Crítica de la película «Siempre hay un mañana» (1956)

Siempre hay un mañana
Siempre hay un mañana no es exactamente una película que pueda colocar en la cima de la filmografía de Douglas Sirk junto a Sublime obsesión y Escrito sobre el viento, sobre todo porque a veces transita los caminos que más me resultan familiares dentro de los parámetros del género romántico. Pero encuentro particularmente conmovedor su melodrama sobre culpa, desilusión y amor irrealizado, con la química placentera que ofrecen Barbara Stanwyck y Fred MacMurray. En cierta medida, observo que comparte similitudes con Su gran deseo, en el sentido de que los personajes principales rememoran el pasado y anhelan recuperar lo que el viento se llevó años atrás. Su trama, adaptada con guion de Bernard C. Schoenfeld sobre la novela homónima de Ursula Parrott (llevada al cine por primera vez en el filme de 1934), se sitúa en Los Ángeles y describe la vida de Clifford Groves, un fabricante de juguetes algo exitoso que detrás del saco y la corbata oculta un fuerte sentimiento de infelicidad producido, en otras cosas, por la rutina del matrimonio con la esposa que lo ignora y el rechazo de unos hijos egoístas que no aprecian sus sacrificios como padre; pero cuyo tormento termina momentáneamente cuando se reencuentra con Norma Vale, una diseñadora de ropa muy famosa que vuelve a visitarlo para encender la mecha del deseo irrealizado que encontraba apagada en ambos. En términos generales, Sirk, con cierta mirada dialéctica, muestra a los protagonistas como seres encaprichados y atrapados por la insatisfacción, que buscan sinuosamente refugiarse en el adulterio para hallar una cuota de felicidad y escapar de la rutinaria angustia provocada por la modernidad. Cliff es un hombre que no es feliz con su familia y desea ser libre al lado de la amante; mientras que Norma, al contrario, es una mujer que es infeliz en la soledad y quiere rescatar el amor que abandonó en el pasado (se arrepiente de no haber formado una familia con él). A través del encuadre móvil y de unos decorados elegantes que son iluminados con claroscuros, Sirk construye la trágica existencia de los protagonistas cuando luchan contra los avatares morales que le impiden estar juntos de nuevo para consumar el romance platónico que dejaron inconcluso cuando eran más jóvenes; ofreciendo escenas bastante irónicas que me mantienen enganchado con las peripecias más imprevistas. Destaco, ante todo, la interpretación creíble de MacMurray como el padre hastiado por la desdicha que necesita revivir las viejas pasiones y replantearse las oportunidades perdidas. También la de Stanwyck como la mujer independiente que ha rechazado los roles sociales preestablecidos por la maternidad a cambio de éxito y que, sobre todo, sueña con ese día que nunca llega para ser verdaderamente feliz en el regazo del hombre que no pudo olvidar. Con ellos, el melodrama sobre los dilemas de la clase media estadounidense de la década de los 50 siempre me resulta emotivo, pesaroso, trágico, casi al mismo nivel de otras cintas del director como Imitación de la vida y Lo que el cielo nos da.

Ficha técnica
Título original: There's Always Tomorrow
Año: 1955
Duración: 1 hr 24 min
País: Estados Unidos
Director: Douglas Sirk
Guion: Bernard C. Schoenfeld
Música: Herman Stein, Heinz Roemheld
Fotografía: Russell Metty
Reparto: Barbara Stanwyck, Fred MacMurray, Joan Bennett, William Reynolds
Calificación: 7/10

Crítica breve de la película 'Siempre hay un mañana', dirigida por Douglas Sirk y protagonizada por Barbara Stanwyck y Fred MacMurray.

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