Crítica de 'Licorice Pizza': la embriagadora levedad del amor

Paul Thomas Anderson regresa a la década de los setenta para celebrar el éxtasi de la juventud y el primer amor que interroga las líneas legales de la edad de consentimiento.


Licorice Pizza



Se dice que la idea detrás de Licorice Pizza le llegó a Paul Thomas Anderson cuando este caminaba tranquilo por una escuela secundaria en Los Ángeles hace más de 20 años atrás. Cerca del recinto, se echó a reír cuando vio cómo un adolescente coqueteaba con una fotógrafa que tomaba fotos de retratos estudiantiles y de inmediato se imaginó lo que sucedería si el joven tuviera una relación con la muchacha más adulta. “Cada dos o tres meses volvía a pensar en una idea a la que llevo dándole vueltas 20 años: ¿Qué pasaría si un chaval le pidiese una cita a una mujer adulta y ella se presentara? Esa era la premisa. Siempre fue una premisa de comedia disparatada”, dijo en una entrevista para Vanity Fair en español. Anderson completó el guión tomando referencias de la cultura popular de su natal Valle de San Fernando en los 70 y añadiendo anécdotas personales de su amigo Gary Goetzman (que era actor infantil, dueño de un local de pinball y vendedor de camas de agua), además de marcadas influencias de American Graffiti (Lucas, 1973). Luego la filmó en 2020 con el conservador formato de 35mm, evitando a toda costa el proceso digital, empleando lentes del período para transferir con mayor exactitud la cara nostálgica de la era de los setenta.

Todas esas decisiones estéticas hacen de Licorice Pizza una película de mayoría de edad bastante peculiar de Anderson que, en mi opinión, ofrece rebanadas deliciosas sobre la juventud y la embriagadora levedad del amor. Bebe de Embriagado de amor y El hilo fantasma, otras dos obras de Anderson que tratan sobre las contrariedades románticas de parejas inusuales. No sé si se trate de una de las mejores de su filmografía, sobre todo porque a un ritmo irregular atraviesa terrenos ya transitados del género, pero digiero su trato episódico sin problemas cuando su poética del dilema abraza con humor y cierto ímpetu la cotidianidad entre un quinceañero seguro de sí mismo y una veinteañera que es justo todo lo opuesto, interpretados con mucha gracia por Alana Haim y Cooper Hoffman, dos actores primerizos que borran cualquier rastro de impericia con su vitalidad. Ellos tienen mucha química y son los responsables de dinamitar la puesta en escena con unas divertidas ocurrencias que se encuadran a plena luz del día con la música de una lista de grandes éxitos y un estilo visual que, además, reproduce los setenta con mucha autenticidad en las cálidas avenidas del Valle de San Fernando.

 
Cooper Hoffman y Alana Haim. Fotograma de MGM.



La cinta se remonta al verano caluroso de 1973 y relata, avivadamente, la historia de Gary Valentine (Cooper Hoffman), un adolescente de 15 años que se dirige a un salón de su escuela para tomarse la fotografía del anuario y aprovecha la caminata para coquetear con Alana Kane (Alana Haim), una muchacha de 25 años que trabaja ahí como asistente del fotógrafo. En un principio, Alana rechaza el flirteo de Gary porque lo ve como un muchacho inmaduro al que le lleva diez años, pero luego se deja convencer y ambos sostienen una cita en un restaurante que concluye con una amistad floreciente, en la que habitualmente ella siempre declina los avances de él para mantenerlo en jaque en la difícil zona del amigo. Cuando Gary asiste a los ensayos teatrales y anda de gira en Nueva York, es acompañado por Alana, quien siempre lo regaña para ponerlo en su sitio. Sin embargo, luego de unos cuantos encontronazos Alana comienza a sentirse atraída por Gary, aunque lo disimula muy bien para provocarle celos, aprovechando la ocasión para invitar a cenar en la vivienda de sus padres judíos a un amigo ateo de Gary que conoce en las audiciones de teatro a las que va su compañero, pero todo termina en frustración.


Sean Penn y Alana Haim



Como un pedazo de pizza recién sacado del horno, la trama muestra las viñetas de Gary y Alana para dar a conocer de una manera, para mí gusto, desenfadada y simpática, el vínculo que los mantiene unidos como una goma de mascar en los pequeños distritos del Valle de San Fernando. Ambos se atraen porque son polos opuestos. Gary no es solamente presentado como el típico adolescente que disfruta hacer travesuras con los compinches y coquetea con las muchachitas que le gustan, sino además como un joven sincero, decidido, que tiene alma de un adulto emprendedor y no teme en expresar su afecto hacia Alana, manteniéndola siempre a su lado como empleada y asistente cuando inicia una exitosa empresa de venta de camas de agua, donde incluso es arrestado bajo sospecha por la policía y es luego liberado solo para tener un breve encuentro con una jovencita de su edad y despertar los celos de Alana como venganza inocente por haber estado anteriormente con su compañero de actuación.

Por otro lado, Alana es expuesta como una muchacha dependiente, franca, que debajo de su rostro esconde las debilidades producidas, en parte, por la insatisfacción de no poder encontrar a un cónyuge lo suficientemente maduro que pueda subsanar las inseguridades más próximas que la mantienen en la zona de confort de la postadolescencia que niega buscar el camino hacia la maduración y las responsabilidades adultas. Ella solo anhela que alguien entienda sus sentimientos. Todos los hombres con los que ella se relaciona tienen alguna particularidad que no encaja ni con su vida personal ni con las tradiciones de su familia, encontrándose con uno que es un ateo inmaduro, saliendo a cenar con el actor de cine mujeriego Jack Holden (Sean Penn parodiando a William Holden) que solo la ve como una aventura de uso de medianoche, o con un político candidato a alcalde que resulta ser homosexual del closet. Desde luego, Alana encuentra el modelo ideal en Gary y se siente verdaderamente atraída hacia él por la increíble madurez que demuestra para su edad, pero en el trayecto lo pone a prueba para conocer su grado de experiencia y predisposición. Estar al lado de Gary le permite paliar los efectos de su alienación, disminuir el miedo a seguir adelante con las oportunidades y, en cierta medida, refugiarse, momentáneamente, en la inocencia de la mocedad donde el amor es un sinónimo de libertad.


Bradley Cooper como Jon Peters.

 

Aunque a veces las situaciones ilustradas por la narrativa avanzan irregularmente con una aparente falta de cohesión interna, casi siempre me parece atrapante por la química que desarrollan Cooper Hoffman y Alana Haim. Hoffman parece haber heredado la presencia enérgica de su padre, pues emplea su expresividad para comunicar con mucha fidelidad las inquietudes, las miradas y el lenguaje corporal de un chico engreído y muy carismático que solo se preocupa por ejecutar los negocios para hacer dinero fácil y enamorar a la chica terca que le gusta que siempre se resiste a sus piropos. Haim, que además de debutar como actriz es vocalista de la banda Haim (junto a sus hermanas), traslada a los setenta la rebeldía millennial para construir a una joven de tres dimensiones, de rostro pícaro, desorientada, que es muy genuina subrayando la incertidumbre que la atrapa en la vorágine juvenil que le impide madurar, además de que no puede despegar los ojos de esa persona que mueve su espacio sentimental como las cuerdas de una guitarra.

Tanto Haim como Hoffman tienen diálogos irónicos y un humor desternillante que me resulta entretenido en algunas situaciones chifladas; como en la secuencia en que Gary corre despavorido por el parque para socorrer a Alana cuando se cae de la moto, mientras el borracho Jack Holden salta sobre una rampa de fuego en un campo de golf para recordar los viejos tiempos de riesgo en sus películas. También en la alocada secuencia en la que Gary, Alana y los amigos de Gary, tras la quiebra de la empresa de camas de agua y en medio de una crisis de combustible, manejan su camión para realizar una última entrega en la mansión de un amenazador Jon Peters (Bradley Cooper), donde inundan la casa del donjuán y luego conducen cuesta abajo el camión sin gasolina por las calles nocturnas de las colinas del Valle de San Fernando para huir de Peters, al que encuentran previamente disgustado en la avenida porque su Ferrari se ha quedado sin gasolina y lo llevan hasta una gasolinera cercana en la que amenaza clientes como un maniático. Ellos simplemente me sacan una sonrisa con las ordinarieces de sus personajes. Y me cuesta creer que están debutando en el cine, sobre todo porque los interpretan con la sutileza, la confianza y la naturalidad de alguien que tiene mucho tiempo actuando. Están espléndidamente dirigidos por Anderson.


Bradley Cooper, Cooper Hoffman y Alana Haim. Imagen de MGM.



Al igual que en sus previas obras, Anderson dispone de mecanismos estéticos con los que estampa los estados de ánimo y las circunstancias hilarantes en las que se ven involucrados los protagonistas. Su estilo visual se edifica una vez más asumiendo él mismo parte de las labores fotográficas, compartiendo esta vez el crédito con Michael Bauman. Filma la década de los setenta utilizando lentes 35mm del mismo período que dotan cada marco limítrofe del encuadre con una apariencia cálida y de colores muy vivos que evocan estupendamente el curso de diversión y el enamoramiento de los jóvenes que cruzan por allí; en la que abundan los típicos travellings de seguimiento, los primeros planos, los planos subjetivos que revelan las intenciones más inmediatas. Como es usual, recurre a una música extradiegética compuesta de clásicos setenteros arreglados por Jonny Greenwood que constantemente se reproducen a lo largo de varias secuencias y que, de alguna manera, tienen escaso valor sonoro para mis oídos. Y es bastante ingeniosa la forma en que ocasionalmente aprovecha la pragmática de los diálogos, colmados de ironía y doble sentido, para descorchar significados implícitos sobre la inexperiencia, el sexo, la decepción, el atrevimiento, la ansiedad, la necesidad de apego. Adicionalmente, logra una reproducción muy auténtica de la época cuando imprime el vestuario de pantalones campana, las gasolineras, las tiendas de discos de vinilo, las calles del pueblo, los restaurantes de hamburguesas, los comercios de camas de agua, los guiños culturales y políticos. Se nota claramente la preocupación por que todo se vea fidedigno hasta en el más mínimo detalle.

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Cooper Hoffman y Alana Haim. Fotograma de MGM.



Quizá la película está ensamblada de un modo deshilvanado que por momentos debilita el ritmo en algunos de los capítulos a lo largo de las dos horas que dura el asunto, pero no deja de parecerme un cuento divertido de mayoría de edad sobre los placeres absurdos de la adolescencia y la negación de la adultez, mostrada a través de dos personajes encantadores que metaforizan magníficamente el juego dialéctico del vicio inherente del amor necesario que no tiene barreras ni límites de edad, casi como lo había hecho Ashby heterodoxamente en Harold y Maude. Tiene escenas interesantes que toman prestado del cine de Altman, así como una mordacidad con vocación de nostalgia que desafía los estereotipos políticamente correctos y la moralidad de los puritanos de cristal. Me atrevo a decir que es la más accesible y simple que Anderson ha dirigido hasta la fecha. Un homenaje a los setenta con sabor, escapismo y buen gusto.


Ficha técnica
Título original: Licorice Pizza
Año: 2021
Duración: 2 hr 13 min
País: Estados Unidos
Director: Paul Thomas Anderson
Guión: Paul Thomas Anderson
Música: Jonny Greenwood
Fotografía: Paul Thomas Anderson, Michael Bauman
Reparto: Alana Haim, Cooper Hoffman, Sean Penn, Bradley Cooper,
Calificación: 7/10



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