Crítica de 'El callejón de las almas perdidas': crónica negra de un estafador

El cineasta mexicano, Guillermo del Toro, despliega un homenaje al cine negro con un estilo sofisticado y un reparto de lujo que pocas veces pierde el horizonte narrativo.


El callejón de las almas perdidas



Mi obsesión por el cine negro me obligó, hace un par de años, a ver El callejón de las almas perdidas, una película bastante lóbrega que reunía a un elenco estelar encabezado por Tyrone Power, Joan Blondell y Coleen Gray en la 20th Century Fox que, por ese entonces, contralaba Darryl F. Zanuck. Era una adaptación de la novela homónima de William Lindsay Gresham y fue llevada por primera vez al cine en 1947 por Edmund Goulding. No alcanzo a recordar todos sus pasajes, pero sé que narra la vida de un farsante de poca monta que, buscando escalar, se estaciona en una feria de atracciones de mala muerte, en la que conoce a dos mujeres fatales que lo hunden en el fango de la inmoralidad. Su atmósfera circense me parecía un tanto siniestra, casi remontando al vodevil grotesco de Habla el mono (Walsh, 1927) y Fenómenos (Browning, 1932); además de que contenía algunos apuntes interesantes sobre locura, asesinato y oportunismo, gracias a una actuación de calibre de Power como el rufián cínico y perverso, que lo alejaba del estereotipo romanticón de capa y espada por el que era conocido hasta entonces. Sin embargo, todavía me acuerdo de esa sensación de fatiga que me producía su trama, que es, en primer lugar, la causa por la que la he sepultado en los callejones del olvido.

Me pasa justamente lo opuesto cuando termino de ver la nueva versión que también tiene como título El callejón de las almas perdidas, pero que esta vez está dirigida por Guillermo del Toro, cineasta que a lo largo de su carrera ha demostrado estar obsesionado con los monstruos. Para mi sorpresa, la encuentro estimulante, sobre todo porque las aberraciones ahora no son más que almas desesperadas, trepadoras, infinitamente corrompidas por el sueño americano, que se dedican al negocio lucrativo del engaño para ganarse la vida y olvidar las heridas abiertas del pasado fatalista. Ya no hay final esperanzador implantado por el código Hays. Todo es, en efecto, más oscuro que en la inofensiva película de Goulding. Es un thriller psicológico en el que Del Toro, con un estilismo sofisticado y un reparto embriagador, despliega un homenaje al cine negro que, cuando menos lo espero, me mantiene pegado del asiento con la dosis adecuada de intriga, durante las dos horas y media que dura su crónica negra sobre estafas y traiciones.


Bradley Cooper como Stan Carlisle. Fotograma de 20th Century Studios.

 

La película se sitúa en 1939, donde el vagabundo Stan Carlisle (Bradley Cooper) entierra un cadáver en los interiores de una casa y luego le prende fuego antes de su partida. El personaje, sin decir ni una palabra durante los primeros minutos, se ubica en un parque de diversiones y es testigo del evento principal del freak show, en el que un hombre completamente trastornado sale de una jaula para destripar y comerse a un pollo vivo. En medio de los aplausos, convence al gerente, Clem (Willem Dafoe), para obtener trabajo allí. La oficina de Clem parece recordarle el pasado cuando este le muestra un feto deforme enfrascado y le dice, además, que busca alcohólicos descarrilados para que sean sus fenómenos enjaulados a cambio de una cuota de opio mezclado con alcohol. Carlisle empieza a trabajar como un asistente en la exhibición de clarividencia de Madame Zeena (Toni Collette) y su esposo alcohólico, Pete (David Strathaim), en el que utilizan un lenguaje codificado para leer la fortuna de los espectadores que observan. Y también se enamora de la bella Molly (Rooney Mara), una mujer sensible y honesta que suele montar una demostración de descargas eléctricas.

En la primera mitad, Carlisle es mostrado como un sujeto reservado de ojos azules, evasivo, vestido con una chaqueta de cuero marrón y un sombrero, cuyo comportamiento serpenteante no solo revela un pasado escabroso como el sobreviviente de una familia disfuncional que no lo quería (el simbólico feto en el frasco esclarece que era adoptado, y su padre alcohólico abusaba de él y también mató a su madre), sino, además, la codicia y el lado vil del arribismo que evoca sobre su ser la necesidad de trepar rápido a costa de lo que sea en la esfera del desfile de variedades, traspasando las fronteras de la moralidad que restringe su naturaleza violenta. La exhibición circense es como el refugio ideal que le sirve de inmediato para esconderse de los agentes de la ley y el orden, así como el lugar en el que pone a prueba su astucia para el robo, la manipulación, el homicidio, las falacias y las infidelidades.


Rooney Mara y Bradley Cooper.

 

Carlisle es, por así decirlo, un subproducto de la putrefacción social ocasionada por los efectos socioeconómicos de la Gran Depresión y del infierno familiar, convertido en villano disfrazado de drifter, por lo que ahora aprovecha la oportunidad que le ha presentado el señor capitalismo para embobar a los saltimbanquis del circo y escapar de ese entorno sureño de miseria y sordidez. Para seguir el plan, se acuesta con la pitonisa Zeena en una bañera y se gana su confianza, aprende los trucos mentalistas que le enseña el borracho Pete; mata a Pete entregándole la botella envenenada de alcohol y, más adelante, obtiene la libreta que contiene los secretos que necesita para crear las funciones de mentalismo que le generen ganancias. Incluso miente usando las habilidades de mentalista para desviar la atención de la policía que busca al mutante del calabozo, obteniendo un respeto considerable por salvar el carnaval y asegurando su nueva posición como anfitrión de su propio show junto a Molly. Pero, más allá de su mentalidad inescrupulosa, exterioriza algo de sensibilidad al enamorarse de la ingenua Molly, a la cual seduce con su verborrea tras varios intentos fallidos y la persuade, dicho sea de paso, para largarse del establecimiento y ensamblar su propio espectáculo en la ciudad.


Bradley Cooper, Cate Blanchett y Rooney Mara.



En la segunda mitad, la narrativa abandona los performances carnavalescos y traslada la acción a los escenarios primorosos de la alta clase social de Buffalo dos años después, en donde Stan, teniendo como asistente a su esposa Molly, se reinventa como un showman exitoso a través de un acto psíquico al que asiste la élite burguesa de la ciudad que desea un poco de ocio ocultista. En un episodio, la Dra. Lilith Ritter (Cate Blanchett), una psiquiatra que observa entre el público, hace unas cuantas preguntas incómodas con el fin de exponer la engañifa que hay detrás del show, pero Stan sale sin problemas del aprieto al anticipar lo que ella está tramando y la deja ridiculizada. La asociación con Ritter, que incluye un romance adúltero y unas cuantas verdades sobre sus antecedentes, convierte a Stan en un bebedor empedernido de whisky, pero también en un megalómano embustero que solo busca prestigio y dinero fácil a base de artimañas profesionales, explotando la información de los pacientes adinerados que visitan el consultorio de ella para luego engañarlos en costosas sesiones privadas, en las que finge que se comunica con los muertos. Uno de los clientes es un juez poderoso que ofrece una suma cuantiosa de dinero para comunicarse con el hijo que murió en la Primera Guerra Mundial. El otro es Ezra Grindle (Richard Jenkins), un multimillonario recluido que está atormentado por haber obligado a abortar a una muchacha llamada Dorrie y anhela volver a verla materializada como fantasma para pedir perdón y confesarle la culpa que lo intranquiliza.


Willem Dafoe y Bradley Cooper.

 

Estos personajes, interpretados en estado de gracia por un reparto de lujo, están mejor esbozados que los de la predecesora de Goulding y casi siempre me consiguen enganchar cuando responden, a modo de guiños, a los estereotipos habituales del nuevo cine negro que tanto me fascina. Sin alcanzar el paroxismo, la interpretación de Bradley Cooper me parece bastante solvente al emplear sus cualidades expresivas para ponerse bajo la gabardina de ese truhan sinuoso, avaro, falaz, moralmente corrompido, psicológicamente traumatizado, que es tan carismático como retorcido cuando acude a la permuta del mentalismo y abusa de la ignorancia de los demás para llenar el maletín con las papeletas verdes, mientras cierra tratos ilícitos con una mujer ignominiosa que, sin darse cuenta, amenaza con llevarlo a la perdición que se encuentra en el fondo del enloquecimiento. También veo mucha sutileza en la de Cate Blanchett como la femme fatale rubia, de labios carnosos pintados de rojo carmesí, elegante, malvada, peligrosa como una pistola de oro, que manipula al más malo de los rufianes con la mirada y la locuacidad sofisticada de carácter freudiano para vengarse de los poderosos que alguna vez le extirparon el corazón y le dejaron cicatrices imborrables. El resto del reparto secundario, compuesto por Toni Collette, Willem Dafoe, Rooney Mara, David Strathaim, Ron Perlman y Richard Jenkins, no considero que está a la altura de ellos dos, pero de igual forma me resulta orgánico dentro de los marcos limítrofes del género y sus apariciones breves con tinturas complementarias.


Cate Blanchett y Bradley Cooper.

 

Lo que me cautiva, aunque sea discretamente, es el grado de maduración que ha alcanzado la estética de Del Toro en esta etapa de su carrera como director. Al igual que en sus obras previas, como la inerte La cumbre escarlata y la estupenda La forma del agua, vuelve a mostrar su fascinación por los lugares sombríos a la hora de revisar el género, y sostiene un ritmo consistente con el montaje ensamblado por Cam McLauchlin que le añade cohesión a la estructura interna al relato, además de imprimir identidad propia a las escenas para evitar a toda costa circular por el atajo del pastiche. Su estilo visual se erige una vez más con las tareas fotográficas de Dan Laustsen, que modifica la textura de la imagen para mimetizar, con cierta constancia compositiva, las atmósferas pesadillescas y la iluminación de corte expresionista que era tradicional en el cine negro de los años 40, pero ahora colorizado con filtraciones ocre y azuladas de tono melodramático, con un manejo sutil del encuadre móvil y planos ambiguos que evocan, a través de los claroscuros, los estados de ánimo de esos personajes atrapados en las circunstancias más fatales; sacando a la luz la desesperación, el narcicismo, la mezquindad, el poder, las intenciones recónditas. Se cerciora de que todo se vea fidedigno hasta en el más mínimo detalle.





Su punto más fuerte, quizás, es el diseño de producción que reproduce la época con mucha autenticidad; primero, en los decorados exteriores/interiores de la enorme feria habitada por enanos, acróbatas, payasos, forzudos, malabaristas, carruseles con caballitos, carpas coloridas, los fetos en botellas vinagrosas, ruedas de la fortuna, los callejones húmedos y sucios iluminados con lámparas parpadeantes; y, segundo, el ambiente art déco que ilustra con una arquitectura de peso psicológico el aire de prosopopeya, elegancia y superficialidad de la gran metrópoli poblada por rascacielos, burgueses que siguen el ritual de la etiqueta y el protocolo, y millonarios excéntricos con detectores de mentira. La situacionalidad que se sustrae de la división contextual de esas dos ambientaciones equidistantes examina, en forma de parábola, no solamente el germen de los timadores que permea cualquier espectro social aprovechando las vulnerabilidades ajenas, sino, también, las grietas profundas de una sociedad irreconciliable que se desangra por fuera (en la guerra) y por dentro (lucha de clases) sin importar la procedencia sociopolítica de sus criaturas supuestamente civilizadas.

Desde luego, no creo para nada que esta película ocupe la cúspide de los trabajos realizados por Del Toro, puesto que a mi parecer ocupa El laberinto del fauno. Pero no deja de resultarme atrapante por esa dialéctica de clases sociales que plantea su discurso y por la narrativa neo-noir que transcribe, alejada de pretensiones, la diacronía nefasta de ese embaucador que asciende hasta la riqueza para luego descender en picada a la desdicha más deshumanizante, en el callejón sin salida donde comer pollos vivos en una celda a cambio de un puchero de licor es el único empleo digno. No se borra de mi cabeza esa escena final en la que el protagonista, en primer plano, acepta su condena y también su descenso a la vesania, como sucede en el mundo real con los indigentes que horríficamente nacen condenados para aceptar esa oferta del destino.


Ficha técnica
Título original: Nightmare Alley
Año: 2021
Duración: 2 hr 30 min
País: Estados Unidos
Director: Guillermo del Toro
Guión: Guillermo del Toro, Kim Morgan
Música: Nathan Johnson
Fotografía: Dan Laustsen
Reparto: Bradley Cooper, Rooney Mara, Cate Blanchett, Toni Collette, Willem Dafoe, David Strathairn, Richard Jenkins,
Calificación: 7/10






Crítica de la película 'El callejón de las almas perdidas', dirigida por Guillermo del Toro y protagonizada por Bradley Cooper y Rooney Mara.



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