Compañera perfecta

Escudriñando los catálogos de las tendencias del momento, me he acercado a Compañera perfecta, una película bastante comentada que supone el debut como director de Drew Hancock y en la que, dicho sea de paso, pretende abordar varios géneros para hablar sobre la condición de la mujer en la sociedad contemporánea. Al margen de lo que se ha hablado sobre ella, tengo la ligera sospecha de que no me cuenta nada nuevo en su afán por la originalidad porque, francamente, es un thriller de ciencia-ficción que mezcla géneros de una forma rebuscada y, a pesar de la decente actuación de Sophie Thatcher, nunca abandona el lado previsible con sus estereotipos huecos de robots asesinos. Su argumento se ambienta en un futuro no muy lejano y narra la existencia de Iris, una mujer que recuerda los días en que conoce a su novio Josh por primera vez y tiene una relación de pareja con él mientras, tiempo después, viaja a una casa aislada en el lago para encontrarse con unos amigos de este y pasarla bien en una fiesta. En términos generales, la narrativa del guion de Hancock opta por colocar una fórmula interesante que sintetiza un híbrido entre el thriller de ciencia-ficción, la comedia negra y el terror slasher que funciona, entre otras cosas, desde el primer giro de tuerca que muestra el episodio de violencia doméstica en el que se revela que Iris es, de hecho, un robot diseñado para satisfacer las necesidades sexuales de Josh. El problema que encuentro, no obstante, es que los personajes carecen de una base ajustada de desarrollo y sus acciones solo sirven, en la superficie, para impulsar conflictos banales que nunca escapan de las fórmulas convencionales, ejecutadas a menudo sobre un epicentro de clichés que tiende a debilitarse por los diálogos innecesariamente expositivos que buscan sobreexplicar demasiado el registro de obviedades. De esta manera, permanezco completamente anestesiado por la falta de gancho que hay en los dilemas éticos del androide que anhela escapar del control impuesto por los creadores masculinos con un poco de violencia aprendida en su base de datos; las intenciones del novio machista que utiliza a la novia sintética que compró por internet para que cubra sus exigencias afectivas; la intervención del ruso del bigote que es el malo por razones obvias; las nimiedades de los amigos gays y la amiga india que hablan más de los necesario con su presencia impertinente. El asunto me resulta predecible porque los personajes de Hancock no son más que figuras expositivas que, valga la redundancia, solo cumplen con los estereotipos predeterminados por los manuales del wokismo y, además, adornan la acción con la poética de la violencia para sintetizar, en su capa más obvia, un comentario trillado sobre el empoderamiento femenino, la identidad de género y las consecuencias de la violencia contra la mujer; pero entendido ahora como la odisea emancipatoria de un autómata bajo la falsa identidad de mujer que, empapado de sangre, justifica la agresión violenta contra los hombres para romper las cadenas impuestas por el dominio patriarcal y la masculinidad tóxica que reducen su dignidad a la imagen cosificada de un objeto del deseo, como si fuera una muñeca de porcelana adquirida en oferta en un mercado de accesorios que busca salir de la caja para asumir el control de su propia vida programada. La gratuidad de circunstancias arregladas me impide emocionarme por el cóctel de brutalidad, discusiones triviales, dinero fraudulento y eticidad tecnológica. La interpretación de Thatcher es un poco creíble como el robot descontrolado que huye hacia una presunta libertad hasta que le den mantenimiento. Pero todo lo otro es olvidable. La circularidad del barullo efectista me induce a razonar lo suficiente como para saber que, en general, es una película ensamblada de manera pretensiosa con la única finalidad de responder a los intereses de una agenda progresista totalitaria que, sin lugar a dudas, es bastante siniestra.



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Ficha técnica
Título original: Companion
Año: 2025
Duración: 1 hr. 37 min.
País: Estados Unidos
Director: Drew Hancock
Guion: Drew Hancock
Música: Hrishikesh Hirway
Fotografía: Eli Born
Reparto: Sophie Thatcher, Jack Quaid, Lukas Gage, Megan Suri, Harvey Guillén, Rupert Friend
Calificación: 5/10

Blanca Nieves

Aprovechando las discusiones culturales del momento, me asomo, con cierta cautela, a las imágenes que ofrece Blanca Nieves, el nuevo remake de acción real de Disney con el que Marc Webb pretende reimaginar la película animada de Blancanieves y los siete enanos (Hand, 1937) con la finalidad, supongo, de acondicionar la fábula a la urgencia progresista de moda que rechaza el sentido común para imponer por la fuerza una presunta agenda de inclusividad. Lejos de la polémica que tiene a varios grupos políticos enfrentándose por nimiedades en redes sociales, lo que observo en más de hora y media me deja lo suficientemente anestesiado como para saber que se trata, francamente, de un remake sin alma y aburrido a perpetuidad, que produce serios efectos dormitivos con el cuento de hadas desabrido de los siete enanos CGI y la princesita pretensiosa que Rachel Zegler encarna sin gracia, donde en cada minuto me asalta la ligera sospecha de que la casa del ratón ha tirado por la ventana la posibilidad de recuperar los viejos valores que, érase una vez, la condujeron a su renacimiento. La trama se ambienta en un reino y, tras un pequeño prólogo que explica la benevolencia de unos monarcas con su gente, se muestra a Blancanieves, varios años después, como una joven princesa que recibe el acoso de la reina envidiosa que usurpa el trono que pertenecía a su padre desaparecido y también la tiene de sirvienta; pero cuyo destino la lleva a huir del castillo con ayuda del Cazador que es enviado para matarla por haber liberado a un bandido y, además, a buscar refugio en la casa de siete enanos que viven en el bosque como mineros. En términos generales, la narrativa se esquematiza sobre algunos de los pasajes del clásico animado cuando la princesa ingenua es buscada por la reina malvada y consigue ayuda de los siete enanos mientras espera por el príncipe azul que la rescata. El problema principal, sin embargo, es que el tratamiento de los personajes carece de una base sólida de desarrollo porque sus acciones, por lo regular, se limitan solo a describir inútilmente una serie de situaciones que solo funcionan como catalizador para impulsar conflictos superfluos y predecibles, condicionados sobre los estereotipos que frecuentan los lugares comunes de los manuales básicos del wokismo, donde cada acción adoptada por un personaje está predeterminada por cuestiones de género, raza y diversidad étnica. De esta manera, permanezco en un completo estado de abulia frente a la reina caprichosa que le habla al espejo complaciente para pedirle que nombre a "la más bella de todas"; la odisea de Blancanieves para superar la maldad que la castiga por su apariencia; las ocurrencias de los siete enanos que tienen personalidades diferentes y trabajan contentos como proletarios en las minas de diamantes; la aventura paralela del ladrón que, con sus siete ladrones, le roba a los ricos para darle a los pobres antes de enamorarse de Blancanieves. Las canciones solo describen obviedades. Las escenas no enganchan y los diálogos, entre otras cosas, tienden a repetirse en más de una ocasión. No hay sorpresas; solo fórmulas y clichés. Lo peor de todo, quizás, radica en el comentario de marcado carácter feminista, que se entiende como la búsqueda de empoderamiento de una princesita presuntamente solidaria que, en su afán buenista de justicia social y de dudosa pureza moral, induce a los demás a que sigan su capricho de recuperar la herencia monárquica que le arrebató la reina judía para establecer un régimen de pensamiento monolítico en el que todos son aparentemente felices sobre la idea de la comunidad inclusiva. Al margen de esta síntesis discursiva maniquea, reconozco que Zegler tiene algo de talento para el canto, pero, en general, su actuación es igual de mediocre que la contraparte de Gal Gadot como la villana estereotipada. Ninguna de las dos impide que este bodrio, incluso con su diseño de vestuario carnavalesco, me caiga como una manzana podrida.



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Ficha técnica
Título original: Snow White
Año: 2025
Duración: 1 hr. 49 min.
País: Estados Unidos
Director: Marc Webb
Guion: Erin Cressida Wilson
Música: Jeff Morrow, Benj Pasek, Justin Paul
Fotografía: Mandy Walker
Reparto: Rachel Zegler, Gal Gadot, Andrew Burnap, Ansu Kabia
Calificación: 3/10

La última gran actuación

La última gran actuación es una película independiente en la que, Gia Coppola, rescata del olvido a la emblemática Pamela Anderson para hablar, supongo, de aquel tópico en boga en algunos círculos feministas sobre la cosificación de la mujer en la industria del espectáculo. La aclamación que ha obtenido desde su paso por los festivales de cine me ha hecho cuestionar su guion en más de una ocasión porque, francamente, a pesar de la actuación destacada de Anderson, tengo la ligera sensación de que el drama carece de pulso y, a menudo, permanece estacionado en una zona convencional que tiende a su subrayar demasiado las obviedades de la bailarina que desea el último show antes de que se cierren las cortinas. La trama, situada en la famosa ciudad de Las Vegas, se centra en la vida de Shelly Gardner, una corista de mediana edad que se enfrenta a la incertidumbre del desempleo después de enterarse de que la revista clásica de estilo francés en la que ha actuado durante tres décadas, Le Razzle Dazzle, está a punto de cerrar en un casino de The Strip. En términos generales, la narrativa capta mi interés cuando se muestra el dilema ético-moral de Shelly bajo los estándares del drama sobre el showbiz, en el que es una protagonista que lucha en contra distintas circunstancias cotidianas que sirven para acentuar las cosas de su pasado que apenas se reflejan en los diálogos. El problema fundamental, sin embargo, radica en que el guion debilita la psicología de Shelly y suele colocarla, más bien, en una serie de situaciones superficiales que se vuelven terriblemente reiterativas cuando los personajes hablan más de lo necesario para advertir la desdicha que ella atraviesa. En este sentido, deduzco de inmediato que las acciones de ella se reducen a las conversaciones en el camerino con las amigas más jóvenes que ensayan frente al espejo los bailes exóticos; los intercambios con la mejor amiga que trabaja como camarera de cócteles; las discusiones para recuperar el vínculo con la hija distanciada a la que abandonó por su trayectoria profesional; las intervenciones con el productor del espectáculo que anuncia todo por el micrófono. Todo luce demasiado puesto, previsible, sin alcanzar nunca algún grado de impulso dramático. Y sospecho que esto es así porque, valga la redundancia, Coppola adopta un enfoque discursivo que utiliza las acciones de los personajes para construir, en su capa dialógica, un discursillo de marcado carácter feminista sobre la cosificación de la mujer en la esfera del espectáculo, entendido ahora como la imposibilidad de perseguir los sueños de una bailarina de clase obrera a la que el tiempo le pasó por encima y que, por desgracia, nunca pensó en ampliar sus aptitudes invirtiendo el poco capital que ganaba para arriesgarse a buscar otras formas de ingreso a través de las oportunidades culturales ofrecidas por la danza en un mercado competitivo, en aquellos días en que bailaba para entretener a un público que solo la valoraba por ser joven y sexy. El inconveniente con este discurso, acomodado para los abanderados agentes de la justicia social que suelen demonizar el capitalismo desde el privilegio, es que se torna irremediablemente dúctil cuando se coloca a la rubia del showbiz como la empleada que es víctima de un sistema capitalista que la tiene como muñeca de porcelana en vitrina a punto de ser reemplazada por una nueva, negando inútilmente algunas de las ventajas estructurales de los mismos procesos sociales que cuestiona. Anderson, entre otras cosas, ofrece algunos momentos como la bailarina frustrada que anhela redimirse y rechaza la responsabilidad maternofilial para cumplir sus caprichos egoístas. Este registro expresivo de Anderson, capturado por con cierta destreza formal por Coppola en unas cuantas escenas, demuestran, de algún modo, lo que hubiese sido su carrera si no consolidara su estatus en la playa como símbolo sexual en bikinis rojos.



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Ficha técnica
Título original: The Last Showgirl
Año: 2024
Duración: 1 hr. 28 min.
País: Estados Unidos
Director: Gia Coppola
Guion: Kate Gersten
Música: Andrew Wyatt
Fotografía: Autumn Durald
Reparto: Pamela Anderson, Kiernan Shipka, Brenda Song, Jamie Lee Curtis, Dave Bautista, Jason Schwartzman
Calificación: 5/10


Su olor

Tras unas cuantas temporadas sin acercarme al cine del cineasta independiente Alex Ross Perry, regreso a su filmografía con el visionado de Su olor, una película en la que vuelve a colaborar con Elisabeth Moss tras la espléndida Reina de la Tierra (2015). Puedo decir, sin temor a equivocarme, que Moss ofrece aquí una actuación notable que se roba toda las escenas, pero, por desgracia, el retrato sobre la estrella de rock autodestructiva es innecesariamente largo y casi no tiene un pulso dramático que se escape del artificio calculado. La trama se ambienta durante los años 90 y sigue un fragmento de Becky Something, la vocalista de una popular banda de punk rock que, detrás de los escenarios, asiste a su propia ceremonia de caos y autodestrucción; mientras adopta un comportamiento insoportable que la aleja de sus propias compañeras de banda, de su exesposo y su hija, de su mánayer y de cualquier colaborador que se entrometa en su inevitable descenso al abismo. En términos generales, la narrativa sigue al pie de la letra aquel manual del drama musical sobre rock, donde se muestra en un par de escenas los dilemas éticos y morales de una estrella de rock en decadencia. El arranque es, desde luego, un poco interesante cuando se presenta la volatilidad de la protagonista a través de cinco escenas larguísimas. El problema central, no obstante, es que el tono desigual sube y baja el volumen sin pedir permiso, dejando a los personajes en una superficie acomodaticia en la que surgen conflictos triviales que solo funcionan para darle impulso a la psicología fracturada de Becky sin ningún propósito en específico. En este sentido, siento que los personajes carecen de profundidad y, a menudo, sus acciones se reducen a una serie de situaciones reiterativas que tienden a subrayar demasiado el horizonte de obviedades que se presenta en la larga sesión de grabación del próximo álbum de la banda que termina en frustración y renuncias; la negación de Becky para aceptar que el tiempo le pasó por encima y ya no es famosa como antes; la etapa sobria en la que Becky, ya retirada, descubre el valor del vínculo maternofilial con su pequeña hija. El rastro dialógico, en general, expone las vicisitudes de la artista para sintetizar un comentario feminista bien soterrado sobre los sacrificios de la maternidad, pero entendido ahora como la irresponsabilidad de una estrella de rock egocéntrica que descubre, en medio su caótica existencia, la necesidad de ser una madre responsable para cuidar a su hija como nunca la quisieron a ella. La interpretación de Moss consigue captar, con su mirada y los gestos de su rostro, la personalidad de una mujer ciclotímica que cambia abruptamente los estados de ánimo para ocultar las heridas personales que la condujeron a llevar una vida errática, egoísta, agresiva, infeliz, depresiva, desordenada y completamente absorbida por los excesos de la fama (a través de los diálogos y las líricas de las canciones se revela lentamente el cuadro disfuncional de su familia). La expresividad de Moss opera en un nivel que simplemente oscurece a todo el que se le acerca. Y Perry, entre otras cosas, aprovecha su registro expresivo para dimensionar las características de Becky con cuestiones formales como el primer plano, la elipsis, el encuadre móvil y el sobreencuadre que se complementa sobre un material de archivo encontrado que parece como si estuviera filmado con una cámara de los 90. La música, de igual modo, se integra con consistencia en algunas escenas puntuales. Pero, desafortunadamente, ninguno de estos elementos logra añadirle algo de sustancia a la rutina de la rockera corrosiva con el pelo rubio y guitarra en mano.



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Ficha técnica
Título original: Her Smell
Año: 2018
Duración: 2 hr. 16 min.
País: Estados Unidos
Director: Alex Ross Perry
Guion: Alex Ross Perry
Música: Keegan DeWitt, Alicia Bognanno
Fotografía: Sean Price Williams
Reparto: Elisabeth Moss, Amber Heard, Cara Delevigne, Dan Stevens, Agyness Deyn
Calificación: 6/10
Gauguin: viaje a Tahiti

Tras tener unos cuantos años sin acercarme a estudiar las pinturas de Paul Gauguin, consumo durante más de hora y media las imágenes de Gauguin: viaje a Tahití, un biopic del director francés Edouard Deluc que examina, a modo anecdótico, un fragmento del pintor posimpresionista durante su primer viaje a la isla de la Polinesia. Para conseguirlo ofrece algunos planos paisajísticos dotados de exotismo tropical y una interpretación aceptable de Vincent Cassel, pero, en general, me da la sensación de que apenas se pinta la superficie del artista incomprendido y casi no hay amplitud en el lienzo para conocerlo. El argumento retrata la existencia de Gauguin a partir del año 1891 y lo muestra, dicho sea de paso, como un pintor desdichado que se gana la vida como obrero mientras pinta cuadros que no logra vender en su tiempo libre, pero que, luego de abandonar a su esposa y sus hijos, se exilia en Tahití para encontrar la inspiración como artista independizado de la decadencia moral y de aquella estética academicista de la civilización europea que le pone barreras comerciales a su arte. En términos generales, la narrativa me causa cierta impresión por ese arranque interesante que presenta a Gauguin como un pintor absorbido por la pasión de pintar que, de alguna manera, halla en la selva tropical una cura existencial para los demonios internos de la miseria y la soledad, donde toma como esposa a una bella mujer indígena llamada Tehura, a la que pinta como protagonista de sus pinturas más emblemáticas. El problema fundamental que observo, no obstante, es que el trato biográfico de Gauguin pierde fuerza dramática porque, entre otras cosas, Deluc opta por mostrarlo con unas pinceladas convencionales que nunca le agregan profundidad a la naturaleza conflictiva del personaje, acomodándolo en una inercia de situaciones reiterativas que me induce a pensar, en más de una ocasión, que hubo algo de holgazanería de parte de los guionistas para investigar la biografía de este antes de trasladarla al guion. Las acciones de Gauguin, por lo regular, se reducen a las sesiones de pintura a puerta cerrada con la nativa que es más joven que él; la enfermedad que lo coloca en el hospital del doctor local; los intercambios culturales con la tribu de nativos que viven felices como una comunidad; los paseos en la jungla para buscar los materiales del lienzo a imprimar; la imposibilidad de vender los cuadros en el mercado del pueblo; los duros días de trabajo como un obrero del muelle que carga sacos para sostener a su familia. Apenas hay una escena en la que pinta "El espíritu de los muertos vela". La falta de trama nunca establece un hilo conductor y, por lo tanto, las acciones del personaje se mantienen estacionadas en una circularidad de conflictos banales en los que nunca se proyecta un motivo claro que impulsa al pintor a permanecer allí para pintar sus cuadros. La actuación de Cassel, por lo menos, ejerce un registro expresivo que es algo auténtico cuando utiliza los gestos y la mirada para mimetizar algunos de los rasgos de la volátil personalidad de Gauguin, mostrándolo como un hombre curioso en tierras lejanas que halla estímulos visuales en los paisajes exóticos y en las extrañas costumbres de los isleños, aunque muchas veces el guion no le proporciona un momento para salir de la zona de confort. Encuentro, asimismo, algunas impresiones en los valores estéticos con los que Deluc adorna la figura de Gauguin a través del uso de los azules verdosos que enriquecen los filtros cromáticos y las amplias panorámicas que reflejan la sensualidad exótica de Tahití que se vierte sobre los ríos, las montañas, las chozas y las playas. La música, de igual modo, se integra con consistencia en ciertas escenas. Nada de esto, sin embargo, evita la ausencia de pulso en su retrato banal sobre el sufrimiento de un artista.



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Ficha técnica
Título original: Gauguin: Voyage to Tahiti (Gauguin: Voyage de Tahiti)
Año: 2017
Duración: 1 hr. 42 min.
País: Francia
Director: Edouard Deluc
Guion: Etienne Comar, Edouard Deluc, Sarah Kaminsky, Thomas Lilti
Música: Warren Ellis
Fotografía: Pierre Cottereau
Reparto: Vincent Cassel, Malik Zidi, Tuheï Adams, Pernille Bergendorff
Calificación: 5/10
El cuento de los cuentos

En El cuento de los cuentos, el director italiano Matteo Garrone recupera algunos rastros de su poética de la fábula para adaptar, entre otras cosas, la homónima colección de cuentos de hadas napolitanos del siglo XVII del poeta y cortesano italiano Giambattista Basile. Lo que observo en sus imágenes me induce a pensar que Garrone se preocupa por añadirle autenticidad al vestuario y los decorados, pero los tres cuentos fantásticos carecen de gracia y se tornan irremediablemente aburridos en su sentido de ironía macabra, durante dos largas horas en las que el metraje se estira innecesariamente sin ningún propósito en específico. La historia se divide en tres fábulas separadas por tiempo y espacio. En la primera, una reina que no puede concebir hijos queda embarazada tras comer el corazón de un dragón marino extirpado por el rey y cocinado por una cocinera virgen, donde alcanza cierta felicidad al criar a un príncipe con el pelo blanco que, irónicamente, también tiene como gemelo al otro hijo de la cocinera pobre; algo que despierta en ella un sentimiento de rechazo cuando ve que los dos se tratan como si fueran hermanos inseparables que se intercambian los roles. La segunda tiene como protagonista a un lujurioso rey que se acuesta con todas las mujeres de su reino para satisfacer sus placeres, pero cuyo destino lo lleva a estar intrigado por el sonido del canto celestial de una mujer a la que corteja fuera de su casa sin saber, dicho sea de paso, que ella es una de dos hermanas mayores que viven como ancianas recluidas. En la tercera, el rey de un castillo ubicado en un desierto se obsesiona con una pulga gigantesca que esconde en su habitación como mascota y la que lo obliga, más adelante, a ofrecer en matrimonio a su hija al primera hombre que adivine la piel del bicho. Estos relatos están adornados con una extraña mezcla ironía, caos y tragedia, bajo los efectos comunes del cine fantástico. Sin embargo, en la superficie los personajes carecen de un desarrollo que los aleje de los estereotipos caricaturescos y, en términos generales, sus acciones se reducen a una serie de situaciones banales carentes de encanto que me hacen sospechar, en más de una ocasión, del blandengue guion. Los diálogos a puerta cerrada y la acumulación de conflictos nimios se torna excesivamente larga. Simplemente me canso de mirar la desdicha de la reina que persigue al vástago que desaparece con el gemelo bastardo; la lujuria del rey que se casa con la anciana que recobra la belleza al convertirse en una joven; la obsesión del rey que, desde su trono, entrega a su hija a un ogro feo que adivina la procedencia de la piel de su pulga muerta. El barullo, en su síntesis discursiva, elabora un comentario social que interroga, desde la dialéctica de los caprichos humanos, los dilemas que surgen del poder, el deseo, la juventud, la maternidad y la vejez.; con ligeros subtextos que apuntan a las diferencias de clases sociales como causa principal de ciertos prejuicios. Las actuaciones del reparto encabezado por Salma Hayek, Vincent Cassel y Toby Jones me resultan olvidables. Pero consigo subrayar, por lo menos, los valores de producción que se encuentran presentes en el vestuario, el maquillaje prostético, la auténtica reproducción de la época y los efectos especiales con los que se renderiza a los monstruos mitológicos. La banda sonora de Alexandre Desplat tiene, de igual forma, algunas melodías que se integran con consistencia en algunas escenas. Todo lo demás, en su registro rebuscado de fantasía, me provoca una sensación de letargo a medida que se extiende sin razón, como aquel cuento de nunca acabar.



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Ficha técnica
Título original: Tale of Tales (Il racconto de racconti)
Año: 2015
Duración: 2 hr. 14 min.
País: Italia
Director: Matteo Garrone
Guion: Matteo Garrone, Edoardo Albinati, Ugo Chiti, Massimo Gaudioso
Música: Alexandre Desplat
Fotografía: Peter Suschitzky
Reparto: Salma Hayek, Vincent Cassel, Toby Jones, John C. Reilly, Bebe Cave, Alba Rohrwacher
Calificación: 5/10
Blancanieves

En Blancanieves, el director español Pablo Berger accede a mimetizar la estética del cine mudo, sospecho, con el fin de ofrecer una nueva versión del cuentito de los hermanos Grimm. Como experimento, supe que Berger llegó a decir que era su "carta de amor al cine mudo europeo", pero que, de igual forma, se sintió aludido cuando supo de la competencia que suponía El artista (Hazanavicius, 2011). Las casi dos horas que invierto en ella me obligan a razonar lo suficiente como para saber que, entre otras cosas, al menos funciona decentemente cuando adopta las propiedades formales del cine mudo, pero tengo la sensación de que es una fábula oscura adornada de facilismos y a la que le falta emotividad en sus apuntes folclóricos sobre la cultura española. Su argumento se ambienta sobre una mirada romántica de la Andalucía de la década de 1920 y sigue la existencia de Carmen. En una primera mitad, ubicada luego de un pequeño prólogo en el que la madre muere durante el parto y su padre queda paralítico después de un traumático accidente taurino, se muestra la infancia de Carmen como la de una niña que lleva una infancia aparentemente feliz al cuidado de su abuela, pero cuyo destino, tras la muerte de esta, se oscurece cuando queda bajo los castigos de la madrastra caprichosa y perversa que se casó con su padre para quitarle la fortuna, en los días en que se reúne con frecuencia con su padre indefenso y mira el paso de los años hasta ser una adulta bondadosa. En la segunda mitad, se presenta a Carmen como una mujer que, luego de escapar de los abusos de la madrastra y del intento de violación de un fascista en el bosque, es acogida por un grupo de toreros enanos que se refieren a ella como "Blancanieves", mientras busca recuperar la memoria y forma parte de un espectáculo ambulante de toreros con enanismo. El problema fundamental que encuentro, no obstante, es que la narrativa suele frecuentar lugares comunes sin ir a ninguna parte en específico y, en general, las acciones de los personajes se esquematizan sin gancho al montarse sobre la base de las descripciones banales del guion, donde el tono inocentón mantiene a la Blancanieves española suspendida en una inercia de situaciones predecibles de las que no capto otra cosa que una abulia constante. Los personajes son empleados por Berger como simples autómatas, en una mezcla extraña entre el drama de época y la fantasía de mayoría de edad, que reflejan, en el epicentro del conflicto, un discurso político muy soterrado sobre la emancipación femenina y la opresión política, pero entendido como la lucha de una mujer que anhela encontrar la felicidad lejos de la perversidad que acecha su libertad desde una ventana, simbolizando, además, la esperanza de un pueblo a punto de ser oprimido en el contexto previo al franquismo. El texto, que arroja algo de veneno a la derecha, cobra mayor intensidad en el clímax en el que Carmen, como torera, mantiene la tradición de su padre para enfrentarse al toro negro que la amenaza y superar así sus temores intrínsecos antes de ser envenenada por la bruja del velo negro (la contienda metaforiza la expresión popular como la fuerza verdadera que expulsa a los "malos" regímenes). Aparte de estos tropiezos, hallo creíble la actuación de Maribel Verdú como la villana de la mansión que expresa su vileza con el rostro, los gestos y la mirada. Ella eclipsa la ternura buenista de Macarena García. Y también es encuadrada por Berger en una puesta en escena que funciona más bien como un ejercicio de estilo que adopta la relación de aspecto 4:3, los intertítulos, la sobreimpresión, la elipsis, los decorados, el vestuario, el blanco y negro monocromático, la auténtica reproducción del período y el montaje rítmico para aproximarse formalmente a la esencia de una película silente. Esto es lo único que resuena conmigo porque, a decir verdad, su trágico cuento de hadas queda colgado en una zona muy regular.



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Ficha técnica
Título original: Blancanieves
Año: 2012
Duración: 1 hr. 44 min.
País: España
Director: Pablo Berger
Guion: Pablo Berger
Música: Alfonso de Vilallonga
Fotografía: Kiko de la Rica 
Reparto: Macarena García, Maribel Verdú, Daniel Giménez Cacho, Ángela Molina
Calificación: 6/10
Furia de titanes

Furia de titanes es una película de Louis Leterrier que yo, oportunamente, nunca pude ver cuando se estrenó hace unos 15 años con una recepción en la taquilla que la convirtió en una de las más taquilleras de 2010. No sé por qué la pasé por alto en aquella ocasión, pero ahora, tras pasar más de hora y media consumiendo sus imágenes para sumarme a la conversación tardía, asumo que la hubiese recibido de la misma forma si la hubiera visto en aquellos años. Como épica fantástica ofrece un derroche de secuencias de acción con CGI cutre y una clase de mitología gratuita sobre dioses griegos, pero, en general, es tan plana como una piedra tallada con la cabeza de Medusa, con un héroe insípido que solo me invita a pensar, en más de una ocasión, que Sam Worthington es un pésimo actor. El argumento tiene como protagonista a Perseo, un hombre que, luego de ser testigo de la muerte de su familia en manos de las Furias controladas por Hades, se une a unos soldados de la ciudad de Argos que le declaran la guerra a los dioses, con la finalidad de buscar una manera de derrotar al Kraken y desafiar a los creadores. En términos generales, la narrativa se ensambla siguiendo las pautas convencionales de la aventura péplum de fantasía, en las que el héroe mitológico emprende un largo viaje junto a sus colegas y se enfrenta con su espada los diversos enemigos que obstaculizan su camino. El problema fundamental, no obstante, es que los personajes carecen de desarrollo más allá de las descripciones baladíes de los estereotipos mitológicos y sus acciones, por lo regular, se reducen a una serie de situaciones fáciles que se resuelven de una manera descaradamente predecible, además de escupir unos diálogos inanes que dicen más de los guionistas que de ellos mismos. En este sentido, no hay ninguna sorpresa cuando observo los facilismos de la odisea de Perseo, Io y los guardias reales liderados por Draco cuando pelean contra el corrompido Acrisio en un bosque, los escorpiones gigantes del desierto y la gorgona Medusa que reside en el Inframundo. Hasta sin el ojo de las Brujas Estigias se sabe lo va a pasar cuando los héroes son obstaculizados por los secuaces del malvado Hades y Perseo descubre nuevas habilidades mientras carga su espada legendaria y se monta sobre el Pegaso negro. Las secuencias de acción permanecen estacionadas en una ausencia de fuerza que no me engancha y solo me produce una sensación de abulia cuando veo desperdiciarse a unos actores talentosos. Worthington no me parece que sea creíble como el heroico guerrero que es el semidiós elegido, y en muchas escenas se nota sus carencias expresivas y su oxidada pericia física, además de que no tiene nada de química con Gemma Arterton. Ralph Fiennes, por el contrario, sí evoca una presencia malévola y siniestra como Hades. A esto se suma, de igual modo, unos efectos visuales acartonados que me obligan colocar la mano en la cabeza cuando soy testigo del pobre renderizado de la pirotecnia aparatosa y los monstruos mitológicos. Leterrier, por lo menos, se preocupa por añadirle autenticidad al vestuario y a los escenarios que reproducen los templos antiguos, junto con unos cuantos planos panorámicos que son de mi agrado. Pero nada de esto evita, sin embargo, que la epopeya mitológica se desplome como el Kraken petrificado en el golfo de Argos.



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Ficha técnica
Título original: Clash of the Titans
Año: 2010
Duración: 1 hr. 46 min.
País: Estados Unidos
Director: Louis Leterrier
Guion: Travis Beacham, Phil Hay, Matt Manfredi
Música: Ramin Djawadi
Fotografía: Peter Menzies Jr.
Reparto: Sam Worthington, Mads Mikkelsen, Liam Neeson, Ralph Fiennes, Gemma Arterton, Liam Cunningham
Calificación: 4/10
1492: conquista del paraíso

En 1492: conquista del paraíso, Ridley Scott arrastra algunos registros de la poética naturalista, supongo, para retratar la figura de Cristobal Colón como descubridor del nuevo continente, además de coincidir, a modo de homenaje, con el 500 aniversario del mítico viaje. Las más de dos horas y medias que dura me hace ver paralelismos con Aguirre, la ira de Dios (Herzog, 1971), aunque, desgraciadamente, lo que propone no alcanza ni siquiera para agregarle algo de sustancia a los créditos iniciales. Como épica histórica cuenta con una reproducción auténtica de la época que refleja la atención de Scott por los detalles visuales, pero, en general, su retrato sobre el legendario conquistador se pierde como un barco en el mar y frecuenta lugares comunes que de vez en cuando me sacan unos cuantos bostezos del aburrimiento. El argumento se sitúa en 1492 y sigue la existencia de Colón durante los días en que es un navegante idealista que, luego de convencer a la reina Isabel I de Castilla, obtiene los permisos necesarios de las autoridades para emprender un viaje en barco hacia el oeste con el fin de establecer una nueva ruta para el comercio con Asia y traer de vuelta cantidades suficientes de riquezas en oro para los monarcas. En términos generales, la narrativa conjunta el drama biográfico con la aventura y la épica histórica para ofrecer, dicho sea de paso, una crónica elíptica de algunos de los principales acontecimientos que condujeron al descubrimiento del Nuevo Mundo, pero adoptando un enfoque revisionista que muestra a Colón como un explorador volátil, idealista y desorganizado que, estando motivado por el deber, es incapaz de controlar a los colonos o establecer una administración funcional en las islas conquistadas. El arranque es, desde luego, interesante hasta las escenas en que Colón ejerce su liderazgo en altamar para contener a la tripulación a punto de amotinarse en los interiores de las tres carabelas conocidas como la Pinta, la Niña y la Santa María. Sin embargo, al cabo de un rato me asalta la terrible sensación de que los personajes carecen de desarrollo alguno más allá de las descripciones superfluas del guion de Roselyne Bosch y sus acciones, por lo regular, están acomodadas bajo un aparato de situaciones previsibles que se estiran inútilmente en cada una de las conversaciones a puerta cerrada. Sencillamente hay una ausencia de pulso dramático que está muy presente en el choque de civilizaciones que se da entre los colonos europeos y los nativos locales; las tradiciones culturales de los taínos como tribu con creencias distintas a las europeas; la conspiración del perverso Adrián de Mújica para tomar el poder; la odisea de Colón para mantener el orden entre los colonos rebeldes y los indígenas durante el proceso de colonización de La Española en la ciudad de La Isabela. Dentro del limitado registro expresivo mostrado en esta película, Gérard Depardieu interpreta a Colón como un hombre ambicioso y moralista, que anhela explorar para descubrir territorios inexplorados, pero que a menudo recurre a las falsas promesas que debilitan su liderazgo. A veces me da la impresión de que casi no se sabe quién es Colón lejos del lado didáctico rebuscado que lo subraya como aquel explorador devoto, responsable y visionario que me enseñaron en el colegio. La escasa complejidad del personaje junto a los secundarios estereotipados del reparto se complementa, al menos, por los valores estéticos que Scott sintetiza en la puesta en escena a través de los decorados, el vestuario, la reproducción del período y las atmósferas visualmente absorbentes que se dejan notar en un par de planos. La banda sonora de Vangelis, de igual forma, es integrada con consistencia en algunas escenas clave, especialmente su leitmotiv de progresión armónica y sintetizadores que evoca sobre mis oídos una extraña sensación de triunfo. Todo lo demás, en su ucronía simplista, se hunde como una embarcación de vela en un viaje oceánico.



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Ficha técnica
Título original: 1492: Conquest of Paradise
Año: 1992
Duración: 2 hr. 34 min.
País: Reino Unido
Director: Ridley Scott
Guion: Roselyne Bosch
Música: Vangelis
Fotografía: Adrian Biddle
Reparto: Gérard Depardieu, Armand Assante, Sigourney Weaver, Loren Dean, Ángela Molina, Fernando Rey, Michael Wincott
Calificación: 5/10
Macbeth

En Macbeth, Roman Polanski recupera algunos rastros de su poética de la violencia para adaptar en el cine, supongo, la popular obra teatral de Shakespeare que ha conmocionado a millones a lo largo de los siglos. Su versión, que tuvo problemas para hallar financiación con los estudios por su carácter violento y oscuro, parece casi como una carta de despedida, en la que descarga sus obsesiones personales y la enorme culpa para hacer frente al publicitado asesinato de su esposa embarazada, Sharon Tate, en manos de la familia Manson. Su largo metraje de dos horas y media me obliga a razonar lo suficiente como para saber que se trata de una de las películas tibias de su filmografía. Por momentos, es una épica histórica en la que Polanski mantiene un tono atmosférico y violento, pero, francamente, casi no hay fuerza en los soliloquios shakesperianos y los personajes, a menudo, son tan planos como la hoja de una espada. Su argumento se ambienta en la Edad Media y sigue a Macbeth, un general que es ascendido al título de Barón de Cawdor por el rey Duncan luego de su victoria en una batalla y que, luego de atestiguar las profecías de tres brujas junto a su amigo Banquo, es instigado por su esposa, Lady Macbeth, para invitar al rey a una fiesta en su castillo y conspirar para asesinarlo sin que nadie lo sepa, con el fin de tomar la corona que no le pertenece como rey de Escocia. En términos generales, la narrativa de Polanski opta por sintetizar la tragedia de Shakespeare bajo los estándares genéricos de la épica histórica, mostrando las conspiraciones palaciegas que deshumanizan al monarca corrompido por su ambición en los interiores de su castillo y donde, dicho sea de paso, lo soliloquios arrojados por la voz en off subrayan los temores y las dudas que lo gobiernan tanto a él como a su esposa. Hay traición, sospechas, oportunismo, asesinato, muerte, pesadillas, duelos sangrientos y conversaciones a puerta cerrada sobre los asuntos monárquicos cuando Macbeth comienza a temer una posible usurpación por parte de sus súbditos más leales. El problema fundamental, no obstante, es que las acciones de los personajes se reducen a una serie de situaciones predecibles que no contienen ningún grosor dramático y, por lo regular, justifican su presencia como la de unos autómatas teatrales que solo ocupan un lugar en el espacio para recitar diálogos shakespearianos, como si se tratara de un ensayo para una clase de teatro. De esta manera, me quedo completamente anestesiado por la falta de gancho que hay detrás de los planes maquiavélicos de Macbeth para mantenerse en el poder a como dé lugar; el asesinato de Banquo arreglado por dos asesinos en el bosque; los banquetes en la corte del rey en el que Macbeth es atormentado por los fantasmas; los rituales proféticos de las brujas ancianas que se dedican al negocio de engañar a los reyes; el declive psicológico de Lady Macbeth que la envía al abismo de las alucinaciones y la depresión. Además, la actuación de Jon Finch como Macbeth carece de un registro expresivo que sea convincente para acentuar la psicología del personaje y luce, en más de una ocasión, como alguien que actúa a desganas para cobrar un cheque. Lo mismo sucede con Francesca Annis como la desabrida Lady Macbeth. Lo único que destaco, entre otras cosas, es la estética con la que Polanski recrea la época medieval a través del vestuario, los decorados en el castillo de Lindisfarne, el uso dinámico del encuadre móvil y, ante todo, las panorámicas del gran plano general en las que Gilbert Taylor crea atmósferas grisáceas que reflejan la oscuridad que se cierne sobre el relato. La banda sonora de Third Ear Band es, de igual modo, acertada con su mezcla de música electrónica con cuerdas, tambores de mano e instrumentos de viento-madera. Todo lo demás, por desgracia, no le hace justicia al clásico shakesperiano sobre el poder.



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Ficha técnica
Título original: The Tragedy of Macbeth
Año: 1971
Duración: 2 hr. 20 min.
País: Reino Unido
Director: Roman Polanski
Guion: Roman Polanski, Kenneth Tynan
Música: The Third Ear Band
Fotografía: Gilbert Taylor
Reparto: Jon Finch, Francesca Annis, Martin Shaw, Nicholas Selby, John Stride
Calificación: 5/10
Ulises

Ulises es una película de aventuras en la que, dicho sea de paso, el director italiano Mario Camerini adapta una parte del poema épico, "La odisea", de Homero, para tratar de ajustarse, supongo, a las tendencias de la época de oro del cine péplum de los años 50 que fue capitaneada por las superproducciones de Dino De Laurentiis y Carlo Ponti. Está también codirigida por Mario Bava, aunque este, en última instancia, no tuvo créditos por su breve secuencia. El rato de más de hora y media que paso viendo sus escenas no convencen lo suficiente como para darle el visto bueno porque, a pesar de los valores de producción y de un rol convincente de Kirk Douglas, tengo la impresión de que la epopeya de espada y sandalia carece de gancho y, en general, frecuenta lugares comunes que le quitan la sorpresa a la odisea fantástica del héroe legendario. El argumento, situado varios años después de la guerra de Troya, tiene como protagonista a Ulises, un guerrero griego que es encontrado a orillas de una playa por la princesa Nausicaa en isla de Feacia y que, tras sufrir de una amnesia que le impide recordar su nombre, es elegido por el rey Alcínoo para casarse con su hija, sin embargo, a medida que se acerca el matrimonio recuerda frente al mar los días de gloria en que navegaba con su leal tripulación en un barco que por la tormenta se desvía de su curso durante un viaje de regreso a Ítaca. En términos generales, la narrativa se acomoda sobre dos conflictos paralelos que luego se unifican. Por una parte, muestra el caos en el palacio del rey de Ítaca que surge por la horda de pretendientes que cortejan a Penélope, la esposa de Ulises que, junto a su hijo Telémaco, espera pacientemente a que su marido regrese del fatídico viaje, mientras rechaza los excesos del déspota Antinoo. Por la otra, presenta a Ulises como un hombre que, a través de la analepsis, rememora el pasado que lo ha conducido a perder su identidad, en una odisea que lo lleva a distintos lugares que ponen a prueba su ambición como guerrero de estirpe temeraria, entre los que se encuentra la profanación del templo de Neptuno durante el saqueo de Troya; el desembarco junto a sus leales soldados en una isla desconocida en la que engaña con uvas al cíclope gigantesco llamado Polifemo que los encierra en su cueva; el reto de resistir el seductor canto de las sirenas mientras está atado al mástil del barco; el hechizo sufrido en la caverna de la bruja Circe que convierte a sus subordinados en cerdos y lo pone en contacto con los espíritus de los héroes de la guerra (Aquiles, Héctor, Agamenón, y Áyax). Si bien algunas de estas secuencias mantienen el pulso de su sentido fantástico, por momentos me asalta la sensación de que el viaje es predecible y las acciones de los personajes, por lo regular, se reducen a discusiones triviales que funcionan solo para liberar situaciones redundantes. Hay unos cuantos facilismos en las escenas de combates. A pesar todo, hallo algo de credibilidad en la actuación de Douglas, sobre todo cuando utiliza su registro expresivo y la pericia física para mostrar a Ulises como un héroe arrepentido que cae en desgracia como producto de la codicia y sus ambiciones personales. Douglas tiene cierta química con Silvana Mangano, quien interpreta aquí a dos mujeres opuestas. Y su presencia eclipsa incluso la breve aparición de Anthony Quinn como el antagonista estereotipado. Camerini, por otro lado, suele encuadrarlos en una puesta en escena que se destaca, ante todo, por los detalles que se subrayan con fuerza a través del vestuario y los decorados de un diseño de producción, así como por los efectos especiales que transforman con autenticidad algunos de los pasajes homéricos. La música de Alessandro Cicognini también se deja sentir en algunas escenas puntuales. Todo lo demás, como épica mitológica, luce algo apresurado.



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Ficha técnica
Título original: Ulysses (Ulisse)
Año: 1954
Duración: 1 hr. 34 min.
País: Italia
Director: Mario Camerini
Guion: Franco Brusati, Mario Camerini, Ennio De Concini, Hugh Gray, Ben Hecht, Ivo Perilli, Irwin Shaw
Música: Alessandro Cicognini
Fotografía: Harold Rosson, Clyde De Vinna 
Reparto: Kirk Douglas, Silvana Mangano, Anthony Quinn, Rossana Podestà
Calificación: 6/10

Tarzán de los monos

Después de pasar unas cuantas temporadas sin explorar el cine de W.S. Van Dyke, regreso a su filmografía con el visionado de Tarzán de los monos, una película pre-Code de la MGM que supone la primera de las 12 películas que hizo el popular nadador olímpico convertido en actor, Johnny Weissmuller. Se basa libremente en la novela de Edgar Rice Burroughs y, hasta donde sé, fue éxito enorme de taquilla durante su estreno. Pero, por desgracia, el rato de más de hora y media que paso no me permite extraer las emociones que debería sentir de un melodrama exótico como este. A ratos es una película que se beneficia de la destreza física de Weissmuller como el legendario héroe de la selva, pero, en general, la aventura exótica pisa terrenos reiterativos que se suelen perder entre los gritos y el safari. La trama, escrita con diálogos de Ivor Novello, se ambienta en la jungla africana y sigue a Tarzán, un hombre fuerte que se ha criado como un salvaje entre los animales y que, luego de entrar en contacto con unos expedicionarios liderados por el señor James Parker y el cazador Harry Holt, rapta a la bella hija de Parker que se llama Jane para mantenerla cautiva en el lugar en el que convive con los chimpancés. En términos generales, la narrativa avanza con cierto ritmo cuando muestra de forma convencional las hazañas de Tarzán como la de un héroe que, siendo ayudado por primates y elefantes, supera los obstáculos como un superdepredador y salva a la chica hermosa de los peligros de la jungla, mientras lucha contra leones y nada a toda prisa para escapar de los cocodrilos con ayuda de los hipopótamos. Dentro de los márgenes característicos del cine pre-Code presenta hombres semidesnudos, luchas sangrientas, disparos señalados, crueldad animal, baños eróticos en el río, mujeres sexualmente liberadas. Sin embargo, sospecho que hay escasa emoción. Las acciones de los personajes impulsan conflictos superficiales que son previsibles y, por lo regular, carecen de gancho cuando se sintetizan sobre la atracción romántica que se desarrolla entre Tarzán y Jane; la rutina de los monos que viajan trepando los árboles; el rescate de Jane en manos de los cazadores enviados por su padre; los enfrentamientos de Tarzán con varias bestias agresivas; la entrada de una tribu de enanos negros muy agresivos que capturan a una parte de la expedición. Por lo menos, encuentro interesante el comentario soterrado que metaforiza la condición social del hombre en un período posterior a la Gran Depresión, bajo una capa alegórica que acentúa el heroísmo de Tarzán con un idealismo que va dirigido a dimensionar las esperanzas de aquellos individuos afectados que son "devueltos a la naturaleza" en la jungla de cemento. También la actuación de Weissmuller cuando emplea su físico y su pericia atlética para mostrar a Tarzán como un superhombre temerario, ágil, que trepa por los árboles y mata a sangre fría para rescatar a su mujer como si estuviera llamado por el deber moral. Él tiene una química palpable con Maureen O'Sullivan, quien aquí tiene una actuación algo blanda como la mujer caprichosa e histérica que siente la llamada de la selva para ser seducida por el macho dominante al que le enseña a hablar. Van Dyke suele colocarlos en una puesta en escena que goza de autenticidad en los decorados que reproducen la selva, además del encuadre móvil que dinamiza algunas escenas panorámicas. Sus escenas están acompañadas de un material de archivo que, a modo casi documental, subraya las costumbres de las tribus africanas con mirada antropológica. Pero, quizás, lo más notable de todo es el diseño sonoro que agita mis oídos con el contagioso grito distintivo y ululante de Tarzán, del que todavía a día de hoy hay relatos contradictorios sobre los orígenes acústicos de la singular voz. Este grito es, en efecto, lo único que permanece conmigo cuando llega el final feliz entre Tarzán, Jane y Chita.



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Ficha técnica
Título original: Tarzan, the Ape Man
Año: 1932
Duración: 1 hr. 40 min.
País: Estados Unidos
Director: W.S. Van Dyke
Guion: Ivor Novello, Cyril Hume
Música: William Axt
Fotografía: Harold Rosson, Clyde De Vinna 
Reparto: Johnny Weissmuller, Maureen O'Sullivan, Neil Hamilton, C. Aubrey Smith
Calificación: 6/10
Cabiria

Mi interés historiográfico por los orígenes del cine péplum ha depositado mi mirada en las imágenes que ofrece Cabiria, una película muda del director italiano Giovanni Pastrone ampliamente considerada por muchos como innovadora por algunas de sus técnicas cinematográficas. Se dice que Pastrone hizo el rodaje de los exteriores en Túnez, Sicilia y los Alpes, además de que su ambición lo llevó a fabricar inmensos decorados en el que participaron miles de extras. La versión restaurada que he logrado ver me hace dudar de la aclamación que ha adquirido a lo largo de las décadas porque, francamente, no está ni siquiera a la altura de las épicas de Griffith. Como épica histórica silente cuenta con escenarios colosales que son encuadrados con sofisticados movimientos de cámara, pero en general me da la sensación de que Pastrone no le añade la fuerza suficiente a los personajes y el melodrama pierde el sentido de ironía hasta volverse aburrido. Su historia se divide en cinco capítulos y se ambienta en la antigüedad, específicamente en las regiones de Sicilia, Cartago y Cirta durante el período de la Segunda Guerra Púnica. En el primer capítulo una niña llamada Cabiria se separa de su familia, luego de la erupción del volcán Etna que obliga a todos los pueblerinos a huir desesperadamente entre los escombros. En el segundo, Fulvio Axila, un patricio romano, y Maciste, su enorme y musculoso esclavo, son contratados por una mujer, Croessa, con el fin de impedir que Cabiria, después de haber sobrevivido, sea ofrecida como sacrificio a los dioses en el Templo de Moloch. En el tercero, Fulvio huye de una emboscada y Maciste es capturado por el enemigo, mientras Cabiria es acogida secretamente en medio del caos por Sofonisba en Numidia. Los otros dos capítulos narran las peripecias de Fulvio y Maciste después de 10 años, mientras tratan de rescatar de nuevo a Cabiria y experimentan el barbarismo de una guerra entre los romanos y los cartagineses. El problema fundamental, no obstante, es que los episodios carecen de cohesión interna y la narrativa, a menudo, reduce las acciones de los personajes a las de unas marionetas teatrales que solo sirven para impulsar unos conflictos repetitivos que, en su capa discursiva, buscan reflejar un comentario sociopolítico de marcado carácter nacionalista sobre el expansionismo del reino italiano en el período del imperialismo colonial de principios del siglo XX, donde la victoria del ejército romano sobre los militares cartagineses instrumentalizan la alegoría a modo de paralelismo histórico. Los personajes solo ocupan un espacio obvio de descripciones, pero, entre todos ellos, solo consigo destacar a Maciste, interpretado con cierta pericia física por Bartolomeo Pagano, el estibador genovés que introduce al mítico personaje por primera vez en el cine y volvería a encarnarlo en otras 26 ocasiones. Cuando él está en pantalla su presencia la otorga otra dimensión a las escenas y fácilmente el relato hubiese sido más entretenido si todo girara en torno a su personaje. Además de Maciste, lo más interesante radica en los valores estéticos que Pastrone saca a relucir sobre la puesta en escena y donde, dicho sea de paso, dinamiza algunas acciones con el uso del encuadre móvil que se sintetiza sobre el reencuadre, el zoom y los diversos travellings de seguimiento en los que la cámara, montada en una plataforma de dolly, se mueve fluidamente de un lado a otro gracias al ingenio de Segundo de Chomón. Estos elementos permiten crear, aunque sea momentáneamente, una ruptura con el estatismo fijo del plano general que evoca el teatro filmado. Pastrone también se preocupa por añadirle autenticidad al reproducir la era antigua a través del vestuario y el pomposo diseño de producción que, además, goza de efectos especiales de sobreimpresión y reconstruye eventos históricos como la batalla de Siracusa en la que Arquímedes pone a prueba sus espejos, el paso del ejército de Aníbal al cruzar los Alpes y los rituales en el gigantesco Templo de Moloch. Desafortunadamente, ninguna de estas propiedades consigue disipar su efectismo rutinario.



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Ficha técnica
Título original: Cabiria
Año: 1914
Duración: 2 hr. 36 min.
País: Italia
Director: Giovanni Pastrone
Guion: Gabriele D'Annunzio, Giovanni Pastrone
Música: Manlio Mazza
Fotografía: Augusto Battagliotti, Eugenio Bava, Natale Chiusano, Segundo de Chomón, Carlo Franzeri, Giovanni Tomatis
Reparto: Lidia Quaranta, Umberto Mozzato, Bartolomeo Pagano
Calificación: 5/10

En su tercer largometraje, Brady Corbet narra un drama de época para darle otra aproximación a la presunta banalidad del mal capitalista y los claroscuros que esconden los hacedores de arte.



El brutalista



En El brutalista, el director norteamericano Brady Corbet retoma algunos rastros de su poética del artista para aventurarse a narrar, supongo, los claroscuros que se esconden detrás de aquellos genios atormentados que hacen arte en medio de la desdicha más abyecta, con una aproximación que es un poco similar a El manantial (Vidor, 1949), aunque reconstruye el fondo sociopolítico para condenar los presuntos males del capitalismo y ajustarse a las normas discursivas que son habituales en algunas de las cosas pretensiosas que salen de los marxistas culturales de la progresista distribuidora A24. En una entrevista llegó a decir que era una película “que celebra los triunfos de los visionarios más audaces y consumados”. También alegó que se filmó utilizando el antiguo formato panorámico de VistaVision para otorgarle un estilo visual cercano al de las películas clásicas de los años de la posguerra. Sin embargo, fue ampliamente criticado por el uso de la inteligencia artificial para mejorar la autenticidad del diálogo húngaro de Adrien Brody y Felicity Jones; aunque luego negó que se usara para diseñar la marcada arquitectura de edificios mostrada en unos cuantos planos.


Al margen de esta controversia que persiste hasta estos días, el rato que paso con ella durante aproximadamente tres horas y media me induce a razonar lo suficiente como para saber, dicho sea de paso, que no se trata de la gran película que han mercadeado los agentes de los festivales de cine durante toda esta temporada. Me parece igual de regular que la película previa de Corbet, Vox Lux. El asunto tiene actuaciones notables de Brody y Jones, pero, a pesar de su estética visual, tengo la ligera sospecha de que Corbet termina demoliendo la narrativa como un edificio en construcción, donde debajo solo quedan los escombros de un metraje innecesariamente largo que le quita sustancia a su discurso sobre las complejidades del artista.



Adrien Brody. Fotograma de A24.


A modo de obertura, el argumento se sitúa poco después de la Segunda Guerra Mundial y sigue a un superviviente del Holocausto judío húngaro que, luego de ser separado de su esposa y de su sobrina huérfana en el campo de concentración de Buchenwald, emerge desde la oscuridad mientras camina entre la caótica muchedumbre, como un inmigrante más que llega en barco al puerto de Nueva York y se regocija al ver la Estatua de la Libertad. Este protagonista tiene como nombre László Tóth (Adrien Brody) y es un arquitecto que tiene la esperanza de hallar en Estados Unidos el anhelado sueño americano para rescatar su dignidad, después de experimentar en carne propia los horrores más deshumanizantes arreglados por los nazis.


En términos generales, la estructura narrativa sintetiza la vida de László en dos partes centrales que se edifican con cierta linealidad calculada.


En una primera parte, titulada El enigma de la llegada, László es mostrado como un hombre sinuoso, mujeriego, mendigo, habituado a dormir en un baño de servicio, acostumbrado a los prejuicios de los xenófobos antisemitas, que trata de adaptarse a la cultura estadounidense de Filadelfia en los días de 1947 en que trabaja con su primo Attila (Alessandro Nivola) en el negocio de muebles y, más adelante, es contratado por el adinerado Harry Lee Van Buren (Joe Alwyn), quien lo contrata para renovar la biblioteca de su mansión con el objetivo de sorprender a su padre, el rico industrial Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce). Los golpes de efecto amplían el espectro psicológico de László una vez que es despedido por el furioso señor Van Buren y rompe el vínculo con el primo que lo culpa por el proyecto fracasado, donde desciende al abismo del desempleo, el alcoholismo y la adicción a las drogas, aunque sin renunciar a la posibilidad de volver a ver a su esposa Erzsébet (Felicity Jones) y Zsófia (Raffey Cassidy), atrapadas todavía en Europa. El personaje consigue laborar como un obrero en las minas de carbón junto a un padre soltero afroamericano del que se hace amigo. Pero su aparente desgracia disminuye cuando Harrison reaparece para elogiar sus logros pasados como arquitecto europeo exitoso y, después de disculparse, compra sus servicios para construir una iglesia colosal como homenaje a su difunta madre.



Guy Pearce, Adrien Brody e Isaach De Bankolé


En la segunda parte, El núcleo duro de la belleza, ubicada en 1953, presenta a László como un arquitecto sometido a la voluntad de su empleador, que supervisa la cimentación del gigantesco centro comunitario, mientras choca contra las decisiones de los contratistas que cuestionan su diseño y aguanta en silencio las humillaciones que ensucian su dignidad como el barro, a pesar de la felicidad que encuentra al estar junto a su esposa Erzsébet, a la que cuida con ayuda de su sobrina muda porque es una mujer confinada a una silla de ruedas debido a la osteoporosis sufrida por la hambruna. De nuevo el personaje pasa por un lapso de infortunio cuando se descarrilla un tren de carga y el jefe despide a los trabajadores antes de cancelar el proyecto; algo que lo obliga a mudarse a Nueva York con su esposa para trabajar como redactor en un estudio de arquitectura hasta 1958, el año en que Harrison reinicia el plan y lo vuelve a contratar otra vez.



Felicity Jones y Adrien Brody


El problema fundamental de esta narrativa, ante todo, radica en que la textura dramática de los personajes pierde el pulso porque sus acciones, en general, se reducen a una serie de situaciones reiterativas que nunca abandonan los diálogos inanes a puerta cerrada ni los eventos de sufrimiento a la hora pautada en su epicentro situacional. De esta forma, recibo con indiferencia las escenas del arquitecto inseguro que se deja consumir por la drogadicción y los sueños imposibles; los episodios de la esposa inválida que toma medicamentos para calmar el dolor de huesos y es testigo del desprecio que recibe su marido de los demás; la ambición del magnate perverso que trata a sus subordinados como si fueran ganado para satisfacer su megalomanía; las noches de cena en la residencia siniestra en la que se revelan las intenciones recónditas de los huéspedes. El comportamiento que ellos adoptan, desde luego, está construido con solvencia en la superficie, pero el guion de Corbet y de Mona Fastvold es incapaz de sacarlos de la inercia de las descripciones más obvias, donde los motivos esenciales que los lleva a ser como son se acomodan sobre la base de la angustia, los desvaríos y los vicios personales.



Guy Pearce como Harrison Van Buren.

 

La circularidad de conflictos adoptada por Corbet arroja un texto que metaforiza la xenofobia, la libertad creativa del artista y la condición socioeconómica de los inmigrantes dentro de los engranajes del capitalismo, pero entendido ahora como la imposibilidad de escapar de un individuo que es controlado por el mecenas que invierte capital en sus competencias y explota su fuerza de trabajo con otros empleados para complacer sus delirios de grandeza. Su estela dialéctica habla sobre aquella vieja dicotomía de clases entre el opresor y el oprimido, pero agenciada a la perspectiva de un arquitecto brutalista que, en su condición de inmigrante, se ve obligado a recibir una oferta del capitalista para dejar atrás la pobreza, mientras su mundo personal se desmorona una vez más después de la tragedia del Holocausto. Esto es específicamente cierto porque, a pesar de toda su pesadumbre y del ultraje recibido, László, como buen conformista encerrado en un campo de concentración, se empeña en finalizar la edificación como una especie de deber moral para procesar los traumas que lo separaron de sus logros artísticos. El inconveniente, sin embargo, es que la síntesis discursiva se vuelve irremediablemente maniquea cuando Corbet trata al pobre arquitecto judío con indulgencia y al capitalista caucásico, por el contrario, como un ser despreciable que carece de empatía humana, casi como un fascista ejemplar.



Adrien Brody

 

En este sentido, hay ciertas obviedades en el registro dialógico que esquematiza lo que le sucede a los personajes de manera subterránea (mentiras, violación, incesto, depravaciones, manipulación, castigos, remordimiento, etc.), pero, más allá de sus conversaciones, hallo algo de credibilidad en cada uno de los actores principales del reparto. Primero destaco la actuación que entrega Brody, quien utiliza su amplio andamiaje expresivo a través de la mirada, los gestos y el acento para comunicar el abanico de infelicidad que golpea a László, mostrándolo como un hombre vulnerable, determinado, que por las circunstancias se conforma con ser explotado y está atrapado en contra de su voluntad en una sociedad competitiva que pone barrera sobre los inmigrantes que desean prosperar por sí mismos. A su lado hay, además, una interpretación sutil de Jones que capta, con el rostro y la voz, la vulnerabilidad de una mujer fiel que intenta cubrir la depresión y los dolores mientras recupera lentamente el proceso motriz de caminar con sus piernas adormecidas y motiva a su marido a seguir adelante ante la adversidad que toca su puerta. Entre ellos, el tercer puesto lo ocupa Pearce, con una actuación que le pone tres dimensiones a su expresividad para interpretar, con la elegancia y la sofisticación, a un millonario megalómano, pérfido, apático, oportunista, que disfruta explotar a los otros para complacer sus caprichos superfluos y la ilusión de superioridad moral; alcanzando su mayor punto vileza en la escena en que viola a un borracho László al que llama “sanguijuela social” en las minas de mármol.



Adrien Brody y Felicity Jones

 

De igual modo, encuentro un rastro considerable de vistosidad en la estética finamente ajustada de la película. Por el lado sonoro, el uso del sonido diegético se ajusta a las inquietudes de los personajes de cada escena descrita, y la banda sonora de Daniel Blumberg, quizá la más significativa de toda la película, comunica emociones expresadas por ellos, pero también se encarga de alegrar mis oídos con los ecos disonantes y caóticos de los metales que se escuchan a lo largo de pieza de Obertura de Autobús, que se escucha como algo que se está construyendo y que, en efecto, funciona como melódico leitmotiv de piano, trompa, tuba, percusión, trombón y trompeta. Por el lado visual, se destaca la auténtica reproducción del período que se subraya con brío sobre el vestuario de época y los decorados elegantes que adornan cada escenario, pero, además, resulta interesante el espesor compositivo que se simplifica a través elementos como el sobreencuadre, la elipsis, el uso del color, el fuera de campo, el encuadre móvil, la iluminación barroquista, el plano general y los planos panorámicos de la lente de Lol Crawley que aprovechan las posibilidades del VistaVision para capturar atmósferas lúgubres en los espacios amplios. El uso proxémico del espacio, asimismo, se amplifica sobre el encuadre y suele dimensionar la psicología interna de los personajes sobre la plataforma de los diseños arquitectónicos brutalistas que simbolizan en cada plano ciertos estados de ánimo.



 Adrien Brody


Desafortunadamente, ninguna de estas propiedades estéticas logra sacar el filme del rutinario engranaje de escenas que se monta como si una grúa torre las colocara en los mismos lugares con el fin de repetir su comentario sobre la brutalidad del capitalismo desde la óptica de la arquitectura brutalista. Irónicamente, en los años 50 el estilo arquitectónico del brutalismo buscaba la ausencia de pretensiones en las construcciones de los rascacielos, pero sin abandonar las estructuras funcionales y baratas que le otorgaban un aspecto bruto. Corbet hace exactamente lo opuesto con esta película porque, en efecto, construye sus largas escenas con un estilo solemne que adorna la historia de ese arquitecto desgraciado que languidece en el entorno angustiante de un país al revés en el que los inmigrantes solo son bienvenidos si dan algo a cambio. Ya cuando llega el epílogo situado en 1980, La primera bienal de arquitectura, me asalta la sensación de que hay cierta irregularidad en los materiales que soportan su narrativa, y lo único que permanece, en efecto, es una falta generalizada de impulso emocional.



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Ficha técnica
Título original: The Brutalist
Año: 2024
Duración: 3 hr. 34 min.
País: Estados Unidos
Director: Brady Corbet
Guion: Brady Corbet, Mona Fastvold
Música: Daniel Blumberg
Fotografía: Lol Crawley
Reparto: Adrien Brody, Felicity Jones, Guy Pearce, Joe Alwyn, Raffey Cassidy
Calificación: 6/10

Tráiler de El brutalista