Crítica de 'Apolo 10 1/2: Una infancia espacial': la niñez aburrida de Linklater

Siguiendo la tendencia de cineastas de contar la historia de su vida, Linklater ofrece una versión ficcionalizada de su infancia en la ciudad de Houston durante los años 60.


Apolo 10 1/2: Una infancia espacial



En una entrevista, Richard Linklater afirmó que tuvo la idea detrás de Apolo 10 1/2: Una infancia espacial hace casi 20 años. “Es un gran privilegio poder hacer una película que no solo recrea un momento en el tiempo, sino que también recrea imágenes de Houston a fines de los años 60”, dijo. Su intención, desde el principio, era concebirla como una película de acción real que capturara las memorias de su puericia cuando él era tan solo un niño inocente en el seno de una familia cuantiosa en el Houston de los sesenta, en pleno apogeo de la carrera espacial para llegar a la Luna. Sin embargo, en un episodio dado decidió optar por la técnica de animación de rotoscopia que había utilizado anteriormente en Waking Life (2001) y A Scanner Darkly (2006) con el propósito de aprovechar la naturaleza lúdica de la animación en movimiento. La rodó en los interiores de los estudios Troublemaker, de Robert Rodríguez, en Austin, Texas, realizando segmentos de imagen real de los actores frente a una pantalla verde que más tarde serían digitalizados en la posproducción para conseguir el efecto de animación deseado.

El trabajo de animación de rotoscopiado es, en mi opinión, el punto más sólido que tiene esta película de Linklater que tiene ya cerca de un mes de haberse estrenado en la plataforma de streaming de Netflix. Pero por alguna razón, durante una hora y casi cuarenta minutos, me da la impresión de que no va a ningún sitio con ese ritmo que avanza accidentadamente, como un cohete a punto de estrellarse sobre la luna. Su viaje fantástico sobre la niñez es bienintencionado, pero orbita demasiado alrededor del satélite de los clichés de mayoría de edad y nunca se sale de la aburrida rutina de repetir la misma fórmula de nostalgia sobre la vida doméstica de los 60, a través de los ojos de un chaval que lo único que hace es imaginar que labora como astronauta para la NASA y, ocasionalmente, sentarse junto a su familia para ver programas de televisión de los sábados por la mañana.


Stanley y su familia.

 

La historia de la película se sitúa en 1969 y narra las ocurrencias de ese chiquillo que responde al nombre de Stanley (Milo Coy). Stanley es el menor de seis hermanos y vive con sus padres en una casa en un residencial de Space City en Houston, Texas, próximo al centro de lanzamiento de la NASA. Tiene tres hermanas y dos hermanos. Su padre trabaja como encargado de una pequeña oficina de entrevistas en la agencia, y su madre, en cambio es una ama de llaves que reparte su tiempo entre los quehaceres caseros y la necesidad de educar a sus hijos en los deberes morales que no se aprenden en el colegio. A simple vista es un niño despreocupado, cándido, travieso, que pasa los días jugando béisbol en el parque con sus amigos y asistiendo a la escuela primaria Ed White en la que usualmente se mete en problemas por ejecutar travesuras como estudiante de cuarto grado. Por su aparente inteligencia, un día Stanley es reclutado por dos oficiales de la NASA para una misión del programa Apolo 10 para ocupar el puesto de un módulo diseñado por equivocación para el tamaño de un astronauta infantil, con la finalidad de ser el primer niño en viajar a la Luna.

Linklater, que basa al protagonista en sus propias experiencias como niño, retrata a Stanley como un chico bastante curioso que empieza a entender el mundo inestable de los adultos que lo rodean desde la óptica de la ingenuidad más cálida. Por una parte relata la odisea del púber de convertirse en astronauta; por la otra habla de los dilemas de la vida cotidiana en el núcleo familiar. A través de la voz en off de un Stanley adulto (Jack Black), describe con ligereza y con cierto registro documental, algunos episodios históricos ocurridos en la ciudad de Houston que, por la edad, el infante no puede comprender, como el discurso de John F. Kennedy en la Universidad de Rise, la inauguración del gigantesco Astrodome como el primer estadio cubierto del mundo, la comercialización de los primeros teléfonos con botones, la lucha por los derechos civiles, los hippies, la guerra de Vietnam, el programa espacial del Mercury y los siete astronautas icónicos, los programas de Apolo que tocaron la superficie lunar. Por el otro, traza la perspectiva familiar del niño cuando este disfruta de la cotidianidad al lado de sus padres y de sus hermanos, como en los instantes en que van al autocine en el coche del padre tacaño; las anécdotas sobre las teorías conspirativas que escuchan de la abuela; las mentirillas de Stanley frente a los compañeros de clase; el material encontrado de las películas familiares que ven a través del proyector; los juegos al aire libre en las calles de la comunidad; las reuniones familiares frente al televisor para ver religiosamente los shows favoritos de TV como Dark Shadows, los locos Adams, Mi bella genio, Batman, La dimensión desconocida, Bonanza, La familia Munster, El avispón verde, entre otros.





Si bien hay cierta honestidad en la manera en que Linklater esboza la fábula del muchacho texano que quiere ir a la Luna, a ratos tengo la sensación de que subordina demasiado la narrativa al marco referencial de cuota nostálgica, dejando a los personajes en una especie de inercia que siempre los mantiene en la superficie y que, dicho sea de paso, pocas veces se toma la molestia de profundizar en ellos más allá de las descripciones anodinas del guión: los estereotipos del niño y de su familia. Ellos están presentes, pero no hay un solo conflicto que eluda la indulgencia más calculada. Las viñetas del crío tienen un arranque interesante que poco a poco cede el paso al ritmo accidentado provocado por la decisión de frecuentar las escenas de cotidianas de discusiones familiares en la mesa, las muchachadas a plena luz del día, las moralejas paternales y las malditas referencias a la cultura pop que insistentemente cubren casi una hora del metraje. El despegue finalmente ocurre en el tercer acto, donde Stanley rememora aquel día en que, en estado soñoliento, ve por televisión de antena el alunizaje del Apollo 11, mientras, por el otro lado, el montaje de tiempos alternativos suplanta la irrealidad formada por las trampas de su imaginación hasta transformar en un evento “real” el alunizaje ficticio del Apollo 10 ½ dentro de los confines de su mente.

El viaje a la luna no solo metaforiza los cercos limítrofes de la memoria para falsificar y distorsionar el recuerdo de semblante diacrónico (lo que nunca sucedió se convierte en algo verdadero a lo largo del tiempo), sino que refleja, asimismo, el tránsito consumado del niño que lentamente abandona el planeta de la niñez para seguir la senda de la soledad en la base de la tranquilidad más incierta de la adolescencia, donde el adolescente se distancia del colectivismo familiar para perseguir esos sueños individualistas aunque sea por un instante.





Por lo menos encuentro algo de hermosura en las imágenes que Linklater crea a través de la animación rotoscópica. De forma similar a lo que hizo en sus películas anteriores de animación, filmó las escenas de acción en vivo de los actores a través de la captura de movimiento, donde luego fueron procesadas en posproducción, pero con la ligera distinción de que, esta vez, estuvieron rodadas bajo croma antes de renderizarlas digitalmente con los modelos de la animación de rotoscopia. Su estilo visual, construido en colaboración con el jefe de animación Tommy Pallotta, me resulta vistoso por la forma en que incorpora el aspecto animado de sombreado de celdas con mucha consistencia dentro de la historia epocal para calcar los movimientos fluidos de los personajes; además de las texturas que renderizan, con fidelidad y cierta naturalidad, los rasgos físicos de cada uno de ellos cuando caminan, hablan y miran, en paisajes coloridos que tienen mucha expresividad ilustrando los fondos de los escenarios de la escuela, los céspedes artificiales, las calles del vecindario, las salas de cine, la feria de diversiones Astroworld, las imágenes de documental, los interiores de la morada, los sobreencuadres de las series populares de TV y el espacio parsimonioso de la superficie lunar. Se ven como caricaturas en 2D, pero se mueven como si fueran personajes reales de carne y hueso en 3D.





Desafortunadamente, ni siquiera esa espléndida animación consigue mitigar un hastío que demoledoramente me quita toda clase de satisfacción por la historia del mocoso que viaja a la luna desde Houston sin ningún tipo de contrariedad, de manera muy limpia, con la pureza de un ángel candoroso tan claro como las nubes blanquecinas que nunca han probado el amargo sabor de la tormenta. La mezcla de fantasía de ciencia ficción, el drama de mayoría de edad y las remembranzas personales sobre la infancia feliz en el contexto de crisis y esperanza para baby boomers, dan demasiadas vueltas alrededor de los mismos tópicos manoseados con aroma a nostalgia de mercado de pulgas. Sus personajes no tienen encanto y me resultan tan vacíos como los cráteres de asteroides. No sé lo que estaba pensando Linklater para realizar su homenaje semibiográfico sumándose a la lista clónica de esos cineastas que en los últimos años han tenido la manía de hacerlo para cobrar un cheque de envidia, pero, a decir verdad, si estas son las reminiscencias de su niñez, me temo que son bastante aburridas.


Ficha técnica
Título original: Apollo 10½: A Space Age Childhood
Año: 2022
Duración: 1 hr 36 min
País: Estados Unidos
Director: Richard Linklater
Guión: Richard Linklater
Música: Shane F. Kelly
Fotografía: Greig Fraser
Reparto:  Zachary Levi, Jack Black, Glen Powell, Josh Wiggins, Samuel Davis,
Calificación: 5/10






Crítica de la película 'Apolo 10 1/2: Una infancia espacial', dirigida por Richard Linklater y protagonizada por Zachary Levi y Jack Black.





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