La cinefilia actual atraviesa un profundo cambio en los hábitos de los cinéfilos, acelerado por la cultura líquida de la era digital. Este ensayo busca aproximarse a este fenómeno.
La sociedad del rendimiento, tal como la describe Byung-Chul Han, ha sustituido la coerción externa por la autoexplotación voluntaria y la positividad ilimitada del “poder hacer”. En ningún ámbito esta lógica se manifiesta con mayor pureza que en la cinefilia contemporánea, esa práctica que antaño se vivía como experiencia ritual de la mirada, descubrimiento pausado y contemplación compartida, y que ahora se ha transformado en una variante particularmente refinada del sujeto de rendimiento: el cinéfilo se autoexplota, mide, registra, verifica, publica y optimiza su consumo cinematográfico con la misma disciplina con la que un emprendedor rastrea sus métricas de Bitcoin. Lejos de liberarse gracias a la abundancia digital, el amante del cine posmoderno ha interiorizado la lógica de la transparencia absoluta y la cuantificación permanente. El placer estético se ha subordinado al imperativo de la visibilidad y la acumulación de capital cultural cuantificable. Y la experiencia cinematográfica, que exigía un tiempo protegido y una atención sostenida, se ha fragmentado en scrolls superficiales, autoplay compulsivo y notificaciones que celebran cada visionado completado como un logro laboral.
La sobreabundancia de títulos constituye el primer dispositivo de esta servidumbre. Netflix, Disney+, MUBI, Filmin, Criterion Channel, Amazon Prime y decenas de plataformas más ofrecen simultáneamente decenas de miles de películas disponibles al instante, generando una paradoja cruel: cuanto más hay para ver, menos se ve de verdad. La disponibilidad infinita convierte la elección en una tarea angustiosa y la selección en una forma de ansiedad productiva. El cinéfilo ya no elige entre lo escaso y valioso porque se enfrenta al terror de la oportunidad perdida, al FOMO cultural que lo empuja a acumular listas interminables de «debo ver», «watchlist» que funcionan como tareas pendientes y que, al crecer sin cesar, refuerzan la sensación de retraso permanente. Esta abundancia no libera; esclaviza bajo la apariencia de la libertad absoluta. El cinéfilo de rendimiento no tolera el vacío ni la espera; necesita la sensación constante de progreso, y las plataformas alimentan esa adicción diseñando interfaces que, a través de algoritmos, convierten cada visionado en un pequeño triunfo cuantificable: «fin de la segunda la temporada», «has visto 150 películas este año», «eres top 3 % de usuarios», «califica esta película». El placer cinematográfico se ha convertido así en una variante más de la lógica del consumo en el libre mercado.


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