La vaca no tiene el pozo emocional de otras películas que he visto del
cine iraní, pero es una obra valiosa de la Nueva ola iraní. Dariush Mehrjui,
considerado uno de los arquitectos de la Nueva ola iraní, la ejecuta con un
realismo que nunca pierde el horizonte para dialogar sobre la condición social
de los campesinos. Su protagonista es Hassan, un campesino que vive en una
aldea remota con su esposa y se siente muy feliz como propietario de una vaca
preñada. Parte de la trama se desarrolla alrededor del vínculo entre la vaca y
el protagonista, pero da un giro inesperado cuando Hassan se va en un viaje de
negocios a la capital y, en medio de su ausencia, la vaca muere en
circunstancias misteriosas en el establo, teniendo como consecuencia que los
aldeanos la entierren y oculten la verdad alegando que ella se ha escapado.
Por un lado, este hecho se amplifica cuando el pobre Hassan regresa cansado
del viaje y luego enloquece al darse cuenta que la vaca ya no está. El
argumento dialéctico no solo refleja el estado socioeconómico y las
idiosincrasias de los campesinos iraníes, sino la manera en que la posición
social de un individuo está intrínsecamente atada a su identidad. El
campesino, Hassan, que depende de la vaca para alimentar a su familia y
subsistir económicamente, pierde la cordura como resultado de no hallar a la
vaca y lentamente se aliena como medida de escape de una realidad social que
lo golpea tan duro como una piedra. La vaca necesita al campesino y el
campesino a la vaca. La iconografía de la vaca simboliza la prosperidad, por
lo tanto, sin la vaca el pueblo está condenado a morir de inanición. La
alienación social del protagonista metaforiza la imposibilidad del campesino
de encontrar una pizca de bienestar social en una sociedad donde,
aparentemente, todos comparten el mismo destino: la miseria y el sufrimiento.
Mehrjui, mediante un rico control compositivo, captura las inquietudes, las
miradas y las costumbres campesinas mayormente con el sobreencuadre, el
contracampo, las panorámicas, el fundido a blanco y el primer plano, con una
sobriedad que a veces avanza a un ritmo parsimonioso. Lo más cautivante,
supongo, es la interpretación de Ezzatolah Entezami como ese hombre
desilusionado que cae en el abismo de la locura, con una expresividad que me
parece muy orgánica. Entezami es, por así decirlo, el alma de este filme
humano.
Mi recorrido por la filmografía del maestro Sidney Lumet me ha quitado en el
día de hoy casi dos horas con el visionado de Llamada para un muerto.
Es una película bastante regular del director. A pesar del marcado estilo
visual londinense, como thriller de espías su intriga se disuelve en la niebla
y el rompecabezas apenas escapa de lo predecible. Su argumento, adaptado de la
primera novela de Le Carré, se ambienta en el Londres de los Swinging Sixties
durante la Guerra Fría y relata la misión de Charles Dobbs (George Smiley en
la novela), un agente británico de inteligencia que investiga el suicidio de
un funcionario del gobierno que era antiguo comunista. El arranque es más o
menos tenso cuando el protagonista, como buen agente perspicaz, sigue las
pistas y sospecha de que la esposa del individuo fallecido está detrás de la
muerte y esconde una conspiración de doble espías rusos. Pero la trama, por
así decirlo, no me causa ni frío ni calor y me mantiene en un estado de apatía
cuando sigue al pie de la letra los mecanismos convencionales de la narrativa
de espías, donde el protagonista conduce por las calles húmedas londinenses
mientras mira por el retrovisor al hombre misterioso que lo sigue, o cuando
llama por el teléfono rojo y toca las puertas para preguntar por nombres hasta
tachar con un cotejo a todos los sospechosos del asesinato. La estética de
Lumet encuadra la acción, mayormente, con una predisposición por el encuadre
móvil y con ese estilismo atmosférico en el que la iluminación y la niebla
añaden cierto realismo al escenario de espionaje en las locaciones exteriores.
Todo es húmedo, grisáceo, oscuro, con una colorización en la que abunda la
paleta apagada que satisface mis retinas en cada plano. El problema
fundamental, supongo, es que los personajes que transitan por esos lugares
carecen de fuerza para que el juego de espías sea equilibrado. Aunque son
espías de carne y hueso, sin gadgets sofisticados ni pistolas Walther PPK,
anticipo con mucha facilidad los pasos que da James Mason al lado del duro
Harry Andrews para hallar al villano que se oculta tras las sombras, algo que
sin mucho apuro es fácil de adivinar con la presencia de Maximilian Schell y
de la siempre solvente Simone Signoret como esa señora atormentada por el
pasado. Al menos se dejan ver, pero no quita el resultado de una propuesta
mediana de espionaje.
Mi necesidad de consumir un producto que me haga pasar un rato entretenido me
ha llevado a digerir Free Guy, una comedia de acción y ciencia-ficción
que en su fórmula parece reciclar un catálogo de ideas de otras películas para
diseñar su temática sobre videojuegos. Y es más o menos aceptable. Al
principio tiene un arranque interesante que me mantiene pegado del asiento con
el tipo de la camisa azul que interpreta el cómico Ryan Reynolds. Pero, como
ya es habitual, pasada la media hora me asalta la dejadez y el hartazgo de ver
su pirotecnia excesiva y el caos aparatoso de cada uno de los personajes
artificiosos generados por ordenador que caminan por las avenidas con una
sonrisa de idiota. Su protagonista es Guy, un hombre alegre y solidario que
trabaja como cajero en un banco y vive una cotidianidad tranquila que se
repite con la rutina de los días, pero que, tras un incidente, se coloca unas
gafas por curiosidad y descubre, para sorpresa suya, que en realidad es un NPC
dentro de Free City, un videojuego de mundo abierto de estilo sandbox. La
trama muestra la aventura de Guy en la ciudad digitalizada repleta de
jugadores locos, mientras de paso persigue a la chica que le gusta que está
siendo controlada por una videojugadora y también lucha contra el control
impuesto por unos devs que detrás del ordenador buscan parchearlo para
corregir el error de programación de su código. Sin embargo, las secuencias de
acción me resultan convencionales cuando el chico libre se enfrenta a los
desarrolladores malvados para buscar su código fuente y lidiar con el estatus
de celebridad de internet, presentado con ese tono paródico que evoca en todo
momento un pastiche tonto entre Sobreviven, El show de Truman,
Matrix y Ready Player One, con el ocasional guiño a videojuegos
como Grand Theft Auto V y Fortnite. La premisa, digamos,
es bastante interesante cuando interroga el rol moral de los videojuegos en
los videojugadores, la autoconciencia de la inteligencia artificial y las
trampas de la identidad digital; pero desafortunadamente los trata de una
manera acomodaticia y bastante superficial para complacer al buen público
posmilenial que solo presiona un botón para calmar la ansiedad y fingir que
son felices jugando videojuegos en plataformas de streaming como Twitch o
YouTube Gaming. Los chistes pasados de moda de Reynolds no son suficientes
para impedir el game over de esta propuesta aburrida sobre videojuegos.
Lejos de sus apuntes sobre las clases sociales, Marea alta es una
película de Verónica Chen que, en mi opinión, no funciona ni como drama ni
como thriller y rara vez consigue algún efecto de intriga con la protagonista
que interpreta Gloria Carrá. La propuesta de Chen, estrenada en la plataforma
de Netflix, elabora ciertas lecturas sobre el clasismo, la sexualidad y el
poder de los privilegios en la sociedad argentina, pero la falta de
profundidad de su narrativa los desvanece como las olas que se estacionan a
orillas de la playa. Lo cuenta con la historia de Laura, una mujer rica que
siente que su mundo se desmorona en pedazos tras acostarse con el obrero
machista encargado de construir una barbacoa en su lujosa residencia al lado
de la playa. A un ritmo calmoso, la trama presenta los problemas psicológicos
de Laura cuando comienza a sentirse amenazada por la presencia de los
trabajadores que repudia y que piensa que en cualquier instante pueden abusar
sexualmente de ella. En cierta medida, la premisa tiene un arranque que
despierta mi interés, pero poco a poco me harto de la rutinaria existencia de
la protagonista cuando camina por los aposentos de la mansión preocupada por
que le puedan hacer daño, llamando por el celular al marido y a gente que me
importa muy poco, matando animales silvestres para calmar su ira femenina en
estado latente. A pesar de todo, me parece creíble la interpretación de Gloria
Carrá cuando emplea la expresividad de su rostro para evocar los sentimientos
de culpa, la arrogancia y la rabia soterrada de una burguesa que espera
estallar como un acto de violencia. Es a través de su personaje que Chen
relata el calvario intrínseco de una mujer adinerada que se encuentra atrapada
por las trampas de una vida privilegiada y la paranoia de los prejuicios
clasistas que la lleva a interpretar la discriminación de clases como una
forma de agresión y de invasión de la intimidad femenina (los miserables de
clase trabajadora, por su condición, no merecen entrar en su propiedad y son
violadores en potencia), por lo que busca la venganza para satisfacer sus
delirios. Esa crónica de venganza feminista se encuadra con una puesta en
escena más o menos sofisticada que mezcla el drama con el thriller de invasión
de casa más convencional, donde cada habitación del hogar refleja la lucha de
clases en la esfera capitalista. Pero desafortunadamente el resultado alcanza
una conclusión dúctil y bastante previsible.
Fitzcarraldo es una película que se mueve como un barco por el caudal
de un río, donde Herzog ejerce la función de timonel, pero no como un capitán,
sino más bien como un director poseído por el alma de un conquistador de lo
inútil que está dispuesto a hundirlo para satisfacer sus exigencias
personales. Su propuesta me parece ambiciosa más allá de la simplicidad
narrativa y algunas contrariedades ideológicas. Se dice que la producción
vivió un auténtico caos en la selva amazónica de Perú porque, además de los
accidentes que dejaron múltiples heridos y una insurrección de los extras
indígenas, el equipo tuvo que trasladar un barco de 320 toneladas sobre la
cima de una colina, una hazaña de Herzog que, si no me equivoco, a la fecha
nadie ha conseguido repetir. Su historia se sitúa a finales del siglo XIX y
relata un fragmento de la vida de Fitzcarraldo, un empresario excéntrico y
melómano de la ópera que, tras una mala racha en los negocios, desea construir
un teatro de ópera en la jungla peruana a orillas del Amazonas; aunque para
lograr semejante quimera tiene la idea de viajar en barco por el río y
transportarlo por tierra hasta la cima de un monte con el fin de aprovechar el
atajo y explotar una zona de caucho inexplorada para enriquecerse. La odisea
del navío sobre la montaña es, por así decirlo, el gran espectáculo en el que
Herzog encuadra la acción con una cámara que evoca ese estilo documental y
naturalista de
Aguirre, la ira de Dios, donde captura con el gran plano general a un hombre absorbido por la
inmensidad de una jungla inquieta y descarnada. En la superficie su texto
refleja los límites de la determinación del hombre y los sacrificios
necesarios para alcanzar la gloria. Pero por debajo elabora una lectura
antropológica bastante subrepticia sobre las idiosincrasias de los indígenas y
la manera en que estos, a su vez, fueron explotados sin preocupación por el
dominio poscolonial. Su tratado erige ciertos paralelismos entre los orígenes
del capitalismo y los corolarios del poscolonialismo, aunque puede resultar un
poco ambiguo cuando glorifica la explotación y establece que el hombre blanco
puede conquistar sus sueños explotando a los nativos. Quizá lo más interesante
de su aventura, basada en la figura del barón del caucho peruano Carlos
Fitzcarrald, es la interpretación de Klaus Kinski, quien nuevamente a las
órdenes del director interpreta a un hombre megalómano y lunático que
sobrevive a un mundo hostil con los gestos imprevisibles y la inquietante
expresividad de su rostro. La ópera de Kinski, en plena selva amazónica, es lo
que me hace disfrutarla tanto como la música de Verdi y Puccini recitada por
Caruso.
Rodada poco después de sus documentales cortos que sirvieron como escuela,
Miedo y deseo supone la ópera prima de Stanley Kubrick como director de
cine. Se dice que Kubrick, con tan solo 24 años, la dirigió con un presupuesto
mínimo formado con el dinero de familiares y con un equipo de producción de
tan solo quince personas. Quizá por esas limitaciones presupuestarias es que
se trata de una película antibelicista tan blanda como una balsa de plástico a
orillas del río, pero a mi parecer tiene minúsculos instantes en su ejecución
que demuestran, casi como un experimento, el talento latente de su director.
Empleando la narrativa clásica de los soldados en una misión, relata la
historia de cuatro soldados norteamericanos atrapados detrás de las líneas
enemigas que buscan escapar en la noche a través del río antes de ser
rastreados por el enemigo que acecha detrás de los arbustos, pero poco a poco
se convierten en prisioneros de la paranoia, del miedo, de la locura, de las
pugnas internas de liderazgo y de los deseos reprimidos que destruyen lo que
ellos conocen como moralidad. Kubrick captura la agonía de esos soldados y le
añade profundidad psicológica con el encuadre, el primer plano, la elipsis, la
iluminación barroquista, la voz en off, el plano subjetivo y un uso modesto
del sonido diegético, aunque a veces la proeza estética de su puesta en escena
presenta fallos de raccord clarísimos y una ruptura de eje que en ocasiones
desequilibran el ritmo. Si bien, a pesar de la coherencia de colocar a los
soldados en una situación de peligro ineludible, a veces las acciones lucen
demasiado previsibles y las interpretaciones del reparto, exceptuando a Frank
Silvera como el soldado duro que sabe que está condenado al infierno, carecen
de tacto dramático y expresivo para evocar la desesperación laminada por la
contienda, siendo muy poco creíbles debajo del uniforme prestado que llevan
puesto. Lo más interesante es la manera en que Kubrick los pone a recitar unos
monólogos internos que no solamente ilustran un trato más o menos filosófico
sobre los corolarios de la guerra, sino que, además, reflejan con mucha fuerza
un discurso antibélico sobre cómo el conflicto armado despoja al hombre de su
humanidad hasta dejarlo vacío como una isla desierta. Para Kubrick, todos los
rostros de la guerra son iguales, como lo demostraría más adelante. Desde
luego, con un mejor presupuesto el resultado de este primer largometraje de
Kubrick hubiese sido otro. Pero esa es otra historia.
Rodada poco después de su irregular debut
Los amantes de la noche, Horas de angustia es la tercera película de Nicholas Ray. Como todo
el catálogo inicial de Ray, se trata de una película de cine negro. Aquí Ray
mezcla el cine negro y el drama judicial para ilustrar con cierto pesimismo
apuntes sobre la delincuencia juvenil y la manera en que la misma sociedad
produce antisociales. Pero ni siquiera su discurso social sobre la
delincuencia juvenil o la actuación de peso de Humphrey Bogart puede impedir
que se desplome al vacío con una narrativa dúctil y superficial en la que todo
sucede de la forma más convencional posible, durante una hora y media que
avanza sin ningún tipo de ritmo. En la trama, basada en la novela homónima de
Willard Motley, Bogart interpreta a un intrépido abogado que toma un caso para
defender en la corte a un delincuente italoamericano de cara angelical que es
acusado de asesinar a un policía en medio de una balacera. Su arranque es más
o menos interesante cuando, por medio de las escenas retrospectivas
intermitentes, el abogado con la verborrea de acero relata durante el juicio
la actividad delictiva de ese joven díscolo e impulsivo con el rostro de niño
que tiene como lema "Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver." Pero
entre idas y vueltas, tengo la sensación de que no va a ninguna parte el
relato del abogado que intenta reformar al delincuente desgraciado probando su
inocencia, y la materia se extiende innecesariamente con diálogos baladíes y
situaciones redundantes que solo le restan sustancia a las acciones de unos
personajes que, desgraciadamente, son colocados en la superficie con la única
intención de extender la óptica moralista del texto aleccionador. Con la
historia condescendiente del rebelde con causa interpretado de manera blanda
por John Derek, Ray elabora un comentario social que cuestiona en todo momento
las raíces de la delincuencia juvenil y culpa a la sociedad más que al
individuo al subrayar que el comportamiento antisocial es el producto de los
daños psicológicos inducidos por la procedencia social, en este caso la
pobreza. Su moraleja izquierdosa, que encaja en la corriente categórica de
cine gris, adquiere coherencia con el clímax nihilista y los picados que
anuncian la imposibilidad de misericordia. Pero ni el cuidado compositivo de
su puesta en escena corrige los efectos de un melodrama que no deja de ser
deslavazado y unidimensional.
En esta película, el veterano Clint Eastwood se despide con un neowestern
que, a pesar de la sencillez, no siempre funciona como debería y en el
camino pierde combustible como una camioneta averiada.
Originalmente la idea de “Cry Macho” iba a ser llevada al cine desde hace más
de 45 años, pero hubo una serie de problemas que dificultaron el proceso de
producción. Durante la década de los 70, el autor N. Richard Nash escribió un
guión titulado “Macho” y lo intentó vender al estudio de la 20th Century Fox,
pero su oferta fue rechazada dos veces. Decepcionado por no poder vender el
guión, Nash reescribió el material y lo convirtió en una novela que se publicó
en 1975 con el título de “Cry Macho”. La recepción de la publicación fue un
tanto mixta, aunque las valoraciones positivas superaban con creces a las
negativas, por lo que Nash, aprovechando el ojo mediático, trasladó la novela
al formato de guión sin cambiar ni una sola palabra y finalmente se la vendió
a la Fox y a otros estudios antes de su muerte. El productor Albert S. Ruddy
intentó adaptarla desde que se publicó por primera vez, en producciones
canceladas que incluían nombres como Roy Scheider, Burt Lancaster, Arnold
Schwarzenegger y Clint Eastwood, el cual previamente rechazó protagonizarla en
1988. Tras varios años de retrasos, su preproducción comenzó en 2020, cuando
el mismo Eastwood informó que iba a producir, dirigir y protagonizar la
película para la Warner Bros. Pictures con el mismo guion de Nash.
Cry Macho, que se ha estrenado recientemente en las salas de cine y
en la plataforma de streaming de HBO Max, es una película que dialoga con
los tópicos habituales en la filmografía del nonagenario Eastwood, pero se
acerca más a trabajos suyos como
Gran Torino
y
La mula, ambas escritas con un guión de Nick Schenk, quien también coescribe esta.
Eastwood, con más de 90 años, la dirige como un neowestern en el que habla
sobre la pérdida, la inmigración, la familia y la redención, pero incluso
encajando más o menos bien en el rol del viejo roble con alma de vaquero, su
drama de carretera da tantas vueltas como caballo de rodeo y rara vez posee
un instante que sea conmovedor con su cuento de lecciones morales. A pesar
de la tibieza que observo en el viaje por la autovía, me veo obligado a
quedarme hasta el final porque tengo la sensación de que esta es la última
película de ese vaquero legendario de Hollywood llamado Clint Eastwood,
aunque quiero pensar que estoy equivocado.
La película se sitúa en 1979 y trata sobre Mike Milo (Clint Eastwood), un
viejo vaquero que se retiró del rodeo tejano debido a una grave lesión en la
espalda. Un año después, Mike acepta a regañadientes el mandato de su
antiguo jefe, Howard Polk (Dwight Yoakam), quien le encarga viajar en su
camioneta a través de la frontera con México para traer de regreso al hijo
de 13 años de este llamado Rafo (Eduardo Minett). Al cruzar el borde, Mike
llega a México y conoce a la madre del chiquillo, Leta (Fernanda Urrejola),
quien es una mujer ligada al narcotráfico que afirma que su hijo Rafo se
dedica a las peleas de gallo clandestinas y a la delincuencia juvenil. Poco
después, Mike recorre las calles del pueblo y encuentra a Rafo apostando en
una pelea de gallos que es interrumpida por la policía local.
A través de un breve coloquio, Rafo acepta ir a Texas junto a Mike y su gallo
Macho porque desea ver el rancho de su padre. Tras una discusión con Leta por
el niño (Leta no quiere que Mike se lo lleve tras negarse a acostarse con
ella), Mike es amenazado por los tipos peligrosos y se va por la frontera en
su automóvil, pero de pronto se da cuenta de que el niño se ha escabullido en
el asiento trasero como un inmigrante ilegal. Después de una larga
conversación, ambos se hacen amigos. Pero en el camino pasan unas cuantas
cosas inesperadas que, como es de esperar, complica el regreso a casa.
El vínculo que se desarrolla entre Mike y Rafo se debe a que ambos comparten
la pena de la soledad y la ausencia de una familia. Uno es un joven díscolo
y astuto que se encuentra desorientado por la falta de educación producida
por un núcleo familiar disfuncional (su madre no lo quiere) y los constantes
abusos físicos (se ostenta que Rafo tiene cicatrices en el cuerpo). El otro
es un viejo vaquero aleccionador y cínico afectado por una desilusión
profunda originada por su pasado trágico que, de alguna manera, lo obliga a
realizar la misión. Ambos se relacionan como abuelo y nieto. Y en el
trayecto se enfrentan a calamidades ocasionadas por algunos golpes de efecto
del guión, como los secuaces del cartel que envía la borracha Leta para
intimidar a Mike y obligar que Rafo se quede en México, las conversaciones
en el interior del carro sobre el gallo y la palabra “macho”, el extravío de
la furgoneta en manos de unos bandidos que los fuerza a robar otro auto
sucio y abandonado en las periferias, la presencia de los agentes federales
que de lejos vigilan la autopista para que ellos no crucen la frontera, la
visita a un restaurante en el que reciben la hospitalidad de la afable Marta
(Natalia Traven) y se quedan a pasar la noche, la labor en un rancho cercano
donde Mike atiende los animales de los lugareños y se gana la vida domando
los caballos salvajes de un ganadero que los vende. La ristra de situaciones
entre el cowboy y el muchacho se presenta con cierta simplicidad, pero,
francamente, me parece que hay pocas cosas reveladoras y todas las acciones
suceden de una manera blanda y previsible.
Como si se tratara de un híbrido entre Gran Torino y La mula,
Eastwood ilustra un discurso sobre la pérdida, las heridas del pasado y la
redención formada por los lazos familiares. Muestra a Mike como un hombre de
tercera edad que traba amistad en la pista con un chaval extranjero al que
orienta con sus anécdotas y, como todo un vaquero, rescata de matones que
desean raptarlo. Debajo de las botas con espuelas, los jeans azules, la
chaqueta de cuero marrón y el sombrero, su personaje anhela redimirse por
causa de una tragedia familiar. Los matices y la motivación de su personaje lo
revela por medio de una plática con Rafo, al que le relata que la razón por la
que ha aceptado la tarea de llevarlo hasta donde su padre es porque, en el
pasado, antes de ser una estrella de rodeo, su esposa y sus hijos murieron en
un accidente de tránsito, y este luego cayó en una vida de excesos y
alcoholismo para tratar de olvidar la dura pérdida. Y Howard, el padre de
Rafo, fue el único que rescató a Mike del abismo del alcohol y le dio trabajo
en el mundo del rodeo y la ganadería.
Esta revelación incrustada en los diálogos hace que se entienda el llamado
del deber del protagonista: reunir al chico con el padre para saldar la
deuda. Pero, también saca a la luz que Howard contrató a Mike porque anhela
obtener dinero de la custodia del niño, aunque es una cuestión secundaria.
Por otro lado, Mike halla la redención cuando lentamente se enamora de
Marta, porque además de ser una viuda y una señora mexicana típicamente
humilde, ella también comparte el dolor de perder a sus seres queridos. O
sea, a fin de cuentas es el cuento de un vaquero que quiere rehacer su vida
formando una familia.
A sus 90 años, Eastwood ya no interpreta a ese señor duro y peligroso que
escupe sobre cualquier cosa que huela a vejez, como lo hizo al ponerse en la
piel del veterano Walt Kowalskique se negaba a aceptar la
petición de la familia de retirarse a un asilo de ancianos en
Gran Torino, o como el anciano traficante de drogas Earl Stone en
La mula, donde emplea el fuera de campo para darle una paliza a unos
matones del cartel (antológico el plano donde mira a la cámara dentro de la
camioneta). Aquí muestra todo lo contrario a esa figura imponente que lo hizo
un ícono del cine y que todavía demostraba en su vejez. Su caminata lenta, su
aspecto escuálido y los gestos temblorosos hasta para quitarse el sombrero y
agarrar la taza de café, anuncia que hasta para un vaquero de su calibre el
tiempo le ha pasado por encima, mostrando la vulnerabilidad de la ancianidad
sin adornos ni exageraciones. El personaje que interpreta, Mike, es un vaquero
anciano que, a pesar de la fragilidad de la vejez, se compromete moralmente a
ayudar al prójimo y dar lecciones sobre la familia como último testamento,
sustituyendo la rudeza por la solidaridad, pero sin renunciar, en ningún
momento, a la valentía que le permite defender a los suyos como un héroe en
los momentos de peligro.
El problema fundamental de este western de carretera, creo, es la clarísima
falta de pujanza con la que Eastwood acomoda a sus personajes y los
coloca durante una hora y media por las vías facilonas de la rutina y el
cliché, como si por su avanzada edad lo hiciera a desganas para cerrar
definitivamente una carrera de más de 50 años en la silla de director. Se
agradece, por supuesto, el esfuerzo de dirigirla con 90 años (actualmente
tiene 91 años), pues muy pocos directores pueden agarrar una taza de café a
esa edad sin que le tiemblen las manos, además de encuadrar al vaquero
retirado con un estilo visual austero y grisáceo que parece casi como un
anuncio comercial de Marlboro. Su drama termina encendido con el significado
de que la única fortaleza del hombre bueno es hacer lo correcto, simbolizado
quizá por el gallo Macho que Rafo le regala a Mike (el gallo refleja su coraje
para proteger, su fuerte temperamento y anuncia la prosperidad que ilumina su
camino como los cantos matutinos) en la climática escena de la despedida tras
haberlo ayudado a tomar sus propias decisiones en la vida. En la gran pantalla
Eastwood siempre ha encarnado a ese gallo de pelea que se hace pasar por
macho. Pero desafortunadamente este episodio en la gallera supone, al menos
para mí, una despedida regular y algo más que olvidable en su carrera como
actor y director. Se apaga tan rápido como la ceniza de un cigarrillo.
Ficha técnica Título original: Cry Macho Año: 2021 Duración: 1 hr 43 min País: Estados Unidos Director: Clint Eastwood Guión: N. Richard Nash, Nick
Schenk Música: Mark Mancina Fotografía: Ben Davis Reparto: Clint Eastwood, Eduardo Minett,
Natalia Traven, Dwight Yoakam, Calificación: 6/10
El viernes por la noche, explorando el catálogo de la edición de este año del
Festival internacional de cine de Fine Arts, consumo durante hora y media las
imágenes de La fiera y la fiesta, la nueva película de Israel Cárdenas
y Laura Amelia Guzmán. Por lo que me habían contado pensaba que se trataba de
una obra mayúscula del cine dominicano, pero por lo visto vi otra cosa. La
película de los directores de la insulsa "Dólares de arena", digamos, muestra
una especie de homenaje póstumo al cine de Jean-Louis Jorge, ese oscuro
cineasta dominicano que murió trágicamente asesinado a principios de este
siglo. Pero, incluso contando con un estilo visual que mezcla el onirismo
kitsch y la transgresión vampírica de tintes tropicales, me parece un
ejercicio anodino y terriblemente indulgente que pone sobre la mesa una serie
de personajes que son tan huecos como el fondo de una piscina. Su protagonista
es Vera, una actriz en el ocaso que viaja a República Dominicana para realizar
una película a partir del guión inconcluso de su difunto amigo, Jean-Louis
Jorge. La trama de Vera tiene un arranque más o menos interesante cuando ella
hace turismo interno mientras evoca los recuerdos perdidos de los filmes de
Jorge y discute detrás de cámaras con el director colombiano Luis Ospina y el
vampírico Udo Kier. Pero a la media hora, el trato innecesariamente arrítmico
de su narrativa, me produce efectos dormitivos al observar que la rutina de la
protagonista se repite cuando camina desilusionada por los platós y asiste a
fiestas de esnobs culturales que solo hablan de arte kitsch y bailan
semidesnudos en los jardines a merced de la luna llena. La Vera que interpreta
Geraldine Chaplin es un poco olvidable cuando emplea su expresividad para
capturar la melancolía de la actriz septuagenaria absorbida por los recuerdos
y el fantasma del cineasta que busca apuñalar a los que chupan la sangre de
los que hacen cine como acto de redención. A modo subrepticio, Guzmán y
Cárdenas no solo encuadran la acción de la protagonista para esquematizar un
discurso sobre el olvido y los pasajes recónditos de la memoria, sino también
sobre la identidad sexual y la naturaleza del cine como una puerta para
reflejar el dolor producido por la crisis creativa de un cineasta. Pero de
nada sirve la estética del metacine, los bailes exóticos y el aroma a
melodrama cabaretero de los 70 que, en efecto, solo busca señalar una y otra
vez el universo excéntrico e irrealista del cine de Jorge con películas como
La serpiente de la luna de los piratas y
Mélodrame. Su resultado luce algo adocenado y mecánico con esos personajes de
plástico, consciente en todo momento del artificio camp que, a fin de cuentas,
no dice nada revelador.
Tierra de policías, la segunda película de James Mangold en la silla de
director, tiene una intriga que mantiene enganchado en todo momento con su
trama sobre la corrupción policial. Es una película que emplea de una manera
solvente las convenciones del cine policial, donde nunca faltan los tipos
malos que se ensucian las manos con los revólveres calibre .38 y el policía
honesto motivado por la ética del deber que intenta sacar la verdad a flote.
Su protagonista es Freddy Heflin, el alguacil de un pequeño pueblo que es
testigo ocular de las acciones de unos agentes corruptos de la policía de la
ciudad de Nueva York que viven en la comunidad y que, tras cansarse de tolerar
humillaciones de ellos por su condición (sordo de un oído) y su aparente
torpeza, se dispone a cooperar con otro oficial de Asuntos Internos para
investigar el caso de un oficial desaparecido muy conectado a los corruptos
que, en una noche de borrachera, mató a dos afroamericanos. Su argumento,
firmado por un guión de Mangold, tiene situaciones tensas en la que abundan
los tiroteos, las sospechas y las persecuciones por las calles neoyorquinas,
además de unos diálogos que son tan sólidos como la munición de una pistola
cuando el protagonista íntegro y fracasado se da cuenta que los policías que
idolatra son tan sucios como el fango de los contenes. La interpretación de
Stallone, que ganó unas 40 libras para el cambio físico del personaje, me
parece bastante creíble como el sheriff derrotista e ingenuo de Garrison que
se enfrenta a sus temores intrínsecos combatiendo a policías corruptos,
alejado diametralmente del estereotipo de hombre de acción que siempre ha
interpretado a lo largo de su carrera. Está acompañado por un buen reparto de
secundarios encabezado por Robert De Niro, Ray Liotta, Robert Patrick y Harvey
Keitel. Mangold los encuadra con un estilo que bebe de los elementos del
neo-noir para reflejar, con cierta audacia, la manera en que la corrupción
policial y el racismo sacuden las calles peligrosas de la ciudad de Nueva
York, además de que dialoga con cierta simplicidad sobre el ejercicio del
deber moral que motiva a los policías a combatir esas prácticas delictivas. El
tiroteo climático, en el que usa mayormente el ralentí y el sonido interno
subjetivo para evocar la vulnerabilidad del personaje (su sordera), tiene la
potencia de un revólver. Su cinta policial es rítmica, consistente y
entretenida.
Rodada en 16mm con presupuesto diminuto en tan solo 21 días y compuesta por un
elenco de actores no profesionales, Carterista es una película que
supone, a mi parecer, una sólida ópera prima del cineasta chino de cabecera de
sexta generación, Jia Zhangke. Yo tenía unos cuantos años tratando ubicarla,
pero finalmente la he podido ver en una edición restaurada por The Film
Foundation’s World Cinema Project. Y se ve genial. En su debut, Jia ofrece un
retrato bastante sobrio sobre la falta de oportunidades y la miseria en un
pequeño pueblo chino que atestigua el inicio de la transformación
socioeconómica motorizada por el capitalismo y el desplazamiento urbano. Su
protagonista es Xiao Wu, un carterista de poca monta que deambula por las
calles sucias de un poblado pobre sin ánimos de progresar, como un ser
solitario adicto a la nicotina, decepcionado cuando ve con sus anteojos que
sus otros colegas, también antiguos rateros, ahora son comerciantes de
relativo éxito y, él, por el contrario, vive atrapado en la inopia y en la
imposibilidad de adaptarse. A un ritmo pausado, la narración de Jia me resulta
conmovedora cuando el díscolo Xiao conversa con el mejor amigo que se va a
casar y se niega a invitarlo a su boda, saluda a los amigos hipócritas que la
dan espalda, establece una relación efímera con una prostituta de un burdel
con karaoke, visita a su familia disfuncional y empobrecida en una comunidad
rural y, sobre todo, cuando camina a ninguna parte como un auténtico
derrotista por los callejones oscuros donde solo se respira polvo y sordidez,
mientras de paso un policía le sigue los rastros por su historial delictivo.
Jia, que filma la acción en su ciudad natal de Fenyang, encuadra la vida de
ese delincuente perdido y desilusionado con una amplia economía de recursos
estéticos que reflejan, tempranamente, sus habilidades para narrar, como el
empleo de los colores rojos y verdes para señalar el peligro y la serenidad
del protagonista, el uso acertado del sonido diegético, el fuera de campo, el
fundido a negro y diversos travellings de seguimiento ejecutados con una
cámara en mano bastante realista que encuadra los exteriores empobrecidos que
azota al protagonista. Y consigue una actuación muy orgánica de Wang Hongwei
como ese ladrón desesperanzado y alienado que parece condenado a un ostracismo
social que lo consume como la ceniza de un cigarrillo. Su personaje es una
efigie del propio director. Y en ese sentido, su película es tan intimista
como desgarradora.
El lunes por la noche paso un rato más que aburrido consumiendo las imágenes
de El último magnate, la última película de Elia Kazan como director.
Está adaptada, irónicamente, de la última novela de F. Scott Fitzgerald, quien
tristemente la dejó inacabada cuando murió de un infarto en 1944. Como drama
ofrece un discreto homenaje al cine clásico de Hollywood de los años 30, pero
me resulta tan plana como una cinta de nitrato que se quema a fuego lento con
el protagonista inerte que interpreta Robert De Niro, durante dos horas
carentes de ritmo que exigen con carácter de urgencia unos cuantos cortes en
la sala de montaje. Su protagonista, inspirado claramente en Irving Thalberg,
es un productor de un estudio de cine en Hollywood llamado Monroe Stahr. Toda
la trama gira alrededor de Stahr en el Tinseltown de los años 30, donde ejerce
su poder como cabeza de producción, despidiendo del plató a directores ineptos
que no toleran a las actrices pedantes, mirando con ojo crítico las películas
producidas en una sala oscura para garantizar el estándar de calidad,
enseñando a guionistas borrachos y díscolos a escribir diálogos que sean
orgánicos, y sobre todo, enamorándose obsesivamente de una bella joven que le
recuerda a una diva del espectáculo que murió años atrás. Kazan encuadra la
vida de ese personaje con una reproducción de la época que es bastante vivaz y
auténtica cuando muestra la labor en los sets de rodaje y tiñe de blanco y
negro las escenas que, a modo de metacine, metaforizan el proceso de
realización y la idealización de las estrellas del cine, además de capturar el
glamour típico de la época dorada de Hollywood. Pero como tapiz sobre el
suelo, mantiene las acciones del personaje en la superficie cuando presenta su
auge y caída a través de los tópicos sobre el amor no correspondido, el poder
efímero y la ambición suplantada por la tragedia. Todos los personajes que
muestra parecen figuras de cera de museo: son estáticos, huecos y
artificiosos. Parece casi una pasarela de estrellas desperdiciadas. De Niro, a
pesar de que asume con cierta credibilidad el papel del productor arrogante y
obsesivo que sacrifica su carrera por una rubia de platino, consigue una
interpretación de una sola dimensión, alejada de matices que profundicen los
conflictos intrínsecos de su personaje. Su actuación como el magnate que
construye la fábrica de sueños es tan floja como olvidable.
Ficha técnica Título original:The Last Tycoon Año: 1976
Duración: 2 hr 03 min
País: Estados Unidos
Director: Elia Kazan
Guion: Harold Pinter
Música: Maurice Jarre
Fotografía: Victor J. Kemper
Reparto: Robert De Niro, Robert Mitchum, Theresa Russell,
Ingrid Boulting, Jack Nicholson, Jeanne Moreau, Dana Andrews, Tony
Curtis, Ray Milland, Donald Pleasence, Anjelica Huston,
En esta película, McCarthy presenta sus tópicos recurrentes sobre el
dolor, la culpa y la reconciliación, pero con una trama bastante
convencional de un padre al rescate de su hija.
Con el paso de los años, me he dado cuenta de que el cine de Tom McCarthy, con
algunas excepciones notables, no es exactamente de mi agrado y cada vez noto
más que sus películas se construyen reciclando viejas ideas de sus trabajos
anteriores. Sus películas tratan temas como el dolor, la culpa, la pérdida y
los traumas del pasado, pero con unos personajes ilustrados con un desarrollo
artificioso que carece de golpes dramáticos y que tira por la ventana ese
componente llamado emotividad. No puedo decir nada bueno de su regular debut
en Vías cruzadas, donde un enano solitario se hace amigo de un vendedor
cubano de perros calientes y de una mujer con tendencias suicidas. Tampoco de
Visita inesperada, en la que se aborda el interculturalismo y la
inmigración con la tibia historia de un profesor angustiado que entabla
amistad con unos inmigrantes. Y mucho menos de la insulsa Ganar Ganar,
en la que un abogado y entrenador de lucha libre desgraciado se dispone a
entrenar al nieto del cliente que ha traicionado. Insólitamente solo
En primera plana
me parece su obra cumbre cuando presenta, de manera orgánica e inolvidable, la
tarea de unos periodistas de investigación para sacar a la luz los escándalos
de abusos sexuales de la Iglesia Católica.
Quizá por esa última es que acudo con cierto entusiasmo a ver
Stillwater, también titulada por estos lados como
Cuestión de sangre, la película más reciente de McCarthy que tuvo su
estreno en la pasada edición del Festival de Cine de Cannes celebrada en el
mes de julio, donde tengo entendido que obtuvo de parte del público una
ovación de pie durante cinco minutos. No sé en lo absoluto si la supuesta
lluvia de aplausos era parte de una campaña mercadológica (como es ya usual en
los festivales de cine internacional) para vender la película al distribuidor
de al lado, pero a decir verdad no creo que merezca ni siquiera un segundo de
elogios. Su propuesta, basada libremente en el caso de Amanda Knox, tiene un
arranque más o menos interesante tratando las materias habituales de McCarthy,
pero desafortunadamente a la media hora su drama pierde los registros emotivos
y se seca como un pozo petrolífero en el desierto cuando Matt Damon interpreta
a un héroe ordinario perdido en Marsella que, como padre, busca redimirse por
las tragedias personales del pasado para reconciliarse con la hija involucrada
en un asesinato, narrada con un ritmo torpe que me produce serios efectos
dormitivos y una duración excesiva que pide a gritos unos cuantos cortes.
La trama siegue a un trabajador petrolero llamado Bill Baker (Matt Damon),
el cual abandona su puesto de trabajo en Stillwater, Oklahoma, y viaja a
Marsella, en el sur de Francia, para visitar a su hija Allison (Abigail
Breslin), quien lleva cinco años cumpliendo una sentencia de prisión de
nueve años por un crimen que supuestamente no cometió. A través de los
coloquios que Bill sostiene con Allison en sus visitas a la cárcel se
revela que mientras ella asistía a la universidad de Marsella, fue
condenada por el homicidio de su compañera de cuarto y amante infiel,
Lina. Allison le pide Bill que le pase una carta a su abogada defensora,
en la que afirma que uno de sus profesores llegó a escuchar el nombre del
hombre que asesinó a Lina. Tras una reunión fallida con la abogada que
ignora la correspondencia y se niega a reabrir el caso por pura
especulación, Bill, confiado en la inocencia de su hija, recorre las
avenidas de los suburbios marselleses para investigar por sí solo.
Como es habitual en algunas de las películas de McCarthy que mencioné más
arriba, el protagonista es un hombre reservado y duro con un pasado
trágico que intenta olvidar para adquirir la tarjeta de redención, aunque
esta ocasión cumple con el estereotipo común de la clase social conocida
como white trash. Baker no solo es mostrado como un hombre blanco de clase
obrera que ha pagado las facturas del alcoholismo, la cárcel y el
matrimonio disfuncional que terminó con el suicidio de su esposa y la
ruptura con su hija Allison; sino, además, como uno motivado por el deber
paterno que lo obliga a mentirle a su hija para tomar la justicia en sus
propias manos y encontrar al prófugo que las autoridades dejaron huir. Su
motivación lo convierte casi en un detective cuando transita los
callejones sórdidos, pregunta por nombres y lucha contra la barreras
lingüísticas para que su indagación tenga algún tipo de resultado y puede
reconciliarse con su hija. Esto es visible, primero, cuando Bill se
estaciona en Marsella por varios meses y conoce a Virginie (Camille
Cottin), una actriz francesa de teatro que lo ayuda a traducir y le
permite hospedarse en una habitación alquilada de su casa mientras este
investiga y trabaja en la construcción, donde también hace de figura
paternal de la hija pequeña de esta llamada Maya (Lilou Siauvaud). Y,
segundo, cuando restablece su vínculo afectivo con Allison aprovechando el
único día libre del año que ella tiene fuera de la prisión.
La narrativa de ese personaje, en cierta medida, me resulta demasiado
unidimensional y cansina por la manera en que sus acciones parecen
repetirse a lo largo de dos horas interminables, además de que en algunos
pasajes se torna previsible cuando se emplea con torpeza el recurso de la
casualidad. De ese modo no me sorprende para nada que Bill salga caminando
como Jason Bourne por las calles de los barrios para tocar puertas,
soborne a un ex policía para adquirir una muestra de ADN y pregunte por
gente sin importarle el peligro al que se pueda enfrentar. Tampoco cuando
una mujer de un barrio le dice que el homicida se llama Akim, ni cuando
imprime unas cuantas fotos de Instagram de los círculos sociales de
Allison para que ella lo identifique y él, guiado por la fotografía, salga
a localizarlo por los arrabales de día y de noche con toda la intención de
secuestrarlo y de golpearlo hasta que escupa la verdad, cosa que consigue
en una tonta y predecible secuencia del estadio de fútbol donde Bill se
topa con Akim por segunda vez (en la primera lo vio de lejos en un
distrito pero fue golpeado por pandilleros y lo dejó escapar) y finalmente
lo secuestra, dejándolo amarrado en el sótano del edificio de Virginie.
Damon, en su primera colaboración a las órdenes de McCarthy, ofrece una
interpretación más o menos creíble como ese roughneck temerario,
obstinado, honesto, de acento sureño y de modales brutos que, por su
condición social y escasa educación, se rehúsa a contactar a la policía a
medida que esclarece las pistas y afronta explícitamente el reto de hallar
al culpable por la vía de la violencia clandestina. El estudio psicológico
de su personaje tiene un tacto orgánico cuando evoca la ira soterrada, el
desconsuelo y la preocupación del padre con la mirada y los gestos
estoicos. Pero desgraciadamente su efigie de héroe común estadounidense se
desploma al vacío cuando ciertas acciones lo ponen a caminar por las
mismas rutas y rara vez demuestra una pujanza dramática que alcance a
plenitud las tres dimensiones. Las circunstancias que atraviesa su
personaje se olvidan tan rápido como ruedan los créditos.
En el fondo, el argumento está basado parcialmente en la odisea de Amanda
Knox, pero McCarthy sustituye Italia por Francia, le cambia el nombre a
Allison y añade el discurso del sacrificio paternofilial para
ficcionalizar los hechos verídicos y evitar cualquier demanda potencial.
En un principio muestra a Allison casi como una malvada, aunque a lo largo
de la narración limpia su nombre. Propone que todo el barullo se origina
porque en el pasado Allison, cansada de las infidelidades de Lina, le
ordenó a Akim que la desalojara de la casa tras su separación y le pagó
con un collar de oro con la palabra "Stillwater”, pero el muchacho recibió
el mensaje equivocado y terminó asesinándola, fruto de que Allison
confundió algunas palabras en francés. Y ahora, como Allison, cayó en la
cárcel por ser la principal sospechosa, está desesperada por que Akim sea
arrestado (porque la policía marsellesa es tan inepta que no puede
hallarlo por ninguna parte), aunque se ve obligada a mentir sobre lo
sucedido para que su condena no sea extendida. Esto se evidencia en dos
escenas fundamentales. Primero en la escena en la que Bill dialoga a
puertas cerradas con Akim en el sótano y este le cuenta su versión hasta
hacerlo dudar de la inocencia de su propia hija, y, segundo, en el epílogo
donde Bill recibe una condecoración en Oklahoma y Allison le cuenta la
verdad de lo que realmente pasó.
Quizá la única escena que me provoca algún tipo de tensión es el clímax en
el que Bill es detenido e interrogado por la policía y piensa, con mucho
temor, que va a ser arrestado irónicamente por mantener cautivo en el
sótano al asesino de la joven, pero da un respiro de alivio al enterarse
de que los agentes no encuentran nada porque Virginie, que ya sospecha
fuera de campo tras la conversación con el policía que finge inspeccionar
la morada, deja que Akim escape. Todo lo demás me parece pura bagatela y
no hay ni un solo momento que me resulte conmovedor o decididamente
revelador cuando efectúa su desequilibrada mezcolanza entre el drama, el
crimen y el thriller sobre el padre que quiere sacar a su hija de la
cárcel. Del cine de McCarthy ya no espero nada, y esta entrega solo
confirma mis dudas.
Ficha técnica Título original: Stillwater Año: 2021 Duración: 2 hr 19 min País: Estados Unidos Director: Tom McCarthy Guión: Tom McCarthy, Thomas Bidegain,
Noé Debré, Marcus Hinchey Música: Mychael
Danna Fotografía: Masanobu Takayanagi Reparto: Matt Damon, Camille Cottin, Abigail Breslin, Lilou
Siauvaud, Calificación: 5/10
Buscando en el catálogo de Netflix me he topado con
Descuida, yo te cuido, la nueva propuesta del director J Blakeson, una
de las películas aclamadas de la pasada temporada de premios en la cual
Rosamund Pike ganó el Globo de Oro a mejor actriz en la categoría de comedia.
Por razones que se me escapan en aquel entonces no pude verla, pero ahora,
tras el visionado, cuestiono dicha aclamación. Cuenta con una actuación
sofisticada de Pike como la estafadora con la sonrisa de muñeca, pero como
thriller de comedia negra atraviesa varios caminos comunes que la vuelven
aburrida cuando prepara su trama satírica a la orden del feminismo de papel
que tanto anda de moda. La trama sigue a Marla Grayson, una mujer cínica y
elegante que, como buena trabajadora ambiciosa al servicio del capitalismo más
voraz, se gana la vida como una timadora que blanquea la tutela legal de los
ancianos, aprovechando que son vulnerables para colocarlos en un asilo por
órdenes de un tribunal mientras de paso se roba y pone a la venta las
posesiones de ellos junto a su pareja y compañera, Fran. Como es de esperar,
el conflicto del argumento detona circunstancias inesperadas para la
protagonista cuando una señora a la que ella intenta estafar metiendo en el
asilo resulta ser la madre querida de un gánster ruso. Y tiene sus momentos de
intriga cuando la estafadora inescrupulosa que se aprovecha de los jubilados
colisiona con los hombres del gánster hasta sacar su lado sociopático. Pero
todo permanece en la superficie, en una narrativa sin profundidad donde todo
se resuelve de manera facilona a través de los mecanismos usuales de la
comedia negra de venganza y del thriller gansteril. Solo la actuación de Pike
impide que se ahogue en un río cuando emplea la mirada desquiciada y la
sonrisa siniestra para añadirle matices a la personalidad volátil de Marla,
algo que de alguna manera me recuerda la perversidad que mostró en
Perdida
hace unos años. Peter Dinklage me parece que pisa algunos clichés del libro
como el gánster peligroso y reservado. Blakeson los encuadra en una puesta en
escena que presenta un estilo visual bastante colorido donde prima la
elegancia pop y la música electrónica. Su propuesta realiza ligeros apuntes
sobre la corrupción de las tutelas legales y el precio de la codicia en la
esfera capitalista, pero a fin de cuentas como sátira carece de vigor.