Crítica de 'Spencer': mito de una princesa enjaulada

 El nuevo biopic realizado por el director chileno Pablo Larraín abraza de forma embriagadora la trágica existencia de la princesa Diana de Gales.


Spencer


La historia de los monarcas y aristócratas, por alguna razón que desconozco, siempre me han parecido interesantes porque de alguna manera la posteridad los pinta como dioses que por gracia divina están por encima de los mortales, a pesar de que son simples humanos de carne y hueso. En algunas se reflejan las tradiciones de la nobleza milenaria, y también la locura y la sangre derramada por los excesos de megalomanía. La lista es inabarcable. Pero de todos los que he digerido, particularmente siempre me ha llamado la atención el caso de la princesa Diana porque su obra es diametralmente lo opuesto. Antes de su trágico accidente, la princesa Diana era vista por los medios de comunicación, no solo como un ícono de la moda y su amplia labor humanitaria, sino, además, como una mujer desilusionada por la vida privada tumultuosa que era ocasionada, en parte, por el matrimonio disfuncional que mantenía con el adúltero príncipe Charles desde principio de los años 80 y por los rígidos protocolos de la realeza británica que solo le causaban una infelicidad suicida y en el fondo agudizaban su necesidad de liberarse de las costumbres ortodoxas que la encarcelaban. Esa parte de su vida se ha ilustrado en unos cuantos documentales, libros, series de televisión y ahora, recientemente, en una película de Pablo Larraín.

Esta película tiene como título Spencer y sigue esa tendencia de Larraín, al menos en esta etapa de su carrera, de retratar el resquebrajamiento psicológico de mujeres que están nubladas por la desilusión, como en Jackie y Ema. Se trata de un drama biográfico que ficcionaliza en clave psicológica la angustiante vida privada de la princesa Diana que se lleva a cabo en los pasillos de un castillo de la realeza que la encierra como si estuviera en un manicomio o una prisión estatal, en las vísperas de una Navidad muy grisácea. El ejercicio de estilo con el que Larraín muestra la crisis de Lady Di es desasosegante, claustrofóbico, intimista, dotado de cierta fastuosidad en los decorados y en el vestuario, pero, sobre todo, iluminado en todo momento por una brillante interpretación de Kristen Stewart. Cuando Stewart está en pantalla reproduce a la perfección a la princesa de Gales y hace posible que tenga sustancia el discurso sobre la ansia de aislamiento, la desestigmatización social y los ritos decimonónicos de la monarquía.






Spencer se ambienta en diciembre de 1991 y narra, de una forma ficticia, casi como una fábula, la permanencia de la princesa de Gales, Diana Spencer (Kristen Stewart), con la familia real británica en medio de los preparativos para las vacaciones de Navidad en la lujosa mansión Sandringham House de la reina en Norfolk. En la apertura un grupo de militares bastante siniestros, que bien simbolizan el inmenso poder que se avecina, revisan las instalaciones y colocan sobre las mesas de la cocina las armas en forma de alimentos, mientras el chef real, Darren McGrady (Sean Harris), ejerce su autoridad sobre unos cocineros que se portan como si fueran también soldados del ejército. Paralelamente, Diana se desplaza por la carretera conduciendo su Porsche y se detiene en un restaurante para pedir direcciones mientras los clientes se quedan mirándola perplejos. La escena en cuestión revela el lado espontáneo y aterrizado de una mujer de la realeza que está dispuesta a rodearse del pueblo alejada de cualquier prejuicio. En el camino, se topa con el chef y tras un coloquio breve en el campo, camina hasta una llanura donde recoge el abrigo rojo colocado sobre un espantapájaros que le recuerda el pasado. Tiempo después, al llegar tarde a la residencia (incluso después de que la reina llegara), Diana es recibida por el estricto mayordomo Alistair Gregory (Timothy Spall), con el cual sostiene una conversación sobre la tradición centenaria de la realeza de pesar sobre una balanza a todos los invitados antes de la cena (tienen que engordar un kilo como mínimo antes de irse para probar que disfrutaron la Navidad).





El argumento presenta a la princesa de Gales como una mujer reservada, delicada, solitaria y algo obstinada, cuya travesía al majestuoso palacio campestre de Sandringham exterioriza su grave descontento por la praxis ortodoxa de la realeza británica, mostrando solo un atisbo de felicidad cuando está al lado de sus dos hijos pequeños, William (Jack Nielen) y Harry (Freddy Spry). A partir de su estadía en los aposentos del castillo, varios golpes de efecto del guión de Steven Knight sueltan estelas discretas que puntean los problemas psicológicos de Diana cuando tiene alucinaciones al descubrir un libro sobre la tragedia de Ana Bolena en un rincón de su cuarto que la traslada a episodios de ensoñación prolongados.

El detonante se amplía en una secuencia nocturna en la que asiste con un vestido verde a la recepción de Nochebuena y en plena cena mira con cierto desdén a la reina (que luego se transforma en Ana Bolena), a su marido el príncipe Charles (Jack Farthing) y, sintiéndose abrumada, se quita abruptamente el collar de perlas que rodea su cuello para comérselas en la sopa. El primer plano de su rostro al tragarse desesperadamente cada una de las perlas, la percutiva música diegética in crescendo de los violines de los músicos y la iluminación barroquista de los candelabros del escenario, no solo registra su apatía por las prácticas asfixiantes de la monarquía que la aprisionan (el collar de perlas que le dio Charles simboliza las cadenas que anhela romper) y el repudio hacia el esposo infiel que fuera de campo la engaña con otra en la misma morada, sino que, además, magnifica el comportamiento errático provocado por el trastorno psicológico de personalidad y la bulimia que la pone buscar comida por las noches mientras es observada por la vigilancia permanente del mayordomo de presencia siniestra que la inquieta con sus advertencias. En casi todas las escenas sus diálogos ilustran las inquietudes más íntimas de su agitada vida matrimonial: el inaguantable entorno monárquico, las infidelidades del esposo, el hostigamiento de los códigos de vestimenta, la sinuosidad de la familia real contra su persona.






En términos generales, la narrativa desvela que el proceso de disociación que aísla a la princesa Diana del ambiente aristocrático es ocasionado porque, subrepticiamente, le resulta insoportable socializar y adaptarse a una familia de autómatas que pasan todos los días obedeciendo las reglas de la etiqueta real y el protocolo de la suntuosidad, pendientes de cambiar la ropa para el almuerzo, la hora del té y la cena, atados perpetuamente a una existencia superflua que obedece a rituales ancestrales, entre la hipocresía que falsifica las apariencias y las mentiras más aparentes del consorte adulterino, además de que ellos ven como una preocupación la tormenta mediática que ha creado su imagen de celebridad con los cientos de fotógrafos que esperan fotografiarla cuando abra las cortinas de la habitación. La desesperación y la enorme presión ejercida por la corona que de forma sinuosa reprueba sus acciones, amplía el espectro de neurosis que manifiesta sobre su psiquis las alucinaciones y las pesadillas recurrentes de Ana Bolena, y la obliga a divagar por las noches sonámbulas como un fantasma en busca de una casa abandonada donde pueda refugiarse de sí misma para recordar el pasado de la infancia en la que era feliz. La única persona que parece comprenderla es Maggie (Sally Hawkins), la amiga de clase trabajadora que con unas cuantas palabras empáticas le ayuda a recuperar los ánimos y a cumplir las obligaciones reales para combatir a la familia real a su forma. Y solo es ufana cuando está al lado de sus hijos jugando a la luz de unas velas que parecen sacadas de lienzos de De La Tour.






El estudio del personaje me parece bastante conmovedor por la interpretación de Stewart. Si no me equivoco, es una de las mejores de su corta carrera como actriz y demuestra la capacidad que posee para añadir autenticidad a su personaje. Quizá no se parece físicamente a la princesa de Gales, pero la manera en que emplea su expresividad para capturar los conflictos de su trágica vida alcanza las tres dimensiones en todas las escenas y no hay ni un solo instante en que no me resulte creíble cuando mimetiza los gestos, la mirada, los silencios, la caminata, la elegancia y el acento de su Alteza Real. Interpreta el abismo de una mujer honesta, de frágil salud mental, aprisionada por la cárcel de la fama y los privilegios redundantes de la realeza, cuya rebelión silente se ostenta llegando tarde para la foto familiar, asistiendo al culto matutino en la iglesia de Santa María de Magdalena donde es bombardeada afuera por las fotografías de los paparazzi y ve a la mujer con la que su cónyuge le es infiel, discutiendo a puertas cerradas con el príncipe Carlos sobre el riesgo de llevar a los niños de cacería y el fraccionamiento entre su vida pública y privada, imaginando que se automutila frente a la ventana con un par de cortadores de alambre, visitando la finca de su infancia en Park House en la que solo quedan ruinas y tiene fuertes visiones que casi la obligan a suicidarse lanzándose por las escaleras, rompiendo definitivamente el collar que la hostigaba. A su lado hay también una buena actuación secundaria de Spall como el mayordomo sabio e imponente que custodia de lejos a la princesa y la aconseja de la contingencia de la realeza.






Aunque su estructura sigue las pautas clásicas del biopic, Larraín ejecuta una serie de dispositivos diegéticos de la puesta en escena que se distancian de los mecanismos convencionales y funcionan para dimensionar el espacio de intimidad de la princesa Diana y los intervalos alucinógenos que experimenta en la jaula de oro de los monarcas. Por medio del encuadre móvil, el primer plano, y, especialmente, los travellings de seguimiento establece una narración casi subjetiva que se construye con los datos de la experiencia de individuación de la princesa y que, por así decirlo, dota de espesor a los acontecimientos de su mundo aristocrático y las percepciones más intrínsecas que poco a poco transforman su estancia en el palacio opulento, aprovechando casi siempre una partitura espléndida de Jonny Greenwood que utiliza una mezcla de jazz y violines barrocos para describir la desrealización causada por el sufrimiento más profundo, además de los espacios que otorgan una sensación de claustrofobia cuando todo sucede en los interiores cerrados que oprimen a la protagonista. El uso simbólico del color sobre el guardarropas de Jacqueline Durran que viste a Stewart con los vestidos preciosos describe, plenamente, los estados de ánimo de Lady Di a través del azul (tristeza, calma, lejanía, compromiso), el rojo (enojo, calidez, peligro), el amarillo (alegría, vitalidad, optimismo) y el blanco (pureza, debilidad, ingenuidad). Y el tono visual es ceniciento como el cielo nublado de Londres.





La película de Larraín me parece desoladora porque a ratos ofrece un retrato agridulce que muestra la fragilidad emocional de una princesa enjaulada con una sobriedad que se aleja de los artificios innecesarios, fusionando el mito y los hechos reales para relatar el calvario de una mujer que, más allá de la pompa y los vestidos negros de la venganza, desea superar la ruptura del matrimonio, colmar el vacío afectivo y escapar con sus hijos, aunque sea provisionalmente, del férreo tradicionalismo patriarcal de la monarquía británica que ha decapitado a las reinas que no se someten a las normas, a un refugio donde pueda recobrar la libertad que la dura realidad le ha quitado por los compromisos reales. La secuencia climática en la que Diana se apresura a la cacería de faisanes vistiendo el abrigo rojo de su padre e imitando los movimientos de las aves metaforiza la parábola con mucha sutileza: ella ya no tiene temor a las presiones reales, se aleja con sus hijos y canta junto a ellos «All I Need Is a Miracle» de Mike and the Mechanics y, finalmente, logra emanciparse frente al río Támesis.


Ficha técnica
Título original: Spencer
Año: 2021
Duración: 1 hr 56 min
País: Reino Unido
Director: Pablo Larraín
Guión: Steven Knight
Música: Jonny Greenwood
Fotografía: Claire Mathon
Reparto: Kristen Stewart, Jack Farthing, Timothy Spall, Sally Hawkins, Sean Harris,
Calificación: 7/10




Crítica de la película 'Spencer', dirigida por Pablo Larraín y protagonizada por Kristen Stewart y Sally Hawkins.



0 comments:

Publicar un comentario