Crítica de «Los espíritus de la isla»: tragicomedia sobre dos hombres

En su nueva cinta, Martin McDonagh regresa a la tragicomedia absurda y violenta para representar las divisiones históricas de Irlanda a través de la enemistad de dos hombres peculiares.





Con el paso de los años, Martin McDonagh se ha unido a ese grupo de directores que han logrado la transición satisfactoria del teatro al cine sin perder nunca los horizontes estéticos. Sus películas retienen esas raíces arrancadas del teatro del absurdo y del teatro de la crueldad que adquiere su grado de solidez en los diálogos dotados de ironía y de humor negro, donde los personajes que muestra se someten a un lento proceso de desvelamiento existencial y quedan subordinados a situaciones absurdas de puro patetismo en la que las escenas violentas dominan la acción cerca del epílogo. Es bastante evidente en su ópera prima, en la que narra las peripecias de dos asesinos a sueldo estacionados en un pueblito para exiliarse de matones. También en Siete psicópatas, en la que describe el bloqueo creativo de un guionista involucrado con excéntricos, mafiosos y un perro secuestrado. Y, sobre todo, en Tres anuncios por un crimen, donde presenta la historia de una mujer de 50 años que toma la justicia en sus manos para enfrentar la ineptitud policial y vengar la muerte de su hija. Hasta el día de hoy, esas tres primeras obras suyas me parecen estupendas.

Los espíritus de la isla es el experimento más reciente de McDonagh y, por lo visto, ha cosechado una lluvia de elogios en los distintos festivales en los que se ha exhibido. De nuevo, rescata ese estilo tragicómico en el que los personajes se mantienen sujetos a la soledad, los traumas personales y las amistades rotas en un pequeño pueblo, como pasa en En Brujas, pero me temo que en esta ocasión el asunto me produce el mismo efecto letárgico que la misa de los domingos por la mañana. Tiene unas actuaciones notables del elenco que ofrecen, de manera soterrada, lecturas sobre la absurdidad que fracciona los vínculos de una nación, pero muchas veces su tragicomedia se vuelve aburrida y pierde el pozo dramático deseado al mantenerse sometida a la rutina de las caminatas campestres y las borracheras del bar de la esquina. Los dos personajes principales, interpretados por Colin Farrell y Brendan Gleeson, simplemente no me conmueven como para satisfacer mis sensibilidades más inmediatas.


Brendan Gleeson y Colin Farrell. Fotograma de Searchlight Pictures.



La trama se ambienta a finales de la Guerra Civil Irlandesa de 1923 en la costa oeste de Irlanda y cuenta un fragmento en la vida de dos amigos, Pádraic Súilleabháin (Colin Farrell) y Colm Doherty (Brendan Gleeson), en el instante en que uno de ellos pone fin a una amistad de varios años en un pueblo situado en la isla ficticia de Inisherin. Uno es un hombre inseguro, fracasado, atormentado por la incertidumbre de no ir a ninguna parte mientras aconseja al joven Dominic (Barry Keoghan) que tiene problemas y es atendido por los cuidados de su hermana Siobhán (Kerry Condon), que lo ha protegido como si fuera su madre en una casita humilde. El otro es un hombre duro, sinuoso, reservado, que reside al lado de su perro en una casa aislada en la montaña en la que suele sentarse como un ermitaño en la mecedora y en los ratos libres toca el violín en el pub del pueblo al que asisten todos los moradores. El problema comienza cuando Colm, abruptamente, rompe el lazo amistoso que tiene con Pádraic por razones desconocidas; mientras que, por el otro lado, Pádraic se niega a aceptar la ruptura y se esfuerza en reconstruir la relación, a pesar de que Colm se rehúsa a volver a ser su amigo.


Colin Farrell y Barry Keoghan.



Estos personajes son mostrados por McDonagh como personas desesperanzadas, inermes, atrapadas por un pasado lóbrego del que no pueden escapar y desprovistas de cualquier rastro de felicidad por la falta de oportunidades que lacera su dignidad. Para empezar, Colm es un individuo arisco con alma de filósofo que decide permanecer en un estado de ascetismo voluntario para mitigar los errores que cometió antes en el pueblo por la impulsividad (es posible que en sus años de borrachera fuera un hombre irascible y violento que llegó a matar), justificando su camino de redención con su visita recurrente al confesionario del sacerdote en la iglesia y, además, con el refugio que le proporciona la música folclórica que manosea con su violín para curar las miserias intrínsecas; el rechazo a restablecer el nudo con su mejor amigo es un síntoma de su determinación para no repetir los mismas deslices de los tiempos que pasaron (solo anhela componer música para ser recordado por el resto de sus días). Pádraic es, en cambio, el auténtico perdedor del pueblo que, como muchos otros en su misma condición de conformista inmaduro y timorato, se ha quedado estancado en la inercia de la dependencia que le imposibilita abandonar el cuidado de la hermana que lo entiende como figura maternofilial, afectado a perpetuidad por la angustia causada por el amigo que lo ignora, a pesar de que es apreciado por los lugareños del barrio. Dominic es un muchacho gandul y retraído que se la pasa divagando por las praderas de la villa con la finalidad de olvidar las cicatrices provocadas por el padre que abusa físicamente de él cuando se quita el uniforme de policía, mientras recibe los consejos del desesperado Pádraic, que no tarda en hacer público en el pueblo los maltratos que le propician. Y Siobhán es una mujer tranquila que, debajo de la apariencia gentil y honesta, esconde el trauma de no haberse casado nunca por esa necesidad de asumir el puesto matriarcal de la casa, una especie de desasosiego causado por la soltería y los momentos desperdiciados de la juventud que se fue. Todos son seres solitarios que de alguna manera se lamentan por no haber vivido como deseaban.





Hay cierta coherencia textual en lo que veo, pero por alguna razón que desconozco las acciones de estos personajes, sacados del guion de McDonagh, no evocan sobre mí ninguna reacción emocional y me resultan, en la mayoría de las escenas, un poco esquemáticos cuando caen en la redundancia de esos episodios cotidianos en los que se la pasan dando vueltas entre las discusiones superfluas sobre la enemistad repentina, las noches de etílico en la taberna, las costumbres de los compueblanos, las premoniciones de la vieja bruja, los paseos a pie por los caminos rocosos, los sonidos de la vecina guerra civil, los viajes en carreta, las confesiones en la capilla, el ocio de la burra, las sesiones gratuitas de violín, las tardes de reflexión frente al mar. No sucede nada relevante hasta que uno de ellos se corta los dedos no solo para reflejar la impertinencia del antiguo amigo, sino, además, para simbolizar el acto de penitencia por las víctimas de la guerra civil irlandesa que se gesta fuera de campo. A modo de representación, la pelea entre los dos amigos, así como las desdichas pasadas, oculta subterráneamente una guerra paralela que funciona para esclarecer sobre la superficie un texto que recupera la memoria histórica de una nación políticamente dividida por una conflagración territorial, poniendo de manifiesto la naturaleza absurda detrás de una guerra que solo deja heridas imborrables y una violencia que destruye las almas de todos los involucrados hasta dejarlas perdidas en el mar de las penas.



 

En general, el reparto posee un desempeño actoral que es consistente describiendo las penurias internas de los personajes, aunque sospecho unos adquieren una mayor notabilidad que otros cuando exteriorizan el registro gestual y expresivo. Entre esos destaco, ante todo, la interpretación secundaria de Condon como la mujer jamona que se lamenta por haber sacrificado sus años posteriores a la nubilidad para criar al hermano inepto en ausencia de sus padres fallecidos por el conflicto bélico, ofreciendo instantes que capturan de forma auténtica sobre su rostro el desconsuelo que teme mostrar a la gente del pueblo por vergüenza. También la de Keoghan como el chico que sufre en silencio de todos los abusos que ha aguantado de su padre para no suicidarse en el lago a destiempo. Ellos elevan el material por encima de mis expectativas, hasta el punto de obligarme a pensar que las subtramas que ocupan son más emotivas que la de los centrales protagónicos que interpreta la dupla de Farrell y Gleeson (parecen versiones alternativas de los personajes que interpretaron en En Brujas).

Mi paciencia alcanza, por lo menos, para apreciar algunos de los valores estilísticos de la puesta en escena de McDonagh que sirven para señalar la crisis personal de los personajes a través de mecanismos como el sobreencuadre, la música diegética, el uso psicológico del color y las panorámicas que ilustran los bellos paisajes bucólicos de la zona rural. Sin embargo, nada de eso me resulta suficiente para evitar que su comedia negra con vena absurda se ahogue en falencias narrativas que debilitan el argumento con el muestrario de conductas erráticas y tremendistas que solo buscan desesperadamente instalar, por la vía más fácil, una alegoría sobre la beligerancia entre la parte norte y sur de la isla de Irlanda. Tengo la sensación de que hay cosas que se repiten inútilmente porque todo se reduce a un aparato de melancolía y conversaciones interminables, de campesinos arruinados moralmente por una depresión sociopolítica. No veo la supuesta complejidad del barullo ni me conmuevo por la incomunicación que afecta a los amigos con mucha gratuidad en esa isla hermética en la que el viento sopla para apagar el fuego intenso de las diferencias irreconciliables.

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Ficha técnica
Título original: The Banshees of Inisherin
Año: 2022
Duración: 1 hr 52 min
País: Reino Unido
Director: Martin McDonagh
Guión: Martin McDonagh
Música: Carter Burwell
Fotografía: Ben Davis
Reparto: Colin Farrell, Brendan Gleeson, Kerry Condon, Barry Keoghan
Calificación: 5/10




2 comentarios:

  1. No veo que la enemistad de los personajes guarde relación con la guerra qie es telón de fondo

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