos geopolíticos, mientras debaten respuestas escalatorias en conferencias virtuales y pasillos institucionales. La rutina de relaciones internacionales se estira inútilmente porque Bigelow solo se preocupa, por añadidura, en las dimensiones discursivas de su comentario sobre la eticidad de la burocracia estadounidense, utilizando el misil invisible como un MacGuffin que señala las presuntas deficiencias del sistema de defensa para responder a calamidades externas y crisis geopolíticas. Bigelow lo justifica como un grito de alerta contra la escalada bélica, pero, en sus afanes progresistas discretos, suena a excusa para no comprometerse con las consecuencias reales de su propia premisa al quedar solo como una crítica inofensiva contra las políticas republicanas. La puesta en escena, por lo menos, emplea algunas de las firmas estilísticas de Bigelow para coreografiar el caos controlado en espacios herméticos a través de las panorámicas, los decorados militares, el montaje paralelo, el sonido diegético y, además, el encuadre móvil de una cámara en mano temblorosa, fruto de una correcta labor fotográfica de Barry Ackroyd. La música de Volker Bertelmann, asimismo, tiene un leitmotiv decente. Estos elementos, por desgracia, no tienen la fuerza necesaria para estallar en su ejercicio de indulgencia antibelicista y reparto desperdiciado, como un petardo mojado del que solo queda el humo de la mecha que se ha apagado.



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Ficha técnica
Título original: A House of Dynamite
Año: 2025
Duración: 1 hr. 52 min.
País: Estados Unidos
Director: Kathryn Bigelow
Guion: Noah Oppenheim
Música: Volker Bertelmann
Fotografía: Barry Ackroyd
Reparto: Idris Elba, Rebecca Ferguson, Gabriel Basso, Jared Harris, Tracy Letts
Calificación: 6/10
Cacería de brujas

Cacería de brujas es una película que supone, entre otras cosas, el regreso de Luca Guadagnino a la poética del deseo prohibido. Parecería como si estuviese hecha para complacer a los turistas festivaleros y terminar olvidada antes de los créditos finales porque, francamente, sus dos horas fatigosas me invitan a razonar lo suficiente como para saber que el director italiano cree que cualquier plano que dura más de veinte segundos cumple con los requisitos básicos del cine de autor. Encima de que es una película innecesariamente larga de Guadagnino, también es un drama psicológico que desperdicia a Julia Roberts para mantenerse en una circularidad insoportable de pedantería académica, moralina de salón y aburrimiento doctoral disfrazado de «complejidad filosófica», del que recibo sus escenas con una abulia que me hace cuestionar, en más de una ocasión, el guión de dudosa procedencia ideológica de Nora Garrett. La trama sigue a Alma Imhoff, una profesora de filosofía en la Universidad de Yale que, tras una cena en casa junto a su esposo, se ve involucrada en un escándalo provocado cuando su colega, Hank, es acusado de acoso sexual por su mejor estudiante de doctorado, Maggie. En general, la narrativa estructura el barullo sobre las particularidades del drama psicológico, donde el conflicto central de un personaje sirve como catarsis para manifestar traumas del pasado. El problema fundamental, sin embargo, es que el guión carece de cohesión porque solo reduce las acciones de los personajes a un abanico de situaciones dúctiles que, por lo regular, se convierte en un larguísimo juicio improvisado de diálogos en pasillos, cafeterías, bares y apartamentos con demasiados libros en las paredes, donde se explota el relato no iconógeno para subrayar las obviedades. Las pretensiones de los personajes se estiran sobre las discusiones de Alma con la estudiante afroamericana y lesbiana que es privilegiada; las conversaciones mañaneras con café y cigarrillo en mano que Alma sostiene con su esposo; los coloquios a puerta cerrada entre Alma y el amigo que acusa a la acusadora de plagiar su tesis de Agamben; la rutina en las clases donde Alma adopta su ethos y la falacia de autoridad para imponer sobre sus estudiantes los argumentos prestados de otros filósofos (Arendt, Foucault, Hegel, etc.). Nadie nadie resuelve nada. Solo hablan nimiedades. Hablan y hablan y hablan con esa verborrea presuntamente sofisticada que solo revela una jactancia insufrible, donde cada diálogo suena escrito por alguien que ha leído demasiados artículos de The Atlantic y nunca ha tenido una conversación aterrizada con otro ser humano. Los personajes intercambian tesis doctorales en voz baja con la única finalidad, supongo, de interrogar el acoso sexual, los límites de las acusaciones de abuso y la eticidad en los entornos académicos, pero entendido como el dilema ético de una maestra republicana con un pasado trágico que suprime sus sentimientos para mantenerse atada a la virtud escrita en los manuales de moralidad, ocultando el dolor imborrable de una violación estatutaria que sufrió en su adolescencia. Pero este planteamiento discursivo progresista nunca se arriesga a tomar una postura crítica para hablar de la caza de brujas del #MeToo. En este sentido, la actuación de Julia Roberts es, cuanto mucho, decente cuando utiliza su expresividad para interpretar a una mujer fría y manipuladora que, como víctima, esconde los traumas no resueltos de los secretos familiares que la conducen a la infelicidad, aunque el guión no abre el espacio necesario para conocer a su personaje fuera de las motivaciones artificiosas. Con ella, Guadagnino encuadra todo como si estuviera rodando un anuncio de becas, aprovechando a menudo el sonido diegético y la correcta fotografía de Malik Hassan Sayeed para evocar atmósferas absorbentes en espacios universitarios. La banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross, de igual modo, es competente con sus tonos electrónicos. Estos elementos aperturan un ejercicio de ombliguismo estético, pero, en resumen, es una de esas películas que te hacen desear que alguien entre en escena con un hacha y acabe con tanto sufrimiento intelectual.



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Ficha técnica
Título original: After the Hunt
Año: 2025
Duración: 2 hr. 18 min.
País: Estados Unidos
Director: Luca Guadagnino
Guion: Nora Garrett
Música: Trent Reznor, Atticus Ross
Fotografía: Malik Hassan Sayeed
Reparto: Julia Roberts, Ayo Edebiri, Andrew GarfieldMichael StuhlbargChloë Sevigny
Calificación: 4/10
Familia en renta

En Familia en renta, la directora japonesa Hikari retoma su poética de la familia con el objetivo, supongo, de interrogar el servicio de «familias de alquiler» que es bastante solicitado en la sociedad japonesa contemporánea, algo que ya ha sido tratado con otro enfoque en Family Romance, LLC (Herzog, 2019). Se trata de su segundo largometraje tras debutar hace seis años en 37 segundos, y lo que ofrece me induce a pensar que es una cineasta comprometida con el cine enternecedor. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que Hikari entrega aquí una película entretenida y conmovedora que se beneficia, en cierta medida, de la estupenda actuación de Brendan Fraser para reflexionar sobre la soledad, el oficio de actuar y lo que verdaderamente significa pertenecer cuando todavía queda empatía humana. La trama sigue a Phillip Vandarpleog, un actor estadounidense que vive en Tokio desde hace siete años y que, como ser solitario, encuentra trabajo para una agencia japonesa de familias de alquiler, donde interpreta papeles en la vida de otras personas, pero cuya vida cambia, en el transcurso de su experiencia, al sentir conexiones genuinas con los clientes, sobre todo cuando se vuelve el padre de una niña que vive con una madre soltera, o cuando hace de periodista para entrevistar a un actor retirado con demencia. En general, esta narrativa tiene un arranque que me atrapa, en efecto, por la manera sencilla en que se emplean las fórmulas habituales de la comedia dramática para hilvanar la historia del actor perdido en Japón. El desarrollo de Phillip es sutil porque, por añadidura, el guión de Hikari opta por mostrarlo como un sujeto que se refugia en el servicio de la actuación para olvidar el pasado trágico como actor caído en desgracia, colocándolo a menudo en una serie de situaciones sorpresivas que oscilan entre lo tierno y lo absurdo. Las escenas ocurren con cierta imprevisibilidad porque se toman el tiempo necesario para acentuar los conflictos internos de los personajes. Las experiencias de Phillip funcionan, en su síntesis discursiva, para cuestionar la ética del peculiar servicio japonés de rentar familias, un fenómeno real que transforma la soledad urbana en un negocio de emociones simuladas, pero entendiendo el asunto ahora como la dedicación de un actor que interpreta a otros personajes para nunca sentirse solo, en un espacio que le permite conocerse a sí mismo mientras se pone en el lugar del otro que, así como él, lo ha perdido todo. A modo subtextual, Hikari también utiliza al personaje para dialogar sobre la depresión, la culpa y la condición social del inmigrante cuando se enfrenta a las barreras multiculturales, encarnando esa melancolía existencial que todos hemos sentido alguna vez: la de ser un extraño en tierra extraña, un outsider que finge entusiasmo mientras el alma se marchita en aislamiento. En este sentido, el discurso funciona adecuadamente por la interpretación de Fraser, que me resulta orgánica cuando interpreta, con los gestos y la mirada, a un actor ordinario que vive en un minúsculo apartamento, con silencios que narran fracasos y una sonrisa que ilumina como un faro en la lluvia tokiota cuando descubre el valor del instinto paternal, rodeado de memorabilia de audiciones pasadas que señalan su fracaso. Frente a él, hay actuaciones secundarias correctas de Takehiro Hira y Akira Emoto. Con este reparto, Hikari consigue una puesta en escena que posee humor y ternura, con una labor de fotografía competente de Takurô Ishizaka y Stephen Blahut que captura con solvencia las atmósferas urbanas de Tokio, como un laberinto de luces que se disuelve entre calles húmedas, apartamentos claustrofóbicos, y parques cubiertos de flores blancas. La banda sonora, de igual modo, eleva el lado emocional del relato con su música etérea y melancólica. Estos elementos me dejan con la sensación, en última instancia, de que esta película no alquila emociones; más bien las regala cuando retrata su drama tragicómico sobre familias alquiladas.



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Ficha técnica
Título original: Rental Family
Año: 2025
Duración: 1 hr. 49 min.
País: Japón
Director: Hikari
Guion: Stephen Blahut, Hikari
Música: Jon Thor Birgisson, Alex Somers
Fotografía: Stephen Blahut, Takuro Ishizaka
Reparto: Brendan Fraser, Mari Yamamoto, Takehiro Hira, Akira Emoto
Calificación: 7/10
La Máquina: The Smashing Machine

En The Smashing Machine, Benny Safdie retoma su poética del docudrama para presentar, en unas dos horas, la biografía de Mark Kerr, exluchador y artista marcial mixto estadounidense que está considerado como uno de los pioneros de los torneos de artes marciales mixtas. El título está tomado del documental de HBO The Smashing Machine: The Life and Times of Extreme Fighter Mark Kerr, y supone además la debut en solitario de Safdie luego de haber codirigido Diamantes en bruto junto a su hermano Joshua. En lo particular, creo que es un biopic deportivo que ofrece una actuación más o menos decente de Dwayne Johnson como el último campeón, pero su narrativa me parece lo suficientemente aburrida como para caer noqueado en el piso, desprovista de cualquier rastro de emoción humana al mostrar la vida de Kerr en el ring. El argumento cubre la carrera de Kerr en la temporada 1999-2000, mostrándolo como un luchador carismático que mantiene un vínculo complicado con su novia Dawn y que, asimismo, entrena duramente en el gimnasio con su amigo Mark Coleman para mantenerse en forma, mientras se prepara para las peleas en la arena de combate, donde suele salir invicto como el campeón indiscutible, poco antes de probar el amargo sabor de la derrota. El problema principal, no obstante, es que la narración se vuelve plomiza porque, entre otras cosas, el guión de Safdie no concede el espacio necesario para profundizar en las complejidades internas de Kerr y opta por mostrarlo sobre una serie de situaciones desprovistas de pulso dramático que caen, a menudo, en una circularidad de diálogos expositivos que debilitan sus motivaciones más básicas. El bucle de reiteraciones se prolonga sobre los problemas de Kerr por el consumo de drogas que usa como adicto para reducir el dolor; las discusiones de pareja entre Kerr y Dawn en la casa; los entrenamientos de Kerr en el gym para ganar masa muscular siguiendo los consejos de su mejor amigo Mark; los combates sangrientos en el cuadrilátero donde Kerr pone a prueba sus habilidades entre puñetazos y patadas contra los contrincantes japoneses. La interpretación de Johnson, por lo menos, demuestra que podría ser un actor dramático serio lejos de los papeles de héroes de acción musculosos, al interpretar, con la mirada fría y los gestos de su rostro maquillado, a un hombre que alcanza la gloria antes de lidiar contra la adicción a las drogas que lo conduce al abismo de su carrera; alcanzando su punto fuerte en algunos combates en el cuadrilátero en los que refleja pericia física como luchador de lucha libre. Emily Blunt, por su parte, tiene mucha química con Johnson, como lo ha demostrado ya en otras películas en la que colaboran juntos, pero a veces queda reducida aquí al papel de una mujer trofeo que, en medio de la histeria cotidiana, solo aparece para regañar y provocar discusiones vacías con el hombre machista que la mantiene encarcelada como una ama de casa. Con estos actores, Safdie utiliza algunas herramientas estéticas que intentan sintetizar algunos de los momentos de la carrera de Kerr a través de reproducción auténtica de la época, el vestuario deportivo, la elipsis, el fuera de campo, el plano medio, el plano general y, ante todo, algunas modalidades del encuadre móvil que aprovechan la cámara en mano para evocar el estilo de un documental sobre campeonatos de artes marciales mixtas, fruto de una fotografía competente de Maceo Bishop que adopta una relación de aspecto 4:3. La banda sonora discordante de Nala Sinephro, en cambio, me entra por los oídos sin causarme nada fuera de lo ordinario con sus arreglos de arpa, jazz y sintetizadores. Estos elementos solo funcionan como accesorios cosméticos que transmiten la autenticidad del mundo de las artes marciales mixtas, pero, en última instancia, son insuficientes para sacar esta película deportiva de la inercia de combates huecos y conversaciones cotidianas sin gancho.



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Ficha técnica
Título original: The Smashing Machine
Año: 2025
Duración: 2 hr. 03 min.
País: Estados Unidos
Director: Benny Safdie
Guion: Benny Safdie
Música: Nala Sinephro
Fotografía: Maceo Bishop
Reparto: Dwayne Johnson, Emily Blunt, Bas Rutten, Ryan Bader
Calificación: 4/10
Valor sentimental

En Valor sentimental, el director noruego Joachim Trier recupera su poética sobre la familia con la finalidad, supongo, de interrogar las fracturas familiares desde los marcos limítrofes del metacine. Las dos largas horas que tiene de metraje me obligan a razonar seriamente sobre la aclamación casi unánime que ha recibido porque, a decir verdad, creo que premiaron el paquete nórdico elegante, de esos cargan el slogan de "premio europeo", pero sin ningún rastro de emotividad, como ocurre con La peor persona del mundo. El drama de Trier ofrece aquí una actuación sobria de Stellan Skarsgård y cierta elegancia compositiva, pero, en general, su narrativa me parece demasiado circular reiterando el dilema sobre memoria y reconciliación en una familia disfuncional escandinava. Su argumento narra la relación entre Nora y Agnes Borg, dos hermanas distanciadas entre sí que, tras la muerte trágica de su madre, se ven obligadas a recibir la visita inesperada de su padre Gustav, un director de cine otrora famoso que ha quedado en el olvido y abandonó a la familia cuando ellas eran pequeñas. Esta narrativa, en términos generales, tiene un comienzo que me invita a interesarme por los lazos rotos de estos personajes cuando el padre decide realizar una película sobre la historia de su familia para reconciliarse con sus hijas. El problema fundamental, no obstante, es que el guión restringe el espacio necesario para ampliar la psicología de estos personajes lejos de las descripciones obvias, además de que sus acciones permanecen estacionadas en una zona higienizada que, a menudo, se reduce a conversaciones inanes a puerta cerrada y viñetas retrospectivas, estructuradas en una circularidad de recuerdos redundantes en la casa suicida. La rutina de situaciones previsibles se mantiene en bucle con el anhelo de Gustav por recuperar la fama con el guión autobiográfico que ha escrito; el egoísmo de Nora como actriz de teatro que pone su carrera por encima de todo; la tranquilidad de Agnes como esposa y madre; el entusiasmo de la actriz de Hollywood Rachel Kemp por el guión de Gustav luego que le ofreciera el papel principal; las anécdotas de Gustav sobre el suicidio de su madre cuando era niño. El uso del relato no iconógeno funciona en la superficie para responder a un comentario sobre el perdón y el paso del tiempo, pero entendido como el proceso de reconciliación de una familia afectada por los traumas compartidos del suicidio provocados por la ausencia y la depresión, donde las hijas sufren el trauma por la muerte de su madre y culpan al padre egoísta —afectado también por los traumas pasados— como responsable de haber priorizado el arte sobre ellas. El metacine, en lo discursivo, no es más que un accesorio cosmético, colocado en las escenas para reiterar la idea de que el cine es un espacio de memoria al revivir recuerdos heredados de la nostalgia para transformarlos en imágenes reconciliadoras que pueden sanar heridas. Al margen de esto, la interpretación de Skarsgård salva escenas al asumir el rol, entre miradas y gestos, de un director de cine carismático, egocéntrico, depresivo, afectado por el fracaso personal y profesional, que busca el reconcilio con sus dos hijas filmando una última película como carta de redención. Junto a él, hay una actuación decente de Elle Fanning como una actriz joven afectada por las experiencias de la familia rota, aunque solo rellena escenas. A todo esto se suma, dicho sea de paso, algunas cuestiones estéticas que Trier sintetiza sobre la puesta en escena para comunicar el barullo del trauma familiar a través del uso proxémico del espacio, el plano simbólico, el fuera de campo, la elipsis, el primer plano y las atmósferas frías que pretenden evocar la melancolía del relato con la lente de Kasper Tuxen. Pero todo lo demás, por desgracia, me aburre y me deja con la sensación de haber visto un álbum de fotos, que pide a gritos que derrame una lágrima por la tragedia de una familia escandinava.



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Ficha técnica
Título original: Sentimental Value (Affeksjonsverdi)
Año: 2025
Duración: 2 hr. 13 min.
País: Noruega
Director: Joachim Trier
Guion: Joachim Trier, Eskil Vogt
Música: Hania Rani
Fotografía: Kasper Tuxen
Reparto: Renate Reinsve, Stellan Skarsgård, Inga Ibsdotter Lilleaas, Elle Fanning
Calificación: 6/10
Ciudad en sombras

Ciudad en sombras es una película poco recordada de William Dieterle que supone, entre otras cosas, el debut cinematográfico de Charlton Heston como actor, luego de que este fuera descubierto por el productor Hal B. Wallis durante su período en la Paramount Pictures. La hora y media que tiene de metraje me hace pensar que no alcanza la resonancia de los clásicos emblemáticos del género, pero, en lo particular, es una película de cine negro en la que Dieterle crea un clima opresivo que se ajusta, en cierta medida, a la presencia del debutante Heston como apostador acorralado en una ciudad oscura de vicio y asesinato, con una solvencia narrativa que mantiene su consistencia dentro de los estándares de la serie B. La trama arranca con Danny Haley, un veterano convertido en tahúr profesional que, junto a sus socios en un local ilegal de apuestas, despluma en un juego de póker a un turista de paso por un cheque de $5 mil dólares, que luego recurre al suicidio, pero cuya estafa aparente lo conduce a la desesperación cuando es perseguido por el misterioso y psicopático hermano del difunto estafado, en una cacería urbana donde él, como tramposo, debe arreglárselas con pistola en mano para sobrevivir en una jungla de cemento donde nadie sale indemne: ni los culpables ni los inocentes. En términos generales, la narrativa de este argumento es sólida porque, hasta cierto punto, maneja con eficacia los elementos particulares del género, donde el hombre duro se fuma un cigarrillo poco antes caer en la trampa que lo acorrala en callejones oscuros en los que solo hay humo, sospechas y muerte. A pesar de unos pocos facilismos de guión que funcionan para impulsar la trama, el desarrollo de los personajes conserva un grado de sutileza que se refleja, a menudo, en los diálogos que interrogan su pasado y en las situaciones que, en un par de escenas, se vuelven impredecibles por encima de la rutina urbana. En este sentido, las fichas se acomodan bastante bien sobre el delirio de persecución de Haley mientras planea escapar con el dinero; las visitas de Haley a la jefatura de policía para conversar con el detective de homicidios que investiga el caso; los encuentros románticos en los que Haley frecuenta el cabaret de la esquina para ver a una mujer que lo atrapa con la voz llamada Fran Garland; los intentos de Haley para investigar por su cuenta mientras el asesino suelto del anillo negro liquida a sus secuaces en plan de venganza. Por si fuera poco, la actuación de Heston eleva el material cuando adopta la mirada fría, la voz grave y el rostro para interpretar a un tipo de aspecto rudo y con traje de tweed que, debajo del cinismo, arrastra la culpa como una losa y comprende la magnitud moral de su acto. Frente a él, Lizabeth Scott ofrece una interpretación correcta como la femme fatale de rostro venusiano que canta en el cabaret y seduce al cínico con su voz ronca mientras suenan las baladas melancólicas para expresar su amor. La química entre ambos es palpable, especialmente en las escenas en las que ella canta y él la mira, donde la cámara se detiene en sus rostros mientras la canción habla de arrepentimiento. Esto se debe, en gran parte, a la pericia estética que Dieterle deposita sobre la puesta en escena para subrayar los estados psicológicos de los personajes a través del primer plano, el plano subjetivo, el fuera de campo, el plano-contraplano y el uso del encuadre móvil que se dinamiza sobre atmósferas urbanas y sombras alargadas en calles luminosas, capturado por la lente en blanco y negro de Victor Milner. La banda sonora de Franz Waxman, de igual modo, atrapa mis oídos con su orquestación estruendosa que eleva el suspense. Estos componentes envuelven la película sobre una capa de fatalidad que, en última instancia, me resulta atrapante al presentar su urbe oscura sobre apostadores clandestinos.



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Ficha técnica
Título original: Dark City
Año: 1950
Duración: 1 hr. 37 min.
País: Estados Unidos
Director: William Dieterle
Guion: John Meredyth Lucas, Larry Marcus, Ketti Frings
Música: Franz Waxman
Fotografía: Victor Milner 
Reparto: Charlton Heston, Lizabeth Scott, Viveca Lindfors, Dean Jagger, Don DeFore
Calificación: 7/10
Roofman

En Roofman, Derek Cianfrance recupera los apuntes de su poética del robo con la intención, imagino, de capturar la historia basada en hechos reales sobre el ladrón estadounidense Jeffrey Manchester, quien a finales de los 90 cobró notoriedad en las noticias por robar más de 40 sucursales de McDonald's entrando desde el techo. Se trata de la película más reciente del director de Triste San Valentín y La luz entre los océanos, tras una ausencia de más de nueve años, aunque me supongo que ha valido la espera porque, francamente, las dos horas que tiene de metraje pasan volando por su insólita premisa. Es una película de atraco que también funciona como comedia romántica, pero Cianfrance logra un equilibrio que siempre mantiene el lado entretenido y atrapante por la interpretación de Channing Tatum como el carismático fugitivo, dejando sobre mí una huella duradera cuando establece su química con Kirsten Dunst. La trama sigue a Jeffrey como un ladrón y veterano divorciado del Ejército estadounidense que, por asuntos familiares y la necesidad de hacer feliz a su pequeña hija, decide robar con pistola en mano locales de McDonald's, sin cruzar la línea de la violencia, poco antes de ser arrestado por la policía y volverse un fugitivo de la justicia al escapar de prisión, permaneciendo escondido en un Toys "R" Us de Charlotte en el año 2004, donde sobrevive entre dulces y juguetes. En términos generales, esta narrativa me atrapa de inmediato por la manera en que esboza, con cierta ironía, los fragmentos del ladrón de techos, con un trato finamente ajustado que se equilibra bastante bien al subvertir las fórmulas habituales del cine de asaltos, la comedia romántica y el drama biográfico. Por si fuera poco, el guión hace que el personaje sea interesante porque sus acciones, narradas con la voz en off, se construyen sobre un dilema ético y moral que profundiza su desarrollo psicológico a través de los diálogos escuetos y las situaciones absurdas que devienen en la cárcel de los juguetes, en las visitas a la iglesia con nombre falso y la relación amorosa que él tiene con Leigh Wainscott. El conflicto nunca deja que el ladrón agradable salga impune porque, entre otras cosas, es interrogado desde la superficie con un comentario social sobre la redención, pero entendido como la contradicción de un antisocial que cae en el abismo del crimen para sostener a su familia en medio del desempleo y luego, como fugitivo, trata de remendar sus errores ocupando el rol patriarcal de una nueva familia que encuentra junto a una mujer soltera que lo ve como el padre ausente que necesitan sus dos hijas; explorando además la culpa y el daño que causa a quienes ama. La actuación de Tatum ofrece un balance entre lo cómico y lo dramático cuando emplea su expresividad para interpretar el papel de un delincuente oportunista que, debajo del carisma, se halla un hombre moralmente complejo arrastrado a un problema —un padre desesperado que roba McDonald's por su condición socioeconómica— que lo obliga a acumular mentiras para mantener feliz a su familia, como un niño grande atrapado en un cuerpo de adulto que no sabe exactamente lo que quiere; en una de las actuaciones más estupendas de su carrera. Dunst, por su parte, entrega una interpretación más que solvente como la empleada honesta que se enamora sin saberlo de un fugitivo, aportando vulnerabilidad y fuerza expresiva con su mirada. Con ellos, Cianfrance evoca en cada escena la textura cálida y orgánica de la atmósfera urbana de los años 2000 filmada en 35mm por Andrij Parekh, consiguiendo además eficacia en los decorados internos de Toys "R" Us, en el uso del encuadre móvil y en la reproducción de los detalles de la época. La banda sonora de Christopher Bear, de igual modo, añade un toque sensible y melancólico. Todo esto logra, en resumen, que la película se vuelva, con humor y ligereza, una meditación conmovedora sobre la búsqueda de segundas oportunidades.



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Ficha técnica
Título original: Roofman
Año: 2025
Duración: 2 hr. 06 min.
País: Estados Unidos
Director: Derek Cianfrance
Guion: Derek Cianfrance, Kirt Gunn
Música: Christopher Bear
Fotografía: Andrij Parekh
Reparto: Channing Tatum, Kirsten Dunst, Peter Dinklage, Ben Mendelsohn, Juno Temple, Lakeith Stanfield 
Calificación: 7/10