Escudriñando los catálogos de las tendencias del momento, me he acercado
a Compañera perfecta, una película bastante comentada que supone
el debut como director de Drew Hancock y en la que, dicho sea de paso,
pretende abordar varios géneros para hablar sobre la condición de la mujer en
la sociedad contemporánea. Al margen de lo que se ha hablado sobre ella, tengo
la ligera sospecha de que no me cuenta nada nuevo en su afán por la
originalidad porque, francamente, es un thriller de ciencia-ficción que mezcla
géneros de una forma rebuscada y, a pesar de la decente actuación de Sophie
Thatcher, nunca abandona el lado previsible con sus estereotipos huecos de
robots asesinos. Su argumento se ambienta en un futuro no muy lejano y narra
la existencia de Iris, una mujer que recuerda los días en que conoce a su
novio Josh por primera vez y tiene una relación de pareja con él mientras,
tiempo después, viaja a una casa aislada en el lago para encontrarse con unos
amigos de este y pasarla bien en una fiesta. En términos generales, la
narrativa del guion de Hancock opta por colocar una fórmula interesante que
sintetiza un híbrido entre el thriller de ciencia-ficción, la comedia negra y
el terror slasher que funciona, entre otras cosas, desde el primer giro de
tuerca que muestra el episodio de violencia doméstica en el que se revela que
Iris es, de hecho, un robot diseñado para satisfacer las necesidades sexuales
de Josh. El problema que encuentro, no obstante, es que los personajes carecen
de una base ajustada de desarrollo y sus acciones solo sirven, en la
superficie, para impulsar conflictos banales que nunca escapan de las fórmulas
convencionales, ejecutadas a menudo sobre un epicentro de clichés que tiende a
debilitarse por los diálogos innecesariamente expositivos que buscan
sobreexplicar demasiado el registro de obviedades. De esta manera, permanezco
completamente anestesiado por la falta de gancho que hay en los dilemas éticos
del androide que anhela escapar del control impuesto por los creadores
masculinos con un poco de violencia aprendida en su base de datos; las
intenciones del novio machista que utiliza a la novia sintética que compró por
internet para que cubra sus exigencias afectivas; la intervención del ruso del
bigote que es el malo por razones obvias; las nimiedades de los amigos gays y
la amiga india que hablan más de los necesario con su presencia impertinente.
El asunto me resulta predecible porque los personajes de Hancock no son más
que figuras expositivas que, valga la redundancia, solo cumplen con los
estereotipos predeterminados por los manuales del wokismo y, además, adornan
la acción con la poética de la violencia para sintetizar, en su capa más
obvia, un comentario trillado sobre el empoderamiento femenino, la identidad
de género y las consecuencias de la violencia contra la mujer; pero entendido
ahora como la odisea emancipatoria de un autómata bajo la falsa identidad de
mujer que, empapado de sangre, justifica la agresión violenta contra los
hombres para romper las cadenas impuestas por el dominio patriarcal y la
masculinidad tóxica que reducen su dignidad a la imagen cosificada de un
objeto del deseo, como si fuera una muñeca de porcelana adquirida en oferta en
un mercado de accesorios que busca salir de la caja para asumir el control de
su propia vida programada. La gratuidad de circunstancias arregladas me impide
emocionarme por el cóctel de brutalidad, discusiones triviales, dinero
fraudulento y eticidad tecnológica. La interpretación de Thatcher es un poco
creíble como el robot descontrolado que huye hacia una presunta libertad hasta
que le den mantenimiento. Pero todo lo otro es olvidable. La circularidad del
barullo efectista me induce a razonar lo suficiente como para saber que, en
general, es una película ensamblada de manera pretensiosa con la única
finalidad de responder a los intereses de una agenda progresista totalitaria
que, sin lugar a dudas, es bastante siniestra.
Aprovechando las discusiones culturales del momento, me asomo, con cierta
cautela, a las imágenes que ofrece Blanca Nieves, el nuevo remake de
acción real de Disney con el que Marc Webb pretende reimaginar la película
animada de
Blancanieves y los siete enanos
(Hand, 1937) con la finalidad, supongo, de acondicionar la fábula a la
urgencia progresista de moda que rechaza el sentido común para imponer por la
fuerza una presunta agenda de inclusividad. Lejos de la polémica que tiene a
varios grupos políticos enfrentándose por nimiedades en redes sociales, lo que
observo en más de hora y media me deja lo suficientemente anestesiado como
para saber que se trata, francamente, de un remake sin alma y aburrido a
perpetuidad, que produce serios efectos dormitivos con el cuento de hadas
desabrido de los siete enanos CGI y la princesita pretensiosa que Rachel
Zegler encarna sin gracia, donde en cada minuto me asalta la ligera sospecha
de que la casa del ratón ha tirado por la ventana la posibilidad de recuperar
los viejos valores que, érase una vez, la condujeron a su renacimiento. La
trama se ambienta en un reino y, tras un pequeño prólogo que explica la
benevolencia de unos monarcas con su gente, se muestra a Blancanieves, varios
años después, como una joven princesa que recibe el acoso de la reina
envidiosa que usurpa el trono que pertenecía a su padre desaparecido y también
la tiene de sirvienta; pero cuyo destino la lleva a huir del castillo con
ayuda del Cazador que es enviado para matarla por haber liberado a un bandido
y, además, a buscar refugio en la casa de siete enanos que viven en el bosque
como mineros. En términos generales, la narrativa se esquematiza sobre algunos
de los pasajes del clásico animado cuando la princesa ingenua es buscada por
la reina malvada y consigue ayuda de los siete enanos mientras espera por el
príncipe azul que la rescata. El problema principal, sin embargo, es que el
tratamiento de los personajes carece de una base sólida de desarrollo porque
sus acciones, por lo regular, se limitan solo a describir inútilmente una
serie de situaciones que solo funcionan como catalizador para impulsar
conflictos superfluos y predecibles, condicionados sobre los estereotipos que
frecuentan los lugares comunes de los manuales básicos del wokismo, donde cada
acción adoptada por un personaje está predeterminada por cuestiones de género,
raza y diversidad étnica. De esta manera, permanezco en un completo estado de
abulia frente a la reina caprichosa que le habla al espejo complaciente para
pedirle que nombre a "la más bella de todas"; la odisea de Blancanieves para
superar la maldad que la castiga por su apariencia; las ocurrencias de los
siete enanos que tienen personalidades diferentes y trabajan contentos como
proletarios en las minas de diamantes; la aventura paralela del ladrón que,
con sus siete ladrones, le roba a los ricos para darle a los pobres antes de
enamorarse de Blancanieves. Las canciones solo describen obviedades. Las
escenas no enganchan y los diálogos, entre otras cosas, tienden a repetirse en
más de una ocasión. No hay sorpresas; solo fórmulas y clichés. Lo peor de
todo, quizás, radica en el comentario de marcado carácter feminista, que se
entiende como la búsqueda de empoderamiento de una princesita presuntamente
solidaria que, en su afán buenista de justicia social y de dudosa pureza
moral, induce a los demás a que sigan su capricho de recuperar la herencia
monárquica que le arrebató la reina judía para establecer un régimen de
pensamiento monolítico en el que todos son aparentemente felices sobre la idea
de la comunidad inclusiva. Al margen de esta síntesis discursiva maniquea,
reconozco que Zegler tiene algo de talento para el canto, pero, en general, su
actuación es igual de mediocre que la contraparte de Gal Gadot como la villana
estereotipada. Ninguna de las dos impide que este bodrio, incluso con su
diseño de vestuario carnavalesco, me caiga como una manzana podrida.
La última gran actuación es una película independiente en la que, Gia
Coppola, rescata del olvido a la emblemática Pamela Anderson para hablar,
supongo, de aquel tópico en boga en algunos círculos feministas sobre la
cosificación de la mujer en la industria del espectáculo. La aclamación que ha
obtenido desde su paso por los festivales de cine me ha hecho cuestionar su
guion en más de una ocasión porque, francamente, a pesar de la actuación
destacada de Anderson, tengo la ligera sensación de que el drama carece de
pulso y, a menudo, permanece estacionado en una zona convencional que tiende a
su subrayar demasiado las obviedades de la bailarina que desea el último show
antes de que se cierren las cortinas. La trama, situada en la famosa ciudad de
Las Vegas, se centra en la vida de Shelly Gardner, una corista de mediana edad
que se enfrenta a la incertidumbre del desempleo después de enterarse de que
la revista clásica de estilo francés en la que ha actuado durante tres
décadas, Le Razzle Dazzle, está a punto de cerrar en un casino de The Strip.
En términos generales, la narrativa capta mi interés cuando se muestra el
dilema ético-moral de Shelly bajo los estándares del drama sobre el showbiz,
en el que es una protagonista que lucha en contra distintas circunstancias
cotidianas que sirven para acentuar las cosas de su pasado que apenas se
reflejan en los diálogos. El problema fundamental, sin embargo, radica en que
el guion debilita la psicología de Shelly y suele colocarla, más bien, en una
serie de situaciones superficiales que se vuelven terriblemente reiterativas
cuando los personajes hablan más de lo necesario para advertir la desdicha que
ella atraviesa. En este sentido, deduzco de inmediato que las acciones de ella
se reducen a las conversaciones en el camerino con las amigas más jóvenes que
ensayan frente al espejo los bailes exóticos; los intercambios con la mejor
amiga que trabaja como camarera de cócteles; las discusiones para recuperar el
vínculo con la hija distanciada a la que abandonó por su trayectoria
profesional; las intervenciones con el productor del espectáculo que anuncia
todo por el micrófono. Todo luce demasiado puesto, previsible, sin alcanzar
nunca algún grado de impulso dramático. Y sospecho que esto es así porque,
valga la redundancia, Coppola adopta un enfoque discursivo que utiliza las
acciones de los personajes para construir, en su capa dialógica, un
discursillo de marcado carácter feminista sobre la cosificación de la mujer en
la esfera del espectáculo, entendido ahora como la imposibilidad de perseguir
los sueños de una bailarina de clase obrera a la que el tiempo le pasó por
encima y que, por desgracia, nunca pensó en ampliar sus aptitudes invirtiendo
el poco capital que ganaba para arriesgarse a buscar otras formas de ingreso a
través de las oportunidades culturales ofrecidas por la danza en un mercado
competitivo, en aquellos días en que bailaba para entretener a un público que
solo la valoraba por ser joven y sexy. El inconveniente con este discurso,
acomodado para los abanderados agentes de la justicia social que suelen
demonizar el capitalismo desde el privilegio, es que se torna
irremediablemente dúctil cuando se coloca a la rubia del showbiz como la
empleada que es víctima de un sistema capitalista que la tiene como muñeca de
porcelana en vitrina a punto de ser reemplazada por una nueva, negando
inútilmente algunas de las ventajas estructurales de los mismos procesos
sociales que cuestiona. Anderson, entre otras cosas, ofrece algunos momentos
como la bailarina frustrada que anhela redimirse y rechaza la responsabilidad
maternofilial para cumplir sus caprichos egoístas. Este registro expresivo de
Anderson, capturado por con cierta destreza formal por Coppola en unas cuantas
escenas, demuestran, de algún modo, lo que hubiese sido su carrera si no
consolidara su estatus en la playa como símbolo sexual en bikinis rojos.
Año: 2024 Duración: 1 hr. 28 min. País: Estados Unidos Director: Gia Coppola Guion: Kate Gersten
Música: Andrew Wyatt Fotografía: Autumn Durald Reparto: Pamela
Anderson, Kiernan Shipka, Brenda Song, Jamie Lee
Curtis, Dave Bautista, Jason Schwartzman
Tras unas cuantas temporadas sin acercarme al cine del cineasta independiente
Alex Ross Perry, regreso a su filmografía con el visionado de Su olor,
una película en la que vuelve a colaborar con Elisabeth Moss tras la
espléndida
Reina de la Tierra
(2015). Puedo decir, sin temor a equivocarme, que Moss ofrece aquí una
actuación notable que se roba toda las escenas, pero, por desgracia, el
retrato sobre la estrella de rock autodestructiva es innecesariamente largo y
casi no tiene un pulso dramático que se escape del artificio calculado. La
trama se ambienta durante los años 90 y sigue un fragmento de Becky Something,
la vocalista de una popular banda de punk rock que, detrás de los escenarios,
asiste a su propia ceremonia de caos y autodestrucción; mientras adopta un
comportamiento insoportable que la aleja de sus propias compañeras de banda,
de su exesposo y su hija, de su mánayer y de cualquier colaborador que se
entrometa en su inevitable descenso al abismo. En términos generales, la
narrativa sigue al pie de la letra aquel manual del drama musical sobre rock,
donde se muestra en un par de escenas los dilemas éticos y morales de una
estrella de rock en decadencia. El arranque es, desde luego, un poco
interesante cuando se presenta la volatilidad de la protagonista a través de
cinco escenas larguísimas. El problema central, no obstante, es que el tono
desigual sube y baja el volumen sin pedir permiso, dejando a los personajes en
una superficie acomodaticia en la que surgen conflictos triviales que solo
funcionan para darle impulso a la psicología fracturada de Becky sin ningún
propósito en específico. En este sentido, siento que los personajes carecen de
profundidad y, a menudo, sus acciones se reducen a una serie de situaciones
reiterativas que tienden a subrayar demasiado el horizonte de obviedades que
se presenta en la larga sesión de grabación del próximo álbum de la banda que
termina en frustración y renuncias; la negación de Becky para aceptar que el
tiempo le pasó por encima y ya no es famosa como antes; la etapa sobria en la
que Becky, ya retirada, descubre el valor del vínculo maternofilial con su
pequeña hija. El rastro dialógico, en general, expone las vicisitudes de la
artista para sintetizar un comentario feminista bien soterrado sobre los
sacrificios de la maternidad, pero entendido ahora como la irresponsabilidad
de una estrella de rock egocéntrica que descubre, en medio su caótica
existencia, la necesidad de ser una madre responsable para cuidar a su hija
como nunca la quisieron a ella. La interpretación de Moss consigue captar, con
su mirada y los gestos de su rostro, la personalidad de una mujer ciclotímica
que cambia abruptamente los estados de ánimo para ocultar las heridas
personales que la condujeron a llevar una vida errática, egoísta, agresiva,
infeliz, depresiva, desordenada y completamente absorbida por los excesos de
la fama (a través de los diálogos y las líricas de las canciones se revela
lentamente el cuadro disfuncional de su familia). La expresividad de Moss
opera en un nivel que simplemente oscurece a todo el que se le acerca. Y
Perry, entre otras cosas, aprovecha su registro expresivo para dimensionar las
características de Becky con cuestiones formales como el primer plano, la
elipsis, el encuadre móvil y el sobreencuadre que se complementa sobre un
material de archivo encontrado que parece como si estuviera filmado con una
cámara de los 90. La música, de igual modo, se integra con consistencia en
algunas escenas puntuales. Pero, desafortunadamente, ninguno de estos
elementos logra añadirle algo de sustancia a la rutina de la rockera corrosiva
con el pelo rubio y guitarra en mano.
Tras tener unos cuantos años sin acercarme a estudiar las pinturas de Paul
Gauguin, consumo durante más de hora y media las imágenes de Gauguin: viaje a Tahití, un biopic del director francés Edouard Deluc que examina, a modo
anecdótico, un fragmento del pintor posimpresionista durante su primer viaje
a la isla de la Polinesia. Para conseguirlo ofrece algunos planos
paisajísticos dotados de exotismo tropical y una interpretación aceptable de
Vincent Cassel, pero, en general, me da la sensación de que apenas se pinta
la superficie del artista incomprendido y casi no hay amplitud en el lienzo
para conocerlo. El argumento retrata la existencia de Gauguin a partir del
año 1891 y lo muestra, dicho sea de paso, como un pintor desdichado que se
gana la vida como obrero mientras pinta cuadros que no logra vender en su
tiempo libre, pero que, luego de abandonar a su esposa y sus hijos, se
exilia en Tahití para encontrar la inspiración como artista independizado de
la decadencia moral y de aquella estética academicista de la civilización
europea que le pone barreras comerciales a su arte. En términos generales,
la narrativa me causa cierta impresión por ese arranque interesante que
presenta a Gauguin como un pintor absorbido por la pasión de pintar que, de
alguna manera, halla en la selva tropical una cura existencial para los
demonios internos de la miseria y la soledad, donde toma como esposa a una
bella mujer indígena llamada Tehura, a la que pinta como protagonista de sus
pinturas más emblemáticas. El problema fundamental que observo, no obstante,
es que el trato biográfico de Gauguin pierde fuerza dramática porque, entre
otras cosas, Deluc opta por mostrarlo con unas pinceladas convencionales que
nunca le agregan profundidad a la naturaleza conflictiva del personaje,
acomodándolo en una inercia de situaciones reiterativas que me induce a
pensar, en más de una ocasión, que hubo algo de holgazanería de parte de los
guionistas para investigar la biografía de este antes de trasladarla al
guion. Las acciones de Gauguin, por lo regular, se reducen a las sesiones de
pintura a puerta cerrada con la nativa que es más joven que él; la
enfermedad que lo coloca en el hospital del doctor local; los intercambios
culturales con la tribu de nativos que viven felices como una comunidad; los
paseos en la jungla para buscar los materiales del lienzo a imprimar; la
imposibilidad de vender los cuadros en el mercado del pueblo; los duros días
de trabajo como un obrero del muelle que carga sacos para sostener a su
familia. Apenas hay una escena en la que pinta "El espíritu de los muertos
vela". La falta de trama nunca establece un hilo conductor y, por lo tanto,
las acciones del personaje se mantienen estacionadas en una circularidad de
conflictos banales en los que nunca se proyecta un motivo claro que impulsa
al pintor a permanecer allí para pintar sus cuadros. La actuación de Cassel,
por lo menos, ejerce un registro expresivo que es algo auténtico cuando
utiliza los gestos y la mirada para mimetizar algunos de los rasgos de la
volátil personalidad de Gauguin, mostrándolo como un hombre curioso en
tierras lejanas que halla estímulos visuales en los paisajes exóticos y en
las extrañas costumbres de los isleños, aunque muchas veces el guion no le
proporciona un momento para salir de la zona de confort. Encuentro,
asimismo, algunas impresiones en los valores estéticos con los que Deluc
adorna la figura de Gauguin a través del uso de los azules verdosos que
enriquecen los filtros cromáticos y las amplias panorámicas que reflejan la
sensualidad exótica de Tahití que se vierte sobre los ríos, las montañas,
las chozas y las playas. La música, de igual modo, se integra con
consistencia en ciertas escenas. Nada de esto, sin embargo, evita la
ausencia de pulso en su retrato banal sobre el sufrimiento de un artista.
En El cuento de los cuentos, el director italiano Matteo Garrone
recupera algunos rastros de su poética de la fábula para adaptar, entre otras
cosas, la homónima colección de cuentos de hadas napolitanos del siglo XVII
del poeta y cortesano italiano Giambattista Basile. Lo que observo en sus
imágenes me induce a pensar que Garrone se preocupa por añadirle autenticidad
al vestuario y los decorados, pero los tres cuentos fantásticos carecen de
gracia y se tornan irremediablemente aburridos en su sentido de ironía
macabra, durante dos largas horas en las que el metraje se estira
innecesariamente sin ningún propósito en específico. La historia se divide en
tres fábulas separadas por tiempo y espacio. En la primera, una reina que no
puede concebir hijos queda embarazada tras comer el corazón de un dragón
marino extirpado por el rey y cocinado por una cocinera virgen, donde alcanza
cierta felicidad al criar a un príncipe con el pelo blanco que, irónicamente,
también tiene como gemelo al otro hijo de la cocinera pobre; algo que
despierta en ella un sentimiento de rechazo cuando ve que los dos se tratan
como si fueran hermanos inseparables que se intercambian los roles. La segunda
tiene como protagonista a un lujurioso rey que se acuesta con todas las
mujeres de su reino para satisfacer sus placeres, pero cuyo destino lo lleva a
estar intrigado por el sonido del canto celestial de una mujer a la que
corteja fuera de su casa sin saber, dicho sea de paso, que ella es una de dos
hermanas mayores que viven como ancianas recluidas. En la tercera, el rey de
un castillo ubicado en un desierto se obsesiona con una pulga gigantesca que
esconde en su habitación como mascota y la que lo obliga, más adelante, a
ofrecer en matrimonio a su hija al primera hombre que adivine la piel del
bicho. Estos relatos están adornados con una extraña mezcla ironía, caos y
tragedia, bajo los efectos comunes del cine fantástico. Sin embargo, en la
superficie los personajes carecen de un desarrollo que los aleje de los
estereotipos caricaturescos y, en términos generales, sus acciones se reducen
a una serie de situaciones banales carentes de encanto que me hacen sospechar,
en más de una ocasión, del blandengue guion. Los diálogos a puerta cerrada y
la acumulación de conflictos nimios se torna excesivamente larga. Simplemente
me canso de mirar la desdicha de la reina que persigue al vástago que
desaparece con el gemelo bastardo; la lujuria del rey que se casa con la
anciana que recobra la belleza al convertirse en una joven; la obsesión del
rey que, desde su trono, entrega a su hija a un ogro feo que adivina la
procedencia de la piel de su pulga muerta. El barullo, en su síntesis
discursiva, elabora un comentario social que interroga, desde la dialéctica de
los caprichos humanos, los dilemas que surgen del poder, el deseo, la
juventud, la maternidad y la vejez.; con ligeros subtextos que apuntan a las
diferencias de clases sociales como causa principal de ciertos prejuicios. Las
actuaciones del reparto encabezado por Salma Hayek, Vincent Cassel y Toby
Jones me resultan olvidables. Pero consigo subrayar, por lo menos, los valores
de producción que se encuentran presentes en el vestuario, el maquillaje
prostético, la auténtica reproducción de la época y los efectos especiales con
los que se renderiza a los monstruos mitológicos. La banda sonora de Alexandre
Desplat tiene, de igual forma, algunas melodías que se integran con
consistencia en algunas escenas. Todo lo demás, en su registro rebuscado de
fantasía, me provoca una sensación de letargo a medida que se extiende sin
razón, como aquel cuento de nunca acabar.
En Blancanieves, el director español Pablo Berger accede a mimetizar la
estética del cine mudo, sospecho, con el fin de ofrecer una nueva versión del
cuentito de los hermanos Grimm. Como experimento, supe que Berger llegó a
decir que era su "carta de amor al cine mudo europeo", pero que, de igual
forma, se sintió aludido cuando supo de la competencia que suponía
El artista
(Hazanavicius, 2011). Las casi dos horas que invierto en ella me obligan a
razonar lo suficiente como para saber que, entre otras cosas, al menos
funciona decentemente cuando adopta las propiedades formales del cine mudo,
pero tengo la sensación de que es una fábula oscura adornada de facilismos y a
la que le falta emotividad en sus apuntes folclóricos sobre la cultura
española. Su argumento se ambienta sobre una mirada romántica de la Andalucía
de la década de 1920 y sigue la existencia de Carmen. En una primera mitad,
ubicada luego de un pequeño prólogo en el que la madre muere durante el parto
y su padre queda paralítico después de un traumático accidente taurino, se
muestra la infancia de Carmen como la de una niña que lleva una infancia
aparentemente feliz al cuidado de su abuela, pero cuyo destino, tras la muerte
de esta, se oscurece cuando queda bajo los castigos de la madrastra caprichosa
y perversa que se casó con su padre para quitarle la fortuna, en los días en
que se reúne con frecuencia con su padre indefenso y mira el paso de los años
hasta ser una adulta bondadosa. En la segunda mitad, se presenta a Carmen como
una mujer que, luego de escapar de los abusos de la madrastra y del intento de
violación de un fascista en el bosque, es acogida por un grupo de toreros
enanos que se refieren a ella como "Blancanieves", mientras busca recuperar la
memoria y forma parte de un espectáculo ambulante de toreros con enanismo. El
problema fundamental que encuentro, no obstante, es que la narrativa suele
frecuentar lugares comunes sin ir a ninguna parte en específico y, en general,
las acciones de los personajes se esquematizan sin gancho al montarse sobre la
base de las descripciones banales del guion, donde el tono inocentón mantiene
a la Blancanieves española suspendida en una inercia de situaciones
predecibles de las que no capto otra cosa que una abulia constante. Los
personajes son empleados por Berger como simples autómatas, en una mezcla
extraña entre el drama de época y la fantasía de mayoría de edad, que
reflejan, en el epicentro del conflicto, un discurso político muy soterrado
sobre la emancipación femenina y la opresión política, pero entendido como la
lucha de una mujer que anhela encontrar la felicidad lejos de la perversidad
que acecha su libertad desde una ventana, simbolizando, además, la esperanza
de un pueblo a punto de ser oprimido en el contexto previo al franquismo. El
texto, que arroja algo de veneno a la derecha, cobra mayor intensidad en el
clímax en el que Carmen, como torera, mantiene la tradición de su padre para
enfrentarse al toro negro que la amenaza y superar así sus temores intrínsecos
antes de ser envenenada por la bruja del velo negro (la contienda metaforiza
la expresión popular como la fuerza verdadera que expulsa a los "malos"
regímenes). Aparte de estos tropiezos, hallo creíble la actuación de Maribel
Verdú como la villana de la mansión que expresa su vileza con el rostro, los
gestos y la mirada. Ella eclipsa la ternura buenista de Macarena García. Y
también es encuadrada por Berger en una puesta en escena que funciona más bien
como un ejercicio de estilo que adopta la relación de aspecto 4:3, los
intertítulos, la sobreimpresión, la elipsis, los decorados, el vestuario, el
blanco y negro monocromático, la auténtica reproducción del período y el
montaje rítmico para aproximarse formalmente a la esencia de una película
silente. Esto es lo único que resuena conmigo porque, a decir verdad, su
trágico cuento de hadas queda colgado en una zona muy regular.
Furia de titanes es una película de Louis Leterrier que yo,
oportunamente, nunca pude ver cuando se estrenó hace unos 15 años con una
recepción en la taquilla que la convirtió en una de las más taquilleras de
2010. No sé por qué la pasé por alto en aquella ocasión, pero ahora, tras
pasar más de hora y media consumiendo sus imágenes para sumarme a la
conversación tardía, asumo que la hubiese recibido de la misma forma si la
hubiera visto en aquellos años. Como épica fantástica ofrece un derroche de
secuencias de acción con CGI cutre y una clase de mitología gratuita sobre
dioses griegos, pero, en general, es tan plana como una piedra tallada con la
cabeza de Medusa, con un héroe insípido que solo me invita a pensar, en más de
una ocasión, que Sam Worthington es un pésimo actor. El argumento tiene como
protagonista a Perseo, un hombre que, luego de ser testigo de la muerte de su
familia en manos de las Furias controladas por Hades, se une a unos soldados
de la ciudad de Argos que le declaran la guerra a los dioses, con la finalidad
de buscar una manera de derrotar al Kraken y desafiar a los creadores. En
términos generales, la narrativa se ensambla siguiendo las pautas
convencionales de la aventura péplum de fantasía, en las que el héroe
mitológico emprende un largo viaje junto a sus colegas y se enfrenta con su
espada los diversos enemigos que obstaculizan su camino. El problema
fundamental, no obstante, es que los personajes carecen de desarrollo más allá
de las descripciones baladíes de los estereotipos mitológicos y sus acciones,
por lo regular, se reducen a una serie de situaciones fáciles que se resuelven
de una manera descaradamente predecible, además de escupir unos diálogos
inanes que dicen más de los guionistas que de ellos mismos. En este sentido,
no hay ninguna sorpresa cuando observo los facilismos de la odisea de Perseo,
Io y los guardias reales liderados por Draco cuando pelean contra el
corrompido Acrisio en un bosque, los escorpiones gigantes del desierto y la
gorgona Medusa que reside en el Inframundo. Hasta sin el ojo de las Brujas
Estigias se sabe lo va a pasar cuando los héroes son obstaculizados por los
secuaces del malvado Hades y Perseo descubre nuevas habilidades mientras carga
su espada legendaria y se monta sobre el Pegaso negro. Las secuencias de
acción permanecen estacionadas en una ausencia de fuerza que no me engancha y
solo me produce una sensación de abulia cuando veo desperdiciarse a unos
actores talentosos. Worthington no me parece que sea creíble como el heroico
guerrero que es el semidiós elegido, y en muchas escenas se nota sus carencias
expresivas y su oxidada pericia física, además de que no tiene nada de química
con Gemma Arterton. Ralph Fiennes, por el contrario, sí evoca una presencia
malévola y siniestra como Hades. A esto se suma, de igual modo, unos efectos
visuales acartonados que me obligan colocar la mano en la cabeza cuando soy
testigo del pobre renderizado de la pirotecnia aparatosa y los monstruos
mitológicos. Leterrier, por lo menos, se preocupa por añadirle autenticidad al
vestuario y a los escenarios que reproducen los templos antiguos, junto con
unos cuantos planos panorámicos que son de mi agrado. Pero nada de esto evita,
sin embargo, que la epopeya mitológica se desplome como el Kraken petrificado
en el golfo de Argos.
Ficha técnica Título original: Clash of the Titans
Año: 2010 Duración: 1 hr. 46 min. País: Estados Unidos Director: Louis
Leterrier Guion: Travis Beacham, Phil Hay, Matt
Manfredi
Música: Ramin Djawadi Fotografía: Peter Menzies Jr. Reparto: Sam
Worthington, Mads Mikkelsen, Liam Neeson, Ralph
Fiennes, Gemma Arterton, Liam Cunningham
En 1492: conquista del paraíso, Ridley Scott arrastra algunos registros
de la poética naturalista, supongo, para retratar la figura de Cristobal Colón
como descubridor del nuevo continente, además de coincidir, a modo de
homenaje, con el 500 aniversario del mítico viaje. Las más de dos horas y
medias que dura me hace ver paralelismos con Aguirre, la ira de Dios
(Herzog, 1971), aunque, desgraciadamente, lo que propone no alcanza ni
siquiera para agregarle algo de sustancia a los créditos iniciales. Como épica
histórica cuenta con una reproducción auténtica de la época que refleja la
atención de Scott por los detalles visuales, pero, en general, su retrato
sobre el legendario conquistador se pierde como un barco en el mar y frecuenta
lugares comunes que de vez en cuando me sacan unos cuantos bostezos del
aburrimiento. El argumento se sitúa en 1492 y sigue la existencia de Colón
durante los días en que es un navegante idealista que, luego de convencer a la
reina Isabel I de Castilla, obtiene los permisos necesarios de las autoridades
para emprender un viaje en barco hacia el oeste con el fin de establecer una
nueva ruta para el comercio con Asia y traer de vuelta cantidades suficientes
de riquezas en oro para los monarcas. En términos generales, la narrativa
conjunta el drama biográfico con la aventura y la épica histórica para
ofrecer, dicho sea de paso, una crónica elíptica de algunos de los principales
acontecimientos que condujeron al descubrimiento del Nuevo Mundo, pero
adoptando un enfoque revisionista que muestra a Colón como un explorador
volátil, idealista y desorganizado que, estando motivado por el deber, es
incapaz de controlar a los colonos o establecer una administración funcional
en las islas conquistadas. El arranque es, desde luego, interesante hasta las
escenas en que Colón ejerce su liderazgo en altamar para contener a la
tripulación a punto de amotinarse en los interiores de las tres carabelas
conocidas como la Pinta, la Niña y la Santa María. Sin embargo, al cabo de un
rato me asalta la terrible sensación de que los personajes carecen de
desarrollo alguno más allá de las descripciones superfluas del guion de
Roselyne Bosch y sus acciones, por lo regular, están acomodadas bajo un
aparato de situaciones previsibles que se estiran inútilmente en cada una de
las conversaciones a puerta cerrada. Sencillamente hay una ausencia de pulso
dramático que está muy presente en el choque de civilizaciones que se da entre
los colonos europeos y los nativos locales; las tradiciones culturales de los
taínos como tribu con creencias distintas a las europeas; la conspiración del
perverso Adrián de Mújica para tomar el poder; la odisea de Colón para
mantener el orden entre los colonos rebeldes y los indígenas durante el
proceso de colonización de La Española en la ciudad de La Isabela. Dentro del
limitado registro expresivo mostrado en esta película, Gérard Depardieu
interpreta a Colón como un hombre ambicioso y moralista, que anhela explorar
para descubrir territorios inexplorados, pero que a menudo recurre a las
falsas promesas que debilitan su liderazgo. A veces me da la impresión de que
casi no se sabe quién es Colón lejos del lado didáctico rebuscado que lo
subraya como aquel explorador devoto, responsable y visionario que me
enseñaron en el colegio. La escasa complejidad del personaje junto a los
secundarios estereotipados del reparto se complementa, al menos, por los
valores estéticos que Scott sintetiza en la puesta en escena a través de los
decorados, el vestuario, la reproducción del período y las atmósferas
visualmente absorbentes que se dejan notar en un par de planos. La banda
sonora de Vangelis, de igual forma, es integrada con consistencia en algunas
escenas clave, especialmente su leitmotiv de progresión armónica y
sintetizadores que evoca sobre mis oídos una extraña sensación de triunfo.
Todo lo demás, en su ucronía simplista, se hunde como una embarcación de vela
en un viaje oceánico.
En Macbeth, Roman Polanski recupera algunos rastros de su poética de la
violencia para adaptar en el cine, supongo, la popular obra teatral de
Shakespeare que ha conmocionado a millones a lo largo de los siglos. Su
versión, que tuvo problemas para hallar financiación con los estudios por su
carácter violento y oscuro, parece casi como una carta de despedida, en la que
descarga sus obsesiones personales y la enorme culpa para hacer frente al
publicitado asesinato de su esposa embarazada, Sharon Tate, en manos de la
familia Manson. Su largo metraje de dos horas y media me obliga a razonar lo
suficiente como para saber que se trata de una de las películas tibias de su
filmografía. Por momentos, es una épica histórica en la que Polanski mantiene
un tono atmosférico y violento, pero, francamente, casi no hay fuerza en los
soliloquios shakesperianos y los personajes, a menudo, son tan planos como la
hoja de una espada. Su argumento se ambienta en la Edad Media y sigue a
Macbeth, un general que es ascendido al título de Barón de Cawdor por el rey
Duncan luego de su victoria en una batalla y que, luego de atestiguar las
profecías de tres brujas junto a su amigo Banquo, es instigado por su esposa,
Lady Macbeth, para invitar al rey a una fiesta en su castillo y conspirar para
asesinarlo sin que nadie lo sepa, con el fin de tomar la corona que no le
pertenece como rey de Escocia. En términos generales, la narrativa de Polanski
opta por sintetizar la tragedia de Shakespeare bajo los estándares genéricos
de la épica histórica, mostrando las conspiraciones palaciegas que
deshumanizan al monarca corrompido por su ambición en los interiores de su
castillo y donde, dicho sea de paso, lo soliloquios arrojados por la voz en
off subrayan los temores y las dudas que lo gobiernan tanto a él como a su
esposa. Hay traición, sospechas, oportunismo, asesinato, muerte, pesadillas,
duelos sangrientos y conversaciones a puerta cerrada sobre los asuntos
monárquicos cuando Macbeth comienza a temer una posible usurpación por parte
de sus súbditos más leales. El problema fundamental, no obstante, es que las
acciones de los personajes se reducen a una serie de situaciones predecibles
que no contienen ningún grosor dramático y, por lo regular, justifican su
presencia como la de unos autómatas teatrales que solo ocupan un lugar en el
espacio para recitar diálogos shakespearianos, como si se tratara de un ensayo
para una clase de teatro. De esta manera, me quedo completamente anestesiado
por la falta de gancho que hay detrás de los planes maquiavélicos de Macbeth
para mantenerse en el poder a como dé lugar; el asesinato de Banquo arreglado
por dos asesinos en el bosque; los banquetes en la corte del rey en el que
Macbeth es atormentado por los fantasmas; los rituales proféticos de las
brujas ancianas que se dedican al negocio de engañar a los reyes; el declive
psicológico de Lady Macbeth que la envía al abismo de las alucinaciones y la
depresión. Además, la actuación de Jon Finch como Macbeth carece de un
registro expresivo que sea convincente para acentuar la psicología del
personaje y luce, en más de una ocasión, como alguien que actúa a desganas
para cobrar un cheque. Lo mismo sucede con Francesca Annis como la desabrida
Lady Macbeth. Lo único que destaco, entre otras cosas, es la estética con la
que Polanski recrea la época medieval a través del vestuario, los decorados en
el castillo de Lindisfarne, el uso dinámico del encuadre móvil y, ante todo,
las panorámicas del gran plano general en las que Gilbert Taylor crea
atmósferas grisáceas que reflejan la oscuridad que se cierne sobre el relato.
La banda sonora de Third Ear Band es, de igual modo, acertada con su mezcla de
música electrónica con cuerdas, tambores de mano e instrumentos de
viento-madera. Todo lo demás, por desgracia, no le hace justicia al clásico
shakesperiano sobre el poder.
Ulises es una película de aventuras en la que, dicho sea de paso, el
director italiano Mario Camerini adapta una parte del poema épico, "La
odisea", de Homero, para tratar de ajustarse, supongo, a las tendencias de
la época de oro del cine péplum de los años 50 que fue capitaneada por las
superproducciones de Dino De Laurentiis y Carlo Ponti. Está también
codirigida por Mario Bava, aunque este, en última instancia, no tuvo
créditos por su breve secuencia. El rato de más de hora y media que paso
viendo sus escenas no convencen lo suficiente como para darle el visto bueno
porque, a pesar de los valores de producción y de un rol convincente de Kirk
Douglas, tengo la impresión de que la epopeya de espada y sandalia carece de
gancho y, en general, frecuenta lugares comunes que le quitan la sorpresa a
la odisea fantástica del héroe legendario. El argumento, situado varios años
después de la guerra de Troya, tiene como protagonista a Ulises, un guerrero
griego que es encontrado a orillas de una playa por la princesa Nausicaa en
isla de Feacia y que, tras sufrir de una amnesia que le impide recordar su
nombre, es elegido por el rey Alcínoo para casarse con su hija, sin embargo,
a medida que se acerca el matrimonio recuerda frente al mar los días de
gloria en que navegaba con su leal tripulación en un barco que por la
tormenta se desvía de su curso durante un viaje de regreso a Ítaca. En
términos generales, la narrativa se acomoda sobre dos conflictos paralelos
que luego se unifican. Por una parte, muestra el caos en el palacio del rey
de Ítaca que surge por la horda de pretendientes que cortejan a Penélope, la
esposa de Ulises que, junto a su hijo Telémaco, espera pacientemente a que
su marido regrese del fatídico viaje, mientras rechaza los excesos del
déspota Antinoo. Por la otra, presenta a Ulises como un hombre que, a través
de la analepsis, rememora el pasado que lo ha conducido a perder su
identidad, en una odisea que lo lleva a distintos lugares que ponen a prueba
su ambición como guerrero de estirpe temeraria, entre los que se encuentra
la profanación del templo de Neptuno durante el saqueo de Troya; el
desembarco junto a sus leales soldados en una isla desconocida en la que
engaña con uvas al cíclope gigantesco llamado Polifemo que los encierra en
su cueva; el reto de resistir el seductor canto de las sirenas mientras está
atado al mástil del barco; el hechizo sufrido en la caverna de la bruja
Circe que convierte a sus subordinados en cerdos y lo pone en contacto con
los espíritus de los héroes de la guerra (Aquiles, Héctor, Agamenón, y
Áyax). Si bien algunas de estas secuencias mantienen el pulso de su sentido
fantástico, por momentos me asalta la sensación de que el viaje es
predecible y las acciones de los personajes, por lo regular, se reducen a
discusiones triviales que funcionan solo para liberar situaciones
redundantes. Hay unos cuantos facilismos en las escenas de combates. A pesar
todo, hallo algo de credibilidad en la actuación de Douglas, sobre todo
cuando utiliza su registro expresivo y la pericia física para mostrar a
Ulises como un héroe arrepentido que cae en desgracia como producto de la
codicia y sus ambiciones personales. Douglas tiene cierta química con
Silvana Mangano, quien interpreta aquí a dos mujeres opuestas. Y su
presencia eclipsa incluso la breve aparición de Anthony Quinn como el
antagonista estereotipado. Camerini, por otro lado, suele encuadrarlos en
una puesta en escena que se destaca, ante todo, por los detalles que se
subrayan con fuerza a través del vestuario y los decorados de un diseño de
producción, así como por los efectos especiales que transforman con
autenticidad algunos de los pasajes homéricos. La música de Alessandro
Cicognini también se deja sentir en algunas escenas puntuales. Todo lo
demás, como épica mitológica, luce algo apresurado.
Año: 1954 Duración: 1 hr. 34 min. País: Italia Director: Mario Camerini Guion: Franco Brusati, Mario Camerini, Ennio De Concini, Hugh Gray,
Ben Hecht, Ivo Perilli, Irwin Shaw
Música: Alessandro Cicognini Fotografía: Harold Rosson, Clyde De Vinna Reparto: Kirk Douglas, Silvana Mangano, Anthony
Quinn, Rossana Podestà
Después de pasar unas cuantas temporadas sin explorar el cine de W.S. Van
Dyke, regreso a su filmografía con el visionado de Tarzán de los monos,
una película pre-Code de la MGM que supone la primera de las 12 películas que
hizo el popular nadador olímpico convertido en actor, Johnny Weissmuller. Se
basa libremente en la novela de Edgar Rice Burroughs y, hasta donde sé, fue
éxito enorme de taquilla durante su estreno. Pero, por desgracia, el rato de
más de hora y media que paso no me permite extraer las emociones que debería
sentir de un melodrama exótico como este. A ratos es una película que se
beneficia de la destreza física de Weissmuller como el legendario héroe de la
selva, pero, en general, la aventura exótica pisa terrenos reiterativos que se
suelen perder entre los gritos y el safari. La trama, escrita con diálogos de
Ivor Novello, se ambienta en la jungla africana y sigue a Tarzán, un hombre
fuerte que se ha criado como un salvaje entre los animales y que, luego de
entrar en contacto con unos expedicionarios liderados por el señor James
Parker y el cazador Harry Holt, rapta a la bella hija de Parker que se llama
Jane para mantenerla cautiva en el lugar en el que convive con los chimpancés.
En términos generales, la narrativa avanza con cierto ritmo cuando muestra de
forma convencional las hazañas de Tarzán como la de un héroe que, siendo
ayudado por primates y elefantes, supera los obstáculos como un
superdepredador y salva a la chica hermosa de los peligros de la jungla,
mientras lucha contra leones y nada a toda prisa para escapar de los
cocodrilos con ayuda de los hipopótamos. Dentro de los márgenes
característicos del cine pre-Code presenta hombres semidesnudos, luchas
sangrientas, disparos señalados, crueldad animal, baños eróticos en el río,
mujeres sexualmente liberadas. Sin embargo, sospecho que hay escasa emoción.
Las acciones de los personajes impulsan conflictos superficiales que son
previsibles y, por lo regular, carecen de gancho cuando se sintetizan sobre la
atracción romántica que se desarrolla entre Tarzán y Jane; la rutina de los
monos que viajan trepando los árboles; el rescate de Jane en manos de los
cazadores enviados por su padre; los enfrentamientos de Tarzán con varias
bestias agresivas; la entrada de una tribu de enanos negros muy agresivos que
capturan a una parte de la expedición. Por lo menos, encuentro interesante el
comentario soterrado que metaforiza la condición social del hombre en un
período posterior a la Gran Depresión, bajo una capa alegórica que acentúa el
heroísmo de Tarzán con un idealismo que va dirigido a dimensionar las
esperanzas de aquellos individuos afectados que son "devueltos a la
naturaleza" en la jungla de cemento. También la actuación de Weissmuller
cuando emplea su físico y su pericia atlética para mostrar a Tarzán como un
superhombre temerario, ágil, que trepa por los árboles y mata a sangre fría
para rescatar a su mujer como si estuviera llamado por el deber moral. Él
tiene una química palpable con Maureen O'Sullivan, quien aquí tiene una
actuación algo blanda como la mujer caprichosa e histérica que siente la
llamada de la selva para ser seducida por el macho dominante al que le enseña
a hablar. Van Dyke suele colocarlos en una puesta en escena que goza de
autenticidad en los decorados que reproducen la selva, además del encuadre
móvil que dinamiza algunas escenas panorámicas. Sus escenas están acompañadas
de un material de archivo que, a modo casi documental, subraya las costumbres
de las tribus africanas con mirada antropológica. Pero, quizás, lo más notable
de todo es el diseño sonoro que agita mis oídos con el contagioso grito
distintivo y ululante de Tarzán, del que todavía a día de hoy hay relatos
contradictorios sobre los orígenes acústicos de la singular voz. Este grito
es, en efecto, lo único que permanece conmigo cuando llega el final feliz
entre Tarzán, Jane y Chita.
Mi interés historiográfico por los orígenes del cine péplum ha depositado mi
mirada en las imágenes que ofrece Cabiria, una película muda del
director italiano Giovanni Pastrone ampliamente considerada por muchos como
innovadora por algunas de sus técnicas cinematográficas. Se dice que Pastrone
hizo el rodaje de los exteriores en Túnez, Sicilia y los Alpes, además de que
su ambición lo llevó a fabricar inmensos decorados en el que participaron
miles de extras. La versión restaurada que he logrado ver me hace dudar de la
aclamación que ha adquirido a lo largo de las décadas porque, francamente, no
está ni siquiera a la altura de las épicas de Griffith. Como épica histórica
silente cuenta con escenarios colosales que son encuadrados con sofisticados
movimientos de cámara, pero en general me da la sensación de que Pastrone no
le añade la fuerza suficiente a los personajes y el melodrama pierde el
sentido de ironía hasta volverse aburrido. Su historia se divide en cinco
capítulos y se ambienta en la antigüedad, específicamente en las regiones de
Sicilia, Cartago y Cirta durante el período de la Segunda Guerra Púnica. En el
primer capítulo una niña llamada Cabiria se separa de su familia, luego de la
erupción del volcán Etna que obliga a todos los pueblerinos a huir
desesperadamente entre los escombros. En el segundo, Fulvio Axila, un patricio
romano, y Maciste, su enorme y musculoso esclavo, son contratados por una
mujer, Croessa, con el fin de impedir que Cabiria, después de haber
sobrevivido, sea ofrecida como sacrificio a los dioses en el Templo de Moloch.
En el tercero, Fulvio huye de una emboscada y Maciste es capturado por el
enemigo, mientras Cabiria es acogida secretamente en medio del caos por
Sofonisba en Numidia. Los otros dos capítulos narran las peripecias de Fulvio
y Maciste después de 10 años, mientras tratan de rescatar de nuevo a Cabiria y
experimentan el barbarismo de una guerra entre los romanos y los cartagineses.
El problema fundamental, no obstante, es que los episodios carecen de cohesión
interna y la narrativa, a menudo, reduce las acciones de los personajes a las
de unas marionetas teatrales que solo sirven para impulsar unos conflictos
repetitivos que, en su capa discursiva, buscan reflejar un comentario
sociopolítico de marcado carácter nacionalista sobre el expansionismo del
reino italiano en el período del imperialismo colonial de principios del siglo
XX, donde la victoria del ejército romano sobre los militares cartagineses
instrumentalizan la alegoría a modo de paralelismo histórico. Los personajes
solo ocupan un espacio obvio de descripciones, pero, entre todos ellos, solo
consigo destacar a Maciste, interpretado con cierta pericia física por
Bartolomeo Pagano, el estibador genovés que introduce al mítico personaje por
primera vez en el cine y volvería a encarnarlo en otras 26 ocasiones. Cuando
él está en pantalla su presencia la otorga otra dimensión a las escenas y
fácilmente el relato hubiese sido más entretenido si todo girara en torno a su
personaje. Además de Maciste, lo más interesante radica en los valores
estéticos que Pastrone saca a relucir sobre la puesta en escena y donde, dicho
sea de paso, dinamiza algunas acciones con el uso del encuadre móvil que se
sintetiza sobre el reencuadre, el zoom y los diversos travellings de
seguimiento en los que la cámara, montada en una plataforma de dolly, se mueve
fluidamente de un lado a otro gracias al ingenio de Segundo de Chomón. Estos
elementos permiten crear, aunque sea momentáneamente, una ruptura con el
estatismo fijo del plano general que evoca el teatro filmado. Pastrone también
se preocupa por añadirle autenticidad al reproducir la era antigua a través
del vestuario y el pomposo diseño de producción que, además, goza de efectos
especiales de sobreimpresión y reconstruye eventos históricos como la batalla
de Siracusa en la que Arquímedes pone a prueba sus espejos, el paso del
ejército de Aníbal al cruzar los Alpes y los rituales en el gigantesco Templo
de Moloch. Desafortunadamente, ninguna de estas propiedades consigue disipar
su efectismo rutinario.
Año: 1914 Duración: 2 hr. 36 min. País: Italia Director: Giovanni Pastrone Guion: Gabriele D'Annunzio, Giovanni Pastrone
Música: Manlio Mazza Fotografía: Augusto Battagliotti, Eugenio Bava, Natale Chiusano, Segundo
de Chomón, Carlo Franzeri, Giovanni Tomatis Reparto: Lidia Quaranta, Umberto Mozzato, Bartolomeo Pagano
En su tercer largometraje, Brady Corbet narra un drama de época para darle
otra aproximación a la presunta banalidad del mal capitalista y los
claroscuros que esconden los hacedores de arte.
En El brutalista, el director norteamericano Brady Corbet retoma
algunos rastros de su poética del artista para aventurarse a narrar, supongo,
los claroscuros que se esconden detrás de aquellos genios atormentados que hacen
arte en medio de la desdicha más abyecta, con una aproximación que es un poco
similar a
El manantial
(Vidor, 1949), aunque reconstruye el fondo sociopolítico para condenar los
presuntos males del capitalismo y ajustarse a las normas discursivas que son
habituales en algunas de las cosas pretensiosas que salen de los marxistas
culturales de la progresista distribuidora A24. En una entrevista llegó a
decir que era una película “que celebra los triunfos de los visionarios más
audaces y consumados”. También alegó que se filmó utilizando el antiguo formato
panorámico de VistaVision para otorgarle un estilo visual cercano al de
las películas clásicas de los años de la posguerra. Sin embargo, fue ampliamente
criticado por el uso de la inteligencia artificial para mejorar la autenticidad
del diálogo húngaro de Adrien Brody y Felicity Jones; aunque luego
negó que se usara para diseñar la marcada arquitectura de edificios mostrada en
unos cuantos planos.
Al margen de esta controversia que persiste
hasta estos días, el rato que paso con ella durante aproximadamente tres horas y
media me induce a razonar lo suficiente como para saber, dicho sea de paso, que
no se trata de la gran película que han mercadeado los agentes de los festivales
de cine durante toda esta temporada. Me parece igual de regular que la película
previa de Corbet,
Vox Lux. El asunto tiene actuaciones notables de Brody y Jones, pero, a pesar de su
estética visual, tengo la ligera sospecha de que
Corbet termina demoliendo la narrativa como un edificio en construcción,
donde debajo solo quedan los escombros de un metraje innecesariamente largo que
le quita sustancia a su discurso sobre las complejidades del artista.
A modo de obertura, el argumento se sitúa poco después de la
Segunda Guerra Mundial y sigue a un superviviente del
Holocausto judío húngaro que, luego de ser separado de su esposa y
de su sobrina huérfana en el campo de concentración de Buchenwald, emerge
desde la oscuridad mientras camina entre la caótica muchedumbre, como un
inmigrante más que llega en barco al puerto de Nueva York y se regocija al
ver la Estatua de la Libertad. Este protagonista tiene como nombre
László Tóth (Adrien Brody) y es un arquitecto que tiene la
esperanza de hallar en Estados Unidos el anhelado sueño americano para
rescatar su dignidad, después de experimentar en carne propia los horrores
más deshumanizantes arreglados por los nazis.
En términos generales, la estructura narrativa sintetiza la vida
de László en dos partes centrales que se edifican con cierta linealidad
calculada.
En una primera parte, titulada
El enigma de la llegada, László es mostrado como un hombre sinuoso,
mujeriego, mendigo, habituado a dormir en un baño de servicio, acostumbrado
a los prejuicios de los xenófobos antisemitas, que trata de adaptarse a la
cultura estadounidense de Filadelfia en los días de 1947 en que trabaja con
su primo Attila (Alessandro Nivola) en el negocio de muebles y, más
adelante, es contratado por el adinerado Harry Lee Van Buren (Joe Alwyn), quien lo contrata para renovar la biblioteca de su mansión con el
objetivo de sorprender a su padre, el rico industrial Harrison Lee Van Buren
(Guy Pearce). Los golpes de efecto amplían el espectro psicológico de
László una vez que es despedido por el furioso señor Van Buren y rompe el
vínculo con el primo que lo culpa por el proyecto fracasado, donde desciende
al abismo del desempleo, el alcoholismo y la adicción a las drogas, aunque
sin renunciar a la posibilidad de volver a ver a su esposa Erzsébet
(Felicity Jones) y Zsófia (Raffey Cassidy), atrapadas todavía en Europa. El
personaje consigue laborar como un obrero en las minas de carbón junto a un
padre soltero afroamericano del que se hace amigo. Pero su aparente
desgracia disminuye cuando Harrison reaparece para elogiar sus logros
pasados como arquitecto europeo exitoso y, después de disculparse, compra
sus servicios para construir una iglesia colosal como homenaje a su difunta
madre.
En la segunda parte, El núcleo duro de la belleza, ubicada en
1953, presenta a László como un arquitecto sometido a la voluntad de su
empleador, que supervisa la cimentación del gigantesco centro comunitario,
mientras choca contra las decisiones de los contratistas que cuestionan su
diseño y aguanta en silencio las humillaciones que ensucian su dignidad como
el barro, a pesar de la felicidad que encuentra al estar junto a su esposa
Erzsébet, a la que cuida con ayuda de su sobrina muda porque es una mujer
confinada a una silla de ruedas debido a la osteoporosis sufrida por la
hambruna. De nuevo el personaje pasa por un lapso de infortunio cuando se
descarrilla un tren de carga y el jefe despide a los trabajadores antes de
cancelar el proyecto; algo que lo obliga a mudarse a Nueva York con su
esposa para trabajar como redactor en un estudio de arquitectura hasta 1958,
el año en que Harrison reinicia el plan y lo vuelve a contratar otra vez.
El problema fundamental de esta narrativa, ante todo, radica en que la
textura dramática de los personajes pierde el pulso porque sus acciones, en
general, se reducen a una serie de situaciones reiterativas que nunca
abandonan los diálogos inanes a puerta cerrada ni los eventos de
sufrimiento a la hora pautada en su epicentro situacional. De esta forma,
recibo con indiferencia las escenas del arquitecto inseguro que se deja
consumir por la drogadicción y los sueños imposibles; los episodios de la
esposa inválida que toma medicamentos para calmar el dolor de huesos y es
testigo del desprecio que recibe su marido de los demás; la ambición del
magnate perverso que trata a sus subordinados como si fueran ganado para
satisfacer su megalomanía; las noches de cena en la residencia siniestra en
la que se revelan las intenciones recónditas de los huéspedes. El
comportamiento que ellos adoptan, desde luego, está construido con solvencia
en la superficie, pero el guion de Corbet y de Mona Fastvold es
incapaz de sacarlos de la inercia de las descripciones más obvias, donde los
motivos esenciales que los lleva a ser como son se acomodan sobre la base de
la angustia, los desvaríos y los vicios personales.
La circularidad de conflictos adoptada por Corbet arroja un texto que
metaforiza la xenofobia, la libertad creativa del artista y
la condición socioeconómica de los inmigrantes dentro de los engranajes
del capitalismo, pero entendido ahora como la imposibilidad de escapar de un individuo que
es controlado por el mecenas que invierte capital en sus competencias y
explota su fuerza de trabajo con otros empleados para complacer sus delirios
de grandeza. Su estela dialéctica habla sobre aquella vieja dicotomía de
clases entre el opresor y el oprimido, pero agenciada a la perspectiva de un
arquitecto brutalista que, en su condición de inmigrante, se ve obligado a
recibir una oferta del capitalista para dejar atrás la pobreza, mientras su
mundo personal se desmorona una vez más después de la tragedia del
Holocausto. Esto es específicamente cierto porque, a pesar de toda su
pesadumbre y del ultraje recibido, László, como buen conformista encerrado
en un campo de concentración, se empeña en finalizar la edificación como una
especie de deber moral para procesar los traumas que lo separaron de sus
logros artísticos. El inconveniente, sin embargo, es que la síntesis
discursiva se vuelve irremediablemente maniquea cuando Corbet trata al pobre
arquitecto judío con indulgencia y al capitalista caucásico, por el
contrario, como un ser despreciable que carece de empatía humana, casi como
un fascista ejemplar.
En este sentido, hay ciertas obviedades en el registro dialógico que
esquematiza lo que le sucede a los personajes de manera subterránea
(mentiras, violación, incesto, depravaciones, manipulación, castigos,
remordimiento, etc.), pero, más allá de sus conversaciones,
hallo algo de credibilidad encada uno de los actores principales del reparto. Primero destaco la
actuación que entrega Brody, quien utiliza su amplio andamiaje expresivo a
través de la mirada, los gestos y el acento para comunicar el abanico de
infelicidad que golpea a László, mostrándolo como un hombre vulnerable,
determinado, que por las circunstancias se conforma con ser explotado y
está atrapado en contra de su voluntad en una sociedad competitiva que
pone barrera sobre los inmigrantes que desean prosperar por sí mismos. A
su lado hay, además, una interpretación sutil de Jones que capta, con el
rostro y la voz, la vulnerabilidad de una mujer fiel que intenta cubrir la
depresión y los dolores mientras recupera lentamente el proceso motriz de
caminar con sus piernas adormecidas y motiva a su marido a seguir adelante
ante la adversidad que toca su puerta. Entre ellos, el tercer puesto lo
ocupa Pearce, con una actuación que le pone tres dimensiones a su
expresividad para interpretar, con la elegancia y la sofisticación, a un
millonario megalómano, pérfido, apático, oportunista, que disfruta
explotar a los otros para complacer sus caprichos superfluos y la ilusión
de superioridad moral; alcanzando su mayor punto vileza en la escena en
que viola a un borracho László al que llama “sanguijuela social” en las
minas de mármol.
De igual modo, encuentro un rastro considerable de
vistosidad en la estética finamente ajustada de la película. Por el lado
sonoro, el uso del sonido diegético se ajusta a las inquietudes de los
personajes de cada escena descrita, y la banda sonora de
Daniel Blumberg, quizá la más significativa de toda la película,
comunica emociones expresadas por ellos, pero también se encarga de alegrar
mis oídos con los ecos disonantes y caóticos de los metales que se escuchan
a lo largo de pieza de Obertura de Autobús, que se escucha como algo que se
está construyendo y que, en efecto, funciona como melódico leitmotiv de
piano, trompa, tuba, percusión, trombón y trompeta. Por el lado visual, se
destaca la auténtica reproducción del período que se subraya con brío sobre
el vestuario de época y los decorados elegantes que adornan cada escenario,
pero, además, resulta interesante el espesor compositivo que se simplifica a
través elementos como el sobreencuadre, la elipsis, el uso del color, el
fuera de campo, el encuadre móvil, la iluminación barroquista, el plano
general y los planos panorámicos de la lente de Lol Crawley que
aprovechan las posibilidades del VistaVision para capturar atmósferas
lúgubres en los espacios amplios. El uso proxémico del espacio, asimismo, se
amplifica sobre el encuadre y suele dimensionar la psicología interna de los
personajes sobre la plataforma de los diseños arquitectónicos brutalistas
que simbolizan en cada plano ciertos estados de ánimo.
Desafortunadamente, ninguna de estas propiedades estéticas
logra sacar el filme del rutinario engranaje de escenas que se monta como si
una grúa torre las colocara en los mismos lugares con el fin de repetir su
comentario sobre la brutalidad del capitalismo desde la óptica de la
arquitectura brutalista. Irónicamente, en los años 50 el estilo
arquitectónico del brutalismo buscaba la ausencia de pretensiones en las
construcciones de los rascacielos, pero sin abandonar las estructuras
funcionales y baratas que le otorgaban un aspecto bruto. Corbet hace
exactamente lo opuesto con esta película porque, en efecto, construye sus
largas escenas con un estilo solemne que adorna la historia de ese
arquitecto desgraciado que languidece en el entorno angustiante de un país
al revés en el que los inmigrantes solo son bienvenidos si dan algo a
cambio. Ya cuando llega el epílogo situado en 1980,
La primera bienal de arquitectura, me asalta la sensación de que hay
cierta irregularidad en los materiales que soportan su narrativa, y lo único
que permanece, en efecto, es una falta generalizada de impulso emocional.