John Wick 4

Mi búsqueda de algo de entretenimiento que me desconecte de los efectos nocivos de la cotidianidad, me ha llevado a consumir John Wick 4, la cuarta película en la franquicia del legendario asesino elegante y con mala suerte que interpreta Keanu Reeves bajo la dirección de Chad Stahelski. No supone para mi gusto algo fuera de serie o que no haya visto en otras partes con mejores resultados, pero es una secuela entretenida, que encuentra su grado de solidez en los tiroteos coreografiados y en un puñado de secuencias estilizadas que demuestran la pericia física de Keanu Reeves para iluminar las calles de neón como el antihéroe de acción definitivo, durante tres horas en las que disfruto verlo en su turismo internacional de balaceras sangrientas y trajes antibala. En esta ocasión la trama se sitúa poco después de los eventos de John Wick: Chapter 3 -Parabellum y sigue a John Wick en su cruzada de venganza para obtener su libertad, en contra de la organización de asesinos internacionales conocida como la Alta Mesa, que lo persiguen por haber matado a uno de sus miembros de élite, en locaciones exóticas que trasladan su aventura por Nueva York, Marruecos, Osaka y París. En términos generales, la narrativa estructura el conflicto siguiendo al pie de la letra la fórmula básica establecida por las predecesoras, donde el héroe indestructible pone sus habilidades al límite en situaciones de peligro para matar a los malos que salen de todas partes con todo tipo de armas, en lugares nocturnos ocasionalmente iluminados por luces coloridas de neón, mientras el villano estereotipado que ocupa una posición de poder envía los matones equipados con trajes antibala para darle forma a las persecuciones violentas. Sin embargo, el asunto me resulta interesante porque, ante todo, en su núcleo predomina un factor de sorpresa que, lejos de las típicas secuencias de pelea y los tiroteos brutales, añade una capa impredecible a los pasos que da John Wick cuando está motivado por la necesidad de escapar de ese mundo violento para regresar a una vida tranquila en el anonimato. La propuesta siempre mantiene el tono de consistencia con la actuación de Reeves, que a sus 58 años demuestra que todavía le queda la energía necesaria para realizar, con mucha autenticidad y astucia, combates cuerpo a cuerpo, acrobacias y movimientos que sacan toda su destreza física para el manejo de armas letales y ciertas técnicas de artes marciales, además de sacarle provecho a la cara de piedra de Wick para utilizar los one-liners que funcionan como alivio cómico entre contactos sangrientos. A su lado hay un rol solvente secundario de Ian McShane como el sinuoso y pragmático Winston. Stahelski los captura en una puesta en escena que, de manera afilada, evoca el estilo visual de una novela gráfica y aprovecha las posibilidades del encuadre móvil para agregar un sentido de ritmo trepidante al aparato de acción hipercinético en los espacios cerrados, donde la espectacularidad, sincronizada con la música, alcanza un punto fuerte en las coreografías de lucha, disparos y puñaladas; destacándose, primero, la secuencia del Arco de Triunfo y, segundo, en el interior del edificio donde John lucha contra hordas de asesinos, en un plano secuencia en picado que casi me corta la respiración. Mis únicas quejas se limitan a la nula presencia policial y mediática entre tanto caos. Pero todo lo otro me satisface. Es una cuarta entrega brutal, que ofrece la dosis adecuada de acción casi al mismo nivel de los capítulos anteriores.



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Ficha técnica
Título original: John Wick: Chapter 4
Año: 2023
Duración: 2 hr 49 min
País: Estados Unidos
Director: Chad Stahelski
Guion: Michael Finch, Shay Hatten
Música: Tyler Bates, Joel J. Richard
Fotografía: Dan Laustsen
Reparto: Keanu Reeves, Donnie Yen, Bill Skarsgård, Laurence Fishburne, Hiroyuki Sanada, Rina Sawayama, Ian McShane
Calificación: 7/10



Marco Antonio y Cleopatra

Siguiendo con ese interés por la épica histórica de Hollywood, consigo ver las imágenes de Marco Antonio y Cleopatra, una película que representa uno de los tres largometrajes en los que Charlton Heston ocupó la silla del director. Por lo que sé, Heston tuvo problemas para la financiación y no pudo conseguir que Welles estuviera disponible para dirigirla. Es completamente entendible. Pero lejos de los líos de producción, no logro obtener ninguna emoción significativa detrás de lo que narra. Como ópera prima de Heston, es una tragedia shakespeariana de espada y sandalias que está manufacturada de una forma precipitada, aburrida, sin ningún tipo de impulso que justifique el pesado metraje de dos horas y media, donde continua y demoledoramente me veo asaltado por la sensación de que no sucede nada que me impresione en su relato sobre el amor, el honor y el poder político en la Antigua Roma. En el argumento Heston interpreta a Marco Antonio, un general romano que durante la campaña militar en el norte de África se enamora perdidamente de la emperatriz Cleopatra, hasta el punto de olvidar sus responsabilidades políticas y militares. En una primera mitad, se presenta Marco Antonio discutiendo asuntos burocráticos con los funcionarios de César Octavio que disfrutan los bacanales nocturnos, mientras recibe las noticias de la muerte de su esposa Fulvia y el destierro de su hermano Lucio en medio de una sublevación fallida contra el régimen, además de sus planes de apoyar algunos colegas en una conflagración declarada contra Pompeyo. En la segunda se muestra a Marco Antonio asistiendo al combate en unas cuantas batallas ocasionadas por las pugnas de poder y la obsesión que lo lleva a una ruina segura al lado de la reina egipcia que le nubla el juicio a cambio de amor y placer, mientras es partícipe del fin de su liderazgo al probar el sabor de la derrota que lo envía al sendero del suicidio honorífico. Hay unas cuantas secuencias de guerra que me atrapan momentáneamente cuando el líder romano encabeza una contienda contra los legionarios del César por el mar y por el desierto más cálido, pero nada de lo que observo me cautiva porque, entre otras cosas, la narrativa se construye con los mecanismos más básicos del cine péplum, donde el héroe de espada y sandalia viste su armadura para enfrentar sin dificultades a los villanos y para proteger a su amada de los peligros impuestos por unos secundarios que lo rodean como figuras acartonadas que solo responden a estereotipos, además de que las situaciones carecen de pulso y solo funcionan como un vehículo para el lucimiento del protagonista que interpreta Heston escupiendo, ocasionalmente, soliloquios shakespearianos que buscan añadir pretendida profundidad a un guion de por sí fracturado, en el que todo el aparato de acción se reduce a los diálogos banales en templos. Encuentro escasa la química entre Heston y una blanda Hidelgard Neil que solo sirve como interés romántico. Solo destaco algunos valores de producción que encuentran su grado de solidez en el vestuario y en la reproducción artificiosa de la arquitectura del período. En términos generales, es una epopeya vacua en la que el ritmo se fuga como un carruaje de caballos en el coliseo.



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Ficha técnica
Título original: Antony and Cleopatra
Año: 1972
Duración: 2 hr 27 min
País: Reino Unido
Director: Charlton Heston
Guion: Federico De Urrutia, Charlton Heston
Música: John Scott
Fotografía: Rafael Pacheco
Reparto: Charlton Heston, Hildegarde Neil, Eric Porter, John Castle,
Calificación: 5/10



Como preámbulo de Semana Santa, doy inicio a mi ritual casero de epopeyas bíblicas con el visionado de David y Betsabé, una película en la que Henry King sigue al pie de la letra el manual del cine péplum en Technicolor que era habitual a comienzos de los años 50, cuando el género estaba en pleno apogeo entre los estudios de Hollywood con producciones a gran escala y las estrellas del momento. Tuvo su estreno apenas dos años después de que Sansón y Dalila (DeMille, 1949.) se convirtiera en un éxito de taquilla para la Paramount, en los tiempos en que la Twentieth Century-Fox a cargo de Darryl F. Zanuck intentaba capitalizar el mercado adaptando otro pasaje del Antiguo Testamento. Me atrevo a decir que alcanza un punto sólido por el lado visual que evoca el período en Technicolor, pero, desafortunadamente, es un melodrama bíblico que se vuelve tan aburrido como el sermón de un pastor en la misa de los domingos. En la trama, Peck interpreta a David, el segundo rey de Israel, en los instantes en que regresa a Jerusalén después de la victoria militar sobre el ejército de los filisteos y se enamora profundamente de una mujer llamada Betsabé, la bella esposa de uno de sus soldados más leales, Urías. En una primera mitad, narra de forma facilona el romance a escondidas entre el rey elegido y la mujer adúltera, mientras el esposo es abandonado secretamente por sus tropas en el frente y muere (siguiendo el estratagema de David que surge en parte porque teme que se descubra el episodio de adulterio y su amada Betsabé termine siendo apedreada por la multitud a las órdenes del marido que cumple la ley). En la segunda, se cuenta las desgracias del protagonista iniciadas por la tragedia matrimonial, la crisis de liderazgo marcada por los israelitas descontentos, la enorme culpa por la infidelidad que amenaza con destruir la moralidad de un pueblo. Pero en ninguna de las dos mitades encuentro algo que me emocione porque, entre otras cosas, todo el mecanismo de acción se reduce a conversaciones íntimas a puerta cerrada en las que, por lo regular, no sucede nada sustancioso o algún impulso dramático que traslade a los personajes lejos de ese patetismo del guión de Philip Dunne que, religiosamente, está desprovisto de batallas épicas para ampliar los diálogos al servicio de una teatralidad casi shakespeariana. Gregory Peck me resulta convincente como el monarca infiel que recuerda los días de gloria y heroísmo mientras busca expiar sus pecados. Él tiene buena simbiosis al lado de una Susan Hayward blanda que interpreta a una esposa trofeo que solo funciona como adorno con su belleza exótica. King los encuadra en una puesta en escena en la que aprovecha con solvencia el vestuario y los decorados ampulosos que reproducen el panorama de la época con una seña fabulesca en Technicolor, con un trabajo fotográfico de envergadura de Leon Shamroy y una partitura de Alfred Newman que seduce mis oídos con una composición de oboes, flautas y vibráfonos. A pesar de los tropezones narrativos, su asunto se levanta un poco en el tramo final, en el que David ora arrepentido frente al arca de la Alianza, mientras recuerda cómo mató a Goliat de una pedrada en el nombre de Dios.



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Ficha técnica
Título original: David and Bathsheba
Año: 1951
Duración: 1 hr 56 min
País: Estados Unidos
Director: Henry King
Guion: Philip Dunne
Música: Alfred Newman
Fotografía: Leon Shamroy
Reparto: Gregory Peck, Susan Hayward, Raymond Massey, Kieron Moore,
Calificación: 5/10


Los ángeles del pecado

Luego de tener unos años sin revisar la filmografía de Robert Bresson, regreso a ella con el visionado de Los ángeles del pecado, la única que estrenó durante la ocupación alemana de Francia. No supone para mí algo fuera de serie o que especialmente me traslade al paroxismo, pero es una ópera prima que anuncia, con sutileza, ciertas cualidades de la estética bressoniana para interrogar la emancipación y el sufrimiento femenino, con solventes actuaciones de un reparto de actrices profesionales que, desafortunadamente, no alcanzan todavía el estatus de "modelos" que busca el director. El argumento trata sobre una mujer llamada Anne-Marie, una joven de procedencia burguesa que, buscando escapar del pasado de un matrimonio infeliz (señalado con el plano de la quema del retrato y de los objetos personales), decide hacerse monja al unirse a un monasterio de abadesas dominicas que suele rehabilitar a las prisioneras de la cárcel como tarea de labor social; pero cuyo destino cambia drásticamente al conocer a Thérèse, una mujer encarcelada que se niega a recibir cualquier ayuda porque dice ser inocente del crimen por el que fue condenada. A través del vínculo de las dos mujeres, Bresson ilustra un texto sobre la opresión social entendido como la imposibilidad de la mujer de independizarse del amplio aparato de maltrato al que se ve sometida, en una sociedad patriarcal que la obliga a refugiarse en un círculo de sororidad y de creencias religiosas; donde la fe garantiza, al menos, una esperanza necesaria para hallar la felicidad y la seguridad espiritual. Esto es especialmente cierto porque las dos mujeres, en espectros diametrales de las clases sociales, soslayan la desdicha implantada por los hombres que llegaron a su vida por diversas circunstancias. Por una parte, Anne-Marie es una mujer que se convierte en monja para hallar un refugio que le permita olvidar los ultrajes y la infelicidad matrimonial que la destruyó moralmente desde su vida acomodada en la alta esfera de la burguesía parisina. Por la otra, Thérèse es una mujer que es encarcelada injustamente (por intentar asesinar a un hombre que abusó de ella) y que, entre otras cosas, sale de la prisión con el fin de comprar una pistola que, a última hora, la obligue a asesinar la silueta del criminal (el crimen de la venganza sobre el responsable de su encarcelamiento es su redención), acto que la convierte en una fugitiva de la ley que se esconde en el recinto de las monjas para evadir a la policía del castigo. Se trata, por lo tanto, de mujeres que se arrepienten de los pecados y ven en la fe religiosa el único lugar para apaciguar el dolor provocado por las heridas del pasado. Hay una buena actuación de Renée Faure cuando emplea su registro expresivo para comunicar con su rostro el lado tierno y sincero de una novicia ingenua que descubre en el convento la fuerza de voluntad necesaria para rehabilitarse por los tropezones conyugales, pero, además, la oposición de las hermanas prejuiciosas que, en nombre del señor, se niegan a reformar a la fugitiva manipuladora. También la secundaria de Jany Holt como la monja cruel y temperamental que es buscada por la justicia. Lejos las situaciones melodramáticas más obvias que irónicamente representan la antítesis del ascetismo bressoniano, Bresson edifica las acciones de esos personajes en una puesta en escena que subraya sus inquietudes estéticas tempranas a través de dispositivos formales como la elipsis, el fuera de campo, el plano simbólico y el encuadre móvil, con un uso atípico de la música extradiegética que busca elevar el patetismo inmediato, en el que, a final de la escapada, la mujer permanece esposada sin posibilidad alguna de fugarse del desconsuelo. Es, quizá, su película más sencilla.



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Ficha técnica
Título original: Angels of Sin (Les anges du péché)
Año: 1943
Duración: 1 hr 26 min
País: Francia
Director: Robert Bresson
Guion: Robert Bresson, Jean Giraudoux, Raymond Leopold Bruckberger
Música: Jean-Jacques Grünenwald
Fotografía: Philippe Agostini
Reparto: Renée Faure, Jany Holt, Sylvie, Marie-Hélène Dasté, Yolande Laffon,
Calificación: 7/10


Piloto de pruebas

Después de haber pasado un largo periodo sin revisar la filmografía de Víctor Fleming (siendo Tierra de pasión la última que recuerdo haber visto) regreso a esta con el visionado de Piloto de pruebas, una película que sirve como vehículo para reunir a tres de las estrellas de Hollywood más rentables de la época de los años 30: Clark Gable, Myrna Loy y Spencer Tracy. Por fuentes fidedignas también me entero de que estuvo nominada a Mejor Película en los Oscars, aunque no entiendo para qué. Como drama romántico tiene unas cuantas secuencias aéreas logradas con pulso, pero tengo la sensación de que Fleming no le inyecta el combustible necesario para que la aventura despegue por lo alto, quedando muchas veces en un círculo de escenas triviales en la que se habla más de lo necesario y la química del reparto se desploma del cielo sin paracaídas. El argumento se sitúa en un campo de entrenamiento de la Fuerza Aérea y sigue a un piloto imprudente llamado Jim Lane, el cual se ve obligado a aterrizar en una granja de Kansas luego de que su avión tuviera una falla mecánica en pleno vuelo, donde en tan solo un día termina enamorándose de una bella mujer llamada Ann y, entre otras cosas, relega las tareas de reparación de la aeronave a su mejor amigo y mecánico, Gunner. El arranque me resulta atrapante cuando el piloto experto se queda con la chica y provoca los celos del amigo que también se enamora de ella. Pero no pasa ni media hora cuando me veo asaltado por un aburrimiento que se prolonga, ante todo, por una narrativa baladí que mantiene a los personajes sujetos a una burbuja de situaciones redundantes en las que, por lo regular, reducen todo su aparato de acción a escenas a puerta cerrada sobre coqueteos, fidelidad, triángulos amorosos y prácticas aéreas que no van a ninguna parte y no suponen nada revelador más allá de las descripciones más superfluas que responden al héroe ordinario que se repone de los tropezones que da la vida (el alcoholismo, la infidelidad, el desempleo) para salvar el matrimonio con su esposa y la amistad con su colega. De alguna manera, solo me cautivan las secuencias aéreas de los aviones de prueba que realizan carreras acrobáticas y viajan por las nubes en contra de los vientos huracanados del peligro, montadas con ritmo y pulsaciones que me aceleran los latidos por minuto cuando menos lo espero. Los personajes de Loy y de Tracy me parecen unidimensionales y los olvido rápido. La música de Franz Waxman tampoco toca mi sentido del oído con sus melodías patrióticas. Solo Gable logra captar mi atención cuando interpreta a ese piloto enamoradizo, prepotente y terco que busca alcanzar la altitud de la responsabilidad, aunque en su camino todo suceda de forma facilona, en una actuación que proyecta su carisma y algunas señas dramáticas que son inesperadas (sobre todo en la trágica escena del clímax en la que se accidenta el bombardero). Lo demás no me provoca ninguna emoción significativa.



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Ficha técnica
Título original: Test Pilot
Año: 1938
Duración: 1 hr 59 min
País: Estados Unidos
Director: Victor Fleming
Guion: Vincent Lawrence, Waldemar Young, John Lee Mahin
Música: Franz Waxman
Fotografía: Ray June
Reparto: Clark Gable, Myrna Loy, Spencer Tracy, Lionel Barrymore, Louis Jean Heydt,
Calificación: 5/10


En este remake, el director sudafricano Oliver Hermanus pasa la prueba con una nota alta y escapa airosamente de profanar el clásico Ikiru, de Akira Kurosawa.



Vivir


A través de los años he visto un puñado de películas que olvido con mucha facilidad y otras que, de alguna manera, cambian mi manera de ver las cosas alrededor. Ikiru, conocida con el título en español de Vivir, es una de esas que incluyo en este último grupo. La vi por primera vez hace más de una década y todavía, a día de hoy, sus imágenes permanecen vivas sobre mi memoria cada vez que rememoro a Takashi Shimura llorando solo en el columpio de un parque mientras cae la nieve en la noche más oscura. Lejos de la melancolía y del poder emocional que pudo evocar sobre mí, también me invitaba a razonar seriamente con su reflexión sobre la desilusión del burócrata esclavizado en la oficina, la desintegración de los vínculos familiares en la sociedad japonesa posguerra y los instantes valiosos de la vida que se desvanecen en el tiempo cuando uno menos se lo espera; de un hombre que se enfrenta a su mortalidad. No solo se trata de una de las obras cumbre de la filmografía de Akira Kurosawa, sino de un clásico del que nunca pensé que alguien tendría la osadía de realizar un remake. El reto, al parecer, lo ha asumido el director británico Oliver Hermanus.


De alguna manera, Hermanus consigue que el material de esta película, titulada simplemente Vivir, tenga un impulso dramático considerable que, por momentos, se acerca con fidelidad al nivel de lirismo y de profundidad de la original, sin abandonar nunca el horizonte de su homenaje gracias a la estructura instalada en el núcleo del guión por la pluma del novelista y premio Nobel de Literatura, Kazuo Ishiguro; cuyos orígenes no solo provienen de la versión de Kurosawa, sino, además, de la novela "La muerte de Iván Ilich", de León Tolstoi. En pocas palabras, es un remake con identidad propia, que es bastante emotivo cuando interroga la felicidad perdida, el cansancio del hombre moderno y el valor de la vida como acto de trascendencia humana, que alcanza su mayor espacio de solvencia con una actuación formidable de Bill Nighy que, en unas cuantas escenas, me saca una lluvia de lágrimas cuando canta sentado en el columpio del parque.




Bill Nighy

 

En esta ocasión, la historia sitúa el radio de acción en Londres durante el período de reconstrucción en los años 50, en una jungla de asfalto poblada de bombín, paraguas y trajes de caballeros elegantes. El protagonista es Rodney Williams (Bill Nighy), un anciano reservado que ha estado durante años atado a la ética del deber como funcionario del gobierno, donde suele estar encerrado junto a los otros colaboradores trabajando cada día con expedientes de Obras Públicas en un gabinete adornado de montañas de papel que impide ver la luz del día. El catalizador comienza cuando el señor Williams visita el médico y recibe el terrible diagnóstico de que tiene cáncer terminal. La noticia coloca a Williams en un lapso de pesadumbre que lo obliga a ocultar la enfermedad al hijo y a la nuera con los que no se lleva tan bien, optando en su lugar por retirar la mitad de sus ahorros para tomar la medida desesperada de ir a un pueblito costero a suicidarse con un cantidad limítrofe de somníferos. En la localidad, conoce a un escritor insomne en un restaurante y se ve incapaz de ejecutar la tarea del suicidio, saliendo de la oscuridad y prefiriendo reevaluar el poco tiempo que tiene disfrutando de los placeres terrenales, en un pequeño pub donde reemplaza simbólicamente su bombín tradicional por un sombrero trilby y canta la canción escocesa “The Rowan Tree” para recodar la infancia que se fue.






En términos estructurales, la narrativa ofrece pocos golpes de efecto más allá de mostrar el sufrimiento del señor Williams con cierta simplicidad lineal. Pero me resulta interesante porque a través de su dolor se examina la condición del hombre moderno entendida como la imposibilidad de hallar significado a una vida desperdiciada, entre otras cosas, por las responsabilidades impuestas por la esclavitud de cuello blanco, en una esfera burocrática que consume el tiempo valioso para ser feliz y transforma a los trabajadores adormecidos en piezas mecánicas de un engranaje; autómatas que no tienen ningún lugar a donde ir y están sometidos demoledoramente al rendimiento perpetuo de la administración a cambio de un salario que le garantice la subsistencia y una dignidad falsificada, siguiendo religiosamente los estatus del manual de los tiempos modernos que empieza con la rutina matutina del despertador. Esto es especialmente cierto en una primera parte cuando Williams es mostrado en la superficie como un hombre tranquilo, reservado, condenado a cumplir con su labor durante años sin preocuparse por su familia, mientras oculta el hecho de que está profundamente afligido por la esposa fallecida y por el hijo que perdió durante la guerra, pero también atrapado por la negación de manifestar el remordimiento que siente por la incomunicación que fracturó el lazo que tiene con su único hijo. Para él, el único camino para remediar los fracasos es el de redescubrirse a sí mismo por medio de un legado que sirva para redimirse a última hora.



Bill Nighy y Aimee Lou Wood



En una segunda mitad, la evolución de Williams adquiere una metamorfosis significativa en la que, poco a poco, pierde la negatividad provocada por el miedo a la muerte y se aproxima a un proceso de regeneración inducido por la necesidad de trascender a través de un episodio de solidaridad. Esto es evidente, primero, cuando se relaciona brevemente con la joven señorita Harris (Aimee Lou Wood), una antigua compañera de trabajo a la que invita a salir a restaurantes para recuperar esa alegría añejada de los días en que solía admirar la belleza de las mujeres jóvenes y motivarla a que siga su vida con una sonrisa que la lleve a encontrar el amor con otra persona; pero cuyo vínculo se debilita por los prejuicios de los entrometidos del vecindario. También cuando intenta contarle a su hijo sobre el padecimiento que lo está matando, a pesar de que restablece la relación de padre a hijo. Sin embargo, el protagonista recupera la voluntad antes de morir y domina la ansiada redención al descubrir que el verdadero propósito de la vida es vivirla haciendo un gesto de bondad que trascienda para las futuras generaciones, dedicando el poco tiempo que le queda en convencer a los burócratas mezquinos para destinar fondos públicos para reconstruir el parque infantil de su infancia (destruido por las secuelas de la guerra) que se ha atascado con el papeleo. En un punto de giro, Williams muere al finalizar la reparación. Pero la acción, mostrada a través de múltiples escenas retrospectivas desde la óptica de los amigos (evocando esa estructura invertida de Ciudadano Kane) que conversan en el vagón del tren tras la escena del funeral de este, no solo refleja que el compromiso de un burócrata radica en servir al pueblo en las buenas y en las malas, sino, también, la manera en que uno trasciende al dejar como testamento una obra que haga del mundo un lugar mejor. El parque simboliza la posibilidad de recobrar aquella prosperidad que se dilapida por la existencia rutinaria del empleo.






La recuperación moral del protagonista tiene una apariencia que se puede confundir en un principio con una manta artificial, pero siempre eleva el espesor dramático con una interpretación de Bill Nighy que, si no me equivoco, es la más brillante que ha entregado de todo currículo como actor. Su registro expresivo me cautiva en todas las escenas en que captura la soledad, el pesimismo, la cortesía, la introversión, la honradez, la terquedad, la culpa, la impotencia de la vejez, de un caballero refinado y comedido que trata de escapar de la práctica anodina e involuntaria de despertarse todas las mañanas para acudir al empleo que le robó el júbilo en los años de su juventud; como si fuera un individuo que ya no tiene nada que perder y destina sus últimas horas a orientar a sus camaradas para que no cometan el mismo error antes de que el reloj se detenga. Su desasosiego se vuelve tridimensional con la voz, la mirada y el lenguaje corporal; llegando a un nivel máximo de emotividad en la escena climática del columpio del parque en la que se mese como un niño mientras canta y reflexiona sin arrepentimientos sobre lo que ha logrado durante su vida terrenal. Y desarrolla una química gratificante al lado de Aimee Lou Wood, quien a modo discreto se convierte en una especie de apoyo que pone a Williams a mirarse en el espejo de la autoaceptación y del respeto mutuo.


 



Hermanus encuadra todo lo que veo en una puesta en escena que goza de algunos mecanismos estéticos que añaden varias capas de dimensión dramática al calvario intrínseco que experimenta el viejo convertido en héroe póstumo. Por el lado visual, se sirve de una auténtica reproducción de la época en la que se destacan los decorados y el diseño de vestuario magnífico de Sandy Powell, pero, también de un espléndido trabajo fotográfico de Jamie Ramsay para ilustrar con una atmósfera luminosa las idiosincrasias culturales británicas a través de las calles habitadas por caballeros en saco y sombreros, los vagones de los trenes, los autobuses rojos, los distritos con luces de neón, los espacios asfixiantes de las oficinas; en donde los planos ambiguos funcionan frecuentemente a través del sobreencuadre para amplificar la psicología y los estados de ánimo de Williams (en muchas escenas es encuadrado casi fuera del campo para comunicar la lejanía y la inminente partida hacia el más allá). Por la parte sonora, posee diálogos de carácter poético y una banda sonora de Emilie Levienaise-Farrouch que conquista mi sentido del oído con una partitura de piano y violín, cuyo grado prominente de sensibilidad se halla presente en las escenas más tristes.


La película me ha devuelto la esperanza por ese tipo de drama lacrimógeno de la vieja escuela, en el que el destino de un solo personaje es más que suficiente para tocarme el corazón y apelar a mis sensibilidades. Aquí el asunto me resulta infinitamente conmovedor por la forma en que se cuestiona la moralidad de un ciudadano ilustre después de la hora más gloriosa de Gran Bretaña que renuncia a sus ilusiones burocratizadas para sembrar, como herencia, las raíces de un árbol de empatía que sea los suficientemente grande como para cubrir con las sombras a los desafortunados que necesitan refugio de libertad. Ese es, por así decirlo, lo que metaforiza el serbal de las letras de la canción (The Rowan Tree) que canta Nighy en la escena final: la protección, la vitalidad y el coraje necesario para no caer en ese abismo ilusorio que oscurece el semblante de conexión con la familia y el resto de la sociedad. Y pocas cosas se salen de su ritmo establecido. Me parece una de las mejores de la cosecha de 2022, un remake de grosor existencial que pasa la prueba y crece como una planta bajo el sol.



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Ficha técnica
Título original: Living
Año: 2022
Duración: 1 hr 42 min
País: Reino Unido
Director: Oliver Hermanus
Guion: Kazuo Ishiguro,
Música: Emilie Levienaise-Farrouch
Fotografía: Jamie Ramsay
Reparto: Bill Nighy, Aimee Lou Wood, Tom Burke, Alex Sharp, Adrian Rawlins
Calificación: 8/10

Tráiler de la película 





El triángulo de la tristeza

En El triángulo de la tristeza, el director sueco Ruben Östlund esboza con tono satírico algunas de las inquietudes que los filósofos de la posmodernidad intentan descifrar sobre una sociedad sumergida en el narcisismo y los placeres materiales de la esfera de los influencers. Comparte ciertas similitudes con El cuadrado. El arranque de su propuesta me llama la atención por la manera estilizada en que instala sus fichas sobre la mesa, pero más allá de la estilización cosmética, me temo que su sátira se hunde en un cóctel de personajes estereotipados y sin gracia que solo funcionan en la superficie para construir un texto social demasiado básico sobre la condición humana y la divergencia de clases implantada por la verticalidad del capitalismo, en donde las ironías al servicio de los dilemas morales se subordinan con mucha facilidad a los clichés manoseados y al exceso de metraje que pesa como el ancla de un yate. Tras una secuencia que ilustra como prólogo la cosificación y la mercantilización de los cuerpos en el sector de la moda, la narrativa se estructura por capítulos y examina la vida de una pareja joven de influencers en tres partes. Uno es Carl, un modelo narcisista y egoísta que suele asistir a castings de modelos masculinos. La otra es Yaya, una influencer de moda que viste con la marca de la egolatría del “me gusta” y del prestigio que supone ser una esposa trofeo. En una primera parte, la pareja discute en el interior de un restaurante sobre el dinero y los roles de género que encabezan las tendencias de las redes sociales. En la segunda, se muestra a Carl y a Yaya en un crucero de lujo en el que viven posando para los selfies de Instagram y disfrutan las vacaciones entre cenas y fiestas junto a un selecto grupo variopinto de burgueses y los miembros del personal que satisfacen los caprichos y las necesidades absurdas de todos los invitados. En la tercera, marcada por una tormenta que simboliza la hecatombe y por el ataque de unos piratas que vuelca el barco, los personajes se convierten en sobrevivientes en una isla remota y aprenden a convivir por la fuerza como una comunidad que trabaja para el beneficio colectivo, con las típicas pugnas de poder iniciada por los pobres que se adueñan del comercio y desean acceder al ascensor de los privilegios. Nada de lo que se narra en los tres episodios de cinismo logra cautivarme porque, ante todo, Östlund solo utiliza a los personajes como marionetas acartonadas, sin ningún tipo de espesor psicológico, con el único fin de rellenar el camarote de las descripciones y colocar metáforas demasiado obvias sobre las contradicciones del capitalismo neoliberal entendido como un sistema socioeconómico que transforma al ser humano en un simple producto de consumo, además de la amplia desigualdad de manual que existe entre ricos y pobres. En pocas palabras, el capitalismo es visto aquí como el anuncio escatológico que amenaza con trasladar al hombre hacia el terreno de la autodestrucción y la barbarie comunitaria. Lejos de la forma en que usa el principio de no duplicidad de carácter simbólico, no hay ningún impulso detrás de la rutina de situaciones absurdas en las que el humor negro se vuelve blanco y las acciones de los burros con caras aburguesadas me parece que se rellenan en la narrativa como botellas de plástico desechable sobre el mar. Solo me causa una impresión significativa la belleza del cuidado compositivo con el que Östlund encuadra en ciertas escenas la triangulación de la vacuidad. Todo lo otro luce calculado y redundante. Para mí es algo insólito que semejante disparate haya ganado la Palma de Oro en la pasada edición del Festival de Cannes.



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Ficha técnica
Título original: Triangle of Sadness
Año: 2022
Duración: 2 hr 27 min
País: Suecia
Director: Ruben Östlund
Guion: Ruben Östlund
Música: 
Fotografía: Fredrik Wenzel
Reparto: Harris Dickinson, Charlbi Dean, Zlatko Buric, Dolly De Leon, Woody Harrelson,
Calificación: 5/10



Ellas hablan

Mi necesidad de ponerme al día con algunas de las películas nominadas en la temporada de premios me ha obligado a ver Ellas hablan, el filme más reciente de Sarah Polley tras una ausencia de más de una década que, alguna manera, ha generado debate por los tópicos actuales que toca y que, por lo visto, desde su estreno ha cosechado una lluvia de aplausos en todos los festivales en los que se proyecta. La algarabía la comprendo porque la crítica de hoy se suele sorprender por poca cosa, pero es una película que no me produce ni frío ni calor. Lejos de su estilo visual de acabado grisáceo, es una propuesta baladí que pierde el efecto dramático al plantear interrogantes sobre el acoso, la fe y la emancipación femenina desde una superficie higienizada que, en ocasiones, se reduce a diálogos a puertas cerradas y a la rutina maniquea de las lecciones morales. El argumento se sitúa en el año 2010 y sigue a un grupo de mujeres que reside en una pequeña colonia menonita que está aislada del mundo para disfrutar de los beneficios del siglo XIX, donde aprovechan la ausencia de sus esposos para reunirse en el desván de la granja y narrar las experiencias que han tenido como víctimas de unos hombres misóginos y machistas que en el nombre del señor han utilizado una cantidad considerable de drogas para someterlas y violarlas antes de ser encarcelados. El asunto, en un principio, logra llamarme la atención por la manera en que cada de una de estas mujeres no solo revela la necesidad de escapar del maltrato, sino, además, algunas verdades sobre el acoso sexual, la violencia doméstica, el rol de la mujer, la pérdida de la fe, la opresión patriarcal, injusticia social, los deberes maternales, la descomposición familiar, la igualdad social. El texto en cuestión, edificado por las inquietudes personales que Polley imprime en su guion para trasladarlo a la cultura actual del Me Too, examina la condición de la mujer entendida como la búsqueda de libertad de unas mujeres psicológicamente afectadas que asumen la fuerza de voluntad necesaria para huir de la esclavitud establecida por el dominio de un patriarcado que aplasta su sensibilidad y los derechos robados por el trato desmoralizador que reciben como óbice de unos conservadores ortodoxos que emplean el abuso físico como castigo religioso. Pero el problema fundamental, supongo, es que todo lo que narra carece de profundidad cuando esboza su comentario sobre la independencia al servicio del feminismo militante, dejando todo en un horizonte superfluo en el que todo está demasiado limpio y se señala con cierto maniqueísmo la inmoralidad de los hombres más obvia; además de que posee una clara falta de impulso dramático laminada por unos personajes femeninos que siempre permanecen sentados a ritmo letárgico en la silla de las descripciones mecánicas donde predominan los gestos y las miradas que solo subrayan una condescendencia que no me alcanza el tejido emocional. Las actuaciones del amplio reparto de actrices son, cuanto mucho, decentes y las olvido tan pronto como inician los créditos. Solo me causa una impresión la puesta en escena que desarrolla la acción casi siempre en una sola locación, así como el trabajo visual que evoca un paisaje campestre oscuro que es coherente con la atmósfera de tristeza y desasosiego.



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Ficha técnica
Título original: Women Talking
Año: 2022
Duración: 1 hr 44 min
País: Estados Unidos
Director: Sarah Polley
Guion: Sarah Polley, Miriam Toews
Música: Hildur Guðnadóttir
Fotografía: Luc Montpellier
Reparto: Rooney Mara, Claire Foy, Ben Whishaw, Jessie Buckley, Frances McDormand,
Calificación: 5/10

El olor de la papaya verde

El visionado de El olor de la papaya verde no supone para mí algo fuera de serie o que me traslade hasta el paroxismo; pero reconozco de inmediato que es una sólida ópera prima de Tran Anh Hung, que alcanza su punto notable de sobriedad al examinar, con una estética cuidada, las tradiciones familiares y la condición de la mujer en la sociedad vietnamita de herencia patriarcal. Constituye la primera en la denominada "Trilogía de Vietnam", precediendo a Ciclo (1995) y En pleno verano (2000). Todas comparten similitudes temáticas. En esta ocasión, el argumento se sitúa en Saigón en 1951 y sigue la vida de Mùi, una joven que se convierte en sirvienta de una familia rica que se desmorona económicamente por una crisis conyugal iniciada, entre otras cosas, por el fallecimiento de la hija pequeña y, también, por las infidelidades del marido que suele abandonar las responsabilidades paternas de educar a los tres hijos para gastar el dinero en las salas de apuestas. A través de la mirada de la niña en una primera parte Tran, apoyado de una narración elíptica en la que escasean los diálogos, registra la cotidianidad de la familia y las costumbres de la cultura vietnamita entre los interiores herméticos de la casa y los espacios exteriores de un patio adornado de una flora de poética naturalista; donde habitualmente los esposos discuten sus problemas a puerta cerrada lejos de sus hijos y, por el otro lado, la niña curiosa y reservada realiza sus quehaceres al lado de la abuela enviudada y de la madre que la trata como si fuera la hija que perdió; mientras comienza a descubrir la pérdida de la inocencia impulsada por el despertar sexual temprano y sufre, además, el acoso constante del niño travieso. En la superficie no sucede nada sustancioso por la carencia de golpes de efecto que mantiene la narrativa suspendida en escenas de carácter contemplativo; pero en el lado opuesto de sus imágenes Tran esboza con lupa un texto que interroga el rol tradicional de la mujer entendido como la fortaleza y la tolerancia de mujeres que cargan con los sacrificios maternos en una sociedad en la que predomina el patriarcado que emplea el maltrato doméstico como objeto de dominación. La lectura adquiere otra dimensión en la segunda mitad cuando la protagonista, siendo una adulta diez años después en el contexto de la guerra, persigue la emancipación a través de una ruptura de roles establecidos, en la que abandona la sumisión del tradicionalismo oriental para alcanzar la madurez por medio del embarazo que refleja la fertilidad y el comienzo de una vida digna más occidentalizada (simbolizada por las semillas de la papaya). La actuación central de Tran Nu Yên-Khê me resulta creíble cuando evoca su gestualidad para comunicar las sensibilidades de una mujer que oculta sus heridas intrínsecas por medio del silencio. Tran la encuadra en una puesta en escena en la que abundan los travellings laterales, la iluminación artificial, el sobreencuadre y la utilidad consistente que le da al sonido y a la música diegética para ilustrar lo que se gesta fuera de campo; además de un uso casi omnipresente del color (verde) para describir la psicología de ciertas acciones de los personajes. No sé si se trata de su mejor obra, pero es, desde luego, un drama estimable y conmovedor del cineasta vietnamita.



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Ficha técnica
Título original: The Scent of Green Papaya (Mùi du du xanh)
Año: 1993
Duración: 1 hr 44 min
País: Vietnam
Director: Tran Anh Hung
Guion: Tran Anh Hung
Música: Tôn Thât Thiêt
Fotografía: Benoît Delhomme
Reparto: Lu Man San, Tran Nu Yên-Khê, Thi Loc Truong,
Calificación: 7/10