Con La casa Gucci me sucede algo extraño. De entrada, observo que es
una película de Scott que presenta un ritmo un poco inconsistente a lo largo
de dos horas y media, pero por alguna razón permanezco todo el tiempo
interesado por lo que me cuenta, quizá porque me daba curiosidad saber cómo
trasladaría a la gran pantalla lo que ya había leído años atrás sobre la
tragedia del imperio de la moda de la familia Gucci. La propuesta de Scott me
parece entretenida cuando recoge a un puñado de actores de lujo para narrar,
con tono fino y glamouroso, el melodrama de esa dinastía de la moda
fragmentada por la codicia, la traición y los rencores familiares. Se ambienta
a finales de los 70, donde me relata la historia de Patricia Reggiani, una
mujer italiana bastante interesada que se enamora de Maurizio Gucci, el nieto
del fundador de Gucci al que conoce en una fiesta. En una primera mitad,
muestra la manera en que florece la relación entre Patricia y Maurizio bajo
una ambición subterránea; las negativas del padre Rodolfo Gucci cuando
deshereda a su hijo y se rehúsa a aceptar que se case con una trepadora;
además de las peculiaridades de algunos de los miembros de una familia
disfuncional claramente dividida por el negocio. En la segunda, se transforma
en un cóctel de avaricia, traiciones y venganzas personales, sobre todo cuando
Maurizio, auspiciado por la astuta Patricia, asume el control de la marca y
deja en la ruina financiera al tío y al primo. En algunos momentos los
episodios se extienden más allá de lo necesario, pero la química del reparto
es tan embriagadora que siempre disfruto verlos a todos maquinando perfidias
para adueñarse del vaticano de la moda. La actuación de Lady Gaga es puro
fuego expresivo cuando emplea la gestualidad, la mirada y el acento italiano
para ponerse en la piel de una mujer fatal manipuladora, posesiva, que
falsifica el amor para trepar y tiene el juicio nublado por los celos. A su
lado está un estupendo rol de Adam Driver como ese heredero que, de la noche a
la mañana, abandona la timidez y las inseguridades para pasar a ser un
perfecto megalómano con tela de villano. Y en una nota más baja también Al
Pacino como el poderoso y carismático tío Aldo Gucci, y un irreconocible Jared
Leto transformado con un maquillaje de prótesis de látex como el torpe primo
Paolo. Con ellos, Scott reconstruye el mundo de la alta costura de las épocas
de los 80 y los 90, poniendo atención a los detalles de los decorados y el
vestuario, con una consistencia que luce ampulosa cuando es fotografiada por
la lente de Dariusz Wolski. Su narrativa es melodramática, histriónica,
paródica. Tiene una contagiosa banda sonora de ópera y new wave. Y casi
siempre me resulta atrapante cuando usa la trágica caída de los Gucci para
examinar la manera en que el dinero destruye los vínculos familiares hasta
dejarlos varados en la inercia de la decadencia, el resentimiento y el
asesinato.
Año: 2021 Duración: 2 hr 38 min País: Estados Unidos Director: Ridley Scott Guion: Roberto Bentivegna, Becky Johnson Música: Harry
Gregson-Williams Fotografía: Dariusz Wolski Reparto: Lady Gaga, Adam Driver, Al Pacino, Jeremy Irons, Jared Leto,
Salma Hayek, Calificación: 7/10
Ray y Liz, la ópera prima del fotógrafo británico Richard Billingham
como director de cine, es una película que me hace recordar que no todo lo que
lleva el sello de aprobación de un festival de cine es algo fuera de serie. No
consigo emocionarme con nada de lo que me cuenta y, por momentos, el retrato
doméstico con el que reconstruye fragmentos de la infancia Billingham y su
familia disfuncional me parece infinitamente plano, a pesar de estar impreso
con esa capa de realismo social que era habitual durante los años posteriores
al kitchen sink tradicional, en cineastas como Loach, Davies y Leigh.
La trama, escrita por un guion que Billingham escribió a partir de sus
memorias personales, cuenta las peripecias de una familia británica de clase
trabajadora conformada por los padres irresponsables, Ray y Liz, y los dos
niños, Richard y su hermanito Jason. La narrativa se estructura en dos líneas
temporales. Por una parte, muestra el estado deplorable de un anciano Ray, que
vive como un alcohólico desempleado y solitario en una habitación desordenada,
en la que en ocasiones mira por la ventana y suele rememorar los pecados del
pasado como padre fracasado. En la otra, a través de un racconto, ilustra las
discusiones domésticas del padre holgazán y de la obesa madre malhumorada
adicta a la nicotina; las travesuras de los pequeños hijos en los rincones
sórdidos del apartamento; la pobreza laminada por la condición socioeconómica
de una clase trabajadora sumergida en el abandono; la pérdida de la inocencia
de los niños que prefieren buscar padres adoptivos que seguir en el infierno
de una familia condenada a la miseria, la irresponsabilidad y el dolor. En
términos generales, el argumento examina la manera en que las duras políticas
del thatcherismo ampliaban el espectro de inopia y desempleo y, a la vez,
desintegraban lentamente el núcleo de familiar de clase obrera hasta
abandonarla a su suerte en suburbios donde la falta de solidaridad escasea
como la luz del sol en días grisáceos de invierno. Billingham encuadra las
situaciones de la familia a través de dispositivos estéticos que están
colocados en la puesta en escena para subrayar sus dolencias, como la relación
de aspecto 4:3, la elipsis de carácter poética, el sobreencuadre, el primer
plano, el plano simbólico, los planos fijos de larga duración con marcado
estatismo, los silencios, los interiores claustrofóbicos y sucios. No dudo
para nada de lo que puede hacer como esteta con ese estilo austero despojado
de cualquier patetismo innecesario, pero, a mi parecer, se preocupa tanto por
el lado esteticista de su obra que descuida la narración hasta colocar a los
personajes en una especie de inercia, donde utiliza a sus actores como
autómatas para reciclar las mismas observaciones sociales sobre su familia
disfuncional sin nada relevante que decir. Su melancolía nunca me toca
los ojos. El collage autobiográfico me resulta infumable, adocenado y,
sobre todo, bastante autoindulgente. Lo he visto en otras películas con
resultados más sutiles.
Año: 2018 Duración: 1 hr 48 min País: Reino Unido Director: Richard Billingham Guion: Richard Billingham Música: Fotografía: Dan Landin Reparto: Tony Way, Ella Smith,
Justin Salinger, Sam Gittins, James Eeles, Calificación: 4/10
Mélodrame es el segundo largometraje dirigido por el cineasta
dominicano Jean-Louis Jorge, rodado en 35mm en Francia durante 12 días, tras
haber debutado tres años antes con
La serpiente de la luna de los piratas (1973). Al menos hasta donde sé,
llegó a estrenarse en las salas del Palacio de Cine el 7 de febrero de 1980,
pero nunca se ha exhibido en la televisión local ni en la Cinemateca
Dominicana. Afortunadamente, he alcanzado a ver una copia en una calidad
aceptable que algún buen samaritano ha decidido colgar en una famosa
plataforma de videos. Y no sé si se trate de una obra fuera de serie como he
escuchado a vox pópuli en medios locales, pero sin duda se deja ver
para explorar el universo personal de ese cineasta dominicano condenado al
olvido. Me parece una película bienintencionada en la que Jorge, con una
estética avant la lettre, experimenta con la forma para ofrecer un
pastiche en clave de metacine sobre Rudolph Valentino y Pola Negri, pero por
alguna razón permanezco impávido ante su propuesta siútica y redundante que
nunca se escapa de la superficie del camp más inane. La trama, firmada
con guión de Jorge, se distancia de estructuras aristotélicas para narrar, con
guiños al melodrama clásico de Hollywood, la vida de una actriz llamada Nora
Legri, que escamotea las recámaras de su memoria para recordar los tiempos en
que era aparentemente feliz junto a su amado Antonio Romano, un famoso actor
del cine mudo. A través de un montaje invertido, en el que los saltos
temporales se mofan de la lógica espacial, Jorge me presenta los dilemas de
esa persona que fantasea con los fantasmas del pasado en una irrealidad en la
que los sueños y los recuerdos son el producto de las mismos delirios
intersubjetivos. Por una parte muestra, con cierto idealismo de cine mudo con
intertítulos, los episodios de la diva silente que sueña con las fiestas
desenfrenadas en los castillos de los locos años 20 de Hollywood (como
parábola de la contracorriente política de los 70), mientras recibe la cuota
de amor y felicidad del latin lover. Por el otro, muestra el melodrama
de carácter trágico, en donde la actriz falsificada por los marcos limítrofes
de la ficción relata, como vampiresa del cine sonoro, el dolor de la pérdida y
descubre los secretos más oscuros del actor falso, como el narcisismo, los
celos, la posesión, la bisexualidad escondida y el sadomasoquismo en
habitaciones siniestras, porque así lo describe el guión metaficcional de la
película que ella protagoniza en el plató como homenaje póstumo. La dialéctica
de esas capas narrativas le sirve a Jorge para interrogar, sin mucho apuro,
las posibilidades diegéticas del cine para falsificar la imagen desde los
márgenes más afílmicos de la ficción en su acercamiento hacia la verdad, como
si el medio no fuera otra cosa que un gran mentiroso que mimetiza dos
identidades separadas a balazos por espacio y tiempo, dentro de un mismo
cuerpo fragmentado por una sexualidad subversiva que amenaza con salir de la
pantalla. Y lo consigue con cierta solvencia estilística en los elementos
formales que emplea; como el blanco y negro, la elipsis, el sonido diegético,
el encuadre móvil, la cámara en mano, la ruptura de eje, voz en off, la cuarta
pared, la iluminación expresionista, los decorados exóticos y pesadillescos.
Pero lejos de sus apuntes experimentales y las referencias al cine mudo de
Ingram, Niblo y Fitzmaurice, en su ensayo no veo otra cosa que un ejercicio de
estilo adocenado, indulgente, que utiliza a sus actores como marionetas
histriónicas para reciclar las mismas ideas sin nada interesante que decir.
Cuando los mundos chocan, de Rudolph Maté, tuvo su estreno hace más de
71 años y todavía, a día de hoy, los efectos especiales que ofrece lucen
bastante sólidos dentro de los estándares más básicos del cine de serie B de
catástrofes. Es una película de ciencia ficción que, incluso con sus
inconsistencias narrativas, me parece bastante entretenida cuando ofrece su
espectáculo sobre la catástrofe del fin del mundo, con un ritmo consistente
que avanza a la velocidad de un cohete y efectos especiales que estimulan mi
imaginación. Está basada en la novela homónima de Edwin Balmer y Philip Wylie,
publicada por primera vez en 1933. Tras un prólogo en el que, a modo profético
se muestran citas bíblicas del libro del Génesis y la decisión de Dios de
acabar con la humanidad, la trama se traslada a la modernidad, en pleno apogeo
de la Guerra Fría, donde el piloto David Randall carga consigo las fotografías
ultra secretas del astrónomo sudafricano Dr. Emery Bronson para llevarlas al
laboratorio de Dr. Cole Hendron en los Estados Unidos, las cuales revelan la
peor de las calamidades: una estrella errante llamada Bellus y su planeta Zyra
está en curso de colisión con la Tierra sin ningún margen de error, lo que
produciría una hecatombe global. A través de un ritmo trepidante, me mantiene
adherido a mi asiento durante la hora y media que dura el asunto cuando
observo la lucha de los científicos más racionales contra la ignorancia
colectiva de los gobernantes mundiales que niegan con incredulidad; la carrera
a contrarreloj para construir una nave espacial financiada por un megalómano
empresario en silla de ruedas; la iniciativa de transportar a un número
limitado de personas al planeta que orbita la estrella para crear allí una
nueva civilización; las determinaciones ético-morales del piloto heroico con
chaqueta de cuero que anhela maniobrar la aeronave y también quedarse al lado
de la mujer que ama; la estela de devastación que deja a su paso el planeta
vecino, desatando volcanes y un maremoto que acaba con ciudades enteras. Maté
le añade pulso a las secuencias de destrucción con los efectos especiales, y
demuestra su destreza artesanal en una puesta en escena coloreada en
Technicolor que preserva cierta atención a los detalles de los decorados y el
acertado vestuario futurista de Edith Head, manteniendo siempre un tono
equilibrado entre el cine de desastre y la ciencia ficción para elaborar una
meticulosa parábola sobre los corolarios de la era nuclear de los años 50
(como era habitual en la época). Mis únicas quejas se limitan a que algunas
acciones de los personajes, en apariencia, tienen un desarrollo superfluo para
responder a los artilugios del género, y, además, algunas piezas argumentales
se quedan en el aire de las interrogantes. Aunque supongo que no se puede
pedir mucho por las limitaciones presupuestarias. Todo lo otro, incluyendo el
pánico y la supervivencia de los últimos humanos, me resulta
intrigante.
Ficha técnica Título original: When Worlds Collide
Año: 1951 Duración: 1 hr 32 min País: Estados Unidos Director: Rudolph Maté Guion: Sydney Boehm Música: Leith Stevens Fotografía: John F. Seitz Reparto: Richard Derr, Barbara
Rush, Peter Hansen, Larry Keating, Calificación: 7/10
Con una duración de cerca de dos horas y media, Primavera temprana es
una de las películas más largas de toda la filmografía de Yasujiro Ozu, rodada
tras los tres años de pausa transcurridos desde el final de la trilogía de
Noriko (Primavera tardía, Principios de verano y
Historias de Tokio). La duración supone para mí uno de los pocos reproches que tengo sobre
ella, sobre todo porque a veces tengo la sensación de que algunos episodios se
extienden más allá de lo necesario. Pero no por ello deja de parecerme un
drama interesante cuando Ozu, con su estética edificante, construye una
observación sobria sobre los dilemas conyugales y la desilusión del asalariado
afectado por la modernización de la sociedad japonesa posguerra. Su trama,
coescrita con guion de Ozu y su guionista predilecto Kogo Noda, trata la vida
de Shoji Sugiyama, un asalariado de mediana edad que está continuamente
cansado por la rutina de su trabajo de oficina en una fábrica de ladrillos
refractarios situada en Tokio, en donde aprovecha los tiempos libres para
tomar unos tragos en el bar de la esquina con otros colaboradores igual de
desilusionados, y, además, mantener una relación extramarital con una
compañera de trabajo a la que apodan Pez dorado por sus grandes ojos. A través
de los diálogos y de un riguroso control compositivo, Ozu revela con el
encuadre la existencia monótona de ese salaryman adúltero que esconde
sus inquietudes a la esposa ingenua que lo espera en casa, a veces también
capturando la desdicha de los otros secundarios insatisfechos con la vida
cotidiana. Fundamentalmente encuentro bastante acertado la manera en que
emplea la elipsis para señalar los claroscuros de los amantes y los celos de
la esposa que sospecha de la infidelidad por los chismes de las vecinas, así
como los planos almohada de chimeneas y trenes que indican la incertidumbre de
los asalariados atrapados en la vorágine industrial de la modernidad. También
los típicos planos tatami en los que encuadra la acción casi a la
altura del suelo, en donde usualmente abundan las composiciones con cámara
estática, la ruptura de eje, el contrapicado, el plano general, la iluminación
expresiva que acentúa emociones y el sobreencuadre que subraya los múltiples
coloquios de los personajes condenados a compartir el infierno de la
esclavitud del salario en los espacios confinados. Todos esos componentes le
sirven a Ozu para ampliar la parte discursiva, en la que examina la manera en
que las relaciones matrimoniales y las esperanzas de los oficinistas de cuello
blanco son laceradas por el engranaje capitalista de una sociedad japonesa
posguerra que progresa al ritmo de la modernización y deshumaniza al hombre
hasta borrar de su rostro cualquier rastro de felicidad. Sus personajes son
seres que intentan escapar al dolor del duelo, la desconfianza y la asfixiante
sensación de no ir a ninguna parte. Y están interpretados de forma orgánica,
hierática, destacándose Ryo Ikebe como ese asalario que sufre intrínsecamente
por la pérdida de su hijo y la crisis del matrimonio, Chikage Awashima como la
esposa celosa que busca la verdad, y Keiko Kishi como la pícara mujer infiel.
Es una buena película de la filmografía tardía de Ozu.
El cineasta mexicano, Guillermo del Toro, despliega un homenaje al cine
negro con un estilo sofisticado y un reparto de lujo que pocas veces
pierde el horizonte narrativo.
Mi obsesión por el cine negro me obligó, hace un par de años, a ver
El callejón de las almas perdidas, una película bastante lóbrega que
reunía a un elenco estelar encabezado por Tyrone Power, Joan Blondell y
Coleen Gray en la 20th Century Fox que, por ese entonces, contralaba Darryl
F. Zanuck. Era una adaptación de la novela homónima de William Lindsay
Gresham y fue llevada por primera vez al cine en 1947 por Edmund Goulding.
No alcanzo a recordar todos sus pasajes, pero sé que narra la vida de un
farsante de poca monta que, buscando escalar, se estaciona en una feria de
atracciones de mala muerte, en la que conoce a dos mujeres fatales que lo
hunden en el fango de la inmoralidad. Su atmósfera circense me parecía un
tanto siniestra, casi remontando al vodevil grotesco de
Habla el mono
(Walsh, 1927) y Fenómenos (Browning, 1932); además de que contenía
algunos apuntes interesantes sobre locura, asesinato y oportunismo, gracias
a una actuación de calibre de Power como el rufián cínico y perverso, que lo
alejaba del estereotipo romanticón de capa y espada por el que era conocido
hasta entonces. Sin embargo, todavía me acuerdo de esa sensación de fatiga
que me producía su trama, que es, en primer lugar, la causa por la que la he
sepultado en los callejones del olvido.
Me pasa justamente lo opuesto cuando termino de ver la nueva versión que
también tiene como título El callejón de las almas perdidas, pero que
esta vez está dirigida por Guillermo del Toro, cineasta que a lo largo de su
carrera ha demostrado estar obsesionado con los monstruos. Para mi sorpresa,
la encuentro estimulante, sobre todo porque las aberraciones ahora no son
más que almas desesperadas, trepadoras, infinitamente corrompidas por el
sueño americano, que se dedican al negocio lucrativo del engaño para ganarse
la vida y olvidar las heridas abiertas del pasado fatalista. Ya no hay final
esperanzador implantado por el código Hays. Todo es, en efecto, más oscuro
que en la inofensiva película de Goulding. Es un thriller psicológico en el
que Del Toro, con un estilismo sofisticado y un reparto embriagador,
despliega un homenaje al cine negro que, cuando menos lo espero, me mantiene
pegado del asiento con la dosis adecuada de intriga, durante las dos horas y
media que dura su crónica negra sobre estafas y traiciones.
La película se sitúa en 1939, donde el vagabundo Stan Carlisle (Bradley
Cooper) entierra un cadáver en los interiores de una casa y luego le prende
fuego antes de su partida. El personaje, sin decir ni una palabra durante
los primeros minutos, se ubica en un parque de diversiones y es testigo del
evento principal del freak show, en el que un hombre completamente
trastornado sale de una jaula para destripar y comerse a un pollo vivo. En
medio de los aplausos, convence al gerente, Clem (Willem Dafoe), para
obtener trabajo allí. La oficina de Clem parece recordarle el pasado cuando
este le muestra un feto deforme enfrascado y le dice, además, que busca
alcohólicos descarrilados para que sean sus fenómenos enjaulados a cambio de
una cuota de opio mezclado con alcohol. Carlisle empieza a trabajar como un
asistente en la exhibición de clarividencia de Madame Zeena (Toni Collette)
y su esposo alcohólico, Pete (David Strathaim), en el que utilizan un
lenguaje codificado para leer la fortuna de los espectadores que observan. Y
también se enamora de la bella Molly (Rooney Mara), una mujer sensible y
honesta que suele montar una demostración de descargas eléctricas.
En la primera mitad, Carlisle es mostrado como un sujeto reservado de ojos
azules, evasivo, vestido con una chaqueta de cuero marrón y un sombrero,
cuyo comportamiento serpenteante no solo revela un pasado escabroso como el
sobreviviente de una familia disfuncional que no lo quería (el simbólico
feto en el frasco esclarece que era adoptado, y su padre alcohólico abusaba
de él y también mató a su madre), sino, además, la codicia y el lado vil del
arribismo que evoca sobre su ser la necesidad de trepar rápido a costa de lo
que sea en la esfera del desfile de variedades, traspasando las fronteras de
la moralidad que restringe su naturaleza violenta. La exhibición circense es
como el refugio ideal que le sirve de inmediato para esconderse de los
agentes de la ley y el orden, así como el lugar en el que pone a prueba su
astucia para el robo, la manipulación, el homicidio, las falacias y las
infidelidades.
Carlisle es, por así decirlo, un subproducto de la putrefacción social
ocasionada por los efectos socioeconómicos de la Gran Depresión y del
infierno familiar, convertido en villano disfrazado de drifter, por lo que
ahora aprovecha la oportunidad que le ha presentado el señor capitalismo
para embobar a los saltimbanquis del circo y escapar de ese entorno sureño
de miseria y sordidez. Para seguir el plan, se acuesta con la pitonisa Zeena
en una bañera y se gana su confianza, aprende los trucos mentalistas que le
enseña el borracho Pete; mata a Pete entregándole la botella envenenada de
alcohol y, más adelante, obtiene la libreta que contiene los secretos que
necesita para crear las funciones de mentalismo que le generen ganancias.
Incluso miente usando las habilidades de mentalista para desviar la atención
de la policía que busca al mutante del calabozo, obteniendo un respeto
considerable por salvar el carnaval y asegurando su nueva posición como
anfitrión de su propio show junto a Molly. Pero, más allá de su mentalidad
inescrupulosa, exterioriza algo de sensibilidad al enamorarse de la ingenua
Molly, a la cual seduce con su verborrea tras varios intentos fallidos y la
persuade, dicho sea de paso, para largarse del establecimiento y ensamblar
su propio espectáculo en la ciudad.
En la segunda mitad, la narrativa abandona los performances carnavalescos y
traslada la acción a los escenarios primorosos de la alta clase social de
Buffalo dos años después, en donde Stan, teniendo como asistente a su esposa
Molly, se reinventa como un showman exitoso a través de un acto psíquico al
que asiste la élite burguesa de la ciudad que desea un poco de ocio
ocultista. En un episodio, la Dra. Lilith Ritter (Cate Blanchett), una
psiquiatra que observa entre el público, hace unas cuantas preguntas
incómodas con el fin de exponer la engañifa que hay detrás del show, pero
Stan sale sin problemas del aprieto al anticipar lo que ella está tramando y
la deja ridiculizada. La asociación con Ritter, que incluye un romance
adúltero y unas cuantas verdades sobre sus antecedentes, convierte a Stan en
un bebedor empedernido de whisky, pero también en un megalómano embustero
que solo busca prestigio y dinero fácil a base de artimañas profesionales,
explotando la información de los pacientes adinerados que visitan el
consultorio de ella para luego engañarlos en costosas sesiones privadas, en
las que finge que se comunica con los muertos. Uno de los clientes es un
juez poderoso que ofrece una suma cuantiosa de dinero para comunicarse con
el hijo que murió en la Primera Guerra Mundial. El otro es Ezra Grindle
(Richard Jenkins), un multimillonario recluido que está atormentado por
haber obligado a abortar a una muchacha llamada Dorrie y anhela volver a
verla materializada como fantasma para pedir perdón y confesarle la culpa
que lo intranquiliza.
Estos personajes, interpretados en estado de gracia por un reparto de lujo,
están mejor esbozados que los de la predecesora de Goulding y casi siempre
me consiguen enganchar cuando responden, a modo de guiños, a los
estereotipos habituales del nuevo cine negro que tanto me fascina. Sin
alcanzar el paroxismo, la interpretación de Bradley Cooper me parece
bastante solvente al emplear sus cualidades expresivas para ponerse bajo la
gabardina de ese truhan sinuoso, avaro, falaz, moralmente corrompido,
psicológicamente traumatizado, que es tan carismático como retorcido cuando
acude a la permuta del mentalismo y abusa de la ignorancia de los demás para
llenar el maletín con las papeletas verdes, mientras cierra tratos ilícitos
con una mujer ignominiosa que, sin darse cuenta, amenaza con llevarlo a la
perdición que se encuentra en el fondo del enloquecimiento. También veo
mucha sutileza en la de Cate Blanchett como la femme fatale rubia, de
labios carnosos pintados de rojo carmesí, elegante, malvada, peligrosa como
una pistola de oro, que manipula al más malo de los rufianes con la mirada y
la locuacidad sofisticada de carácter freudiano para vengarse de los
poderosos que alguna vez le extirparon el corazón y le dejaron cicatrices
imborrables. El resto del reparto secundario, compuesto por Toni Collette,
Willem Dafoe, Rooney Mara, David Strathaim, Ron Perlman y Richard Jenkins,
no considero que está a la altura de ellos dos, pero de igual forma me
resulta orgánico dentro de los marcos limítrofes del género y sus
apariciones breves con tinturas complementarias.
Lo que me cautiva, aunque sea discretamente, es el grado de maduración que
ha alcanzado la estética de Del Toro en esta etapa de su carrera como
director. Al igual que en sus obras previas, como la inerte
La cumbre escarlata y la estupenda
La forma del agua, vuelve a mostrar su fascinación por los lugares sombríos a la hora de
revisar el género, y sostiene un ritmo consistente con el montaje ensamblado
por Cam McLauchlin que le añade cohesión a la estructura interna al relato,
además de imprimir identidad propia a las escenas para evitar a toda costa
circular por el atajo del pastiche. Su estilo visual se erige una vez más
con las tareas fotográficas de Dan Laustsen, que modifica la textura de la
imagen para mimetizar, con cierta constancia compositiva, las atmósferas
pesadillescas y la iluminación de corte expresionista que era tradicional en
el cine negro de los años 40, pero ahora colorizado con filtraciones ocre y
azuladas de tono melodramático, con un manejo sutil del encuadre móvil y
planos ambiguos que evocan, a través de los claroscuros, los estados de
ánimo de esos personajes atrapados en las circunstancias más fatales;
sacando a la luz la desesperación, el narcicismo, la mezquindad, el poder,
las intenciones recónditas. Se cerciora de que todo se vea fidedigno hasta
en el más mínimo detalle.
Su punto más fuerte, quizás, es el diseño de producción que reproduce la
época con mucha autenticidad; primero, en los decorados
exteriores/interiores de la enorme feria habitada por enanos, acróbatas,
payasos, forzudos, malabaristas, carruseles con caballitos, carpas
coloridas, los fetos en botellas vinagrosas, ruedas de la fortuna, los
callejones húmedos y sucios iluminados con lámparas parpadeantes; y,
segundo, el ambiente art déco que ilustra con una arquitectura de peso
psicológico el aire de prosopopeya, elegancia y superficialidad de la gran
metrópoli poblada por rascacielos, burgueses que siguen el ritual de la
etiqueta y el protocolo, y millonarios excéntricos con detectores de
mentira. La situacionalidad que se sustrae de la división contextual de esas
dos ambientaciones equidistantes examina, en forma de parábola, no solamente
el germen de los timadores que permea cualquier espectro social aprovechando
las vulnerabilidades ajenas, sino, también, las grietas profundas de una
sociedad irreconciliable que se desangra por fuera (en la guerra) y por
dentro (lucha de clases) sin importar la procedencia sociopolítica de sus
criaturas supuestamente civilizadas.
Desde luego, no creo para nada que esta película ocupe la cúspide de los
trabajos realizados por Del Toro, puesto que a mi parecer ocupa
El laberinto del fauno. Pero no deja de resultarme atrapante por esa dialéctica de clases
sociales que plantea su discurso y por la narrativa neo-noir que transcribe,
alejada de pretensiones, la diacronía nefasta de ese embaucador que asciende
hasta la riqueza para luego descender en picada a la desdicha más
deshumanizante, en el callejón sin salida donde comer pollos vivos en una
celda a cambio de un puchero de licor es el único empleo digno. No se borra
de mi cabeza esa escena final en la que el protagonista, en primer plano,
acepta su condena y también su descenso a la vesania, como sucede en el
mundo real con los indigentes que horríficamente nacen condenados para
aceptar esa oferta del destino.
Ficha técnica Título original: Nightmare Alley Año: 2021 Duración: 2 hr 30 min País: Estados Unidos Director: Guillermo del Toro Guión: Guillermo del Toro, Kim
Morgan Música: Nathan Johnson Fotografía:
Dan Laustsen Reparto: Bradley Cooper, Rooney Mara,
Cate Blanchett, Toni Collette, Willem Dafoe, David Strathairn, Richard
Jenkins, Calificación: 7/10
Duro cerca de dos horas y media viendo a Spider-Man: Sin camino a casa,
la nueva película del superhéroe de Marvel que tuvo su estreno hace ya tres
meses; en un intento, supongo, de alejarme un poco de esas tendencias que
hipnotizan a los consumidores con capa de fanáticos de la cultura pop que
registran todo lo que ven con el teléfono móvil para sumarse a la conversación
del momento en los foros de especulación y spoilers de Reddit. Lo que presenta
ya sospechaba que iba a suceder en un live-action tras la fórmula del
multiverso implantada por la regular
Spider-Man: un nuevo universo. Y es por eso que no creo que se trate de una cosa fuera de serie, ni mucho
menos, pero para mi sorpresa, es una secuela entretenida que me engancha, sin
llegar al paroxismo, cuando ofrece la pirotecnia con aroma a nostalgia de la
araña amistosa del vecindario que se enfrenta a la madurez, a pesar de esa
duración con claros fines mercadológicos que extiende el producto más allá de
lo necesario. Para cerrar la trilogía se sitúa tras los eventos de
Spider-Man: de regreso a casa
y
Spider-Man: Lejos de casa, donde Peter Parker, en un intento de recuperar el anonimato tras la
revelación pública de su identidad como el Hombre Araña, acude a la casa de
Doctor Strange con el fin de que lo ayude a solventar el problema conjurando
algún hechizo que revierta todo. Como es de esperar, hay secuencias de acción
que son trepidantes y situaciones divertidas que me alegran la noche con el
humor cálido cuando el joven Hombre Araña lucha por lo que es correcto,
enfrentándose no solo a las decisiones rígidas de Strange, sino además a los
supervillanos de los otras dimensiones que se han colado en su línea temporal,
entre los que se hallan Doctor Octopus, Electro, Sandman, Lizard y Green
Goblin, mientras su mejor amigo Ned y su novia MJ observan el barullo y
ocasionalmente lo ayudan. Si en las predecesoras el protagonista debía
balancear su vida privada de los deberes heroicos, en esta ocasión los dilemas
morales a los que se expone añaden un tono un poco más serio que funciona, en
mi opinión, para ilustrar un comentario sobre la pérdida y el duro proceso a
la adultez que el adolescente debe atravesar durante las decisiones cruciales
de su vida. El ritmo decae en algunos instantes, pero me parece eficaz la
forma en la que Watts equilibra la acción básica del cine de superhéroes y la
comedia juvenil de mayoría de edad por la que se ha caracterizado a lo largo
de la trilogía, ampliando el espectro paródico y metarreferencial, concibiendo
escenas que me logran sorprender cuando regresan los otros dos Hombre Araña
que encarnan Tobey Maguire y Andrew Garfield cerca del tercer acto. La banda
sonora de Giacchino conmueve mis oídos. La presencia de Tom Holland posee
magnetismo, poder gestual y demuestra una pericia física para el rol que la
hace, para mí, el segundo mejor en colocarse el traje de Spider-Man detrás de
Maguire. La idea del multiverso funciona y tiene resonancia emocional en el
clímax. Desde ya, espero una secuela.
Ficha técnica Título original: Spider-Man: No Way Home
Año: 2021 Duración: 2 hr 28 min País: Estados Unidos Director: Jon Watts Guion: Chris McKenna, Erik Sommers. Música: Michael
Giacchino Fotografía: Mauro Fiore Reparto: Tom Holland, Zendaya, Benedict Cumberbatch, Alfred Molina, Tobey
Maguire, Andrew Garfield, Willem Dafoe, Marisa Tomei, Jacob Batalon, Jon
Favreau, Jamie Foxx, J.K. Simmons, Calificación: 7/10
Sospecho que Los lobos, el segundo largometraje del cineasta mexicano
Samuel Kishi Leopo, es una película que sigue esa tendencia sobre inmigración
que en los últimos años se viene dando en el cine de su país. Su retrato es
más o menos bienintencionado, rodado a veces con estilo de documental, pero
particularmente encuentro un poco manido su discurso sobre inmigración,
inocencia y sacrificios maternos, a diferencia de otras obras más sutiles como
Sin señas particulares
y
Ya no estoy aquí. Cuenta la historia de Max y Leo, dos niños que, como buenos hermanos,
viajan con su madre, Lucía, desde México hasta la ciudad de Albuquerque
situada en Nuevo México, Estados Unidos, con la esperanza de alcanzar ese
sueño americano que popularmente venden en los anuncios comerciales de Disney
World en televisión por cable. El director se sirve de una economía de
recursos para acentuar las vicisitudes de esa familia inmigrantes, en una
puesta escena minimalista que evita el patetismo, donde predomina la cámara en
mano, los silencios, los diálogos escasos, el estilismo de documental como
base testimonial y casi toda la acción se desarrolla en los interiores
sórdidos de un pequeño apartamento de cuatro paredes que huele a miseria. El
encierro de los chiquillos simboliza, a mi parecer, la dura realidad social
del emigrante que está condenado al aislamiento para evitar los peligros de la
tierra del tío Sam que incluye, entre muchas cosas, la deportación de
extranjeros, la falta de oportunidades y las barreras lingüísticas que
delatan. Sin embargo, tengo la sensación de que su propuesta se queda entre
paréntesis y es un poco indulgente cuando abraza de forma previsible la
pérdida de la inocencia de los niños que miran el mundo por la ventana,
dibujan sus inquietudes en las paredes y son tan solitarios como los cachorros
de los lobos; el dolor de la madre soltera que se sacrifica trabajando día y
noche para paliar la difícil situación económica en suelo norteamericano; la
gente del barrio que incluye unos cuantos chavales tóxicos y una inquilina
china como alivio cómico. Su narrativa atraviesa un terreno seguro,
higienizado, de pocas interrogantes, que manosea demasiado la desgracia
calculada de una de tantas familias latinoamericanas que se ven obligadas a
huir de sus países cruzando la frontera más cercana para hallar un sustento
mejor para sus hijos, en un sitio donde la felicidad parece una quimera casi
imposible. Nunca se sale del espectro convencional, del drama más obvio. La
madre que interpreta Martha Lorena Reyes me parece unidimensional cuando
expresa sus inquietudes maternales más inmediatas. La música tiene escaso
valor melódico. Por lo menos, empatizo en un par de escenas con las travesuras
de los chiquillos que escuchan una vieja grabadora de casetes y sacan de
quicio a la vecina asiática de al lado. Todo lo demás pasa ante mis ojos sin
pena ni gloria, donde continuamente pienso que ya lo he visto antes con
mejores resultados.
Año: 2019 Duración: 1 hr 35 min País: México Director: Samuel Kishi Guion: Samuel Kishi, Luis Briones, Sofía Gómez-Córdova Música: Kenji Kishi Fotografía: Octavio Arauz Reparto: Martha Lorena Reyes, Maximiliano Nájar Márquez, Leonardo Nájar
Márquez, Cici Lau Calificación: 6/10
La hija del engaño es de una de esas películas de Buñuel que coloco,
sin mucha prisa, en los clasificados de las más manidas de su etapa mexicana.
La encuentro enormemente aburrida, en la hora y cuarto que dura su melodrama
de dilemas familiares. Está basada en el sainete homónimo de los españoles
Carlos Arniches y José Estremera, del que previamente Buñuel había sido
guionista sin acreditar en otra adaptación española estrenada en los cines en
1925, y forma parte de las películas «genéricas» que realizaba por encargo, a
cambio, por supuesto, de ese incentivo salarial que le ayudaba resolver su
situación socioeconómica, como bien explica en su libro "Mi último suspiro".
Narra la historia de Don Quintín, un hombre de negocios que se va de viaje por
tren en una noche cualquiera, dejando a su esposa y a su hija recién nacida en
la casa. El detonante comienza cuando la locomotora registra una avería y el
protagonista regresa a su casa con su familia, donde descubre, para sorpresa
suya, que su esposa le es infiel con otro hombre, en la cama que compró con
tanto esfuerzo. Como es de esperar, el señor encolerizado saca un revólver de
su gaveta y amenaza con matar a su esposa en un episodio de violencia
doméstica, mientras el amante salta por la ventana para salvar su pellejo. Por
una parte, Buñuel capta los delirios de ese hombre cuando duda de la
paternidad de su hija y la abandona en la puerta de una familia pobre. Por la
otra, ejecuta una elipsis con fundido a negro que marca el paso de 20 años,
donde la hija abandonada se enamora de un galán que conoce en la carretera y
discute con el padre que la ha adoptado, mientras el padre biológico, que ha
pagado su manutención en secreto durante ese tiempo, decide salir a buscarla
para subsanar la herida paternal que lo mantiene amargado. La farsa se
construye alrededor de temas buñuelianos de antaño, como el adulterio, la
obsesión, la culpa, el honor y el perdón; que sirven para esbozar las
inquietudes que motivan a los personajes a andar por el pueblo en determinadas
situaciones irónicas: el padre busca a su hija y la hija busca el afecto.
También muestra a la sociedad mexicana típica de la época, en la que los
hombres son temperamentales, machistas, alcohólicos y cargan consigo una
pistola para resolver los líos a tiro limpio. Pero me temo que los episodios
de su comedia son bastante superfluos porque, en efecto, todo sucede sin
ritmo, de una manera acartonada y esquemática cuando surgen los conflictos del
padre que desea encontrar a la hija perdida, con algunos huecos narrativos que
no se justifican ni con la elipsis más obvia. Solo el gran Fernando Soler
ofrece, en mi opinión, unos cuantos momentos como el padre hirsuto, irascible,
de moral conservadora. Todo se resuelve de forma facilona, sin muchas
complicaciones para clausurar el barullo de familia con la reconciliación de
final feliz.
Año: 1951 Duración: 1 hr 16 min País: México Director: Luis Buñuel Guion: Antonio Estremera, Luis Alcoriza, Janet Alcoriza Música: Manuel Esperón Fotografía: José Ortiz Ramos Reparto: Fernando Soler, Alicia Caro, Fernando Soto, Rubén Rojo, Nacho
Contla, Calificación: 5/10
En la noche de hoy me ha tocado ver a Crisis, la ópera prima de Ingmar
Bergman como director de cine, rodada cuando tenía 27 años tras haber pasado
por el teatro. Dura aproximadamente una hora y media y, a decir verdad, no me
causa ninguna emoción en particular. La coloco en la casilla casi vacía de las
cintas que son regulares de su filmografía temprana, como en el caso de
Puerto. El melodrama tiene una puesta en escena bienintencionada que refleja las
inclinaciones estéticas tempranas del maestro sueco, pero el pozo psicológico
de su propuesta carece de resonancia emocional y se torna un poco superfluo
cuando examina los dilemas provincianos en la sociedad sueca posguerra. La
historia sigue a Nelly, una joven ingenua que lleva una vida tranquila en un
pueblo y que por su gran hermosura tiene a uno de muchos pretendientes,
mientras vive bajo el techo de su madre adoptiva, Ingeborg, una mujer estricta
con problemas económicos, a veces oportunista, que enseña piano a los jóvenes
del pueblo y también dirige una casa de huéspedes. El problema fundamental que
encuentro es que Bergman pretende abarcar demasiado narrando las vicisitudes
de los personajes, dejándolos en la superficie para que la pragmática de los
diálogos y el fuera de campo se encarguen de ilustrar las inquietudes
intrínsecas que a simple vista no se ven. Por una parte, narra la angustia
(transformada simbólicamente en enfermedad) que padece la falsa madre cuando
la hija adoptada se va a la ciudad con la madre biológica, y la inseguridad de
la joven al no poder encajar en la mundanidad de los placeres aburguesados de
la metrópoli. Por el otro, trata la insatisfacción de la madre frívola y
sofisticada [que abandonó a su hija], Jenny, antigua prostituta y dueña de un
salón de belleza que se siente profundamente atemorizada por el atractivo
perdido y tiene celos provocados por el amante mujeriego que la conquistó a
ella en el pasado y ahora intenta seducir a su hija; y, además, ilustra la
incertidumbre de ese donjuán impertinente y oportunista llamado Jack, como un
hombre cansado del matrimonio miserable y la esclavitud del salario que le
pone un precio a su alma. El acartonamiento de esos personajes, con todo sus
claroscuros, de alguna manera funciona para dialogar sobre la infelicidad, el
sacrifico maternofilial, los caprichos amorosos, los impulsos juveniles, la
ambigüedad moral de la vida rural que rechaza escapar de la tradición y la
decadencia existencial de una sociedad posguerra que avanza tan rápido como
una locomotora. En términos de realización, la puesta en escena de Bergman le
da forma a ese sello estilístico que más tarde se convertiría en sinónimo de
grandeza, donde prevalece un cuidado compositivo a través de la voz en off, el
encuadre móvil, la iluminación expresiva, la música extradiegética, la
sobreimpresión y el uso proxémico del espacio que acentúa la dialéctica
campo-ciudad. Desafortunadamente ni esos mecanismos corrigen un tono patético
y predecible que mantiene a los actores anclados a las raíces teatrales,
incluso en los momentos más dúctiles de fatalismo.
Año: 1946 Duración: 1 hr 33 min País: Suecia Director: Ingmar Bergman Guion: Ingmar Bergman Música: Erland von Koch Fotografía: Gösta Roosling Reparto: Allan Bohlin, Julia Cæsar,
Ernst Eklund, Karl Erik Flens, Calificación: 6/10
En 1954 el director norteamericano Robert Aldrich estrenó dos westerns. Uno
fue el entretenido y violento
Vera Cruz, protagonizado por Gary Cooper y Burt Lancaster. El otro es este que tiene
como título Apache, y es justamente lo opuesto. Es un western sin
fuerza ni espíritu que me roba una hora y media cuando atestiguo la travesía
del indio rebelde de ojos azules que interpreta Lancaster. La historia se
sitúa durante las guerras apaches, en los días en que Gerónimo se rinde ante
el ejército estadounidense, donde el nativo conocido como Massai se niega a
aceptar la derrota y lucha por sí solo contra los soldados, escondiéndose en
los montes y disparando a distancia con la pistola como acto de resistencia.
El arranque es, a mi parecer, un poco interesante cuando el indio apache es
capturado y luego, astutamente, huye como fugitivo mientras planifica un
asalto hacia los norteamericanos que han mancillado a su raza. Sin embargo, la
narrativa sigue una fórmula demasiado segura que solo consigue que las
acciones del personaje transiten por el sendero de la rutina, de la
redundancia que lo coloca en situaciones previsibles. Mi paciencia se agota y
me fatiga cuando veo a Massai atacando a los militares en los valles
calurosos, lidiando con la traición del jefe de su tribu, raptando a una bella
india que lo sigue a todas partes y de la que luego se enamora, montando a
caballo por las praderas, encendiendo fogatas para cocinar los conejos que
degüella, escapando airoso cada vez que es atrapado por el enemigo blanco. No
dudo para nada de la presencia de Lancaster cuando interpreta con carácter a
ese nativo levantisco y orgulloso que desea vengarse en nombre de los
compañeros caídos para preservar su dignidad, pero lejos de su pericia física
más que demostrada, en la superficie su personaje es algo dúctil y sospecho
que todo le sale demasiado bien cuando mata hombres blancos y cultiva maíz de
la noche a la mañana. La caracterización del personaje luce muy acartonada con
el maquillaje racista que oscurece su rostro (a veces se nota que faltan
partes de su cuerpo sin maquillar), el acento falsificado y la peluca
desgreñada de color negro que casi se le cae en el camino. Además, tiene
escasa química con Jean Peters (también maquillada artificialmente para
simular la piel indígena). Solo me agrada mínimamente la manera en que
Aldrich, en su primera cinta a color, ilustra el salvaje oeste con la cámara
de Laszlo, consiguiendo preciosas panorámicas del desierto y de los típicos
pueblos de madera que son bañados de día y de noche por un pintoresco uso del
Technicolor, en una puesta en escena con atención al detalle de la época,
aunque en ocasiones presenta unos cuantos fallos de raccord clarísimos que
señalan que hubo problemas en la sala de montaje en la United Artists. Todo lo
demás me parece bagatela. Es uno de los westerns aburridos de Aldrich.
Año: 1954 Duración: 1 hr 27 min País: Estados Unidos Director: Robert Aldrich Guion: James R. Webb Música: David Raksin Fotografía: Ernest Laszlo Reparto: Burt Lancaster, Jean Peters,
Charles Bronson, John Dehner Calificación: 5/10
Steven Spielberg renueva el mítico musical de Robert Wise y Jerome
Robbins para acercarlo, a través de las melodías, a los temas actuales de
una nación todavía dividida por la discriminación.
No puedo recordar con exactitud la primera vez que vi
Amor sin barreras, sobre todo porque sucedió hace muchos años atrás y, a día de hoy, no me he
molestado en desempolvarla para una nueva revisión. Pero, sin llegar al
paroxismo, algunos pasajes de ese clásico de Wise y Robbins todavía permanecen
frescos sobre mi memoria por las coreografías de baile, la música de Leonard
Bernstein, las riñas entre pandilleros juveniles de los años 50, las
actuaciones espléndidas del reparto, y el argumento que interroga el sueño
americano desde las esquinas más oscuras del racismo y de la pobreza. Recuerdo
la emoción de ver cantando y bailando a George Chakiris, Natalie Wood y Rita
Moreno, en unos números musicales maravillosos compuestos con las letras
sofisticadas de las canciones de Stephen Sondheim. Todo me resultaba mágico y
muy emotivo. Aun sin ser entusiasta de los musicales románticos más
idealizados del Hollywood, me parece uno de los inolvidables de la década de
los años sesenta porque, en cierta medida, captura con mucha vitalidad la
rebeldía de toda una generación, en un país dividido por las diferencias
étnicas y los prejuicios sociales. Los temas que trata son todavía más
actuales que cuando se estrenó por primera vez en Broadway como una versión
moderna de Romeo y Julieta.
Tras seis décadas desde su estreno, un remake que lleva también como título
Amor sin barreras se ha estrenado no hace poco en los servicios de
streaming, luego de haber tenido una exhibición efímera en las salas de cine
producida, en parte, por su pobre desempeño en la taquilla. La dirige Steven
Spielberg, quien quería realizarla desde 2014. Ha acumulado un montón de
nominaciones en los Oscars e, incluso, he escuchado a algunos afirmando que
puede ser superior a la adaptación del 61. Yo no creo para nada que esté por
encima, pero me limito a colocarla a la par con la antecesora. Se trata de un
musical romántico en el que Spielberg, al ritmo de un corazón enamorado,
transcribe la esencia de la original con un estilismo solemne que pocas veces
pierde el horizonte de emotividad cuando dinamiza la puesta en escena con los
bailes coloridos y los personajes que cantan para que sus voces sean
escuchadas por una sociedad que, en apariencia, está dividida por el racismo
que lacera la dignidad de las minorías culturales latinoamericanas; evitando
recurrir a cosas como el doblaje innecesario ni a oscurecerles la piel como se
hizo infamemente en la anterior.
Como la precursora, la película se sitúa a finales de los años 50 en un
pequeño vecindario de Upper West Side, Nueva York, donde dos pandillas,
los Jets y los Sharks, luchan constantemente por el dominio del territorio
como buenos delincuentes juveniles. La primera tiene como líder al
virulento Riff (Mike Faist) y está compuesta en su mayoría por jóvenes
estadounidenses blancos de familias disfuncionales sumergidas en la
miseria. La segunda es controlada por el duro boxeador Bernardo Vázquez
(David Álvarez) y los integrantes son puertorriqueños, sumamente
enfurecidos por estar en un barrio donde soportan cada día la
discriminación racial y la falta de oportunidades. El enfrentamiento tiene
lugar en un sitio de construcción, pero rápidamente son separados por el
teniente de policía Schrank (Corey Stall), quien les recuerda que el
conflicto de ambas bandas carece de sentido porque una parte del
vecindario está siendo demolido para construir el Lincoln Center, por lo
que las familias de muchos se verán obligadas a mudarse. A pesar de la
advertencia, Riff invita a Bernardo a enfrentarse de nuevo, pero este lo
rechaza.
Tiempo después, Riff se acerca a su mejor amigo Tony (Ansel Elgort) para
convencerlo de que se una a la pelea que lo decidirá todo y también para
que vaya al baile de la escuela local, pero este último se rehúsa porque
desea rehacer su vida luego de salir de la correccional, prefiriendo
trabajar ayudando a su tía puertorriqueña Valentina (Rita Moreno) en una
tienda de comestibles. Paralelamente, Bernardo reside en un apartamento
humilde junto a su novia Anita (Ariana DeBose), donde en medio de una
disputa doméstica obliga a su hermana menor, María (Rachel Zegler), a
comprometerse con su colega chino (Josh Andrés Rivera) y se preparan para
también para la fiesta. En la noche de la fiesta, en medio de un baile
entre ambas facciones, Tony y María se miran delicadamente y se enamoran
en el acto, besándose a escondidas. Pero el episodio desencadena la furia
de Bernardo, que acepta los términos de Riff para que las dos pandillas se
muelan a golpes una vez más, pero insistiendo en que solo lo haría si Tony
asiste. La misma noche del incidente, la pareja se vuelve a encontrar en
la escalera de incendios del balcón de la habitación de María, donde Tony
confiesa su amor hacia María, y juran encontrarse al día siguiente para
sellar su compromiso.
En términos generales, la película frecuenta sin mucha prisa la estructura
de la predecesora de Wise y de la obra teatral que reverdecía la tragedia
shakesperiana en Broadway; en la que los bailes, la música y el canto se
incorporan en la acción dramática para desarrollar las inquietudes más
intrínsecas de los personajes. Tony representa al joven judío de origen
polaco con alma de Romeo, reservado, seguro de sí mismo, que descubre el
amor verdadero al conocer a María, en una etapa de su vida en la que
intenta alcanzar la redención para sepultar los pecados y alejarse lo más
que pueda de la delincuencia juvenil para administrar el negocio junto a
la tía que lo ha criado como madre. María es una muchacha de clase
trabajadora muy decidida, sensible como Julieta, alérgica a la dependencia
del hermano sobreprotector que impone un control sobre sus decisiones
personales, que sueña con un mejor mañana en el que viva felizmente amando
a Tony y en el que la violencia de las pandillas cese de una vez por
todas. Riff es un muchacho orgulloso, irreverente, que desafía la
autoridad de la policía y defiende a su amigo Tony incluso desconociendo
que su destino está sellado como el de Mercucio, además de ser el jefe
indiscutible de los Jets que causa problemas porque su procedencia
disfuncional lo ha obligado a pasarse al bando antisocial. Bernardo es el
líder boricua temerario, machista, desconfiado, que se gana la vida como
boxeador para pagar la renta, que se preocupa por la brecha de desigualdad
que enfrentan las comunidades puertorriqueñas en los distritos
neoyorquinos, siempre dispuesto a luchar por los suyos, respetado por los
Sharks como aquel Teobaldo de los Capuleto. Y Anita es la mujer afrolatina
de carácter fuerte, humilde, que cuestiona el machismo de su entorno y
nunca abandona el sentido de esperanza ante los infortunios que caen sobre
los latinoamericanos más desfavorecidos de Nueva York.
A pesar de que en la superficie es inevitable que se convierta en algo
previsible, la manera tangencial en la que Spielberg aborda los tópicos
justifica las acciones de los personajes con cierta sutileza y los
subordina a una parábola social esclarecedora sobre el amplio margen de
discordancia que hay entre los dos grupos afectados que, diametralmente,
comparten el mismo sentimiento de rechazo. Se refleja, primero, a través
de la pragmática de los diálogos del guion de Tony Kushner que, a la vez,
se complementan con las líricas de Sondheim, donde la poética de las
canciones arregladas por Bernstein como Something’s Coming,
I Feel Pretty, One Hand, One Heart, Somewhere,
Tonight, y, especialmente, America, están dotadas de un
componente sociológico que examina cuidadosamente el racismo, la inequidad
y la xenofobia que prevalece en el suelo norteamericano hacia los
inmigrantes latinos, irónicamente, provocado por una muchedumbre que en
condiciones migratorias similares habían llegado desde el continente
europeo en busca de la calidad de vida que venden en los comerciales del
sueño americano. Detrás de los bailes exóticos y los decorados coloridos,
las dos pandillas conformadas por los Jets y los Sharks representan las
dos caras contrapuestas de esa marginación que afecta a las personas de
distintas nacionalidades sin importar su color de piel o el acento.
El segundo queda definido, en mi opinión, por la psicogeografía de empaque
historiográfico en la que el uso del espacio urbano modifica el
comportamiento de los personajes y señala las emociones recónditas que se
niegan a salir afuera hasta que la desgracia toque la puerta. El escenario
es un acto simbólico. El canto es, por así decirlo, el refugio que los
personajes buscan para paliar las vicisitudes de su cotidianidad más
obvia, la única alternativa de protesta de los que son oprimidos por la
cultura de la discriminación. El proceso de gentrificación del suburbio,
en muchas escenas, no solo metaforiza el temor de los jóvenes que junto a
sus familias carenciadas van a ser desalojados por ese capitalismo voraz
del sector inmobiliario que impera en las zonas más pobladas donde
usualmente los ricos desplazan a los pobres; sino, además, el aparato de
violencia que segrega a esos conjuntos interculturales hasta que no queda
otra cosa que una gran mancha de sangre en una sociedad que ha intentado
progresar a través de su historia con las venas abiertas. Spielberg
actualiza el discurso para establecer un símil entre el contexto histórico
de mitad de siglo XX y la actualidad que tiene como tema de discusión la
diversidad, ilustrando, en efecto, que las heridas que dividen a la
sociedad norteamericana todavía no han sanado.
Lo que me sorprende, aunque sea moderadamente, es la forma en que
Spielberg recrea el musical de Wise manteniendo un tono consistente que le
añade identidad propia y que evita a toda costa transitar por el sendero
del pastiche. Su estilo visual se edifica una vez más con las labores
fotográficas de Janusz Kaminski, que altera la textura de la imagen para
mimetizar con cierta fidelidad el color y la iluminación artificial de la
cinta del 61. Encuadra todo con una cámara bastante rítmica que ilustra la
década de los 50 con una colorización azulada muy vívida que, a la vez,
embellece en todo momento el curso de las danzas coreografiadas y el
enamoramiento de los amantes desamparados condenados a la desunión; con la
que ejecuta secuencias fascinantes con los travellings de seguimiento, los
primeros planos, el encuadre móvil, los planos subjetivos que revelan las
intenciones más lindantes como el amor a primera vista. Tiene solvencia,
encanto, solemnidad, atmósferas, baladas de espacio y movimiento. Pocas
veces pierde la coyuntura cuando sus actores se expresan cantando sin ser
doblados y su equilibrio se sostiene a base de música y melodrama en unos
decorados preciosos. Adicionalmente, logra una reproducción muy auténtica
de la época cuando estampa el vestuario de jeans y chaquetas de cuero de
los muchachos junto a los vestidos pintorescos de las chicas, las canchas
de baloncesto, el patio de la escuela, la jefatura de policía, la tienda
de Doc's, las calles de empolvadas por los edificios demolidos, los
callejones oscuros, los techos sucios. Se nota rotundamente la
preocupación para que todo se vea fidedigno hasta en el más mínimo
detalle.
Desde luego, no creo que esta propuesta de Spielberg, que marca su primera
incursión en el musical, sea una obra maestra ni mucho menos que se trate
de una de sus mejores películas. Su energía me contagia, pero nunca
alcanza mi tope emocional. A pesar de todo valoro la química del reparto
encabezado por Elgort, Zegler, Faist, Álvarez, DeBose y Rita Moreno (en un
rol casi maternal). Ellos me hacen pasar un rato conmovedor con las
sesiones de baile y canto, la peleas con navajas en las fábricas de sal
con olor a muerte, los instantes amorosos a la luz de la luna, los
delincuentes que reciben una lección moral, las promesas incumplidas, la
venganza que ilumina de rojo las calles nocturnas como las sirenas de la
policía, el cortejo fúnebre de una sociedad condenada a repetir el pasado.
En general su acercamiento al género es, cuanto mucho, entretenido y está
provisto de una manufactura pomposa, aunque nunca se escape de los marcos
limítrofes de lo epatante.
Ficha técnica Título original: West Side Story Año: 2021 Duración: 2 hr 36 min País: Estados Unidos Director: Steven Spielberg Guión: Tony Kushner Música: Leonard Bernstein Fotografía: Janusz Kaminski Reparto: Rachel Zegler, Ansel Elgort, David Álvarez, Ariana DeBose,
Rita Moreno Calificación: 7/10