El dilema de las redes sociales es un documental de Jeff Orlowski que
yo, desafortunadamente, no puede ver cuando se estrenó en Netflix durante la
pandemia del COVID-19 en 2020 y recuerdo, si no me equivoco, que su
investigación tuvo una popularidad dentro de la plataforma porque recuperaba
temas de actualidad que son de enorme influencia para los no-muertos que están
sometidos a la esclavitud del teléfono inteligente. De alguna manera, ahora
que he conseguido verlo razono con cuidado esa vieja idea mía de que las redes
sociales, lejos de las cosas positivas que han brindado a la comunicación
humana, obligan perpetuamente al usuario a crear contenido a cambio de una
ilusión de éxito y encarcelan su psicología como el adicto que se refugia en
las drogas. En pocas palabras, lo esclaviza hasta reducirlo a la imagen de un
algoritmo, un simple proceso automatizado que adultera sus patrones de
conducta. Este razonamiento está presente en la visión de Orlowski. El
documental tiene un arranque interesante que alcanza su punto fuerte
justamente al interrogar el impacto negativo de las redes sociales en el
tejido social, pero cuya falta de respuestas, por lo regular, permanece sujeta
a un horizonte tautológico y fútil en el que todo está demasiado colocado para
señalar a los culpables sin conceptualizar más allá de lo necesario. El
argumento, por una parte, se edifica a través de varias entrevistas a expertos
en tecnología como Tristan Harris, Aza Raskin, Jeff Seibert, Justin
Rosenstein, Shoshana Zuboff, Jaron Lanier, entre otros. Cada uno de los
entrevistados ofrece una perspectiva distinta que examina, entre otras cosas,
cómo las estructuras de las redes sociales construyen su modelo de negocio
manipulando el comportamiento de las personas con una inteligencia artificial
que es capaz de conducir los hábitos con unos cuantos algoritmos programados
que se aseguran de que los usuarios regresen para consumir el contenido que,
por la puerta trasera, está subyugado a una vigilancia permanente de gente que
vende la información de privacidad entidades publicitarias, pero también el
poder que tienen para convertirse en canales de difusión especializados en
desinformación, noticias falsas, fraudes electorales, manifestaciones
políticas, desestabilización gubernamental y las típicas teorías de
conspiración que se divulgan por los capellanes digitales. Por el otro lado,
adquiere el formato de un docudrama que analiza la salud mental de los
adolescentes al mostrar a un joven esclavizado por el smartphone y
completamente absorbido por la adicción del "me gusta" en las redes sociales
que debilita sus vínculos familiares, agobiado por la ansiedad y las
inseguridades que le impiden manifestar sus emociones, mientras su actividad
en línea siempre es custodiada por tres modelos de IA con aspecto humano
(compromiso, crecimiento y publicidad) que lo controlan como a un autómata
para que no escape de Matrix y mantenga una vida familiar saludable en un
mundo normal. Un poco más allá de esa dramatización manida, encuentro algo de
interés en la discusión ofrecida por los invitados cuando subrayan a gigantes
tecnológicos como Facebook y Google como causantes de utilizar métodos
avanzados para atraer a los internautas a hacer clic en las aplicaciones que
ellos diseñan para transformarlos en víctimas automatizadas. Pero pronto
sospecho que los testimonios pierden su factor didáctico cuando se mantienen
en una superficie básica, acomodaticia, que recicla los mismos tópicos sin
ninguna consistencia o profundidad analítica, posponiendo el material
relevante como si se tratara de una tarea para la clase de ética del
bachillerato. Solo la música de Mark A. Crawford me ayuda a olvidar el tono
irregular, con una banda sonora electrónica que me recuerda los sonidos de
Trent Reznor y Atticus Ross en la extraordinaria
The Social Network, de Fincher.
Ficha técnica Título original:The Social Dilemma Año: 2020 Duración: 1 hr. 34 min. País: Estados Unidos Director: Jeff Orlowski Guión: Davis Coombe, Vickie Curtis, Jeff Orlowski Música: Mark A. Crawford Fotografía: John Behrens, Jonathan
Pope Reparto: Tristan Harris, Aza Raskin, Jeff
Seibert, Justin Rosenstein Calificación: 6/10
Asesinato en el expreso de oriente es una película que consigo ver,
supongo, para sumarme a la tendencia que ha cobrado el misterio
whodunit en los últimos años y que, de alguna manera, avanza a toda
marcha en las salas de cine porque el público disfruta verlos por el morbo que
siempre se origina del asesinato o de los casos sin solución en el escritorio
de un detective amargado. Pero no me sirve ni siquiera para sacar
comparaciones con el material adaptado de la novela homónima de Agatha
Christie o de la estupenda película también titulada
Asesinato en el expreso de oriente, que había dirigido Lumet en 1974 con un elenco de estrellas veteranas
encabezado por Albert Finney como Hercule Poirot. Como remake tiene minúsculos
instantes con el pintoresco papel de Branagh como el nuevo Poirot, pero me
temo que carece de una intriga detectivesca que sea consistente durante la
investigación y se vuelve bien aburrida con cada huella dejada en los
interiores del tren a punto de descarrilarse, con un amplio reparto de
personajes que me dejan de importar pasada la media hora. Su trama se sitúa en
1934 y sigue al famoso detective belga Hercule Poirot, en los momentos en que
resuelve un robo en la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén y luego, en
busca de unas vacaciones que lo alejen de esos casos complicados, toma un tren
a la hora equivocada que lo coloca en el epicentro del homicidio de un gánster
disfrazado de empresario estadounidense que responde al nombre de Edward
Ratchett, perpetrado en una noche oscura y nevosa por alguien que se esconde
en cada uno de los vagones. El asunto capta mi atención al principio por la
forma peculiar en que Branagh interpreta a Poirot como un hombre astuto y
meticuloso que observa a su alrededor todas las posibilidades que esconden los
pasajeros mientras utiliza la mirada, la verborrea sofisticada y su enorme
bigote como una antena receptora que libera su estado de deducción para
rastrear las pistas. Al verlo en pantalla, muchas veces llego incluso a
olvidar que se queda sujeto a una capa artificiosa que lo convierte casi en
una caricatura de historieta. Sin embargo, la narrativa del caso sin resolver
(basado en algunos pasajes del insólito caso de secuestro en la vida real del
hijo de los Lindbergh) atraviesa caminos demasiado facilones que limitan el
radio de acción a conversaciones anodinas entre unos personajes patéticos que,
por así decirlo, nunca escapan de las vías de las descripciones baladíes, de
escenas retrospectivas que contestan las interrogantes sin ninguna relevación
sustanciosa o una sorpresa que me atrape cuando menos lo espero. De nada
sirven las caras conocidas de los secundarios que lidera Johnny Depp. Nunca
hay un impulso o un grado de suspenso que me haga señalar a esos sospechosos
del crimen que buscan la justicia por cuenta propia, aunque reconozco que se
eleva un poco en la climática confrontación del tercer acto que saca a la luz
un dilema ético algo interesante sobre los límites de la justicia. Solo
alcanzo a ver los rastros de una puesta en escena en la que Branagh, eso sí,
demuestra cierta pericia con el encuadre móvil, los decorados y el vestuario
que añade una superficie de elegancia a lo que veo. Todo lo demás, sospecho,
permanece sepultado bajo el clima frío.
Ficha técnica Título original:Murder on the Orient Express Año: 2017 Duración: 1 hr. 54 min. País: Estados Unidos Director: Kenneth Branagh Guión: Michael Green Música: Patrick Doyle Fotografía: Haris Zambarloukos Reparto: Kenneth Branagh, Daisy
Ridley, Michelle Pfeiffer, Olivia Colman, Judie Dench, Johnny Depp, Willem
Dafoe, Penélope Cruz, Calificación: 5/10
Una tormenta perfecta es una película de Wolfgang Petersen que sigue el
rastro de ese cine de desastre que tuvo un resurgimiento desde la década de
los 90. En el momento de su estreno yo no tuve la oportunidad de verla en las
salas de cine y me limitaba solo a ver el póster colgado en el cine Broadway
de Plaza Central, pero recuerdo que fue muy taquillera y siempre me topaba con
sus imágenes en television por cable. Ahora que la he visto no sé si haya
valido la pena esperar durante tanto tiempo. La dramatización de Petersen
sobre la tragedia del Andrea Gail ofrece unas minúsculas secuencias en altamar
que a veces me dejan enganchado del asiento, pero, desafortunadamente, es un
drama de desastres que se termina hundiendo en el océano de las fórmulas
convencionales y pocas veces hay espacio para que los personajes abandonen la
capa del artificio que los cubre durante las dos horas que dura el relato. La
trama, basada en hechos reales, se desarrolla en las costas de Gloucester en
Massachussets en 1991 y narra un fragmento de la vida de Billy Tyne, un
pescador experimentado que navega como capitán en el barco Andrea Gail junto a
seis hombres con la esperanza de pescar una cantidad considerable de pescados
que le permita salir de la mala racha, pero en su odisea pronto se aproxima a
la zona de peligro de un huracán que pone a prueba sus instintos de navegación
en medio de la tempestad. El comienzo de este hombre de mar me atrapa en unas
cuantas secuencias que me quitan una fuerte abulia con el grado de pulso que
se muestra con ese típico tono heroísmo de Hollywood (como la del rescate del
colega que cae al mar enredarse con el anzuelo y la de los oficiales de la
guardia costera que rescatan en su helicóptero a la familia del capitán terco
de un yate), junto a un tercer acto que alcanza su punto de mayor solidez en
el clímax que coloca en el epicentro de una tormenta peligrosa que golpea la
embarcación con unas olas enormes generadas por un ordenador noventero. Sin
embargo, lejos del accidente calculado, las situaciones de aprieto se vuelven
previsibles y los personajes, dicho sea de paso, apenas rellenan las casillas
de las descripciones y permanecen, casi siempre, en un horizonte demasiado
artificioso que nunca interroga sus personalidades más allá del comentario
sobre las decisiones éticas en tiempos de crisis y la avaricia que destruye
hombres (se entiende que moralmente el capitán decide poner en riesgo a la
tripulación con el fin de atravesar la tormenta y llegar al lugar de pesca
señalado que proporcionaría las ansiadas riquezas a los pescadores con mala
suerte). Por lo menos, me parece creíble la actuación de George Clooney como
el marinero heroico de aspecto descuidado, y la secundaria de Diane Lane como
la novia que espera a que Mark Wahlberg regrese a casa. También los efectos
especiales que evocan la dimensión de destrucción del vendaval y una banda
sonora muy eficaz de James Horner. Todo lo otro no es más que un producto
biográfico bastante desequilibrado del cine de desastres.
Ficha técnica Título original:The Perfect Storm Año: 2000 Duración: 2 hr. 06 min. País:
Estados Unidos Director: Wolfgang Petersen Guión:
Bill Wittliff Música: James Horner Fotografía: John
Seale Reparto: George Clooney, Mark Walhberg, Diane Lane, John
C. Reilly, William Fichtner Calificación: 6/10
Arma secreta, de Roland Joffé, es posiblemente una de las películas
bélicas más aburridas e insustanciales que he visto sobre el proyecto
Manhattan. Muestra los rastros más débiles del guion cadavérico que firma
Joffé al lado de Bruce Robinson, en el que las acciones de los personajes se
reducen a conversaciones anodinas y a un núcleo de situaciones previsibles en
las que, por lo regular, no sucede nada revelador en las dos largas horas que
dura el experimento secreto. El argumento se sitúa desde 1942 hasta el final
de la Segunda Guerra Mundial y narra las peripecias de Leslie Groves, un
general del ejército al que gobierno le asigna la tarea de dirigir el proyecto
ultrasecreto conocido como Manhattan, que tiene como objetivo principal
desarrollar una bomba atómica que sirva como eje transversal para acabar con
los japoneses que se niegan a rendirse detrás de las líneas enemigas. El
asunto tiene un arranque que despierta mi interés desde las escenas iniciales
en las que Groves elige al físico Robert Oppenheimer como encargado del equipo
científico del laboratorio en Los Álamos en Nuevo México y, entre otras cosas,
se exterioriza las discrepancias de ambos sobre la viabilidad de producir un
arma de destrucción masiva a base de uranio y plutonio (metafóricamente se da
entender que la mezcla entre un militar y un científico produce una reacción
en cadena similar a la de la bomba). Pero la trama se vuelve demasiado pesada
porque, de una escena a otra, el radio de acción lastra el desarrollo de unos
personajes superficiales que permanecen en un línea de horizonte transparente,
cutre, terriblemente predecible, en la que se debaten muchas cosas a puerta
cerrada sin alcanzar jamás un golpe de efecto que me sorprenda por su contexto
histórico. Los personajes, por así decirlo, carecen de conflictos internos o
de algún registro psicológico que los haga interesantes. Muchos de ellos se
tornan prescindibles en subtramas innecesarias. Solo las actuaciones centrales
de Paul Newman y Dwight Schultz, por lo menos, cumplen con una cuota de
descripción que los hace creíbles incluso sin ningún grado de relieve
dramático. En el tercer acto me atrapa la escena del accidente radioactivo en
el que un joven John Cusack sufre envenenamiento por radicación al interactuar
con un componente radiactivo para evitar una explosión catastrófica en la
instalación. También la climática secuencia de los problemas técnicos que
retrasan la prueba Trinity que concluye con el estallido exitoso de la primera
bomba atómica en el desierto de Alamogordo, donde todos observan perplejos la
nube en forma de hongo que ilumina los cielos y ruge con vientos huracanados.
La habilidad de Joffé, a diferencia de su extraordinario trabajo en
Los gritos del silencio, pierde la consistencia al narrar los sucesos históricos de las bombas
atómicas sin ningún tipo de intensidad o de propósito a la hora de mostrar a
los actores de la investigación, prefiriendo, en cambio, el terreno facilón de
la cotidianidad con alma patriotera que señala a los buenos sin interrogar sus
miserias. La música de Morricone, que ofrece un leitmotiv contagioso, es lo
único que se queda conmigo cuando ruedan los créditos.
Tras su ruptura comercial con la Warner Bros., Christopher Nolan regresa a
sus experimentos cinematográficos para mostrar la radiografía del padre de
la bomba atómica.
A menudo Robert Oppenheimer suele ser acreditado como el
padre de la bomba atómica. El titulo indiscutible se lo concedió la
portada de la revista Times poco después de terminada la
Segunda Guerra Mundial y, de alguna manera, corroboraban sus
contribuciones como físico teórico que impulsaron el programa detrás del
Proyecto Manhattan y su culminación exitosa en la
Prueba Trinidad en Los Álamos donde se llevó a cabo la primera
detonación de este tipo. Pero su papel en la producción de dicho experimento
monstruoso le trajo una serie de adversarios poderosos en la esfera
gubernamental y militar que, entre otras cosas, se oponían a las posturas
éticas que él tomó sobre los peligros de esas armas y su utilización sobre
civiles inocentes en la guerra, recordándoles la infamia cometida por Truman
en Hiroshima y Nagasaki en Japón. Sobre su biografía se han
rodado documentales, series para la televisión, representaciones en el
docudrama El principio o el fin (Taurog, 1947) donde es interpretado
por Hume Cronyn y una interpretación secundaria de Dwight Schultz en la
película
Arma secreta
(Joffé, 1989), así como se han escrito un puñado de libros, pero por la
polémica que lo rodeó nunca se había llevado a la gran pantalla con el
tratamiento apropiado que corresponde a un protagonista.
En Oppenheimer, Christopher Nolan cubre un fragmento de esos hechos sobre la vida
del famoso científico para otorgarle el protagonismo que se le había negado,
adaptando el material biográfico firmado por Kai Bird y Martin J. Sherwin
que se titula
American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer. No creo que lo que ofrece sea de lo mejor de este año como he escuchado
en algunos lugares, pero es un biopic aterrizado, emotivo en
el que Nolan emplea su pirotecnia calculada para examinar, a ritmo
palpitante, los triunfos y las tragedias de Oppenheimer como el
conteo regresivo de una bomba de tiempo a punto de estallar. En las tres
horas que dura, incluso en los momentos en que se extiende más allá de lo
necesario, se ensambla de una manera diametralmente opuesta a lo que se ve
en los biopics convencionales de Hollywood porque, ante todo, equilibra
bastante bien el drama con el suspenso para el lucimiento de un elenco
fenomenal que encabezan Cillian Murphy y Robert Downey Jr.
En términos generales, la narrativa de Nolan estructura el asunto a través
de la poética del tiempono lineal que se ha convertido en su
estampa profesional, pero ahora presentado como los componentes esenciales
de la física nuclear que, simbólicamente, reflejan el colapso interior del
protagonista, mostrando en dos puntos de vista las diversas reacciones en
cadena que suceden en dos corrientes tan contrapuestas como la ciencia y la
política. La primera línea temporal es “Fisión” y una segunda es “Fusión”.
En Fisión, la acción se sitúa en el período siguiente a la posguerra
y muestra a J. Robert Oppenheimer (Cillian Murphy) como un hombre
dubitativo, introspectivo, que se encuentra en una habitación a puerta
cerrada en la que es interrogado por unos funcionarios que pretenden manchar
su reputación por sus vínculos con la izquierda comunista, mientras unas
escenas retrospectivas que se dividen como partículas atómicas rememoran,
poco a poco, el pasado de su trayectoria en varias fases de su vida a partir
de los estudios universitarios que ilustran su brillantez para las teorías y
su torpeza para la práctica; los cursos como profesor de física cuántica en
la Universidad de California; la relación romántica con su amante con Jean
Tatlock (Florence Pugh), una simpatizante del Partido Comunista de
Estados Unidos; el barullo matrimonial con Katherine "Kitty" Oppenheimer
(Emily Blunt)
y la reconciliación afectiva. La parte más cautivante comienza en las
escenas en que el general Leslie Groves (Matt Damon) se acerca a
Oppenheimer para pedirle que participe en el desarrollo de la bomba atómica
en 1942 y este acepta por las inquietudes que lo impulsan a poner en
evidencia todas sus teorías en el Proyecto Manhattan de la instalación de
los Álamos en Nuevo México.
En el episodio de Fusión, Oppenheimer no es precisamente el
protagonista, sino que es visto desde la óptica del empresario
estadounidense Lewis Strauss (Robert Downey Jr.) antes y después de
que este se convirtiera en el jefe de la CEA (Comisión de Energía Atómica).
En las escenas retrospectivas, en blanco y negro, Strauss es mostrado
como un hombre de negocios algo sinuoso que está íntimamente atado a las
simpatías conservadoras y que, perspicazmente, introduce a Oppenheimer en
los círculos del poder político y le otorga un grado de autoridad en la
Comisión de Energía Atómica antes de ingresar al Proyecto Manhattan
(Oppenheimer se ve obligado a confiar en él, aunque sospecha de sus segundas
intenciones), custodiando de cerca el progreso de su investigación. Pero más
adelante Strauss impulsa una caza de brujas contra Oppenheimer para
reducir su estela de influencia en la administración pública y de suspender
sus credenciales de seguridad porque, en efecto, este se opone al ensamblaje
de la bomba de hidrógeno y propone cambios en materia de protección nuclear
para impedir que el gobierno utilice las armas de destrucción masiva para
fines bélicos, en una audiencia celebrada en 1954 ante una junta de
seguridad del personal de la CEA. Strauss es, por lo tanto, un villano de
turno que, de forma hostil, ejerce todo su poder burocrático como
republicano conservador para revelar las asociaciones comunistas de
Oppenheimer y destruirlo moralmente con el fin de continuar su plan de
desarrollar artefactos termonucleares en nombre de la política de energía
nuclear estadounidense.
De entrada para mí la película de Nolan se vuelve entretenida en las dos
líneas temporales, sobre todo porque
excava en la personalidad de Oppenheimer casi a un nivel subatómico
para buscar respuestas a las interrogantes que lo perturbaban como
científico y adquiere, además, una tensión considerable que me mantiene
adherido a la butaca con un registro de suspenso que es muy consistente
cuando se esquematiza entre los conflictos centrales de los personajes que
preparan la bomba atómica en el desierto y los diálogos sobrios de fondo
político del guion que él mismo escribió después de la pandemia. Su
ecuación, formulada con algunos de los elementos habituales del drama
biográfico y del thriller histórico, consigue sintetizar en la superficie el
calvario de un hombre de ciencias entendido como la lucha de un individuo
liberal que descubre, en menos de una década, la hipocresía de los sectores
conservadores para falsificar la verdad a favor de los intereses
geopolíticos de una potencia mundial. Esto es especialmente verdadero en el
capítulo de Fisión cuando exterioriza las
experiencias subjetivas de Oppenheimer para subrayar la enorme
presión intrínseca que deconstruye sus ideas frente a una rígida burocracia
que lo manipula como peón sin que él lo sepa y celebra sus logros como si
fuera un héroe nacional; pero en Fusión, en cambio, acentúa con claridad
objetiva la culpa de Oppenheimer ocasionada por el dilema ético de producir
una calamidad que tiene la capacidad de destruir el planeta en manos
equivocadas, en medio de una conspiración política auspiciada por un
antagonista, que se amplía drásticamente por la transformación del mapa
geopolítico donde los antiguos aliados se convierten en enemigos durante la
Guerra Fría.
De cierto modo, las lecturas políticas conservan el enlace textual cuando
hablan del potencial liberal para “cambiar el mundo” frente a las amenazas
de los retrógrados conservadores, porque encaja con el epicentro del
discurso actual de Hollywood que está contaminado de ideologías liberales
disfrazadas. Y quizá por eso profundiza más en las dicotomías científicas y
políticas que preocupaban a Oppenheimer, que en la crisis de identidad de
sus orígenes judíos. Pero esto, a decir verdad, tiene poca relevancia porque
incluso sin ser un actor judío Cillian Murphy me parece la elección adecuada
para el papel y, en su sexta colaboración con Nolan (siendo la primera como
protagonista), entrega la mejor actuación de su carrera como actor.
Se dice que el mismo Murphy consumió una cantidad notable de libros sobre el
científico para prepararse para el rol y esto es evidente desde el minuto
cero en que su interpretación mimetiza, con mucho intimismo y credibilidad,
los gestos, la mirada y la manera de expresarse del personaje. Interpreta a
Oppenheimer como un sujeto atribulado, carismático (hasta mujeriego),
oscuro, con una inteligencia superior que utiliza para resolver las
ecuaciones más complicadas y vencer los contratiempos en la preparación de
la bomba atómica (a la que ha accedido a crear para combatir a los nazis que
maltrataron al pueblo judío durante la guerra), cuyo liderazgo en las áreas
científicas es fundamental para la victoria aliada; pero también como
alguien que asume la responsabilidad moral de su creación y es víctima de
una persecución política instaurada por burócratas traicioneros que no
toleran su predisposición para controlar las armas nucleares. A su lado hay
actuaciones creíbles de todo el reparto secundario en sus respectivos
segmentos, pero de todas solo consigo destacar la de Damon como el correcto
general motivado por el deber patriótico, la de Blunt como la esposa
independiente y directa que se separa del estereotipo de ama de casa típica
de los años 50, y, específicamente, la
soberbia actuación de un maquillado Downey Jr. como el magnate
perverso que anhela hundir a Oppenheimer para prolongar sus planes de
enriquecerse en el sector armamentístico con la exportación de isótopos.
Aunque la película avanza con mucha consistencia durante tres largas horas,
sospecho que en el tercer acto se produce un vacío que pesa como el hierro y
ralentiza el tono ágil con el que está narrada, particularmente a partir de
las secuencias que adquieren la estética del drama judicial más básico. Pero
me olvido rápido de ello cuando atestiguo de nuevo el virtuosismo de Nolan
que me causa placer estético en algunas de las escenas, ensambladas por el
montaje de Jennifer Lame, en las que aprovecha la anchura del formato
IMAX de 70mm. Por la parte visual, el rasgo más significativo es que las
escenas de Oppenheimer son mostradas a color mientras que, paralelamente,
las escenas de Strauss son en blanco y negro monocromático que describen los
claroscuros del protagonista.
El conjunto se edifica, además, con un trabajo fotográfico luminoso de
Hoyte van Hoytema que encuadra el estado mental de Oppenheimer con el
primer plano, el plano subjetivo, los insertos (el reino cuántico y las
descargas de energía), el encuadre móvil y las panorámicas que magnifican el
clima tenso de esas dos épocas que se reproducen con la autenticidad
ofrecida por los decorados y el vestuario. Por el lado sonoro, al contrario,
Nolan maneja con mucha fidelidad el diseño de sonido para evocar los ruidos,
las explosiones y las ondas de choque, además de utilizar el sonido
interno-subjetivo y los dispositivos de silencio para traducir la desilusión
que siente Oppenheimer tras la catástrofe de Hiroshima y Nagasaki (la
secuencia de la sordera en la que da su diatriba a la multitud extasiada por
la conquista). El puntaje más sólido es la banda sonora de
Ludwig Göransson que está finamente ajustada para amplificar el
volumen de intriga en las secuencias más fibrosas y dimensionar las
emociones de los personajes en la zona trágica de la historia.
Al final de la proyección de Oppenheimer el público de la sala en la
que yo estaba aplaudió durante unos cuantos segundos después el inicio de
los créditos. Yo no aplaudí. Pero, desde luego, no me sorprende que lo hayan
hecho porque, supongo, al igual que yo, ellos se pasaron las tres horas
suspendidos en el asiento para manifestar esa reacción emocional que surge
del suspense de cada escena como una fusión de átomos. En su núcleo hay un
espacio de solemnidad que exhuma la imagen de Robert Oppenheimer del
ostracismo historiográfico para retratarlo como un héroe incomprendido. Hubo
dos secuencias que permanecieron en mi memoria una vez que terminó todo: la
secuencia de la bomba atómica de la prueba Trinidad (con extensos efectos
prácticos que incluyen el estallido de una bomba real) y los planos finales
en los que Oppenheimer se imagina, con lupa profética, un mundo devastado
por un apocalipsis nuclear. Incluso con sus minúsculas falencias, es un
biopic memorable de Nolan.
Adios a Matiora es una película soviética de Elem Klimov, adaptada de
la novela homónima del escritor ruso Valentín Rasputin y rodada apenas dos
años antes de su obra maestra
Ven y mira
(su último film como director de cine). En un principio, su material iba a ser
dirigido por Larisa Shepitko, la directora original y esposa del director que
murió en un trágico accidente automovilístico mientras buscaba locaciones para
el rodaje junto con cuatro miembros del equipo, pero tiempo más tarde fue
completado por Klimov luego de varios retrasos. Me pregunto cómo hubiese sido
el producto final con el estilo personal de Shepitko, pero tras el visionado
de dos largas horas de esta visión ofrecida por Klimov no creo que hubiera
importado tanto. Klimov la ensambla como un drama rural que adquiere una
fuerza visual muy notable en la carga simbólica y en los paisajes atmosféricos
de capa naturalista, pero cuya narración pierde gradualmente su lado emotivo
en su crónica previsible de injusticia y resistencia campesina, debilitada por
unos personajes que solo sirven como tablas de madera colocadas en la
superficie para que el comentario sociocultural tenga cierta coherencia
textual. El argumento se desarrolla en una isla situada en medio de un gran
río en la parte central de Rusia que lleva el nombre de Matiora y sigue, entre
otras cosas, las peripecias de un grupo variopinto de campesinos que se
preparan para desalojar la aldea por órdenes de las autoridades soviéticas que
planean inundar el lugar para facilitar la construcción de un embalse. En una
primera mitad, se muestra la cotidianidad de los campesinos a través de la
anciana que se niega a abandonar las costumbres familiares, el viejo decrépito
que suele andar malhumorado, el soviet hijo de la señora que se encarga del
proceso de desalojo, las mujeres que con sus manos cosechan el trigo, el jefe
de inspección que lanza su alegato para que los habitantes se despidan de su
hogar. En la segunda, todo consiste en la tarea de mudanza de los oficiales
que concentran sus esfuerzos para sacar a los campesinos de sus casas (incluso
quemando las viviendas con combustible para asegurarse de que no regresen
jamás) antes de la inundación planificada. El caso es que la existencia de
esos pueblerinos no me causa ni frío ni calor porque están esquematizados de
una forma demasiado transparente que los mantiene sujetos, casi siempre, a una
serie de situaciones rutinarias en la que se ausenta la profundidad
psicológica y el tacto dramático, donde solo funcionan como instrumentos
diegéticos para subrayar un discurso sobre la injusticia social entendida como
la lucha de unos campesinos humildes que se oponen al desplazamiento y a la
pérdida de las tradiciones que constituyen su esencia moral, con ligeros
subtextos ecológicos de carácter poético. Solo alcanzo a destacar la actuación
creíble de Stefaniya Stanyuta como la vieja que se convierte una mártir
campesina por defender sus valores. Tambien el placer estético que encuentro
en algunos dispositivos que Klimov coloca en la puesta en escena casi como
preámbulo de Ven y mira, entre los que se destaca el plano subjetivo,
el primer plano, la ruptura ocasional de la cuarta pared, el simbolismo del
fuego, algunos soliloquios poéticos, las panorámicas que evocan realismo, el
leitmotiv de música triste, las atmósferas brumosas con iluminación natural
que añaden un tono pesadillesco al tercer acto y un uso del encuadre móvil de
una cámara en constante movimiento. Todo lo demás pasa ante mis ojos sin
ningún rastro de emoción.
Duración: 2 hr 06 min País: Rusia (Unión
Soviética) Director: Elem Klimov
Guión: German Klimov, Larisa Shepitko, Rudolf Tyurin
Música: Vyacheslav Artyomov, Alfred Shnitke Fotografía: Vladimir Chukhnov, Aleksei Rodionov, Yuri Skhirtladze, Sergei
Taraskin Reparto: Stefaniya Stanyuta, Lev Durov,
Aleksei Petrenko, Leonid Kryuk Calificación: 6/10
El caso de Thomas Crown es una película de Norman Jewison que sigue el
manual del cine de atraco que estaba de moda en los años 60, donde el dinero
no es más que un simple MacGuffin que sirve como dispositivo para que el
ladrón luzca su audacia y su sofisticación en los lugares elegantes que le
permiten seducir a la chica hermosa (como en Charada y
Cómo robar un millón). También recupera esa vieja idea del millonario que, irónicamente, se
aburre de tenerlo todo. Pero me temo que, incluso con el arranque trepidante,
es una cinta de robos que carece del impulso necesario para escapar de la
rutina aburrida que solo muestra el lado cool de Steve McQueen como si se
tratara del anuncio comercial de una revista de estilo de vida millonario, en
una hora y cuarenta que avanza a la velocidad de un cortejo fúnebre y me roba
todo el interés de ver lo que sucede. En la trama McQueen interpreta a Thomas
Crown, un empresario multimillonario, apuesto, impasible, seductor, que
aprovecha su tiempo libre para planificar un crimen perfecto, con cuatro
hombres desconocidos que contrata para robar un botín de $2.6 millones de
dólares depositados en un banco de Boston. La secuencia del asalto me mantiene
pegado del asiento cuando los ladrones toman a los rehenes, someten a los
policías de seguridad y luego escapan por sus respectivas vías al conducir en
un automóvil, donde al terminar la jornada arrojan las bolsas con dinero en un
bote de basura del cementerio que más tarde es recogido por el magnate
sinuoso. Sin embargo, todo lo que sigue a partir de ahí es una bagatela de
situaciones facilonas, de las que no consigo extraer otra cosa que una abulia
notable cuando el protagonista se relaciona con la investigadora independiente
que es contratada por la policía para investigar los autores intelectuales del
robo y, entre otras cosas, este permanece sujeto a una inercia de episodios
que parecen repetirse entre las visitas al banco suizo para depositar el
dinero robado, los juegos de golf, las competencias de polo en el Country
Club, las subastas de objetos valiosos, la diversión de manejar un buggy a
altas velocidades por la playa de Massachusetts, la partida de ajedrez como
preámbulo del acto sexual, la investigación de los policías ineptos. La
detective Vicki Anderson, que interpreta Faye Dunaway en modo "atrapa al
ladrón", deduce el plan de una forma muy fácil con su intuición femenina y, el
Crown que interpreta McQueen, por el contrario, tiene todos sus asuntos
arreglados porque para él los robos planificados no son más que un juego para
divertirse. No hay muchas complicaciones o conflictos difíciles que impulsen
la acción. Son personajes demasiado cutres en su jueguito del gato y el ratón,
de los que solo puedo destacar, moderadamente, la química romántica que se
acentúa entre los gestos, las miradas y los diálogos de coqueteo (se nota
claramente que McQueen y Dunaway pasan un rato agradable). Lejos del vehículo
de lucimiento de la pareja, al menos me produce cierto placer estético la
manera en que Jewison emplea el sobreencuadre de pantallas divididas como
enlace de continuidad en algunas escenas, los decorados suntuosos de algunas
locaciones por las que pasea el rico y su amante, el uso del sonido diegético
para señalar acciones concretas y una música espléndida de Michel Legrand que,
ocasionalmente, reproduce jazz sesentero y el leitmotiv contagioso de la
canción The Windmills of Your Mind. Solo eso, digamos, impide que mi
valoración sea más baja de la cuenta.
La taberna del camino es la segunda película que Jean Negulesco estrenó
en el año 1948, apenas unos pocos meses después de la excelente Johnny Belinda. Su arranque es más o menos interesante con la presencia de Ida Lupino, de
Cornel Wilde y de Richard Widmark, pero en la hora y media que dura soy
asaltado por esa sensación de que se trata de una obra menor de cine negro,
que carece del pulso necesario para sostener su melodrama predecible sobre
celos, chantaje y triángulos amorosos. Su relato se sitúa, mayormente, en los
interiores de un bar ubicado en un bosque y cuenta la historia de Pete Morgan,
un hombre de pocas palabras que administra el negocio y, además, mantiene una
relación secreta con Lily Stevens, la nueva cantante traída desde Chicago por
su viejo amigo y dueño del local, Jefferson "Jefty" Robbins. Incluso sabiendo
los caminos habituales que toma la narrativa del guion de Edward Chodorov, en
una primera instancia el asunto capta mi interés por la manera en que se
desarrolla el largo ritual de cortejo entre la femme fatale que encarna
Lupino y el hombre honesto de Wilde, en un romance que se siente genuino desde
la escena del boliche en la que cruzan miradas, la pelea del bar en la que el
macho alfa salva a la dama en peligro de un borracho y, ante todo, la cita en
bote por un lago donde unos cuantos diálogos entre ambos revelan el pasado
trágico (la de un veterano desilusionado y la de una mujer solitaria que
escapa de una tragedia familiar). Sin embargo, me parece que el melodrama
pierde el efecto deseado cuando atraviesa esa ruta conocida del triángulo
amoroso entre dos hombres y una mujer, donde el mecanismo de acción suele
reducirse a situaciones acomodaticias en la que abundan las mentiras, la
obsesión y los celos autodestructivos como unos episodios momentáneos que solo
funcionan para obstaculizar de manera fútil el idilio inevitable de los
protagonistas que se aman y desean escapar por la carretera hacia la frontera
que está fuera del margen de la ley. La actuación de Lupino es bastante
orgánica cuando interpreta a esa mujer decidida, independiente, con el
cigarrillo en la mano, que anhela amar al hombre sencillo que la ignora y que,
entre otras cosas, canta con su propia voz las canciones "Again" y "One for My
Baby (and One More for the Road)". También me resulta creíble la
interpretación secundaria de Widmark como ese sujeto posesivo, manipulador,
violento, que tiene una racha de aprovecharse de las mujeres y se vuelve loco
una vez que prueba el rechazo de una que lo obliga a apretar el gatillo en su
cacería por el bosque neblinoso, volviendo de nuevo a ese estereotipo de
villano psicótico que había instalado desde
El beso de la muerte (Hathaway, 1947). A Wilde lo olvido con facilidad
porque es demasiado blando en el papel de individuo correcto. Ellos son
encuadrados en una puesta en escena en la que Negulesco aprovecha un trato
fotográfico bastante acertado de Joseph LaShelle, que acentúa las inquietudes
de los personajes a través de las atmósferas, la iluminación expresiva y un
puñado de planos ambiguos; pero que, desafortunadamente, no es suficiente para
oxigenar una intriga que se desvanece con cada paso dado en el bosque brumoso.
Misión imposible: Sentencia mortal - Parte 1 es una película que sigue
la misma fórmula de acción que se ha establecido en esta franquicia desde
aquel verano de 1996 que me dejó con la boca abierta, donde el héroe principal
que encarna Tom Cruise se enfrenta a villanos poderosos que desean conquistar
al mundo con algún dispositivo valioso disfrazado de MacGuffin. No veo que
haya mucha variación en términos narrativos, incluso en comparación con la
penúltima que se titula
Misión imposible: repercusión, pero me atrevo a decir que es una secuela igual de entretenida que
las antecesoras
y ofrece, ante todo, algunas secuencias de acción espectaculares que prueban,
una vez más, la pericia física de Cruise para aceptar las misiones arriesgadas
que suele completar corriendo a contrarreloj, incluso a sus 60 años. En esta
ocasión, la trama muestra a Ethan Hunt en los momentos en que acepta la misión
de recuperar una llave que permite obtener el acceso al código fuente de una
Inteligencia Artificial llamada Entidad, cuyo potencial ilimitado le ha
permitido adquirir conciencia propia y rebelarse contra las autoridades de las
grandes potencias que buscan adueñarse de ella para controlar el globo desde
el ciberespacio digital. A un ritmo trepidante que se reparte en más de dos
horas y media, permanezco enganchado del asiento a partir de las escenas en
que Hunt, junto a su equipo (Luther y Benji) busca la llave para destruir la
IA que se encuentra encerrada en un lugar secreto dentro un submarino nuclear,
mientras se relaciona con una ladrona experta que tiene el mismo motivo y es
perseguido por agentes de la CIA que funcionan como alivio cómico, además de
combatir contra el villano megalómano que desea vengarse para ajustar las
cuentas del pasado. Por lo general, hay ligeros instantes previsibles que
puedo señalar con los dedos, pero el aparato de acción casi siempre conserva
un registro de consistencia que se edifica a través de las infiltraciones, el
sabotaje de sistemas informáticos, los tiroteos y las persecuciones que, a
modo de turismo, distribuyen la aventura por locaciones exóticas como el
desierto de Abu Dabi, las calles de Roma, la fiesta de gala en Venecia y los
bellos paisajes de los Alpes en Innsbruck. Hay unas cuantas sorpresas, un
comentario sobre el impacto negativo de la IA en la burocracia gubernamental y
giros inesperados que surgen durante las situaciones tensas en las que, por lo
regular, Cruise demuestra su destreza física para correr, saltar y pelear
contra los rufianes que obstaculizan su objetivo de evitar una catástrofe
mundial, alcanzando su mayor punto de riesgo en la secuencia en la que salta
en paracaídas por un acantilado para llegar hasta el tren que está a punto de
descarrilarse. A su lado, hay un reparto secundario con mucha química
encabezado por Hayley Atwell, Simon Pegg, Ving Rhames, Rebecca Ferguson,
Vanessa Kirby, Esai Morales y Pom Klementieff (como una villana silenciosa y
perversa). Con ellos, McQuarrie logra un pulso que se eleva en una puesta en
escena vertiginosa que goza de una música tensa, de planos ambiguos con cierto
sentido compositivo (como el de la lucha en el callejón estrecho y los
interiores de los vagones del tren colapsado) y de las modalidades del
encuadre móvil para dinamizar las acciones más inmediatas entre los diálogos
de descanso que se configuran con algunos fragmentos de humor y varias escenas
de prolepsis que anuncia el futuro inesperado. Su visión es lo que, por lo
visto, mantiene encendida la mecha de esta saga de espionaje que tiene ya 27
años y no muestra signos de apagarse, dejando bien claro que Cruise seguirá
haciendo sus hazañas acrobáticas hasta más allá de los 80 años.
Durante casi tres horas, consumo las imágenes de una edición restaurada de
La mujer en la luna, una película muda en la que Fritz Lang continúa su
interés personal en la ciencia-ficción tras el éxito de su obra maestra,
Metrópolis, estrenada apenas dos años antes. En su tiempo, fue una de las películas
alemanas más costosas rodadas por la UFA y contó, además, con la asesoría del
científico Hermann Oberth para las interrogantes del espacio. No creo que se
trate de uno de los trabajos ejemplares del realizador, así como tampoco
considero que sea una de las obras de envergadura del género, pero incluso en
el contexto de su astrofísica limitada de 1929, Lang edifica su viaje a la
luna con algunas secuencias espectaculares y una intriga que se conserva con
los rasgos estéticos que son habituales del cine mudo del expresionismo
alemán, aunque en algunos pasajes se suele extender más allá de lo necesario
con la sobreexplicación en materia de ciencia. El argumento, escrito como una
adaptación de la novela homónima de Thea von Harbou (que también ejerció la
tarea de coguionista), se sitúa en Alemania y sigue la historia de Helius, un
empresario idealista que sueña con viajar al espacio y que, con ayuda de su
asistente Windegger y los consejos del profesor Mannfeldt (tildado de loco por
la comunidad científica al afirmar que hay oro en la superficie de la Luna),
ha utilizado los planos de su colega para la construcción secreta de un cohete
que lo lleve a la Luna para comprobar la hipótesis del oro; mientras guarda en
su corazón fuertes sentimientos por la bella Friede, una mujer que ama en
secreto y se ha comprometido con su ayudante. En una primera mitad, la
narrativa se esquematiza a través de los componentes del thriller de espías y
me cautivo, mínimamente, por la manera en que Lang muestra, primero, los
diálogos a puerta cerrada sobre los peligros de la misión que incluyen unas
cuantas escenas retrospectivas y, segundo, la subtrama del malvado sofisticado
que se roba los informes de la investigación para entregárselo a unos
burócratas poderosos que desean apoderarse de la reserva aurífera del terreno
lunar y que, además, amenaza con sabotear y destruir el cohete si no es
llevado en la nave como pasajero; en unos episodios que se reparten entre la
mentira, el chantaje y la codicia corporativista. El asunto alcanza, supongo,
su mayor grado de espectacularidad en la segunda mitad que se origina a partir
de la secuencia del lanzamiento del cohete y el viaje por el espacio de los
tripulantes con destino a la Luna que se someten a las enormes fuerzas
gravitatorias que gobiernan el espacio, donde Lang emplea una serie de efectos
especiales que, a modo profético y con notable nivel de detalle, señalan el
reto mayúsculo de colocar humanos en el suelo lunar y añaden una pequeña capa
de originalidad al mostrar las distintas etapas del despegue (desde la
gigantesca plataforma que traslada el cohete en el área hasta el largo viaje
en una nave sometida a la ingravidez) y las panorámicas que captan los
decorados del paisaje inhóspito y polvoriento de los horizontes lunares. Su
montaje rítmico tiene una tensión considerable que ensambla las escenas con
cohesión y me mantiene sujeto del asiento con las peripecias de unos
personajes que, a pesar del desarrollo superfluo y del melodrama al servicio
del triángulo amoroso más previsible, poseen cierta densidad moral y
motivaciones idealistas de gran calidez humana que funcionan,
subterráneamente, para metaforizar la voluntad del deber en beneficio de la
ciencia y, ante todo, la avaricia que destruye a los hombres en los momentos
desesperados. Es, sin dudas, una película bastante entretenida de su período
mudo.
Ficha técnica
Título original: Woman in the Moon (Frau im Mond)
Año: 1929
Duración: 2 hr 49 min País: Alemania Director: Fritz Lang
Guión: Thea von Harbou, Fritz Lang
Música: N/A Fotografía: Curt Courant,
Oskar Fischinger, Otto Kanturek Reparto: Willy
Fritsch, Gerda Maurus, Fritz Rasp, Gustav von Wangenheim Calificación: 7/10
Guardianes de la Galaxia Vol. 3 es una película que emplea la fórmula
establecida ya por las predecesoras (Guardianes de la Galaxia
y
Guardianes de la Galaxia Vol. 2) para escapar, de manera airosa, del reciclaje fatigoso que ofrece el
catálogo de la quinta fase del UCM. Tiene, desde luego, ligeros instantes
previsibles que se pueden señalar con los dedos, pero me parece una secuela
entretenida de James Gunn que, en sus mejores momentos, muestra otra vez el
lado cósmico de Marvel con una aventura acelerada en un espacio habitado por
acción, humor y héroes excéntricos que escuchan un soundtrack de grandes
éxitos para salvar la galaxia, en dos horas y medias en las que nunca me
siento cansado y siempre me mantengo atento a las ocurrencias más insólitas.
En esta ocasión, el argumento se sitúa en los confines del espacio exterior y
sigue a Star-Lord, Gamora, Drax, Mantis, Groot y Nebula, en una misión
interestelar para salvar Rocket antes de que se muera por las heridas
recibidas en un ataque sorpresa de Adam Warlock en los interiores de la nave
Knowhere (su nueva base de operaciones), donde se enfrentan además al poder
corporativista de Alto Evolucionador, un científico megalómano que busca
evolucionar y antropomorfizar formas de vida animal para crear una utopía que
lleve su nombre en todo el universo. En términos generales, la narrativa se
estructura siguiendo las normas básicas de ciencia-ficción en tres actos, en
la que los personajes avanzan a contrarreloj por el cosmos para superar los
obstáculos que le impiden rescatar al amigo malherido con los golpes de
efecto, pero está cohesionada con un ritmo trepidante que ensambla, con cierta
espectacularidad, las batallas galácticas y las peleas con extraterrestres en
las que nunca faltan los paseos por mundos extraños, los diálogos contagiosos
de una sola línea, los efectos visuales que acentúan el grado de caos, los
escenarios decorados con mucha creatividad y una música que reproduce en todo
momento canciones de rock legendarias, además de que funciona a diferencia de
las otras para establecer metáforas puntuales sobre el compañerismo, la
esclavitud infantil y el cuidado de los animales en los ecosistemas. Hay
algunas secuencias predecibles que salen a la velocidad de la luz con el
villano acartonado y convencional que interpreta Chukwudi Iwuji, pero me
olvido rápido de ellas en las escenas retrospectivas en las que, por primera
vez, se amplía el espectro de desarrollo detrás de las motivaciones de Rocket
y, ante todo, el aparato de acción que distribuye de manera equilibrada el
protagonismo de ese reparto interpretado por Chris Pratt, Zoe Saldana, Bradley
Cooper (voz), Vin Diesel (voz), Dave Bautista y Pom Klementieff. Ellos ofrecen
en pantalla una química que se aleja, diametralmente, de las ecuaciones más
estandarizadas de Marvel y que, dicho sea de paso, Gunn explota con ingenio en
un cúmulo de situaciones que nunca bajan el volumen subversivo ni las
sorpresas inesperadas. No sé si se trate de la mejor de la trilogía, pero
consigue cerrar de forma estupenda el ciclo de este grupo de inadaptados
espaciales que no tenía ningún futuro en el nicho ocupado por héroes de mayor
envergadura. Ciertamente, se van a echar de menos.
Duración: 2 hr 30 min País: Estados
Unidos Director: James Gunn
Guión: James Gunn
Música: John Murphy Fotografía: Henry
Braham Reparto: Chris Pratt, Zoe Saldana, Bradley
Cooper (voz), Vin Diesel (voz), Dave Bautista, Sean Gunn, Pom
Klementieff, Will Poulter Calificación: 7/10
Los Fabelman es una película en la que Steven Spielberg recupera ese
ciclo que, sospecho, ha estado de moda en los últimos años sobre cineastas que
de alguna manera registran su propia memoria biográfica en clave ficcional
(como ya lo han hecho Anderson, Branagh, Cuarón, Gerwig, Iñárritu, Linklater,
Sorrentino, Tarantino, entre otros), donde el corpus de la historia se
ensambla a través recuerdos de la juventud y las vivencias personales. Me
atrevo a decir que, en las dos horas y media que dura, es un film emotivo de
mayoría de edad, en el que Spielberg entrega su carta de amor al cine y, a la
vez, encuadra un retrato muy personal, semi-autobiográfico, de un chico que
busca su propia voz en el camino de la realización cinematográfica, sin nunca
caer en el terreno de la indulgencia calculada ni de la nostalgia cutre. La
trama se sitúa, primero, en los años 50 en Nueva Jersey y sigue la vida de
Sammy Fabelman, un niño curioso e inocente que se enamora del cine desde la
noche en que sus padres, Mitzi y Burt Fabelman, lo llevan a una sala a ver el
estreno de The Greatest Show on Earth, de Cecil B. DeMille, cuyas
imágenes lo dejan deslumbrado y pronto se acostumbra a rodar escenas con sus
hermanas menores utilizando la cámara de 8mm de su papá. Con un ritmo
placentero, la narrativa me cautiva con más fuerza en una segunda mitad en la
que es mostrado como un adolescente con vocación de director que filma
cortometrajes del oeste y del cine bélico usando a los amigos del barrio como
actores principales, mientras, dicho sea de paso, es testigo de las crisis
familiares, el divorcio de los padres, el acoso antisemita en la escuela, el
primer amor y los obstáculos que se colocan en su etapa de formación temprana.
A ratos el relato me parece divertido, triste y demasiado transparente, pero
de alguna forma Spielberg le añade a cada escena un trato idealizado y
melancólico que le sirve para interrogar, con cierta honestidad apodíctica, no
sólo los dilemas de una familia judía al borde de la ruptura, sino, además, la
enorme curiosidad que origina la pasión por el oficio de realizar películas
entendida como la búsqueda de un joven que descubre el poder de la imagen para
contar historias y reflejar los momentos agridulces de la realidad que
permanecen embalsamados en una cápsula atemporal. La actuaciones del reparto
elevan el material y destaco, ante todo, la del desconocido Gabriel LaBelle
como ese chico dubitativo que tiene el pasatiempo de filmar y editar películas
para olvidar los encontronazos familiares; también la de Michelle Williams que
ilustra, con toda su pericia expresiva, la madre alegre y depresiva que se
sacrifica por sus hijos y desea encontrar la felicidad que no le da su marido
y, además, la de Paul Dano como el padre comprensivo y reservado que comunica,
con su mirada serena y los silencios, la decepción de poner su profesión por
encima de los sentimientos con el único fin de mejorar la calidad de vida de
sus hijos. Spielberg los encuadra en una puesta en escena que alcanza sus
valores más notables en la autenticidad con la que se reproduce la época a
través de los decorados y de la dirección de arte, aprovechando también la
música sensible de John Williams y un estilo visual bastante agradable de la
lente del veterano Janusz Kaminski que acentúa las inquietudes de los
personajes con las dinámicas del encuadre móvil, la colorización azulada, el
sobreencuadre de las películas proyectadas y el sólido sentido compositivo con
signos autorreferenciales. No se trata, desde luego, de uno de los mejores
trabajos del realizador, pero reafirma aquella idea de que su maestría por el
cine la adquirió, sobre todo, rodando películas, como si estuviera atrapado en
un sueño eterno detrás de la línea de horizonte.
Durante más de tres horas, consumo las imágenes de Babylon, la película
más reciente de Damien Chazelle que en su estreno polarizó a mucha gente y,
además, se convirtió en un fracaso de taquilla para la Paramount Pictures. Y
lejos de la polarización sospechosa, su propuesta me engancha y no me suelta
hasta que ruedan los créditos finales, aunque en algunos de los episodios
detecto ligeros rastros de superficialidad en el desarrollo interno de los
personajes. Chazelle la encuadra como un ejercicio tragicómico que subraya las
dinámicas de poder y el proceso de filmación en una época dorada de Hollywood
arropada por frenesí, elegancia y estrellas en decadencia al borde del abismo,
como si se tratara de una crónica de aquellos años salvajes en que los grandes
nombres de las celebridades que poblaban los estudios subían y bajaban en el
carrusel de la popularidad. La trama se sitúa en pleno apogeo de los furiosos
años 20 y muestra, por separado, a un grupo variopinto de personajes de la
industria del cine de Hollywood; entre los que se halla un inmigrante mexicano
que trabaja como asistente de producción en busca del sueño americano; un
actor elegante y carismático de la MGM que organiza orgías festivas adornadas
de desnudez, alcohol, copulación y cocaína; y una rubia ambiciosa, decidida,
adicta a los vicios, que se autoproclama actriz con el fin de demostrar a los
ejecutivos del ficticio Kinoscope Studios que tiene lo necesario para triunfar
como una nueva estrella, donde alcanza el estrellato tras rodar películas
exitosas que la convierten de la noche a la mañana en la nueva It Girl del
cine mudo. Las peripecias de estos personajes está narrada con pulso en su
estructura circular y me atrapa desde el alocado preámbulo porque, de alguna
manera, se involucran en una estela de excesos que los coloca en el sendero de
la autodestrucción entre los rodajes y las fiestas ampulosas, además de que le
sirven a Chazelle para examinar, con la lupa del metacine, el duro trabajo de
realización cinematográfica durante el período transición hacia el cine sonoro
que dejó sin empleo a muchos actores que no se adaptaron, sino, también, eso
que planteaba varias veces Anger en los dos volúmenes de Hollywood Babilonia:
el lado siniestro detrás del ascenso y caída de las estrellas de Tinseltown,
donde el impulso detrás de sus acciones se reduce a la necesidad de trepar a
toda costa en un mundo controlado por élites que manipulan desde la sombra el
destino final de las estrellas. Hay momentos de desenfreno y humor con algunas
referencias históricas, pero también instantes de tragedia, dolor, escándalos,
muertes, decepciones, que se gestan con un puñado de actuaciones cautivantes
entre las que destaco, sin mucho apuro, la de Brad Pitt como el actor
mujeriego al que el tiempo le ha pasado por encima y desea recuperar la gloria
pasada; la de Margot Robbie como la actriz escandalosa con el pasado trágico
que es consumida por la adicción al juego que destruye su carrera; y, sobre
todo, la del desconocido Diego Calva como ese discreto mexicano que escala sin
cesar hasta convertirse en un director reconocido durante las primeras
talkies. Con un montaje trepidante de Tom Cross, que pocas veces pierde el
ritmo cohesionando las escenas e instalando la elipsis como engranaje
descriptivo de ciertas situaciones de los personajes, Chazelle los captura en
una puesta en escena extravagante que tiene su punto de mayor solidez,
supongo, en los decorados que reproducen con gran nivel de detalle las
distintas épocas que ilustra (particularmente mediado de los años 20 y
principio de los 30) y una fotografía clasicista de Linus Sandgren que ilumina
con colores hermosos el exotismo hollywoodense acentuado por las panorámicas y
el encuadre móvil de una cámara inquieta en constante estado de movimiento,
además de emplear adecuadamente una banda sonora de Justin Hurwitz que
contagia mis oídos con las trompetas de jazz y la música clásica. No diría que
se trata de una carta de amor al cine, sino, más bien, un homenaje
electrizante en el que, ante todo, Chazelle pondera los ciclos evolutivos del
negocio del cine y el dominio escatológico de la imagen para inmortalizar
figuras.
Duración: 3 hr 09 min País: Estados
Unidos Director: Damien Chazelle
Guión: Damien Chazelle
Música: Justin Hurwitz Fotografía: Linus
Sandgren Reparto: Margot Robbie, Diego Calva, Brad
Pitt, Li Jun Li, Jean Smart, Jovan Adepo, Tobey Maguire Calificación: 7/10