La casa Gucci

Con La casa Gucci me sucede algo extraño. De entrada, observo que es una película de Scott que presenta un ritmo un poco inconsistente a lo largo de dos horas y media, pero por alguna razón permanezco todo el tiempo interesado por lo que me cuenta, quizá porque me daba curiosidad saber cómo trasladaría a la gran pantalla lo que ya había leído años atrás sobre la tragedia del imperio de la moda de la familia Gucci. La propuesta de Scott me parece entretenida cuando recoge a un puñado de actores de lujo para narrar, con tono fino y glamouroso, el melodrama de esa dinastía de la moda fragmentada por la codicia, la traición y los rencores familiares. Se ambienta a finales de los 70, donde me relata la historia de Patricia Reggiani, una mujer italiana bastante interesada que se enamora de Maurizio Gucci, el nieto del fundador de  Gucci al que conoce en una fiesta. En una primera mitad, muestra la manera en que florece la relación entre Patricia y Maurizio bajo una ambición subterránea; las negativas del padre Rodolfo Gucci cuando deshereda a su hijo y se rehúsa a aceptar que se case con una trepadora; además de las peculiaridades de algunos de los miembros de una familia disfuncional claramente dividida por el negocio. En la segunda, se transforma en un cóctel de avaricia, traiciones y venganzas personales, sobre todo cuando Maurizio, auspiciado por la astuta Patricia, asume el control de la marca y deja en la ruina financiera al tío y al primo. En algunos momentos los episodios se extienden más allá de lo necesario, pero la química del reparto es tan embriagadora que siempre disfruto verlos a todos maquinando perfidias para adueñarse del vaticano de la moda. La actuación de Lady Gaga es puro fuego expresivo cuando emplea la gestualidad, la mirada y el acento italiano para ponerse en la piel de una mujer fatal manipuladora, posesiva, que falsifica el amor para trepar y tiene el juicio nublado por los celos. A su lado está un estupendo rol de Adam Driver como ese heredero que, de la noche a la mañana, abandona la timidez y las inseguridades para pasar a ser un perfecto megalómano con tela de villano. Y en una nota más baja también Al Pacino como el poderoso y carismático tío Aldo Gucci, y un irreconocible Jared Leto transformado con un maquillaje de prótesis de látex como el torpe primo Paolo. Con ellos, Scott reconstruye el mundo de la alta costura de las épocas de los 80 y los 90, poniendo atención a los detalles de los decorados y el vestuario, con una consistencia que luce ampulosa cuando es fotografiada por la lente de Dariusz Wolski. Su narrativa es melodramática, histriónica, paródica. Tiene una contagiosa banda sonora de ópera y new wave. Y casi siempre me resulta atrapante cuando usa la trágica caída de los Gucci para examinar la manera en que el dinero destruye los vínculos familiares hasta dejarlos varados en la inercia de la decadencia, el resentimiento y el asesinato.



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Ficha técnica
Título original: House of Gucci
Año: 2021
Duración: 2 hr 38 min
País: Estados Unidos
Director: Ridley Scott
Guion: Roberto Bentivegna, Becky Johnson
Música: Harry Gregson-Williams
Fotografía: Dariusz Wolski
Reparto: Lady Gaga, Adam Driver, Al Pacino, Jeremy Irons, Jared Leto, Salma Hayek, 
Calificación: 7/10
Ray y Liz

Ray y Liz, la ópera prima del fotógrafo británico Richard Billingham como director de cine, es una película que me hace recordar que no todo lo que lleva el sello de aprobación de un festival de cine es algo fuera de serie. No consigo emocionarme con nada de lo que me cuenta y, por momentos, el retrato doméstico con el que reconstruye fragmentos de la infancia Billingham y su familia disfuncional me parece infinitamente plano, a pesar de estar impreso con esa capa de realismo social que era habitual durante los años posteriores al kitchen sink tradicional, en cineastas como Loach, Davies y Leigh. La trama, escrita por un guion que Billingham escribió a partir de sus memorias personales, cuenta las peripecias de una familia británica de clase trabajadora conformada por los padres irresponsables, Ray y Liz, y los dos niños, Richard y su hermanito Jason. La narrativa se estructura en dos líneas temporales. Por una parte, muestra el estado deplorable de un anciano Ray, que vive como un alcohólico desempleado y solitario en una habitación desordenada, en la que en ocasiones mira por la ventana y suele rememorar los pecados del pasado como padre fracasado. En la otra, a través de un racconto, ilustra las discusiones domésticas del padre holgazán y de la obesa madre malhumorada adicta a la nicotina; las travesuras de los pequeños hijos en los rincones sórdidos del apartamento; la pobreza laminada por la condición socioeconómica de una clase trabajadora sumergida en el abandono; la pérdida de la inocencia de los niños que prefieren buscar padres adoptivos que seguir en el infierno de una familia condenada a la miseria, la irresponsabilidad y el dolor. En términos generales, el argumento examina la manera en que las duras políticas del thatcherismo ampliaban el espectro de inopia y desempleo y, a la vez, desintegraban lentamente el núcleo de familiar de clase obrera hasta abandonarla a su suerte en suburbios donde la falta de solidaridad escasea como la luz del sol en días grisáceos de invierno. Billingham encuadra las situaciones de la familia a través de dispositivos estéticos que están colocados en la puesta en escena para subrayar sus dolencias, como la relación de aspecto 4:3, la elipsis de carácter poética, el sobreencuadre, el primer plano, el plano simbólico, los planos fijos de larga duración con marcado estatismo, los silencios, los interiores claustrofóbicos y sucios. No dudo para nada de lo que puede hacer como esteta con ese estilo austero despojado de cualquier patetismo innecesario, pero, a mi parecer, se preocupa tanto por el lado esteticista de su obra que descuida la narración hasta colocar a los personajes en una especie de inercia, donde utiliza a sus actores como autómatas para reciclar las mismas observaciones sociales sobre su familia disfuncional sin nada relevante que decir. Su melancolía nunca me toca los ojos. El collage autobiográfico me resulta infumable, adocenado y, sobre todo, bastante autoindulgente. Lo he visto en otras películas con resultados más sutiles.



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Ficha técnica
Título original: Ray & Liz
Año: 2018
Duración: 1 hr 48 min
País: Reino Unido
Director: Richard Billingham
Guion: Richard Billingham
Música: 
Fotografía: Dan Landin
Reparto: Tony Way, Ella Smith, Justin Salinger, Sam Gittins, James Eeles, 
Calificación: 4/10


Mélodrame

Mélodrame es el segundo largometraje dirigido por el cineasta dominicano Jean-Louis Jorge, rodado en 35mm en Francia durante 12 días, tras haber debutado tres años antes con La serpiente de la luna de los piratas (1973). Al menos hasta donde sé, llegó a estrenarse en las salas del Palacio de Cine el 7 de febrero de 1980, pero nunca se ha exhibido en la televisión local ni en la Cinemateca Dominicana.  Afortunadamente, he alcanzado a ver una copia en una calidad aceptable que algún buen samaritano ha decidido colgar en una famosa plataforma de videos. Y no sé si se trate de una obra fuera de serie como he escuchado a vox pópuli en medios locales, pero sin duda se deja ver para explorar el universo personal de ese cineasta dominicano condenado al olvido. Me parece una película bienintencionada en la que Jorge, con una estética avant la lettre, experimenta con la forma para ofrecer un pastiche en clave de metacine sobre Rudolph Valentino y Pola Negri, pero por alguna razón permanezco impávido ante su propuesta siútica y redundante que nunca se escapa de la superficie del camp más inane. La trama, firmada con guión de Jorge, se distancia de estructuras aristotélicas para narrar, con guiños al melodrama clásico de Hollywood, la vida de una actriz llamada Nora Legri, que escamotea las recámaras de su memoria para recordar los tiempos en que era aparentemente feliz junto a su amado Antonio Romano, un famoso actor del cine mudo. A través de un montaje invertido, en el que los saltos temporales se mofan de la lógica espacial, Jorge me presenta los dilemas de esa persona que fantasea con los fantasmas del pasado en una irrealidad en la que los sueños y los recuerdos son el producto de las mismos delirios intersubjetivos. Por una parte muestra, con cierto idealismo de cine mudo con intertítulos, los episodios de la diva silente que sueña con las fiestas desenfrenadas en los castillos de los locos años 20 de Hollywood (como parábola de la contracorriente política de los 70), mientras recibe la cuota de amor y felicidad del latin lover. Por el otro, muestra el melodrama de carácter trágico, en donde la actriz falsificada por los marcos limítrofes de la ficción relata, como vampiresa del cine sonoro, el dolor de la pérdida y descubre los secretos más oscuros del actor falso, como el narcisismo, los celos, la posesión, la bisexualidad escondida y el sadomasoquismo en habitaciones siniestras, porque así lo describe el guión metaficcional de la película que ella protagoniza en el plató como homenaje póstumo. La dialéctica de esas capas narrativas le sirve a Jorge para interrogar, sin mucho apuro, las posibilidades diegéticas del cine para falsificar la imagen desde los márgenes más afílmicos de la ficción en su acercamiento hacia la verdad, como si el medio no fuera otra cosa que un gran mentiroso que mimetiza dos identidades separadas a balazos por espacio y tiempo, dentro de un mismo cuerpo fragmentado por una sexualidad subversiva que amenaza con salir de la pantalla. Y lo consigue con cierta solvencia estilística en los elementos formales que emplea; como el blanco y negro, la elipsis, el sonido diegético, el encuadre móvil, la cámara en mano, la ruptura de eje, voz en off, la cuarta pared, la iluminación expresionista, los decorados exóticos y pesadillescos. Pero lejos de sus apuntes experimentales y las referencias al cine mudo de Ingram, Niblo y Fitzmaurice, en su ensayo no veo otra cosa que un ejercicio de estilo adocenado, indulgente, que utiliza a sus actores como marionetas histriónicas para reciclar las mismas ideas sin nada interesante que decir.



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Ficha técnica
Título original: Mélodrame
Año: 1976
Duración: 1 hr 25 min
País: Francia
Director: Jean-Louis Jorge
Guion: Jean-Louis Jorge
Música: Christian Bonneau
Fotografía: Ramón F. Suárez
Reparto: Vincente Criado, Maud Molyneux, Benoît Ferreux, Manuela Miranda,
Calificación: 6/10

Cuando los mundos chocan

Cuando los mundos chocan, de Rudolph Maté, tuvo su estreno hace más de 71 años y todavía, a día de hoy, los efectos especiales que ofrece lucen bastante sólidos dentro de los estándares más básicos del cine de serie B de catástrofes. Es una película de ciencia ficción que, incluso con sus inconsistencias narrativas, me parece bastante entretenida cuando ofrece su espectáculo sobre la catástrofe del fin del mundo, con un ritmo consistente que avanza a la velocidad de un cohete y efectos especiales que estimulan mi imaginación. Está basada en la novela homónima de Edwin Balmer y Philip Wylie, publicada por primera vez en 1933. Tras un prólogo en el que, a modo profético se muestran citas bíblicas del libro del Génesis y la decisión de Dios de acabar con la humanidad, la trama se traslada a la modernidad, en pleno apogeo de la Guerra Fría, donde el piloto David Randall carga consigo las fotografías ultra secretas del astrónomo sudafricano Dr. Emery Bronson para llevarlas al laboratorio de Dr. Cole Hendron en los Estados Unidos, las cuales revelan la peor de las calamidades: una estrella errante llamada Bellus y su planeta Zyra está en curso de colisión con la Tierra sin ningún margen de error, lo que produciría una hecatombe global. A través de un ritmo trepidante, me mantiene adherido a mi asiento durante la hora y media que dura el asunto cuando observo la lucha de los científicos más racionales contra la ignorancia colectiva de los gobernantes mundiales que niegan con incredulidad; la carrera a contrarreloj para construir una nave espacial financiada por un megalómano empresario en silla de ruedas; la iniciativa de transportar a un número limitado de personas al planeta que orbita la estrella para crear allí una nueva civilización; las determinaciones ético-morales del piloto heroico con chaqueta de cuero que anhela maniobrar la aeronave y también quedarse al lado de la mujer que ama; la estela de devastación que deja a su paso el planeta vecino, desatando volcanes y un maremoto que acaba con ciudades enteras. Maté le añade pulso a las secuencias de destrucción con los efectos especiales, y demuestra su destreza artesanal en una puesta en escena coloreada en Technicolor que preserva cierta atención a los detalles de los decorados y el acertado vestuario futurista de Edith Head, manteniendo siempre un tono equilibrado entre el cine de desastre y la ciencia ficción para elaborar una meticulosa parábola sobre los corolarios de la era nuclear de los años 50 (como era habitual en la época). Mis únicas quejas se limitan a que algunas acciones de los personajes, en apariencia, tienen un desarrollo superfluo para responder a los artilugios del género, y, además, algunas piezas argumentales se quedan en el aire de las interrogantes. Aunque supongo que no se puede pedir mucho por las limitaciones presupuestarias. Todo lo otro, incluyendo el pánico y la supervivencia de los últimos humanos, me resulta intrigante.  



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Ficha técnica
Título original: When Worlds Collide
Año: 1951
Duración: 1 hr 32 min
País: Estados Unidos
Director: Rudolph Maté
Guion: Sydney Boehm
Música: Leith Stevens
Fotografía: John F. Seitz
Reparto: Richard Derr, Barbara Rush, Peter Hansen, Larry Keating,
Calificación: 7/10

Primavera temprana

Con una duración de cerca de dos horas y media, Primavera temprana es una de las películas más largas de toda la filmografía de Yasujiro Ozu, rodada tras los tres años de pausa transcurridos desde el final de la trilogía de Noriko (Primavera tardía, Principios de verano y Historias de Tokio). La duración supone para mí uno de los pocos reproches que tengo sobre ella, sobre todo porque a veces tengo la sensación de que algunos episodios se extienden más allá de lo necesario. Pero no por ello deja de parecerme un drama interesante cuando Ozu, con su estética edificante, construye una observación sobria sobre los dilemas conyugales y la desilusión del asalariado afectado por la modernización de la sociedad japonesa posguerra. Su trama, coescrita con guion de Ozu y su guionista predilecto Kogo Noda, trata la vida de Shoji Sugiyama, un asalariado de mediana edad que está continuamente cansado por la rutina de su trabajo de oficina en una fábrica de ladrillos refractarios situada en Tokio, en donde aprovecha los tiempos libres para tomar unos tragos en el bar de la esquina con otros colaboradores igual de desilusionados, y, además, mantener una relación extramarital con una compañera de trabajo a la que apodan Pez dorado por sus grandes ojos. A través de los diálogos y de un riguroso control compositivo, Ozu revela con el encuadre la existencia monótona de ese salaryman adúltero que esconde sus inquietudes a la esposa ingenua que lo espera en casa, a veces también capturando la desdicha de los otros secundarios insatisfechos con la vida cotidiana. Fundamentalmente encuentro bastante acertado la manera en que emplea la elipsis para señalar los claroscuros de los amantes y los celos de la esposa que sospecha de la infidelidad por los chismes de las vecinas, así como los planos almohada de chimeneas y trenes que indican la incertidumbre de los asalariados atrapados en la vorágine industrial de la modernidad. También los típicos planos tatami en los que encuadra la acción casi a la altura del suelo, en donde usualmente abundan las composiciones con cámara estática, la ruptura de eje, el contrapicado, el plano general, la iluminación expresiva que acentúa emociones y el sobreencuadre que subraya los múltiples coloquios de los personajes condenados a compartir el infierno de la esclavitud del salario en los espacios confinados. Todos esos componentes le sirven a Ozu para ampliar la parte discursiva, en la que examina la manera en que las relaciones matrimoniales y las esperanzas de los oficinistas de cuello blanco son laceradas por el engranaje capitalista de una sociedad japonesa posguerra que progresa al ritmo de la modernización y deshumaniza al hombre hasta borrar de su rostro cualquier rastro de felicidad. Sus personajes son seres que intentan escapar al dolor del duelo, la desconfianza y la asfixiante sensación de no ir a ninguna parte. Y están interpretados de forma orgánica, hierática, destacándose Ryo Ikebe como ese asalario que sufre intrínsecamente por la pérdida de su hijo y la crisis del matrimonio, Chikage Awashima como la esposa celosa que busca la verdad, y Keiko Kishi como la pícara mujer infiel. Es una buena película de la filmografía tardía de Ozu.



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Ficha técnica
Título original: Early Spring (Sôshun)
Año: 1956
Duración: 2 hr 25 min
País: Japón
Director: Yasujirō Ozu
Guion: Yasujirō Ozu, Kogo Noda
Música: Takinori Saito
Fotografía: Yuuharu Atsuta
Reparto: Chikage Awashima, Ryo Ikebe, Teiji Takahashi, Keiko Kishi, Daisuke Kato, Sô Yamamura, Chishu Ryu
Calificación: 7/10

El cineasta mexicano, Guillermo del Toro, despliega un homenaje al cine negro con un estilo sofisticado y un reparto de lujo que pocas veces pierde el horizonte narrativo.


El callejón de las almas perdidas



Mi obsesión por el cine negro me obligó, hace un par de años, a ver El callejón de las almas perdidas, una película bastante lóbrega que reunía a un elenco estelar encabezado por Tyrone Power, Joan Blondell y Coleen Gray en la 20th Century Fox que, por ese entonces, contralaba Darryl F. Zanuck. Era una adaptación de la novela homónima de William Lindsay Gresham y fue llevada por primera vez al cine en 1947 por Edmund Goulding. No alcanzo a recordar todos sus pasajes, pero sé que narra la vida de un farsante de poca monta que, buscando escalar, se estaciona en una feria de atracciones de mala muerte, en la que conoce a dos mujeres fatales que lo hunden en el fango de la inmoralidad. Su atmósfera circense me parecía un tanto siniestra, casi remontando al vodevil grotesco de Habla el mono (Walsh, 1927) y Fenómenos (Browning, 1932); además de que contenía algunos apuntes interesantes sobre locura, asesinato y oportunismo, gracias a una actuación de calibre de Power como el rufián cínico y perverso, que lo alejaba del estereotipo romanticón de capa y espada por el que era conocido hasta entonces. Sin embargo, todavía me acuerdo de esa sensación de fatiga que me producía su trama, que es, en primer lugar, la causa por la que la he sepultado en los callejones del olvido.


Me pasa justamente lo opuesto cuando termino de ver la nueva versión que también tiene como título El callejón de las almas perdidas, pero que esta vez está dirigida por Guillermo del Toro, cineasta que a lo largo de su carrera ha demostrado estar obsesionado con los monstruos. Para mi sorpresa, la encuentro estimulante, sobre todo porque las aberraciones ahora no son más que almas desesperadas, trepadoras, infinitamente corrompidas por el sueño americano, que se dedican al negocio lucrativo del engaño para ganarse la vida y olvidar las heridas abiertas del pasado fatalista. Ya no hay final esperanzador implantado por el código Hays. Todo es, en efecto, más oscuro que en la inofensiva película de Goulding. Es un thriller psicológico en el que Del Toro, con un estilismo sofisticado y un reparto embriagador, despliega un homenaje al cine negro que, cuando menos lo espero, me mantiene pegado del asiento con la dosis adecuada de intriga, durante las dos horas y media que dura su crónica negra sobre estafas y traiciones.




Bradley Cooper como Stan Carlisle. Fotograma de 20th Century Studios.

 

La película se sitúa en 1939, donde el vagabundo Stan Carlisle (Bradley Cooper) entierra un cadáver en los interiores de una casa y luego le prende fuego antes de su partida. El personaje, sin decir ni una palabra durante los primeros minutos, se ubica en un parque de diversiones y es testigo del evento principal del freak show, en el que un hombre completamente trastornado sale de una jaula para destripar y comerse a un pollo vivo. En medio de los aplausos, convence al gerente, Clem (Willem Dafoe), para obtener trabajo allí. La oficina de Clem parece recordarle el pasado cuando este le muestra un feto deforme enfrascado y le dice, además, que busca alcohólicos descarrilados para que sean sus fenómenos enjaulados a cambio de una cuota de opio mezclado con alcohol. Carlisle empieza a trabajar como un asistente en la exhibición de clarividencia de Madame Zeena (Toni Collette) y su esposo alcohólico, Pete (David Strathaim), en el que utilizan un lenguaje codificado para leer la fortuna de los espectadores que observan. Y también se enamora de la bella Molly (Rooney Mara), una mujer sensible y honesta que suele montar una demostración de descargas eléctricas.


En la primera mitad, Carlisle es mostrado como un sujeto reservado de ojos azules, evasivo, vestido con una chaqueta de cuero marrón y un sombrero, cuyo comportamiento serpenteante no solo revela un pasado escabroso como el sobreviviente de una familia disfuncional que no lo quería (el simbólico feto en el frasco esclarece que era adoptado, y su padre alcohólico abusaba de él y también mató a su madre), sino, además, la codicia y el lado vil del arribismo que evoca sobre su ser la necesidad de trepar rápido a costa de lo que sea en la esfera del desfile de variedades, traspasando las fronteras de la moralidad que restringe su naturaleza violenta. La exhibición circense es como el refugio ideal que le sirve de inmediato para esconderse de los agentes de la ley y el orden, así como el lugar en el que pone a prueba su astucia para el robo, la manipulación, el homicidio, las falacias y las infidelidades.



Rooney Mara y Bradley Cooper.

 

Carlisle es, por así decirlo, un subproducto de la putrefacción social ocasionada por los efectos socioeconómicos de la Gran Depresión y del infierno familiar, convertido en villano disfrazado de drifter, por lo que ahora aprovecha la oportunidad que le ha presentado el señor capitalismo para embobar a los saltimbanquis del circo y escapar de ese entorno sureño de miseria y sordidez. Para seguir el plan, se acuesta con la pitonisa Zeena en una bañera y se gana su confianza, aprende los trucos mentalistas que le enseña el borracho Pete; mata a Pete entregándole la botella envenenada de alcohol y, más adelante, obtiene la libreta que contiene los secretos que necesita para crear las funciones de mentalismo que le generen ganancias. Incluso miente usando las habilidades de mentalista para desviar la atención de la policía que busca al mutante del calabozo, obteniendo un respeto considerable por salvar el carnaval y asegurando su nueva posición como anfitrión de su propio show junto a Molly. Pero, más allá de su mentalidad inescrupulosa, exterioriza algo de sensibilidad al enamorarse de la ingenua Molly, a la cual seduce con su verborrea tras varios intentos fallidos y la persuade, dicho sea de paso, para largarse del establecimiento y ensamblar su propio espectáculo en la ciudad.



Bradley Cooper, Cate Blanchett y Rooney Mara.



En la segunda mitad, la narrativa abandona los performances carnavalescos y traslada la acción a los escenarios primorosos de la alta clase social de Buffalo dos años después, en donde Stan, teniendo como asistente a su esposa Molly, se reinventa como un showman exitoso a través de un acto psíquico al que asiste la élite burguesa de la ciudad que desea un poco de ocio ocultista. En un episodio, la Dra. Lilith Ritter (Cate Blanchett), una psiquiatra que observa entre el público, hace unas cuantas preguntas incómodas con el fin de exponer la engañifa que hay detrás del show, pero Stan sale sin problemas del aprieto al anticipar lo que ella está tramando y la deja ridiculizada. La asociación con Ritter, que incluye un romance adúltero y unas cuantas verdades sobre sus antecedentes, convierte a Stan en un bebedor empedernido de whisky, pero también en un megalómano embustero que solo busca prestigio y dinero fácil a base de artimañas profesionales, explotando la información de los pacientes adinerados que visitan el consultorio de ella para luego engañarlos en costosas sesiones privadas, en las que finge que se comunica con los muertos. Uno de los clientes es un juez poderoso que ofrece una suma cuantiosa de dinero para comunicarse con el hijo que murió en la Primera Guerra Mundial. El otro es Ezra Grindle (Richard Jenkins), un multimillonario recluido que está atormentado por haber obligado a abortar a una muchacha llamada Dorrie y anhela volver a verla materializada como fantasma para pedir perdón y confesarle la culpa que lo intranquiliza.



Willem Dafoe y Bradley Cooper.

 

Estos personajes, interpretados en estado de gracia por un reparto de lujo, están mejor esbozados que los de la predecesora de Goulding y casi siempre me consiguen enganchar cuando responden, a modo de guiños, a los estereotipos habituales del nuevo cine negro que tanto me fascina. Sin alcanzar el paroxismo, la interpretación de Bradley Cooper me parece bastante solvente al emplear sus cualidades expresivas para ponerse bajo la gabardina de ese truhan sinuoso, avaro, falaz, moralmente corrompido, psicológicamente traumatizado, que es tan carismático como retorcido cuando acude a la permuta del mentalismo y abusa de la ignorancia de los demás para llenar el maletín con las papeletas verdes, mientras cierra tratos ilícitos con una mujer ignominiosa que, sin darse cuenta, amenaza con llevarlo a la perdición que se encuentra en el fondo del enloquecimiento. También veo mucha sutileza en la de Cate Blanchett como la femme fatale rubia, de labios carnosos pintados de rojo carmesí, elegante, malvada, peligrosa como una pistola de oro, que manipula al más malo de los rufianes con la mirada y la locuacidad sofisticada de carácter freudiano para vengarse de los poderosos que alguna vez le extirparon el corazón y le dejaron cicatrices imborrables. El resto del reparto secundario, compuesto por Toni Collette, Willem Dafoe, Rooney Mara, David Strathaim, Ron Perlman y Richard Jenkins, no considero que está a la altura de ellos dos, pero de igual forma me resulta orgánico dentro de los marcos limítrofes del género y sus apariciones breves con tinturas complementarias.



Cate Blanchett y Bradley Cooper.

 

Lo que me cautiva, aunque sea discretamente, es el grado de maduración que ha alcanzado la estética de Del Toro en esta etapa de su carrera como director. Al igual que en sus obras previas, como la inerte La cumbre escarlata y la estupenda La forma del agua, vuelve a mostrar su fascinación por los lugares sombríos a la hora de revisar el género, y sostiene un ritmo consistente con el montaje ensamblado por Cam McLauchlin que le añade cohesión a la estructura interna al relato, además de imprimir identidad propia a las escenas para evitar a toda costa circular por el atajo del pastiche. Su estilo visual se erige una vez más con las tareas fotográficas de Dan Laustsen, que modifica la textura de la imagen para mimetizar, con cierta constancia compositiva, las atmósferas pesadillescas y la iluminación de corte expresionista que era tradicional en el cine negro de los años 40, pero ahora colorizado con filtraciones ocre y azuladas de tono melodramático, con un manejo sutil del encuadre móvil y planos ambiguos que evocan, a través de los claroscuros, los estados de ánimo de esos personajes atrapados en las circunstancias más fatales; sacando a la luz la desesperación, el narcicismo, la mezquindad, el poder, las intenciones recónditas. Se cerciora de que todo se vea fidedigno hasta en el más mínimo detalle.






Su punto más fuerte, quizás, es el diseño de producción que reproduce la época con mucha autenticidad; primero, en los decorados exteriores/interiores de la enorme feria habitada por enanos, acróbatas, payasos, forzudos, malabaristas, carruseles con caballitos, carpas coloridas, los fetos en botellas vinagrosas, ruedas de la fortuna, los callejones húmedos y sucios iluminados con lámparas parpadeantes; y, segundo, el ambiente art déco que ilustra con una arquitectura de peso psicológico el aire de prosopopeya, elegancia y superficialidad de la gran metrópoli poblada por rascacielos, burgueses que siguen el ritual de la etiqueta y el protocolo, y millonarios excéntricos con detectores de mentira. La situacionalidad que se sustrae de la división contextual de esas dos ambientaciones equidistantes examina, en forma de parábola, no solamente el germen de los timadores que permea cualquier espectro social aprovechando las vulnerabilidades ajenas, sino, también, las grietas profundas de una sociedad irreconciliable que se desangra por fuera (en la guerra) y por dentro (lucha de clases) sin importar la procedencia sociopolítica de sus criaturas supuestamente civilizadas.


Desde luego, no creo para nada que esta película ocupe la cúspide de los trabajos realizados por Del Toro, puesto que a mi parecer ocupa El laberinto del fauno. Pero no deja de resultarme atrapante por esa dialéctica de clases sociales que plantea su discurso y por la narrativa neo-noir que transcribe, alejada de pretensiones, la diacronía nefasta de ese embaucador que asciende hasta la riqueza para luego descender en picada a la desdicha más deshumanizante, en el callejón sin salida donde comer pollos vivos en una celda a cambio de un puchero de licor es el único empleo digno. No se borra de mi cabeza esa escena final en la que el protagonista, en primer plano, acepta su condena y también su descenso a la vesania, como sucede en el mundo real con los indigentes que horríficamente nacen condenados para aceptar esa oferta del destino.



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Ficha técnica
Título original: Nightmare Alley
Año: 2021
Duración: 2 hr 30 min
País: Estados Unidos
Director: Guillermo del Toro
Guión: Guillermo del Toro, Kim Morgan
Música: Nathan Johnson
Fotografía: Dan Laustsen
Reparto: Bradley Cooper, Rooney Mara, Cate Blanchett, Toni Collette, Willem Dafoe, David Strathairn, Richard Jenkins,
Calificación: 7/10





Spider-Man: Sin camino a casa

Duro cerca de dos horas y media viendo a Spider-Man: Sin camino a casa, la nueva película del superhéroe de Marvel que tuvo su estreno hace ya tres meses; en un intento, supongo, de alejarme un poco de esas tendencias que hipnotizan a los consumidores con capa de fanáticos de la cultura pop que registran todo lo que ven con el teléfono móvil para sumarse a la conversación del momento en los foros de especulación y spoilers de Reddit. Lo que presenta ya sospechaba que iba a suceder en un live-action tras la fórmula del multiverso implantada por la regular Spider-Man: un nuevo universo. Y es por eso que no creo que se trate de una cosa fuera de serie, ni mucho menos, pero para mi sorpresa, es una secuela entretenida que me engancha, sin llegar al paroxismo, cuando ofrece la pirotecnia con aroma a nostalgia de la araña amistosa del vecindario que se enfrenta a la madurez, a pesar de esa duración con claros fines mercadológicos que extiende el producto más allá de lo necesario. Para cerrar la trilogía se sitúa tras los eventos de Spider-Man: de regreso a casa y Spider-Man: Lejos de casa, donde Peter Parker, en un intento de recuperar el anonimato tras la revelación pública de su identidad como el Hombre Araña, acude a la casa de Doctor Strange con el fin de que lo ayude a solventar el problema conjurando algún hechizo que revierta todo. Como es de esperar, hay secuencias de acción que son trepidantes y situaciones divertidas que me alegran la noche con el humor cálido cuando el joven Hombre Araña lucha por lo que es correcto, enfrentándose no solo a las decisiones rígidas de Strange, sino además a los supervillanos de los otras dimensiones que se han colado en su línea temporal, entre los que se hallan Doctor Octopus, Electro, Sandman, Lizard y Green Goblin, mientras su mejor amigo Ned y su novia MJ observan el barullo y ocasionalmente lo ayudan. Si en las predecesoras el protagonista debía balancear su vida privada de los deberes heroicos, en esta ocasión los dilemas morales a los que se expone añaden un tono un poco más serio que funciona, en mi opinión, para ilustrar un comentario sobre la pérdida y el duro proceso a la adultez que el adolescente debe atravesar durante las decisiones cruciales de su vida. El ritmo decae en algunos instantes, pero me parece eficaz la forma en la que Watts equilibra la acción básica del cine de superhéroes y la comedia juvenil de mayoría de edad por la que se ha caracterizado a lo largo de la trilogía, ampliando el espectro paródico y metarreferencial, concibiendo escenas que me logran sorprender cuando regresan los otros dos Hombre Araña que encarnan Tobey Maguire y Andrew Garfield cerca del tercer acto. La banda sonora de Giacchino conmueve mis oídos. La presencia de Tom Holland posee magnetismo, poder gestual y demuestra una pericia física para el rol que la hace, para mí, el segundo mejor en colocarse el traje de Spider-Man detrás de Maguire. La idea del multiverso funciona y tiene resonancia emocional en el clímax. Desde ya, espero una secuela.



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Ficha técnica
Título original: Spider-Man: No Way Home
Año: 2021
Duración: 2 hr 28 min
País: Estados Unidos
Director: Jon Watts
Guion: Chris McKenna, Erik Sommers.
Música: Michael Giacchino
Fotografía: Mauro Fiore
Reparto: Tom Holland, Zendaya, Benedict Cumberbatch, Alfred Molina, Tobey Maguire, Andrew Garfield, Willem Dafoe, Marisa Tomei, Jacob Batalon, Jon Favreau, Jamie Foxx, J.K. Simmons,
Calificación: 7/10
Los lobos

Sospecho que Los lobos, el segundo largometraje del cineasta mexicano Samuel Kishi Leopo, es una película que sigue esa tendencia sobre inmigración que en los últimos años se viene dando en el cine de su país. Su retrato es más o menos bienintencionado, rodado a veces con estilo de documental, pero particularmente encuentro un poco manido su discurso sobre inmigración, inocencia y sacrificios maternos, a diferencia de otras obras más sutiles como Sin señas particulares y Ya no estoy aquí. Cuenta la historia de Max y Leo, dos niños que, como buenos hermanos, viajan con su madre, Lucía, desde México hasta la ciudad de Albuquerque situada en Nuevo México, Estados Unidos, con la esperanza de alcanzar ese sueño americano que popularmente venden en los anuncios comerciales de Disney World en televisión por cable. El director se sirve de una economía de recursos para acentuar las vicisitudes de esa familia inmigrantes, en una puesta escena minimalista que evita el patetismo, donde predomina la cámara en mano, los silencios, los diálogos escasos, el estilismo de documental como base testimonial y casi toda la acción se desarrolla en los interiores sórdidos de un pequeño apartamento de cuatro paredes que huele a miseria. El encierro de los chiquillos simboliza, a mi parecer, la dura realidad social del emigrante que está condenado al aislamiento para evitar los peligros de la tierra del tío Sam que incluye, entre muchas cosas, la deportación de extranjeros, la falta de oportunidades y las barreras lingüísticas que delatan. Sin embargo, tengo la sensación de que su propuesta se queda entre paréntesis y es un poco indulgente cuando abraza de forma previsible la pérdida de la inocencia de los niños que miran el mundo por la ventana, dibujan sus inquietudes en las paredes y son tan solitarios como los cachorros de los lobos; el dolor de la madre soltera que se sacrifica trabajando día y noche para paliar la difícil situación económica en suelo norteamericano; la gente del barrio que incluye unos cuantos chavales tóxicos y una inquilina china como alivio cómico. Su narrativa atraviesa un terreno seguro, higienizado, de pocas interrogantes, que manosea demasiado la desgracia calculada de una de tantas familias latinoamericanas que se ven obligadas a huir de sus países cruzando la frontera más cercana para hallar un sustento mejor para sus hijos, en un sitio donde la felicidad parece una quimera casi imposible. Nunca se sale del espectro convencional, del drama más obvio. La madre que interpreta Martha Lorena Reyes me parece unidimensional cuando expresa sus inquietudes maternales más inmediatas. La música tiene escaso valor melódico. Por lo menos, empatizo en un par de escenas con las travesuras de los chiquillos que escuchan una vieja grabadora de casetes y sacan de quicio a la vecina asiática de al lado. Todo lo demás pasa ante mis ojos sin pena ni gloria, donde continuamente pienso que ya lo he visto antes con mejores resultados.



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Ficha técnica
Título original: Los lobos
Año: 2019
Duración: 1 hr 35 min
País: México
Director: Samuel Kishi
Guion: Samuel Kishi, Luis Briones, Sofía Gómez-Córdova
Música: Kenji Kishi
Fotografía: Octavio Arauz
Reparto: Martha Lorena Reyes, Maximiliano Nájar Márquez, Leonardo Nájar Márquez, Cici Lau
Calificación: 6/10
La hija del engaño

La hija del engaño es de una de esas películas de Buñuel que coloco, sin mucha prisa, en los clasificados de las más manidas de su etapa mexicana. La encuentro enormemente aburrida, en la hora y cuarto que dura su melodrama de dilemas familiares. Está basada en el sainete homónimo de los españoles Carlos Arniches y José Estremera, del que previamente Buñuel había sido guionista sin acreditar en otra adaptación española estrenada en los cines en 1925, y forma parte de las películas «genéricas» que realizaba por encargo, a cambio, por supuesto, de ese incentivo salarial que le ayudaba resolver su situación socioeconómica, como bien explica en su libro "Mi último suspiro". Narra la historia de Don Quintín, un hombre de negocios que se va de viaje por tren en una noche cualquiera, dejando a su esposa y a su hija recién nacida en la casa. El detonante comienza cuando la locomotora registra una avería y el protagonista regresa a su casa con su familia, donde descubre, para sorpresa suya, que su esposa le es infiel con otro hombre, en la cama que compró con tanto esfuerzo. Como es de esperar, el señor encolerizado saca un revólver de su gaveta y amenaza con matar a su esposa en un episodio de violencia doméstica, mientras el amante salta por la ventana para salvar su pellejo. Por una parte, Buñuel capta los delirios de ese hombre cuando duda de la paternidad de su hija y la abandona en la puerta de una familia pobre. Por la otra, ejecuta una elipsis con fundido a negro que marca el paso de 20 años, donde la hija abandonada se enamora de un galán que conoce en la carretera y discute con el padre que la ha adoptado, mientras el padre biológico, que ha pagado su manutención en secreto durante ese tiempo, decide salir a buscarla para subsanar la herida paternal que lo mantiene amargado. La farsa se construye alrededor de temas buñuelianos de antaño, como el adulterio, la obsesión, la culpa, el honor y el perdón; que sirven para esbozar las inquietudes que motivan a los personajes a andar por el pueblo en determinadas situaciones irónicas: el padre busca a su hija y la hija busca el afecto. También muestra a la sociedad mexicana típica de la época, en la que los hombres son temperamentales, machistas, alcohólicos y cargan consigo una pistola para resolver los líos a tiro limpio. Pero me temo que los episodios de su comedia son bastante superfluos porque, en efecto, todo sucede sin ritmo, de una manera acartonada y esquemática cuando surgen los conflictos del padre que desea encontrar a la hija perdida, con algunos huecos narrativos que no se justifican ni con la elipsis más obvia. Solo el gran Fernando Soler ofrece, en mi opinión, unos cuantos momentos como el padre hirsuto, irascible, de moral conservadora. Todo se resuelve de forma facilona, sin muchas complicaciones para clausurar el barullo de familia con la reconciliación de final feliz.



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Ficha técnica
Título original: La hija del engaño
Año: 1951
Duración: 1 hr 16 min
País: México
Director: Luis Buñuel
Guion: Antonio Estremera, Luis Alcoriza, Janet Alcoriza
Música: Manuel Esperón
Fotografía: José Ortiz Ramos
Reparto: Fernando Soler, Alicia Caro, Fernando Soto, Rubén Rojo, Nacho Contla,
Calificación: 5/10



Crisis (1946)

En la noche de hoy me ha tocado ver a Crisis, la ópera prima de Ingmar Bergman como director de cine, rodada cuando tenía 27 años tras haber pasado por el teatro. Dura aproximadamente una hora y media y, a decir verdad, no me causa ninguna emoción en particular. La coloco en la casilla casi vacía de las cintas que son regulares de su filmografía temprana, como en el caso de Puerto. El melodrama tiene una puesta en escena bienintencionada que refleja las inclinaciones estéticas tempranas del maestro sueco, pero el pozo psicológico de su propuesta carece de resonancia emocional y se torna un poco superfluo cuando examina los dilemas provincianos en la sociedad sueca posguerra. La historia sigue a Nelly, una joven ingenua que lleva una vida tranquila en un pueblo y que por su gran hermosura tiene a uno de muchos pretendientes, mientras vive bajo el techo de su madre adoptiva, Ingeborg, una mujer estricta con problemas económicos, a veces oportunista, que enseña piano a los jóvenes del pueblo y también dirige una casa de huéspedes. El problema fundamental que encuentro es que Bergman pretende abarcar demasiado narrando las vicisitudes de los personajes, dejándolos en la superficie para que la pragmática de los diálogos y el fuera de campo se encarguen de ilustrar las inquietudes intrínsecas que a simple vista no se ven. Por una parte, narra la angustia (transformada simbólicamente en enfermedad) que padece la falsa madre cuando la hija adoptada se va a la ciudad con la madre biológica, y la inseguridad de la joven al no poder encajar en la mundanidad de los placeres aburguesados de la metrópoli. Por el otro, trata la insatisfacción de la madre frívola y sofisticada [que abandonó a su hija], Jenny, antigua prostituta y dueña de un salón de belleza que se siente profundamente atemorizada por el atractivo perdido y tiene celos provocados por el amante mujeriego que la conquistó a ella en el pasado y ahora intenta seducir a su hija; y, además, ilustra la incertidumbre de ese donjuán impertinente y oportunista llamado Jack, como un hombre cansado del matrimonio miserable y la esclavitud del salario que le pone un precio a su alma. El acartonamiento de esos personajes, con todo sus claroscuros, de alguna manera funciona para dialogar sobre la infelicidad, el sacrifico maternofilial, los caprichos amorosos, los impulsos juveniles, la ambigüedad moral de la vida rural que rechaza escapar de la tradición y la decadencia existencial de una sociedad posguerra que avanza tan rápido como una locomotora. En términos de realización, la puesta en escena de Bergman le da forma a ese sello estilístico que más tarde se convertiría en sinónimo de grandeza, donde prevalece un cuidado compositivo a través de la voz en off, el encuadre móvil, la iluminación expresiva, la música extradiegética, la sobreimpresión y el uso proxémico del espacio que acentúa la dialéctica campo-ciudad. Desafortunadamente ni esos mecanismos corrigen un tono patético y predecible que mantiene a los actores anclados a las raíces teatrales, incluso en los momentos más dúctiles de fatalismo.



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Ficha técnica
Título original: Crisis (Kris)
Año: 1946
Duración: 1 hr 33 min
País: Suecia
Director: Ingmar Bergman
Guion: Ingmar Bergman
Música: Erland von Koch
Fotografía: Gösta Roosling
Reparto: Allan Bohlin, Julia Cæsar, Ernst Eklund, Karl Erik Flens,
Calificación: 6/10



'Apache' (1954)

En 1954 el director norteamericano Robert Aldrich estrenó dos westerns. Uno fue el entretenido y violento Vera Cruz, protagonizado por Gary Cooper y Burt Lancaster. El otro es este que tiene como título Apache, y es justamente lo opuesto. Es un western sin fuerza ni espíritu que me roba una hora y media cuando atestiguo la travesía del indio rebelde de ojos azules que interpreta Lancaster. La historia se sitúa durante las guerras apaches, en los días en que Gerónimo se rinde ante el ejército estadounidense, donde el nativo conocido como Massai se niega a aceptar la derrota y lucha por sí solo contra los soldados, escondiéndose en los montes y disparando a distancia con la pistola como acto de resistencia. El arranque es, a mi parecer, un poco interesante cuando el indio apache es capturado y luego, astutamente, huye como fugitivo mientras planifica un asalto hacia los norteamericanos que han mancillado a su raza. Sin embargo, la narrativa sigue una fórmula demasiado segura que solo consigue que las acciones del personaje transiten por el sendero de la rutina, de la redundancia que lo coloca en situaciones previsibles. Mi paciencia se agota y me fatiga cuando veo a Massai atacando a los militares en los valles calurosos, lidiando con la traición del jefe de su tribu, raptando a una bella india que lo sigue a todas partes y de la que luego se enamora, montando a caballo por las praderas, encendiendo fogatas para cocinar los conejos que degüella, escapando airoso cada vez que es atrapado por el enemigo blanco. No dudo para nada de la presencia de Lancaster cuando interpreta con carácter a ese nativo levantisco y orgulloso que desea vengarse en nombre de los compañeros caídos para preservar su dignidad, pero lejos de su pericia física más que demostrada, en la superficie su personaje es algo dúctil y sospecho que todo le sale demasiado bien cuando mata hombres blancos y cultiva maíz de la noche a la mañana. La caracterización del personaje luce muy acartonada con el maquillaje racista que oscurece su rostro (a veces se nota que faltan partes de su cuerpo sin maquillar), el acento falsificado y la peluca desgreñada de color negro que casi se le cae en el camino. Además, tiene escasa química con Jean Peters (también maquillada artificialmente para simular la piel indígena). Solo me agrada mínimamente la manera en que Aldrich, en su primera cinta a color, ilustra el salvaje oeste con la cámara de Laszlo, consiguiendo preciosas panorámicas del desierto y de los típicos pueblos de madera que son bañados de día y de noche por un pintoresco uso del Technicolor, en una puesta en escena con atención al detalle de la época, aunque en ocasiones presenta unos cuantos fallos de raccord clarísimos que señalan que hubo problemas en la sala de montaje en la United Artists. Todo lo demás me parece bagatela. Es uno de los westerns aburridos de Aldrich.



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Ficha técnica
Título original: Apache
Año: 1954
Duración: 1 hr 27 min
País: Estados Unidos
Director: Robert Aldrich
Guion: James R. Webb
Música: David Raksin
Fotografía: Ernest Laszlo
Reparto: Burt Lancaster, Jean Peters, Charles Bronson, John Dehner
Calificación: 5/10

Steven Spielberg renueva el mítico musical de Robert Wise y Jerome Robbins para acercarlo, a través de las melodías, a los temas actuales de una nación todavía dividida por la discriminación.


West Side Story



No puedo recordar con exactitud la primera vez que vi Amor sin barreras, sobre todo porque sucedió hace muchos años atrás y, a día de hoy, no me he molestado en desempolvarla para una nueva revisión. Pero, sin llegar al paroxismo, algunos pasajes de ese clásico de Wise y Robbins todavía permanecen frescos sobre mi memoria por las coreografías de baile, la música de Leonard Bernstein, las riñas entre pandilleros juveniles de los años 50, las actuaciones espléndidas del reparto, y el argumento que interroga el sueño americano desde las esquinas más oscuras del racismo y de la pobreza. Recuerdo la emoción de ver cantando y bailando a George Chakiris, Natalie Wood y Rita Moreno, en unos números musicales maravillosos compuestos con las letras sofisticadas de las canciones de Stephen Sondheim. Todo me resultaba mágico y muy emotivo. Aun sin ser entusiasta de los musicales románticos más idealizados del Hollywood, me parece uno de los inolvidables de la década de los años sesenta porque, en cierta medida, captura con mucha vitalidad la rebeldía de toda una generación, en un país dividido por las diferencias étnicas y los prejuicios sociales. Los temas que trata son todavía más actuales que cuando se estrenó por primera vez en Broadway como una versión moderna de Romeo y Julieta.


Tras seis décadas desde su estreno, un remake que lleva también como título Amor sin barreras se ha estrenado no hace poco en los servicios de streaming, luego de haber tenido una exhibición efímera en las salas de cine producida, en parte, por su pobre desempeño en la taquilla. La dirige Steven Spielberg, quien quería realizarla desde 2014. Ha acumulado un montón de nominaciones en los Oscars e, incluso, he escuchado a algunos afirmando que puede ser superior a la adaptación del 61. Yo no creo para nada que esté por encima, pero me limito a colocarla a la par con la antecesora. Se trata de un musical romántico en el que Spielberg, al ritmo de un corazón enamorado, transcribe la esencia de la original con un estilismo solemne que pocas veces pierde el horizonte de emotividad cuando dinamiza la puesta en escena con los bailes coloridos y los personajes que cantan para que sus voces sean escuchadas por una sociedad que, en apariencia, está dividida por el racismo que lacera la dignidad de las minorías culturales latinoamericanas; evitando recurrir a cosas como el doblaje innecesario ni a oscurecerles la piel como se hizo infamemente en la anterior.




Ansel Elgort y Rachel Zegler. Fotograma cortesía de 20th Century Studios.

 

Como la precursora, la película se sitúa a finales de los años 50 en un pequeño vecindario de Upper West Side, Nueva York, donde dos pandillas, los Jets y los Sharks, luchan constantemente por el dominio del territorio como buenos delincuentes juveniles. La primera tiene como líder al virulento Riff (Mike Faist) y está compuesta en su mayoría por jóvenes estadounidenses blancos de familias disfuncionales sumergidas en la miseria. La segunda es controlada por el duro boxeador Bernardo Vázquez (David Álvarez) y los integrantes son puertorriqueños, sumamente enfurecidos por estar en un barrio donde soportan cada día la discriminación racial y la falta de oportunidades. El enfrentamiento tiene lugar en un sitio de construcción, pero rápidamente son separados por el teniente de policía Schrank (Corey Stall), quien les recuerda que el conflicto de ambas bandas carece de sentido porque una parte del vecindario está siendo demolido para construir el Lincoln Center, por lo que las familias de muchos se verán obligadas a mudarse. A pesar de la advertencia, Riff invita a Bernardo a enfrentarse de nuevo, pero este lo rechaza.


Tiempo después, Riff se acerca a su mejor amigo Tony (Ansel Elgort) para convencerlo de que se una a la pelea que lo decidirá todo y también para que vaya al baile de la escuela local, pero este último se rehúsa porque desea rehacer su vida luego de salir de la correccional, prefiriendo trabajar ayudando a su tía puertorriqueña Valentina (Rita Moreno) en una tienda de comestibles. Paralelamente, Bernardo reside en un apartamento humilde junto a su novia Anita (Ariana DeBose), donde en medio de una disputa doméstica obliga a su hermana menor, María (Rachel Zegler), a comprometerse con su colega chino (Josh Andrés Rivera) y se preparan para también para la fiesta. En la noche de la fiesta, en medio de un baile entre ambas facciones, Tony y María se miran delicadamente y se enamoran en el acto, besándose a escondidas. Pero el episodio desencadena la furia de Bernardo, que acepta los términos de Riff para que las dos pandillas se muelan a golpes una vez más, pero insistiendo en que solo lo haría si Tony asiste. La misma noche del incidente, la pareja se vuelve a encontrar en la escalera de incendios del balcón de la habitación de María, donde Tony confiesa su amor hacia María, y juran encontrarse al día siguiente para sellar su compromiso.






En términos generales, la película frecuenta sin mucha prisa la estructura de la predecesora de Wise y de la obra teatral que reverdecía la tragedia shakesperiana en Broadway; en la que los bailes, la música y el canto se incorporan en la acción dramática para desarrollar las inquietudes más intrínsecas de los personajes. Tony representa al joven judío de origen polaco con alma de Romeo, reservado, seguro de sí mismo, que descubre el amor verdadero al conocer a María, en una etapa de su vida en la que intenta alcanzar la redención para sepultar los pecados y alejarse lo más que pueda de la delincuencia juvenil para administrar el negocio junto a la tía que lo ha criado como madre. María es una muchacha de clase trabajadora muy decidida, sensible como Julieta, alérgica a la dependencia del hermano sobreprotector que impone un control sobre sus decisiones personales, que sueña con un mejor mañana en el que viva felizmente amando a Tony y en el que la violencia de las pandillas cese de una vez por todas. Riff es un muchacho orgulloso, irreverente, que desafía la autoridad de la policía y defiende a su amigo Tony incluso desconociendo que su destino está sellado como el de Mercucio, además de ser el jefe indiscutible de los Jets que causa problemas porque su procedencia disfuncional lo ha obligado a pasarse al bando antisocial. Bernardo es el líder boricua temerario, machista, desconfiado, que se gana la vida como boxeador para pagar la renta, que se preocupa por la brecha de desigualdad que enfrentan las comunidades puertorriqueñas en los distritos neoyorquinos, siempre dispuesto a luchar por los suyos, respetado por los Sharks como aquel Teobaldo de los Capuleto. Y Anita es la mujer afrolatina de carácter fuerte, humilde, que cuestiona el machismo de su entorno y nunca abandona el sentido de esperanza ante los infortunios que caen sobre los latinoamericanos más desfavorecidos de Nueva York.



Ariana DeBose y David Álvarez. Imagen de 20th Century Studios.



A pesar de que en la superficie es inevitable que se convierta en algo previsible, la manera tangencial en la que Spielberg aborda los tópicos justifica las acciones de los personajes con cierta sutileza y los subordina a una parábola social esclarecedora sobre el amplio margen de discordancia que hay entre los dos grupos afectados que, diametralmente, comparten el mismo sentimiento de rechazo. Se refleja, primero, a través de la pragmática de los diálogos del guion de Tony Kushner que, a la vez, se complementan con las líricas de Sondheim, donde la poética de las canciones arregladas por Bernstein como Something’s Coming, I Feel Pretty, One Hand, One Heart, Somewhere, Tonight, y, especialmente, America, están dotadas de un componente sociológico que examina cuidadosamente el racismo, la inequidad y la xenofobia que prevalece en el suelo norteamericano hacia los inmigrantes latinos, irónicamente, provocado por una muchedumbre que en condiciones migratorias similares habían llegado desde el continente europeo en busca de la calidad de vida que venden en los comerciales del sueño americano. Detrás de los bailes exóticos y los decorados coloridos, las dos pandillas conformadas por los Jets y los Sharks representan las dos caras contrapuestas de esa marginación que afecta a las personas de distintas nacionalidades sin importar su color de piel o el acento.



Rita Moreno como Valentina. Fotograma de 20th Century Studios.

 

El segundo queda definido, en mi opinión, por la psicogeografía de empaque historiográfico en la que el uso del espacio urbano modifica el comportamiento de los personajes y señala las emociones recónditas que se niegan a salir afuera hasta que la desgracia toque la puerta. El escenario es un acto simbólico. El canto es, por así decirlo, el refugio que los personajes buscan para paliar las vicisitudes de su cotidianidad más obvia, la única alternativa de protesta de los que son oprimidos por la cultura de la discriminación. El proceso de gentrificación del suburbio, en muchas escenas, no solo metaforiza el temor de los jóvenes que junto a sus familias carenciadas van a ser desalojados por ese capitalismo voraz del sector inmobiliario que impera en las zonas más pobladas donde usualmente los ricos desplazan a los pobres; sino, además, el aparato de violencia que segrega a esos conjuntos interculturales hasta que no queda otra cosa que una gran mancha de sangre en una sociedad que ha intentado progresar a través de su historia con las venas abiertas. Spielberg actualiza el discurso para establecer un símil entre el contexto histórico de mitad de siglo XX y la actualidad que tiene como tema de discusión la diversidad, ilustrando, en efecto, que las heridas que dividen a la sociedad norteamericana todavía no han sanado.



Ansel Elgort y Rachel Zegler.

 

Lo que me sorprende, aunque sea moderadamente, es la forma en que Spielberg recrea el musical de Wise manteniendo un tono consistente que le añade identidad propia y que evita a toda costa transitar por el sendero del pastiche. Su estilo visual se edifica una vez más con las labores fotográficas de Janusz Kaminski, que altera la textura de la imagen para mimetizar con cierta fidelidad el color y la iluminación artificial de la cinta del 61. Encuadra todo con una cámara bastante rítmica que ilustra la década de los 50 con una colorización azulada muy vívida que, a la vez, embellece en todo momento el curso de las danzas coreografiadas y el enamoramiento de los amantes desamparados condenados a la desunión; con la que ejecuta secuencias fascinantes con los travellings de seguimiento, los primeros planos, el encuadre móvil, los planos subjetivos que revelan las intenciones más lindantes como el amor a primera vista. Tiene solvencia, encanto, solemnidad, atmósferas, baladas de espacio y movimiento. Pocas veces pierde la coyuntura cuando sus actores se expresan cantando sin ser doblados y su equilibrio se sostiene a base de música y melodrama en unos decorados preciosos. Adicionalmente, logra una reproducción muy auténtica de la época cuando estampa el vestuario de jeans y chaquetas de cuero de los muchachos junto a los vestidos pintorescos de las chicas, las canchas de baloncesto, el patio de la escuela, la jefatura de policía, la tienda de Doc's, las calles de empolvadas por los edificios demolidos, los callejones oscuros, los techos sucios. Se nota rotundamente la preocupación para que todo se vea fidedigno hasta en el más mínimo detalle.


Desde luego, no creo que esta propuesta de Spielberg, que marca su primera incursión en el musical, sea una obra maestra ni mucho menos que se trate de una de sus mejores películas. Su energía me contagia, pero nunca alcanza mi tope emocional. A pesar de todo valoro la química del reparto encabezado por Elgort, Zegler, Faist, Álvarez, DeBose y Rita Moreno (en un rol casi maternal). Ellos me hacen pasar un rato conmovedor con las sesiones de baile y canto, la peleas con navajas en las fábricas de sal con olor a muerte, los instantes amorosos a la luz de la luna, los delincuentes que reciben una lección moral, las promesas incumplidas, la venganza que ilumina de rojo las calles nocturnas como las sirenas de la policía, el cortejo fúnebre de una sociedad condenada a repetir el pasado. En general su acercamiento al género es, cuanto mucho, entretenido y está provisto de una manufactura pomposa, aunque nunca se escape de los marcos limítrofes de lo epatante.



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Ficha técnica
Título original: West Side Story
Año: 2021
Duración: 2 hr 36 min
País: Estados Unidos
Director: Steven Spielberg
Guión: Tony Kushner
Música: Leonard Bernstein
Fotografía: Janusz Kaminski
Reparto: Rachel Zegler, Ansel Elgort, David Álvarez, Ariana DeBose, Rita Moreno
Calificación: 7/10