1492: conquista del paraíso
En 1492: conquista del paraíso, Ridley Scott arrastra algunos registros de la poética naturalista, supongo, para retratar la figura de Cristobal Colón como descubridor del nuevo continente, además de coincidir, a modo de homenaje, con el 500 aniversario del mítico viaje. Las más de dos horas y medias que dura me hace ver paralelismos con Aguirre, la ira de Dios (Herzog, 1971), aunque, desgraciadamente, lo que propone no alcanza ni siquiera para agregarle algo de sustancia a los créditos iniciales. Como épica histórica cuenta con una reproducción auténtica de la época que refleja la atención de Scott por los detalles visuales, pero, en general, su retrato sobre el legendario conquistador se pierde como un barco en el mar y frecuenta lugares comunes que de vez en cuando me sacan unos cuantos bostezos del aburrimiento. El argumento se sitúa en 1492 y sigue la existencia de Colón durante los días en que es un navegante idealista que, luego de convencer a la reina Isabel I de Castilla, obtiene los permisos necesarios de las autoridades para emprender un viaje en barco hacia el oeste con el fin de establecer una nueva ruta para el comercio con Asia y traer de vuelta cantidades suficientes de riquezas en oro para los monarcas. En términos generales, la narrativa conjunta el drama biográfico con la aventura y la épica histórica para ofrecer, dicho sea de paso, una crónica elíptica de algunos de los principales acontecimientos que condujeron al descubrimiento del Nuevo Mundo, pero adoptando un enfoque revisionista que muestra a Colón como un explorador volátil, idealista y desorganizado que, estando motivado por el deber, es incapaz de controlar a los colonos o establecer una administración funcional en las islas conquistadas. El arranque es, desde luego, interesante hasta las escenas en que Colón ejerce su liderazgo en altamar para contener a la tripulación a punto de amotinarse en los interiores de las tres carabelas conocidas como la Pinta, la Niña y la Santa María. Sin embargo, al cabo de un rato me asalta la terrible sensación de que los personajes carecen de desarrollo alguno más allá de las descripciones superfluas del guion de Roselyne Bosch y sus acciones, por lo regular, están acomodadas bajo un aparato de situaciones previsibles que se estiran inútilmente en cada una de las conversaciones a puerta cerrada. Sencillamente hay una ausencia de pulso dramático que está muy presente en el choque de civilizaciones que se da entre los colonos europeos y los nativos locales; las tradiciones culturales de los taínos como tribu con creencias distintas a las europeas; la conspiración del perverso Adrián de Mújica para tomar el poder; la odisea de Colón para mantener el orden entre los colonos rebeldes y los indígenas durante el proceso de colonización de La Española en la ciudad de La Isabela. Dentro del limitado registro expresivo mostrado en esta película, Gérard Depardieu interpreta a Colón como un hombre ambicioso y moralista, que anhela explorar para descubrir territorios inexplorados, pero que a menudo recurre a las falsas promesas que debilitan su liderazgo. A veces me da la impresión de que casi no se sabe quién es Colón lejos del lado didáctico rebuscado que lo subraya como aquel explorador devoto, responsable y visionario que me enseñaron en el colegio. La escasa complejidad del personaje junto a los secundarios estereotipados del reparto se complementa, al menos, por los valores estéticos que Scott sintetiza en la puesta en escena a través de los decorados, el vestuario, la reproducción del período y las atmósferas visualmente absorbentes que se dejan notar en un par de planos. La banda sonora de Vangelis, de igual forma, es integrada con consistencia en algunas escenas clave, especialmente su leitmotiv de progresión armónica y sintetizadores que evoca sobre mis oídos una extraña sensación de triunfo. Todo lo demás, en su ucronía simplista, se hunde como una embarcación de vela en un viaje oceánico.

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Ficha técnica
Título original: 1492: Conquest of Paradise
Año: 1992
Duración: 2 hr. 34 min.
País: Reino Unido
Director: Ridley Scott
Guion: Roselyne Bosch
Música: Vangelis
Fotografía: Adrian Biddle
Reparto: Gérard Depardieu, Armand Assante, Sigourney Weaver, Loren Dean, Ángela Molina, Fernando Rey, Michael Wincott
Calificación: 5/10

Macbeth
En Macbeth, Roman Polanski recupera algunos rastros de su poética de la violencia para adaptar en el cine, supongo, la popular obra teatral de Shakespeare que ha conmocionado a millones a lo largo de los siglos. Su versión, que tuvo problemas para hallar financiación con los estudios por su carácter violento y oscuro, parece casi como una carta de despedida, en la que descarga sus obsesiones personales y la enorme culpa para hacer frente al publicitado asesinato de su esposa embarazada, Sharon Tate, en manos de la familia Manson. Su largo metraje de dos horas y media me obliga a razonar lo suficiente como para saber que se trata de una de las películas tibias de su filmografía. Por momentos, es una épica histórica en la que Polanski mantiene un tono atmosférico y violento, pero, francamente, casi no hay fuerza en los soliloquios shakesperianos y los personajes, a menudo, son tan planos como la hoja de una espada. Su argumento se ambienta en la Edad Media y sigue a Macbeth, un general que es ascendido al título de Barón de Cawdor por el rey Duncan luego de su victoria en una batalla y que, luego de atestiguar las profecías de tres brujas junto a su amigo Banquo, es instigado por su esposa, Lady Macbeth, para invitar al rey a una fiesta en su castillo y conspirar para asesinarlo sin que nadie lo sepa, con el fin de tomar la corona que no le pertenece como rey de Escocia. En términos generales, la narrativa de Polanski opta por sintetizar la tragedia de Shakespeare bajo los estándares genéricos de la épica histórica, mostrando las conspiraciones palaciegas que deshumanizan al monarca corrompido por su ambición en los interiores de su castillo y donde, dicho sea de paso, lo soliloquios arrojados por la voz en off subrayan los temores y las dudas que lo gobiernan tanto a él como a su esposa. Hay traición, sospechas, oportunismo, asesinato, muerte, pesadillas, duelos sangrientos y conversaciones a puerta cerrada sobre los asuntos monárquicos cuando Macbeth comienza a temer una posible usurpación por parte de sus súbditos más leales. El problema fundamental, no obstante, es que las acciones de los personajes se reducen a una serie de situaciones predecibles que no contienen ningún grosor dramático y, por lo regular, justifican su presencia como la de unos autómatas teatrales que solo ocupan un lugar en el espacio para recitar diálogos shakespearianos, como si se tratara de un ensayo para una clase de teatro. De esta manera, me quedo completamente anestesiado por la falta de gancho que hay detrás de los planes maquiavélicos de Macbeth para mantenerse en el poder a como dé lugar; el asesinato de Banquo arreglado por dos asesinos en el bosque; los banquetes en la corte del rey en el que Macbeth es atormentado por los fantasmas; los rituales proféticos de las brujas ancianas que se dedican al negocio de engañar a los reyes; el declive psicológico de Lady Macbeth que la envía al abismo de las alucinaciones y la depresión. Además, la actuación de Jon Finch como Macbeth carece de un registro expresivo que sea convincente para acentuar la psicología del personaje y luce, en más de una ocasión, como alguien que actúa a desganas para cobrar un cheque. Lo mismo sucede con Francesca Annis como la desabrida Lady Macbeth. Lo único que destaco, entre otras cosas, es la estética con la que Polanski recrea la época medieval a través del vestuario, los decorados en el castillo de Lindisfarne, el uso dinámico del encuadre móvil y, ante todo, las panorámicas del gran plano general en las que Gilbert Taylor crea atmósferas grisáceas que reflejan la oscuridad que se cierne sobre el relato. La banda sonora de Third Ear Band es, de igual modo, acertada con su mezcla de música electrónica con cuerdas, tambores de mano e instrumentos de viento-madera. Todo lo demás, por desgracia, no le hace justicia al clásico shakesperiano sobre el poder.

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Ficha técnica
Título original: The Tragedy of Macbeth
Año: 1971
Duración: 2 hr. 20 min.
País: Reino Unido
Director: Roman Polanski
Guion: Roman Polanski, Kenneth Tynan
Música: The Third Ear Band
Fotografía: Gilbert Taylor
Reparto: Jon Finch, Francesca Annis, Martin Shaw, Nicholas Selby, John Stride
Calificación: 5/10

Ulises
Ulises es una película de aventuras en la que, dicho sea de paso, el director italiano Mario Camerini adapta una parte del poema épico, "La odisea", de Homero, para tratar de ajustarse, supongo, a las tendencias de la época de oro del cine péplum de los años 50 que fue capitaneada por las superproducciones de Dino De Laurentiis y Carlo Ponti. Está también codirigida por Mario Bava, aunque este, en última instancia, no tuvo créditos por su breve secuencia. El rato de más de hora y media que paso viendo sus escenas no convencen lo suficiente como para darle el visto bueno porque, a pesar de los valores de producción y de un rol convincente de Kirk Douglas, tengo la impresión de que la epopeya de espada y sandalia carece de gancho y, en general, frecuenta lugares comunes que le quitan la sorpresa a la odisea fantástica del héroe legendario. El argumento, situado varios años después de la guerra de Troya, tiene como protagonista a Ulises, un guerrero griego que es encontrado a orillas de una playa por la princesa Nausicaa en isla de Feacia y que, tras sufrir de una amnesia que le impide recordar su nombre, es elegido por el rey Alcínoo para casarse con su hija, sin embargo, a medida que se acerca el matrimonio recuerda frente al mar los días de gloria en que navegaba con su leal tripulación en un barco que por la tormenta se desvía de su curso durante un viaje de regreso a Ítaca. En términos generales, la narrativa se acomoda sobre dos conflictos paralelos que luego se unifican. Por una parte, muestra el caos en el palacio del rey de Ítaca que surge por la horda de pretendientes que cortejan a Penélope, la esposa de Ulises que, junto a su hijo Telémaco, espera pacientemente a que su marido regrese del fatídico viaje, mientras rechaza los excesos del déspota Antinoo. Por la otra, presenta a Ulises como un hombre que, a través de la analepsis, rememora el pasado que lo ha conducido a perder su identidad, en una odisea que lo lleva a distintos lugares que ponen a prueba su ambición como guerrero de estirpe temeraria, entre los que se encuentra la profanación del templo de Neptuno durante el saqueo de Troya; el desembarco junto a sus leales soldados en una isla desconocida en la que engaña con uvas al cíclope gigantesco llamado Polifemo que los encierra en su cueva; el reto de resistir el seductor canto de las sirenas mientras está atado al mástil del barco; el hechizo sufrido en la caverna de la bruja Circe que convierte a sus subordinados en cerdos y lo pone en contacto con los espíritus de los héroes de la guerra (Aquiles, Héctor, Agamenón, y Áyax). Si bien algunas de estas secuencias mantienen el pulso de su sentido fantástico, por momentos me asalta la sensación de que el viaje es predecible y las acciones de los personajes, por lo regular, se reducen a discusiones triviales que funcionan solo para liberar situaciones redundantes. Hay unos cuantos facilismos en las escenas de combates. A pesar todo, hallo algo de credibilidad en la actuación de Douglas, sobre todo cuando utiliza su registro expresivo y la pericia física para mostrar a Ulises como un héroe arrepentido que cae en desgracia como producto de la codicia y sus ambiciones personales. Douglas tiene cierta química con Silvana Mangano, quien interpreta aquí a dos mujeres opuestas. Y su presencia eclipsa incluso la breve aparición de Anthony Quinn como el antagonista estereotipado. Camerini, por otro lado, suele encuadrarlos en una puesta en escena que se destaca, ante todo, por los detalles que se subrayan con fuerza a través del vestuario y los decorados de un diseño de producción, así como por los efectos especiales que transforman con autenticidad algunos de los pasajes homéricos. La música de Alessandro Cicognini también se deja sentir en algunas escenas puntuales. Todo lo demás, como épica mitológica, luce algo apresurado.

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Ficha técnica
Título original: Ulysses (Ulisse)
Año: 1954
Duración: 1 hr. 34 min.
País: Italia
Director: Mario Camerini
Guion: Franco Brusati, Mario Camerini, Ennio De Concini, Hugh Gray, Ben Hecht, Ivo Perilli, Irwin Shaw
Música: Alessandro Cicognini
Fotografía: Harold Rosson, Clyde De Vinna 
Reparto: Kirk Douglas, Silvana Mangano, Anthony Quinn, Rossana Podestà
Calificación: 6/10

Tarzán de los monos
Después de pasar unas cuantas temporadas sin explorar el cine de W.S. Van Dyke, regreso a su filmografía con el visionado de Tarzán de los monos, una película pre-Code de la MGM que supone la primera de las 12 películas que hizo el popular nadador olímpico convertido en actor, Johnny Weissmuller. Se basa libremente en la novela de Edgar Rice Burroughs y, hasta donde sé, fue éxito enorme de taquilla durante su estreno. Pero, por desgracia, el rato de más de hora y media que paso no me permite extraer las emociones que debería sentir de un melodrama exótico como este. A ratos es una película que se beneficia de la destreza física de Weissmuller como el legendario héroe de la selva, pero, en general, la aventura exótica pisa terrenos reiterativos que se suelen perder entre los gritos y el safari. La trama, escrita con diálogos de Ivor Novello, se ambienta en la jungla africana y sigue a Tarzán, un hombre fuerte que se ha criado como un salvaje entre los animales y que, luego de entrar en contacto con unos expedicionarios liderados por el señor James Parker y el cazador Harry Holt, rapta a la bella hija de Parker que se llama Jane para mantenerla cautiva en el lugar en el que convive con los chimpancés. En términos generales, la narrativa avanza con cierto ritmo cuando muestra de forma convencional las hazañas de Tarzán como la de un héroe que, siendo ayudado por primates y elefantes, supera los obstáculos como un superdepredador y salva a la chica hermosa de los peligros de la jungla, mientras lucha contra leones y nada a toda prisa para escapar de los cocodrilos con ayuda de los hipopótamos. Dentro de los márgenes característicos del cine pre-Code presenta hombres semidesnudos, luchas sangrientas, disparos señalados, crueldad animal, baños eróticos en el río, mujeres sexualmente liberadas. Sin embargo, sospecho que hay escasa emoción. Las acciones de los personajes impulsan conflictos superficiales que son previsibles y, por lo regular, carecen de gancho cuando se sintetizan sobre la atracción romántica que se desarrolla entre Tarzán y Jane; la rutina de los monos que viajan trepando los árboles; el rescate de Jane en manos de los cazadores enviados por su padre; los enfrentamientos de Tarzán con varias bestias agresivas; la entrada de una tribu de enanos negros muy agresivos que capturan a una parte de la expedición. Por lo menos, encuentro interesante el comentario soterrado que metaforiza la condición social del hombre en un período posterior a la Gran Depresión, bajo una capa alegórica que acentúa el heroísmo de Tarzán con un idealismo que va dirigido a dimensionar las esperanzas de aquellos individuos afectados que son "devueltos a la naturaleza" en la jungla de cemento. También la actuación de Weissmuller cuando emplea su físico y su pericia atlética para mostrar a Tarzán como un superhombre temerario, ágil, que trepa por los árboles y mata a sangre fría para rescatar a su mujer como si estuviera llamado por el deber moral. Él tiene una química palpable con Maureen O'Sullivan, quien aquí tiene una actuación algo blanda como la mujer caprichosa e histérica que siente la llamada de la selva para ser seducida por el macho dominante al que le enseña a hablar. Van Dyke suele colocarlos en una puesta en escena que goza de autenticidad en los decorados que reproducen la selva, además del encuadre móvil que dinamiza algunas escenas panorámicas. Sus escenas están acompañadas de un material de archivo que, a modo casi documental, subraya las costumbres de las tribus africanas con mirada antropológica. Pero, quizás, lo más notable de todo es el diseño sonoro que agita mis oídos con el contagioso grito distintivo y ululante de Tarzán, del que todavía a día de hoy hay relatos contradictorios sobre los orígenes acústicos de la singular voz. Este grito es, en efecto, lo único que permanece conmigo cuando llega el final feliz entre Tarzán, Jane y Chita.

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Ficha técnica
Título original: Tarzan, the Ape Man
Año: 1932
Duración: 1 hr. 40 min.
País: Estados Unidos
Director: W.S. Van Dyke
Guion: Ivor Novello, Cyril Hume
Música: William Axt
Fotografía: Harold Rosson, Clyde De Vinna 
Reparto: Johnny Weissmuller, Maureen O'Sullivan, Neil Hamilton, C. Aubrey Smith
Calificación: 6/10
Cabiria
Mi interés historiográfico por los orígenes del cine péplum ha depositado mi mirada en las imágenes que ofrece Cabiria, una película muda del director italiano Giovanni Pastrone ampliamente considerada por muchos como innovadora por algunas de sus técnicas cinematográficas. Se dice que Pastrone hizo el rodaje de los exteriores en Túnez, Sicilia y los Alpes, además de que su ambición lo llevó a fabricar inmensos decorados en el que participaron miles de extras. La versión restaurada que he logrado ver me hace dudar de la aclamación que ha adquirido a lo largo de las décadas porque, francamente, no está ni siquiera a la altura de las épicas de Griffith. Como épica histórica silente cuenta con escenarios colosales que son encuadrados con sofisticados movimientos de cámara, pero en general me da la sensación de que Pastrone no le añade la fuerza suficiente a los personajes y el melodrama pierde el sentido de ironía hasta volverse aburrido. Su historia se divide en cinco capítulos y se ambienta en la antigüedad, específicamente en las regiones de Sicilia, Cartago y Cirta durante el período de la Segunda Guerra Púnica. En el primer capítulo una niña llamada Cabiria se separa de su familia, luego de la erupción del volcán Etna que obliga a todos los pueblerinos a huir desesperadamente entre los escombros. En el segundo, Fulvio Axila, un patricio romano, y Maciste, su enorme y musculoso esclavo, son contratados por una mujer, Croessa, con el fin de impedir que Cabiria, después de haber sobrevivido, sea ofrecida como sacrificio a los dioses en el Templo de Moloch. En el tercero, Fulvio huye de una emboscada y Maciste es capturado por el enemigo, mientras Cabiria es acogida secretamente en medio del caos por Sofonisba en Numidia. Los otros dos capítulos narran las peripecias de Fulvio y Maciste después de 10 años, mientras tratan de rescatar de nuevo a Cabiria y experimentan el barbarismo de una guerra entre los romanos y los cartagineses. El problema fundamental, no obstante, es que los episodios carecen de cohesión interna y la narrativa, a menudo, reduce las acciones de los personajes a las de unas marionetas teatrales que solo sirven para impulsar unos conflictos repetitivos que, en su capa discursiva, buscan reflejar un comentario sociopolítico de marcado carácter nacionalista sobre el expansionismo del reino italiano en el período del imperialismo colonial de principios del siglo XX, donde la victoria del ejército romano sobre los militares cartagineses instrumentalizan la alegoría a modo de paralelismo histórico. Los personajes solo ocupan un espacio obvio de descripciones, pero, entre todos ellos, solo consigo destacar a Maciste, interpretado con cierta pericia física por Bartolomeo Pagano, el estibador genovés que introduce al mítico personaje por primera vez en el cine y volvería a encarnarlo en otras 26 ocasiones. Cuando él está en pantalla su presencia la otorga otra dimensión a las escenas y fácilmente el relato hubiese sido más entretenido si todo girara en torno a su personaje. Además de Maciste, lo más interesante radica en los valores estéticos que Pastrone saca a relucir sobre la puesta en escena y donde, dicho sea de paso, dinamiza algunas acciones con el uso del encuadre móvil que se sintetiza sobre el reencuadre, el zoom y los diversos travellings de seguimiento en los que la cámara, montada en una plataforma de dolly, se mueve fluidamente de un lado a otro gracias al ingenio de Segundo de Chomón. Estos elementos permiten crear, aunque sea momentáneamente, una ruptura con el estatismo fijo del plano general que evoca el teatro filmado. Pastrone también se preocupa por añadirle autenticidad al reproducir la era antigua a través del vestuario y el pomposo diseño de producción que, además, goza de efectos especiales de sobreimpresión y reconstruye eventos históricos como la batalla de Siracusa en la que Arquímedes pone a prueba sus espejos, el paso del ejército de Aníbal al cruzar los Alpes y los rituales en el gigantesco Templo de Moloch. Desafortunadamente, ninguna de estas propiedades consigue disipar su efectismo rutinario.

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Ficha técnica
Título original: Cabiria
Año: 1914
Duración: 2 hr. 36 min.
País: Italia
Director: Giovanni Pastrone
Guion: Gabriele D'Annunzio, Giovanni Pastrone
Música: Manlio Mazza
Fotografía: Augusto Battagliotti, Eugenio Bava, Natale Chiusano, Segundo de Chomón, Carlo Franzeri, Giovanni Tomatis
Reparto: Lidia Quaranta, Umberto Mozzato, Bartolomeo Pagano
Calificación: 5/10

En su tercer largometraje, Brady Corbet narra un drama de época para darle otra aproximación a la presunta banalidad del mal capitalista y los claroscuros que esconden los hacedores de arte.



El brutalista



En El brutalista, el director norteamericano Brady Corbet retoma algunos rastros de su poética del artista para aventurarse a narrar, supongo, los claroscuros que se esconden detrás de aquellos genios atormentados que hacen arte en medio de la desdicha más abyecta, con una aproximación que es un poco similar a El manantial (Vidor, 1949), aunque reconstruye el fondo sociopolítico para condenar los presuntos males del capitalismo y ajustarse a las normas discursivas que son habituales en algunas de las cosas pretensiosas que salen de los marxistas culturales de la progresista distribuidora A24. En una entrevista llegó a decir que era una película “que celebra los triunfos de los visionarios más audaces y consumados”. También alegó que se filmó utilizando el antiguo formato panorámico de VistaVision para otorgarle un estilo visual cercano al de las películas clásicas de los años de la posguerra. Sin embargo, fue ampliamente criticado por el uso de la inteligencia artificial para mejorar la autenticidad del diálogo húngaro de Adrien Brody y Felicity Jones; aunque luego negó que se usara para diseñar la marcada arquitectura de edificios mostrada en unos cuantos planos.

Al margen de esta controversia que persiste hasta estos días, el rato que paso con ella durante aproximadamente tres horas y media me induce a razonar lo suficiente como para saber, dicho sea de paso, que no se trata de la gran película que han mercadeado los agentes de los festivales de cine durante toda esta temporada. Me parece igual de regular que la película previa de Corbet, Vox Lux. El asunto tiene actuaciones notables de Brody y Jones, pero, a pesar de su estética visual, tengo la ligera sospecha de que Corbet termina demoliendo la narrativa como un edificio en construcción, donde debajo solo quedan los escombros de un metraje innecesariamente largo que le quita sustancia a su discurso sobre las complejidades del artista.


Adrien Brody. Fotograma de A24.


A modo de obertura, el argumento se sitúa poco después de la Segunda Guerra Mundial y sigue a un superviviente del Holocausto judío húngaro que, luego de ser separado de su esposa y de su sobrina huérfana en el campo de concentración de Buchenwald, emerge desde la oscuridad mientras camina entre la caótica muchedumbre, como un inmigrante más que llega en barco al puerto de Nueva York y se regocija al ver la Estatua de la Libertad. Este protagonista tiene como nombre László Tóth (Adrien Brody) y es un arquitecto que tiene la esperanza de hallar en Estados Unidos el anhelado sueño americano para rescatar su dignidad, después de experimentar en carne propia los horrores más deshumanizantes arreglados por los nazis.

En términos generales, la estructura narrativa sintetiza la vida de László en dos partes centrales que se edifican con cierta linealidad calculada.

En una primera parte, titulada El enigma de la llegada, László es mostrado como un hombre sinuoso, mujeriego, mendigo, habituado a dormir en un baño de servicio, acostumbrado a los prejuicios de los xenófobos antisemitas, que trata de adaptarse a la cultura estadounidense de Filadelfia en los días de 1947 en que trabaja con su primo Attila (Alessandro Nivola) en el negocio de muebles y, más adelante, es contratado por el adinerado Harry Lee Van Buren (Joe Alwyn), quien lo contrata para renovar la biblioteca de su mansión con el objetivo de sorprender a su padre, el rico industrial Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce). Los golpes de efecto amplían el espectro psicológico de László una vez que es despedido por el furioso señor Van Buren y rompe el vínculo con el primo que lo culpa por el proyecto fracasado, donde desciende al abismo del desempleo, el alcoholismo y la adicción a las drogas, aunque sin renunciar a la posibilidad de volver a ver a su esposa Erzsébet (Felicity Jones) y Zsófia (Raffey Cassidy), atrapadas todavía en Europa. El personaje consigue laborar como un obrero en las minas de carbón junto a un padre soltero afroamericano del que se hace amigo. Pero su aparente desgracia disminuye cuando Harrison reaparece para elogiar sus logros pasados como arquitecto europeo exitoso y, después de disculparse, compra sus servicios para construir una iglesia colosal como homenaje a su difunta madre.


Guy Pearce, Adrien Brody e Isaach De Bankolé


En la segunda parte, El núcleo duro de la belleza, ubicada en 1953, presenta a László como un arquitecto sometido a la voluntad de su empleador, que supervisa la cimentación del gigantesco centro comunitario, mientras choca contra las decisiones de los contratistas que cuestionan su diseño y aguanta en silencio las humillaciones que ensucian su dignidad como el barro, a pesar de la felicidad que encuentra al estar junto a su esposa Erzsébet, a la que cuida con ayuda de su sobrina muda porque es una mujer confinada a una silla de ruedas debido a la osteoporosis sufrida por la hambruna. De nuevo el personaje pasa por un lapso de infortunio cuando se descarrilla un tren de carga y el jefe despide a los trabajadores antes de cancelar el proyecto; algo que lo obliga a mudarse a Nueva York con su esposa para trabajar como redactor en un estudio de arquitectura hasta 1958, el año en que Harrison reinicia el plan y lo vuelve a contratar otra vez.


Felicity Jones y Adrien Brody


El problema fundamental de esta narrativa, ante todo, radica en que la textura dramática de los personajes pierde el pulso porque sus acciones, en general, se reducen a una serie de situaciones reiterativas que nunca abandonan los diálogos inanes a puerta cerrada ni los eventos de sufrimiento a la hora pautada en su epicentro situacional. De esta forma, recibo con indiferencia las escenas del arquitecto inseguro que se deja consumir por la drogadicción y los sueños imposibles; los episodios de la esposa inválida que toma medicamentos para calmar el dolor de huesos y es testigo del desprecio que recibe su marido de los demás; la ambición del magnate perverso que trata a sus subordinados como si fueran ganado para satisfacer su megalomanía; las noches de cena en la residencia siniestra en la que se revelan las intenciones recónditas de los huéspedes. El comportamiento que ellos adoptan, desde luego, está construido con solvencia en la superficie, pero el guion de Corbet y de Mona Fastvold es incapaz de sacarlos de la inercia de las descripciones más obvias, donde los motivos esenciales que los lleva a ser como son se acomodan sobre la base de la angustia, los desvaríos y los vicios personales.


Guy Pearce como Harrison Van Buren.

 
La circularidad de conflictos adoptada por Corbet arroja un texto que metaforiza la xenofobia, la libertad creativa del artista y la condición socioeconómica de los inmigrantes dentro de los engranajes del capitalismo, pero entendido ahora como la imposibilidad de escapar de un individuo que es controlado por el mecenas que invierte capital en sus competencias y explota su fuerza de trabajo con otros empleados para complacer sus delirios de grandeza. Su estela dialéctica habla sobre aquella vieja dicotomía de clases entre el opresor y el oprimido, pero agenciada a la perspectiva de un arquitecto brutalista que, en su condición de inmigrante, se ve obligado a recibir una oferta del capitalista para dejar atrás la pobreza, mientras su mundo personal se desmorona una vez más después de la tragedia del Holocausto. Esto es específicamente cierto porque, a pesar de toda su pesadumbre y del ultraje recibido, László, como buen conformista encerrado en un campo de concentración, se empeña en finalizar la edificación como una especie de deber moral para procesar los traumas que lo separaron de sus logros artísticos. El inconveniente, sin embargo, es que la síntesis discursiva se vuelve irremediablemente maniquea cuando Corbet trata al pobre arquitecto judío con indulgencia y al capitalista caucásico, por el contrario, como un ser despreciable que carece de empatía humana, casi como un fascista ejemplar.


Adrien Brody

 
En este sentido, hay ciertas obviedades en el registro dialógico que esquematiza lo que le sucede a los personajes de manera subterránea (mentiras, violación, incesto, depravaciones, manipulación, castigos, remordimiento, etc.), pero, más allá de sus conversaciones, hallo algo de credibilidad en cada uno de los actores principales del reparto. Primero destaco la actuación que entrega Brody, quien utiliza su amplio andamiaje expresivo a través de la mirada, los gestos y el acento para comunicar el abanico de infelicidad que golpea a László, mostrándolo como un hombre vulnerable, determinado, que por las circunstancias se conforma con ser explotado y está atrapado en contra de su voluntad en una sociedad competitiva que pone barrera sobre los inmigrantes que desean prosperar por sí mismos. A su lado hay, además, una interpretación sutil de Jones que capta, con el rostro y la voz, la vulnerabilidad de una mujer fiel que intenta cubrir la depresión y los dolores mientras recupera lentamente el proceso motriz de caminar con sus piernas adormecidas y motiva a su marido a seguir adelante ante la adversidad que toca su puerta. Entre ellos, el tercer puesto lo ocupa Pearce, con una actuación que le pone tres dimensiones a su expresividad para interpretar, con la elegancia y la sofisticación, a un millonario megalómano, pérfido, apático, oportunista, que disfruta explotar a los otros para complacer sus caprichos superfluos y la ilusión de superioridad moral; alcanzando su mayor punto vileza en la escena en que viola a un borracho László al que llama “sanguijuela social” en las minas de mármol.


Adrien Brody y Felicity Jones

 
De igual modo, encuentro un rastro considerable de vistosidad en la estética finamente ajustada de la película. Por el lado sonoro, el uso del sonido diegético se ajusta a las inquietudes de los personajes de cada escena descrita, y la banda sonora de Daniel Blumberg, quizá la más significativa de toda la película, comunica emociones expresadas por ellos, pero también se encarga de alegrar mis oídos con los ecos disonantes y caóticos de los metales que se escuchan a lo largo de pieza de Obertura de Autobús, que se escucha como algo que se está construyendo y que, en efecto, funciona como melódico leitmotiv de piano, trompa, tuba, percusión, trombón y trompeta. Por el lado visual, se destaca la auténtica reproducción del período que se subraya con brío sobre el vestuario de época y los decorados elegantes que adornan cada escenario, pero, además, resulta interesante el espesor compositivo que se simplifica a través elementos como el sobreencuadre, la elipsis, el uso del color, el fuera de campo, el encuadre móvil, la iluminación barroquista, el plano general y los planos panorámicos de la lente de Lol Crawley que aprovechan las posibilidades del VistaVision para capturar atmósferas lúgubres en los espacios amplios. El uso proxémico del espacio, asimismo, se amplifica sobre el encuadre y suele dimensionar la psicología interna de los personajes sobre la plataforma de los diseños arquitectónicos brutalistas que simbolizan en cada plano ciertos estados de ánimo.

 Adrien Brody

Desafortunadamente, ninguna de estas propiedades estéticas logra sacar el filme del rutinario engranaje de escenas que se monta como si una grúa torre las colocara en los mismos lugares con el fin de repetir su comentario sobre la brutalidad del capitalismo desde la óptica de la arquitectura brutalista. Irónicamente, en los años 50 el estilo arquitectónico del brutalismo buscaba la ausencia de pretensiones en las construcciones de los rascacielos, pero sin abandonar las estructuras funcionales y baratas que le otorgaban un aspecto bruto. Corbet hace exactamente lo opuesto con esta película porque, en efecto, construye sus largas escenas con un estilo solemne que adorna la historia de ese arquitecto desgraciado que languidece en el entorno angustiante de un país al revés en el que los inmigrantes solo son bienvenidos si dan algo a cambio. Ya cuando llega el epílogo situado en 1980, La primera bienal de arquitectura, me asalta la sensación de que hay cierta irregularidad en los materiales que soportan su narrativa, y lo único que permanece, en efecto, es una falta generalizada de impulso emocional.

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Ficha técnica
Título original: The Brutalist
Año: 2024
Duración: 3 hr. 34 min.
País: Estados Unidos
Director: Brady Corbet
Guion: Brady Corbet, Mona Fastvold
Música: Daniel Blumberg
Fotografía: Lol Crawley
Reparto: Adrien Brody, Felicity Jones, Guy Pearce, Joe Alwyn, Raffey Cassidy
Calificación: 6/10

Tráiler de El brutalista





Un completo desconocido
En Un completo desconocido, el director James Mangold intenta seguir las tendencias de los biopics musicales que han adornado los escaparates de la industria del cine en los últimos años, con la finalidad, supongo, de explorar los orígenes del mítico Bob Dylan, un músico que está ampliamente considerado como una de las figuras más influyentes en la música popular del siglo XX y del que mi sentido del oído, desafortunadamente, nunca ha encontrado la presunta grandeza que han escuchado los otros que lo han santificado con sus canciones como ícono de la contracultura. La experiencia que obtengo en más de dos horas es casi igual que lo que me sucede con sus canciones. El biopic de Mangold tiene una actuación afinada de Timothée Chalamet como el legendario cantautor, pero se vuelve terriblemente convencional y tengo la sensación de que casi no hay espacio para saber quién es realmente Dylan. El argumento se ambienta en Nueva York a partir de 1961 y sigue a Dylan como un joven autoestopista que, luego de visitar a su ídolo musical, el moribundo Woody Guthrie, logra impresionar con su guitarra a Pete Seeger y luego consigue un contrato que lo establece como un músico de folk y country, mientras mantiene un triángulo amoroso con dos mujeres diametralmente opuestas y, además, compone las letras de las canciones que luego canta frente a un público que comienza a reconocer su talento. En términos generales, la narrativa tiene un arranque que me resulta interesante, en principio, por la manera en que se muestra a Dylan como una persona hermética con alma de poeta que entrega toda la pasión que tiene a la música que ama y lidia con los dilemas morales de separar la obra del autor. El problema que encuentro, no obstante, es que el personaje en cuestión es mostrado sin textura psicológica y sus acciones se reducen, en más de una ocasión, a una serie de situaciones rutinarias que pierden todo el brío dramático entre las escenas de los conciertos al aire libre frente a la multitud que aclama al ídolo; las grabaciones a puerta cerrada para el sello discográfico; las caminatas por la ciudad a plena luz de día sin un rumbo aparente; el romance irregular que le imposibilita decidirse entre Sylvie Russo y Joan Báez; la presión de la creciente fama que lo obliga a llevar gafas de sol para mantener un perfil bajo; la crisis creativa para grabar composiciones originales que apelen a la conciencia social de sus seguidores. Las motivaciones de los personajes, por lo regular, son superficiales y solo impulsan una circularidad de conflictos indulgentes que no conducen a ninguna parte en específico. Todo luce demasiado inane, sin chispa, donde el personaje lo único que suele hacer es repetir el patrón inútil de ir de un lugar a otro para satisfacer su enorme ego. La interpretación de Chalamet es al menos algo acertada cuando este emplea la mirada, los gestos y la voz de canto para señalar a Dylan como un hombre distante, a contracorriente, de pocas palabras, despeinado y con gafas, que se fuma un cigarrillo antes de experimentar con su guitarra y la armónica​​ para buscar nuevas formas de crear música en el contexto sociopolítico de la agitada década contracultural de los 60. Chalamet, además, tiene cierta química con Elle Fanning y con Monica Barbaro, quien en última instancia también entrega una actuación solvente cuando usa su voz para mimetizar a Báez. Con ellos, Mangold construye una puesta en escena que, dicho sea de paso, posee algunas virtudes que se reflejan en el vestuario y en el diseño de producción que reproduce la época con autenticidad. La banda sonora contiene canciones como Like a Rolling Stone, Girl from the North Country y The Times They Are A-Changin. Pero me entran por un oído y me salen por otro. Su drama biográfico, entre otras cosas, se queda en puntos suspensivos al abordar la personalidad de Dylan y lo deja, más bien, como una figura tan plana como la portada de un álbum de grandes éxitos.

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Ficha técnica
Título original: A Complete Unknown
Año: 2024
Duración: 2 hr. 21 min.
País: Estados Unidos
Director: James Mangold
Guion: Jay Cocks, James Mangold
Música: Bob Dylan
Fotografía: Phedon Papamichael
Reparto: Timothée Chalamet, Edward Norton, Elle Fanning, Monica Barbaro, Boyd Holbrook
Calificación: 5/10