Babygirl

En Babygirl, la realizadora holandesa Halina Reijn recurre a su poética del sexo para acercarse, supongo, al polémico tópico de la efebofilia que se ha tocado varias veces en el cine, pero invirtiendo la brújula moral del asunto hacia la perspectiva de una mujer de mediana edad. Previo al visionado, había escuchado algunas cosas maravillosas de ella desde su exhibición en el pasado Festival de Cine de Venecia, donde Nicole Kidman fue galardonada con la Copa Volpi a la Mejor Actriz, pero, desgraciadamente, pongo todo en duda cuando permanezco anestesiado durante dos horas por la falta de gancho que hay en su afán de provocación. Como thriller erótico, tiene algunos momentos intensos con la actuación de Kidman como la mujer obsesionada, pero en ocasiones cae en un aparato de redundancia del que nunca llega a salir para interrogar los tópicos sobre el sexo, el poder y los roles de género, quedando más o menos en una superficie higienizada que repite las peripecias sobre el deseo sin ir a ningún lugar en específico. Su argumento se desarrolla en la ciudad de Nueva York y tiene como protagonista a Romy Mathis, la directora ejecutiva de una empresa de automatización de procesos robóticos que, para escapar de la rutina matrimonial del esposo complaciente que no la satisface sexualmente, se dispone a tener unas relaciones adúlteras con un joven pasante que conoce en su compañía. En general, la narrativa sigue con morbo y facilismos el manual básico del thriller erótico sobre el adulterio, pero trasladando la materia hacia la óptica de una rubia retorcida que busca el placer sexual en un veinteañero que le devuelve las sensaciones que no había experimentado nunca. El arranque es, desde luego, atrapante. Sin embargo, siento que la trama no va a ninguna parte porque, entre otras cosas, el desarrollo de los personajes apenas rasca la superficie y, además, sus acciones se reducen a diálogos a puerta cerrada que pocas veces agregan alguna capa adicional de profundidad psicológica. Reijn adopta un enfoque irremediablemente convencional que no se toma la molestia de salirse de la zona de confort que se reitera entre los besos apasionados, los encuentros de sexo duro en el hotel, las sesiones privadas en la oficina, la dinámica de dominio y sumisión que conducen a Romy a tener orgasmos fuertes en su aventura sexual. El barullo de las 50 sombras de Romy responde, en su obviedad discursiva, a un comentario sobre los tabúes de la sexualidad femenina y el sexo como instrumento de empoderamiento, pero entendido ahora como la obsesión de una mujer adulta que sostiene un episodio de infidelidad con un hombre más joven con ella para solventar los conflictos internos provocados por la insatisfacción sexual y la vida rutinaria como madre atrapada en la cárcel del rendimiento empresarial. A modo subtextual, su dialéctica también demoniza la masculinidad tóxica como el catalizador de los juegos de poder sexual que se originan en los roles de géneros, donde el objeto de placer ejerce cierta dominación sobre el sujeto que desea poseerlo. En este sentido, la actuación de Kidman me parece solvente cuando utiliza su registro expresivo para interpretar, con la mirada y su físico, la efigie de una mujer obsesiva, de sentimientos contradictorios, atrapada por los placeres sexuales prohibidos que la conducen al abismo del prejuicio, los celos y la inmoralidad. La química que ella tiene con Harris Dickinson funciona hasta cierto punto, a pesar de que este interpreta a un personaje unidimensional al que se le dan un par de líneas de diálogo para rellenar su vacío de desarrollo. Reijn suele encuadrarlos en una puesta en escena que posee cierta elegancia por el lado visual que se presenta en los espacios de la oficina, además de integrar en algunas escenas una banda sonora contagiosa de Cristobal Tapia de Veer. Pero esto, en efecto, no es suficiente para sacar la película de la inercia de las obviedades.



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Ficha técnica
Título original: Babygirl
Año: 2024
Duración: 1 hr. 54 min.
País: Estados Unidos
Director: Halina Reijn
Guion: Halina Reijn
Música: Cristobal Tapia de Veer
Fotografía: Jasper Wolf
Reparto: Nicole Kidman, Harris Dickinson, Antonio Banderas, Sophie Wilde
Calificación: 5/10
Un dolor real

Un dolor real es una película que supone el segundo largometraje de Jesse Eisenberg como director tras Cuando termines de salvar el mundo. Mi encuentro de hora y media con ella se ha producido, en efecto, por el ruido que tuvo en el espacio mediático desde la edición pasada del Festival de Cine de Sundance, donde en reiteradas ocasiones llegué a escuchar que se trataba de una de las cosas más maravillosas que le pudo haber pasado al cine de 2024. Desgraciadamente, en este lapso de tiempo no hallo nada de eso. Me parece una comedia dramática que ofrece una actuación dominante de Kieran Culkin, pero cuya narrativa se mantiene enfrascada en una superficie indulgente de coloquios que, a menudo, le quita emoción a su viaje sobre la hermandad, la depresión y el sufrimiento. La trama se ambienta en un viaje desde la ciudad de Nueva York a Polonia y sigue la existencia de dos primos estadounidenses que viajan a Europa para visitar la casa de infancia de su difunta abuela y conectar con su herencia judía. El primero es Benji, un vagabundo franco, extrovertido y de espíritu libre, que detrás de su aparente felicidad oculta las heridas abiertas de un pasado de adicciones, inmadurez y fracasos. El segundo es David, un hombre maduro, pragmático, inseguro, que lleva una vida reservada como esposo y padre de familia. En general, la narrativa construye las peripecias de estos primos con algunas similitudes de la poética de las ciudades del cine alleniano, donde los espacios abiertos de la ciudad europea sirven como una especie de refugio para que los personajes revelen dilemas morales a través de las conversaciones que sostienen a modo de turismo interno en lugares emblemáticos de marcada índole cultural. Sin embargo, sospecho que le falta algo de impulso al asunto de los dos primos porque, entre otras cosas, la trama reduce sus acciones a una serie de diálogos reiterativos que nunca amplía su desarrollo psicológico más allá de esas obviedades descriptivas del guion que se mantienen implícitas para evitar frecuentar los lugares comunes en la ironía de los polos opuestos. De esta manera solo consigo quedarme en un estado de abulia cuando veo que se repite la impertinencia del primo honesto que busca ser el centro de atención con su afán de rebeldía; las anécdotas del primo tranquilo que se niega a aceptar que el alborotador que lo avergüenza es parte su familia; el intercambio cultural de los turistas orientados por el guía turístico que es conocedor del Holocausto. Las escenas, en su punto dialógico, revelan cosas de los personajes como la decepción, la culpa, la desesperanza, el suicidio, el multiculturalismo, la adicción, la disfuncionalidad familiar y los retos de los inmigrantes judíos. Pero todo está demasiado higienizado en las dimensiones progresistas más obvias porque las motivaciones de los personajes funcionan, en su síntesis discursiva, para elaborar un comentario sobre el dolor compartido de dos primos con personalidades diametralmente opuestas que luchan contra sus propias formas de lidiar con la angustia y el distanciamiento. En este sentido, las actuaciones de Culkin y Eisenberg poseen cierta eficacia cuando emplean sus respectivos registros expresivos para interpretar a los dos primos desiguales. Uno se roba casi todas las escenas al interpretar a un primo irreverente, indisciplinado, holgazán, depresivo, que detrás de los arrebatos sin filtro esconde el temor a la madurez y las responsabilidades adultas; en lo que posiblemente sea la mejor actuación de su carrera hasta ahora. El otro, en cambio, asume el papel de un hombre responsable, correcto, indeciso, que como buen sujeto del rendimiento debilitó el vínculo que solía tener con su primo para atender su faceta paternal, a pesar de que en secreto lo admira y lo envidia porque es la persona que siempre quiso ser. Las actuaciones de ellos son de las pocas cosas que me resultan aceptables junto a algunos hallazgos estéticos que encuentro en el gran plano general, el uso proxémico del espacio y la música que escucho en los nocturnos para piano de Chopin. El resto, francamente, me parece tan regular como olvidable.



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Ficha técnica
Título original: Un dolor real
Año: 2024
Duración: 1 hr. 30 min.
País: Estados Unidos
Director: Jesse Eisenberg
Guion: Jesse Eisenberg
Música: 
Fotografía: Michal Dymek
Reparto: Kieran Culkin, Jesse Eisenberg, Will Sharpe, Jennifer Grey, Kurt Egyiawan
Calificación: 6/10
Queer

En Queer, Luca Guadagnino ejecuta de nuevo su poética de la identidad para examinar en esta ocasión, supongo, la literatura posmodernista de William S. Burroughs que adapta de una de sus novelas. Lo que veo me convence de inmediato de que, como drama, posee una actuación notable de Daniel Craig que a veces peca de pretensiosa, pero, a menudo, tengo la sensación de que la mayor parte del tiempo la trama artificiosa permanece vacía como un trago a la roca sin whisky, sin ninguna revelación que me sorprenda cuando repite sus obviedades discursivas sobre el deseo y la sexualidad reprimida. El argumento se ambienta en los años 50 en la Ciudad de México y sigue las experiencias de William Lee, un expatriado estadounidense que pasa el tiempo en los bares locales y busca la atención de hombres más jóvenes para satisfacer su agenda de actividades homosexuales; pero cuya existencia cae en el abismo cuando se obsesiona con un joven soldado al que persigue desesperadamente por las calles con la esperanza de ganar su afecto. En general, la narrativa se estructura a través de tres capítulos y un epílogo, arreglados con una extraña mezcla de melodrama, aventura y misterio, que fraccionan la subjetividad del hombre del traje blanco con cierto surrealismo. El problema, no obstante, es que esta narración frecuenta lugares comunes que, por lo regular, reducen las acciones de Lee a una serie de situaciones reiterativas que mantienen la psicología del personaje en la superficie, anulando cualquier rastro de profundidad para cohesionar las tensiones intrínsecas que lo conducen a la autodestrucción. De esta manera, permanezco completamente anestesiado con la odisea del borracho que transita por los bares buscando hombres para ser un gay ejemplar mientras conversa nimiedades con otros colegas antes del shot de tequila; la pasión surgida entre los dos hombres que viajan a Suramérica para buscar una droga que otorga habilidades telepáticas; la despersonalización que experimentan los dos hombres por las alucinaciones inducidas por la planta en la selva. El guion está adornado de diálogos cutres, personajes planos y escenas que describen conflictos superfluos sin ningún tipo de gancho. Todo parece repetirse inútilmente en cada episodio. La síntesis discursiva responde a un comentario algo ligero sobre la alienación, el deseo reprimido y la autocompasión, entendido como el sufrimiento de un individuo solitario que es incapaz de aceptarse como es para ajustarse a las normas socialmente establecidas y decide autodestruirse a través del alcoholismo para apaciguar el rechazo afectivo que lo ha colocado en el sendero de la culpa y la impotencia. Esto es específicamente cierto cuando se muestra la incapacidad de Lee para aceptar la dura realidad de que el otro que desea sexualmente es una fabricación de su inconsciente para ocultar las heridas reales; donde la anulación del yo es el único mecanismo de defensa que le queda para creer que los actos simbólicos (simbolizado por la sustancia que produce la incorporeidad) pueden revertir o anular los pensamientos que considera inaceptables (el rechazo y la muerte del amante hipotético que amaba en secreto). En este sentido, la interpretación de Daniel Craig tiene algo de credibilidad cuando ejerce su expresividad para ponerse en la piel de un escritor narcisista, obsesivo y autodestructivo que se refugia en el etílico para olvidar las contradicciones internas que le causan angustia, aunque a veces su personaje queda como una caricatura sin alma que carece de complejidad emocional para subrayar las fragilidades de su personaje. Cuando Craig está en escena, por lo menos, Guadagnino ofrece un ejercicio de estilo que me resulta algo vistoso por la parte visual que se subraya sobre el vestuario y la reproducción costumbrista de la época, en unos escenarios conscientes de su propio artificio que le añaden consistencia a la atmósfera bohemia, de ese relato compuesto por un desfile de paisajes exóticos, iluminación artificial, colores mediterráneos y composiciones surrealistas en algunos planos. Sin embargo, su envoltorio estético se emborracha hasta descuidar la narrativa. El resultado es una obra fría, distante y, en última instancia, olvidable sobre un hombre atrapado en sí mismo.



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Ficha técnica
Título original: Queer
Año: 2024
Duración: 2 hr. 17 min.
País: Italia
Director: Luca Guadagnino
Guion: Justin Kuritzkes
Música: Trent Reznor, Atticus Ross
Fotografía: Sayombhu Mukdeeprom
Reparto: Daniel Craig, Drew Starkey, Jason Schwartzman
Calificación: 5/10
Flow

Flow es una película en la que su director, Gints Zilbalodis, sintetiza la poética de la naturaleza para perseguir aquel cine animado sobre animales de los últimos años que funciona, en clave alegórica, como una herramienta discursiva para hablar de los temas actuales que suscitan la paranoia de ciertos grupos políticos radicales europeos como el cambio climático, la inclusión y la diversidad, en una sociedad que al parecer ha condenado a unos cuantos al sufrimiento de la exclusión. Mi acercamiento a ella me indujo a pensar que iba a encontrar una de esas joyas ocultas del poco cine de Letonia que llega a estos lugares. Lo que encuentro, sin embargo, me distancia de la opinión de la manada. Es una película animada que goza de un diseño de animación notable en sus escenarios naturalistas, pero cuya narrativa, desafortunadamente, navega en círculos por una trama aburrida, facilona y repetitiva que permanece hundida en clichés mientras se esclarece su discurso sobre la amistad, el medioambiente y el valor de la camaradería. El argumento, carente de diálogos, se sitúa en un entorno natural luego de una catástrofe medioambiental y sigue la odisea de un gato negro que, después de una inundación, se ve obligado a emprender un viaje en un bote junto a otros animales (integrado por un capibara, un labrador, un pájaro secretario y un lémur anillado), mientras intenta adaptarse a un hábitat ajeno a su propia naturaleza felina y, entre otras cosas, descubre el valor de trabajar en comunidad para asegurar la supervivencia. En términos generales, la narrativa del gato perdido despierta mi interés, en principio, por la capa de misterio que se refleja sobre los paisajes postapocalípticos del mundo representado. El problema, no obstante, es que la trama se vuelve previsible y algo reiterativa porque las acciones de estos personajes quedan suspendidas en un epicentro de situaciones facilonas, en el que solo funcionan como figuras plásticas que ocupan una descripción del guion para impulsar el asunto hacia un horizonte al que nunca se llega. Los personajes son tan planos como el océano en un día sin viento. La narrativa carece de la sustancia necesaria para dejar una impresión duradera porque, entre otras cosas, solo se limita a repetir las aventuras de los animales desiguales que crean lazos frente a la incertidumbre sin preocuparse por añadir alguna profundidad más allá de las obviedades discursivas. De esta manera, se me hace imposible conectar con las desgracias de los personajes porque todo se reduce a la exploración del gato para superar el miedo por el agua; los retos de los animales que aprenden a convivir; las circunstancias inesperadas que surgen para que aprendan a valorar la solidaridad. La premisa, aparentemente sencilla, utiliza el viaje de los animales para construir un comentario sobre la soledad, la resiliencia y la conexión que esconde, de igual modo, parábolas progresistas bastante soterradas sobre los desafíos ecológicos a los que se enfrentan ciertas minorías que demonizan el papel del hombre en la sociedad capitalista (como responsable del presunto cambio climático que conduce a la destrucción de los ecosistemas), donde el gato metaforiza, además, la posición de un sujeto que abandona su individualidad para ser domesticado por una naturaleza colectiva poscapitalista que es ajena a cualquier rastro de libertad y que castiga a cualquiera que intente fluir sobre la independencia de la propiedad privada y la riqueza material. Por lo menos, encuentro solvente el enfoque minimalista con el que Zilbalodis, por la parte visual, concibe las texturas genéricas de los personajes y la atención al detalle de los paisajes naturalistas, renderizados con el software de código abierto Blender bajo un presupuesto limitado. La banda sonora, igualmente, es integrada con mucha consistencia a partir de su mezcla de melodías electrónicas. Estos elementos crean una atmósfera que por momentos es agradable, pero que solo sirven como accesorios cosméticos, en una película animada sin emoción que apenas logra mantenerse a flote y pide a gritos que su mensaje buenista sea recibido al llegar a la superficie.



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Ficha técnica
Título original: Flow
Año: 2024
Duración: 1 hr. 25 min.
País: Letonia
Director: Gints Zilbalodis
Guion: Matiss Kaza, Gints Zilbalodis
Música: Rihards Zalupe, Gints Zilbalodis
Fotografía: Gints Zilbalodis
Reparto: N/A
Calificación: 5/10

Nosferatu

Se dice que esta película de Nosferatu comenzó como un proyecto en el que su director, Robert Eggers, defendía la idea de rehacer la tradición vampírica de aquel viejo mito del vampiro nocturno que vive en el castillo tenebroso y chupa la sangre de sus víctimas antes del amanecer. El tiempo que tardo en digerirla es suficiente para saber, dicho sea de paso, que su versión está al mismo nivel de Nosferatu: Una sinfonía del horror (Murnau, 1922) y Nosferatu, el vampiro (Herzog, 1979). Se trata de un remake espléndido que nunca abandona su sentido de escalofríos ni las atmósferas lúgubres que Eggers, con estética densa, se encarga de construir en cada plano como si fuera el cuadro desempolvado de una mansión gótica, con un reparto que aprovecha para que la sonata del terror se inyecte con mayor ímpetu en el tejido sanguíneo. El argumento se sitúa en el siglo XIX y, tras un breve prólogo en el que una joven es poseída por una criatura sobrenatural, sigue la existencia de Thomas Hutter, un abogado que vive en una ciudad alemana y está casado con una mujer atormentada por pesadillas llamada Ellen, pero cuyo destino cambia radicalmente cuando abandona a su esposa para aceptar el encargo de su empleador de vender la decrépita residencia del solitario conde Orlok ubicada en Transilvania, a cambio de una garantía que mejore su estabilidad financiera. En términos generales, la narrativa de Eggers funciona adecuadamente porque, entre otras cosas, sigue al pie de la letra los pasajes de las antecesoras, en el que el héroe se enfrenta al fenómeno sobrenatural del vampiro que desea poseer a su esposa por las noches, mientras la maldición cae sobre la gente del pueblo como la peste y la mujer tiene pesadillas que la conducen a la psicosis. A pesar de que el desarrollo de los personajes se sintetiza sobre estereotipos genéricos, que no tienen tanta profundidad psicológica si se miran detenidamente dentro de los marcos descriptivos del guion, los diálogos tienen cierta vocación por lo poético y la trama solidifica su radio de acción sobre una estructura narrativa cohesionada que le añade sustancia a las situaciones que impulsan los motivos personales de cada uno de ellos para resolver el conflicto. Esto solo consigue que me quede atrapado con la desdicha de la mujer que se niega a caer tentada por las garras del vampiro siniestro que la seduce en los sueños; la odisea del hombre maldito que camina cerca de cadáveres y ratas para solucionar el enigma del villano vampiresco; la cruzada del profesor que utiliza sus pesquisas en alquimia y ocultismo para descifrar la conexión del vampiro obsesionado con la dama antes de clavar la estaca en su corazón. Hay locura, enfermedades, muerte, rituales, posesión, occisos, sarcófagos, oraciones, exorcismos, catacumbas. El terror es integrado de una manera eficaz que da miedo. Pero, de igual modo, hay una síntesis discursiva que, en su eje feminista, establece un comentario bastante sutil sobre el dominio patriarcal y los corolarios del abuso sexual, entendido como el sacrificio de una mujer que se resiste a ser poseída para usar su fuerza de voluntad en contra del poder masculino que le impide escapar de la cárcel del sufrimiento y hallar la felicidad en la emancipación. En este sentido, la actuación de Lily-Rose Depp me parece una verdadera revelación cuando ejerce su registro expresivo y su pericia física para captar, con mucha fidelidad, el delirio psicosexual de una mujer atrapada en el poder de la sumisión. A su lado, hay roles secundarios notables de Nicholas Hoult, Willem Dafoe y, ante todo, Bill Skarsgård como el vampiro macabro creado a partir de maquillaje prostético y un rango vocal reducido. Eggers suele encuadrarlos en una puesta en escena que crea un panorama sombrío y espeluznante al incorporar valores estéticos como el primer plano, la iluminación barroquista, los decorados ampulosos, el vestuario clásico, la colorización desaturada de azul, la auténtica reproducción de la época y el encuadre móvil que aporta dinamismo con la cámara en movimiento de 35mm de Jarin Blaschke. Estos elementos compositivos se integran de una forma consistente que, en efecto, nunca pierde su pulso para inyectar el terror, la sangre y la oscuridad a su tragedia gótica.



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Ficha técnica
Título original: Nosferatu
Año: 2024
Duración: 2 hr. 12 min.
País: Estados Unidos
Director: Robert Eggers
Guion: Robert Eggers
Música: Robin Carolan
Fotografía: Jarin Blaschke
Reparto: Lily-Rose Depp, Nicholas Hoult, Bill Skarsgård, Aaron Taylor-Johnson, Willem Dafoe, Emma Corrin
Calificación: 7/10

El artista anónimo

En El artista anónimo, el realizador finlandés Klaus Härö le da forma a su poética de la senectud, supongo, para interrogar la ética que hay detrás del comercio del arte, siguiendo la línea de sus últimas películas en la que el puesto de protagonista lo ocupa un anciano. Lo que encuentro en sus escenas me parece inferior a lo que vi en la espléndida El último duelo. Como drama goza de una actuación decente de Heikki Nousiainen como el anciano galerista, pero, a menudo, la narrativa se vuelve previsible en su discurso sobre los negocios del arte, y pierde sustancia al atravesar un sentimentalismo prefabricado que la embarra como una pintura sobre el lienzo. En la trama, Nousiainen interpreta a Olavi, un señor condenado al olvido que administra una galería de arte y, en un intento desesperado por recuperar el prestigio perdido, compra en una subasta un cuadro de dudosa procedencia, creyendo que es una obra maestra perdida que vale muchísimo dinero; mientras también buscar reconectar con su hija y el nieto adolescente que es un desobediente de la era digital. En términos generales, el asunto de este anciano me atrapa, en un principio, porque este es mostrado como un galerista en crisis que intenta rastrear la autenticidad de la pintura con ayuda de su nieto, en unas escenas en las que ejerce casi la función de un detective. Percibo que hay cierto ritmo cuando se presenta la investigación del galerista para custodiar la pintura adquirida; las discusiones a puerta cerrada entre el anciano irresponsable y la hija a la que descuidó; el vínculo paternofilial que surge entre el abuelo y el nieto a través del arte; las trampas de los otros galeristas que se dedican al negocio turbio de la especulación de precios en el mercado del arte. El problema, sin embargo, es que la narración se torna un poco redundante cuando cae en algunos facilismos que, por lo regular, reducen las acciones de los personajes a una serie de situaciones triviales que gravitan sobre el misterio del cuadro de Iliá Repin con la finalidad de instrumentalizar un comentario breve sobre la soledad, la culpa y la redención, entendido como la intención de redimirse de un viejo que se obsesiona con la autoría desconocida del autor de la pintura para remediar ese pasado triste en el que prefirió sacrificar sus responsabilidades paternales por el amor al arte, en medio de los cambios generacionales que lo colocaron en la bancarrota. Fuera del mensaje condescendiente de tono conservador, la ejecución me resulta algo torpe y predecible porque los personajes permanecen estacionados en algunos de los estereotipos sentimentalistas (el padre arrepentido, la hija decepcionada, el nieto rebelde, el amigo sincero, etc.), sin un verdadero desarrollo ni tensión dramática lejos de las apariencias descriptivas impuestas por el guion. Nousiainen ofrece una actuación correcta como el anciano galerista obsesionado con la búsqueda de restaurar los valores morales perdidos por la eticidad oscura de las subastas de obras de arte (simbolizado por el cuadro de Repin), pero la frialdad suya me desconecta hasta el punto de que me canso de las peripecias reiterativas de su personaje, incluyendo la relación superflua que lleva con el nieto. Con la presencia de este, Härö opta por un enfoque melodramático que, por lo menos, halla algo de solvencia en la dirección de arte que decora los interiores con muchas pinturas que agregan consistencia al ambiente del galerismo que se representa sobre las frías atmósferas urbanas de Finlandia como telón de fondo, aunque se limita a replicar el estilo visual de otros dramas europeos sin aportar una identidad propia. La banda sonora de Matti Bye, de igual forma, se integra de modo convencional para pedir a gritos que se derrame lágrimas por ciertas escenas melancólicas. Es, en última instancia, un drama de pinceladas suaves, que deja sobre mí una impresión más que olvidable.



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Ficha técnica
Título original: One Last Deal (Tuntematon mestari)
Año: 2018
Duración: 1 hr. 35 min.
País: Finlandia
Director: Klaus Härö
Guion: Anna Heinämaa
Música: Matti Bye
Fotografía: Tuomo Hutri
Reparto: Heikki Nousiainen, Amos Brotherus, Stefan Sauk, Pirjo Lonka
Calificación: 6/10

David Lynch: el arte de la vida

Luego de ser testigo del impacto cultural del fallecimiento de David Lynch, ocurrido hace apenas cinco días, me acerco en su día de cumpleaños a las imágenes que provee David Lynch: el arte de la vida, un documental que se realizó durante cuatro años a partir más de 20 conversaciones que los realizadores tuvieron personalmente con el director en los interiores de su casa. Lo que observo en una hora y media me da la impresión de que, a menudo, es un documental que ofrece un retrato sobre los años de formación de Lynch y su proceso creativo como un artista plástico, pero, a veces, permanece una zona superficial en la que se ausentan las revelaciones y el ritmo avanza como un lienzo al óleo secándose en una pared. El argumento se desarrolla en la residencia del propio Lynch y este, con cigarrillo en mano frente a un micrófono, relata con la voz en off las experiencias personales que marcaron su esencia desde que era un niño feliz que vivía en el seno de una familia norteamericana de clase media; mientras de paso emplea su creatividad como pintor para pintar algunos lienzos en su taller. De entrada, la narrativa muestra la cotidianidad de Lynch como un niño curioso que juega con su imaginación y disfruta de la libertad que le dan sus padres en un vecindario de Middle America; la mudanza por las ciudades que lo conducen a adaptarse a los distintos climas de la cultura norteamericana; la adolescencia en Pensilvania en la que se convierte en un pintor impulsado por su mentor Bushnell Keeler; las discusiones familiares que buscan imponer barreras sobre su libertad creativa; el viaje a Europa con su amigo Jack Fisk con la intención de ser un pintor; el matrimonio con Peggy en el que nace su primera hija; la filmación de sus primeros cortometrajes experimentales; la lucha por conseguir una beca en el American Film Institute para convertirse en un cineasta. La narración, acompañada con fotografías y material encontrado, no solo intentan reflejar a modo didáctico algunos fragmentos de la biografía temprana de Lynch, sino, también, los secretos del proceso creativo de su obra pictórica como catalizador estético de sus filmes posteriores. Sin embargo, en algunas ocasiones me asalta la sensación de que el asunto del artista rupturista se desvía en una colección de anécdotas inconexas y reflexiones vagas que no conducen a ninguna parte en su registro de circularidad. Los testimonios de Lynch carecen de una estructura narrativa cohesiva y se sienten más como una sesión de terapia personal que como un intento serio de explorar su enigmático arte surrealista, evitando deliberadamente cualquier tipo de crítica o exploración intrínseca de los aspectos controvertidos que rodean su obra previa a la etapa del cine. No se abordan, por ejemplo, las técnicas de dibujo o collage ni los tipos de medios que utiliza para pintar los cuadros con el estilo del neoexpresionismo abstracto, así como tampoco se habla de su inspiración en el arte de Oskar Kokoschka. La falta de una perspectiva externa contribuye a una visión unilateral y acrítica que no interroga los golpes bajos de su carrera como pintor neoexpresionista y, dicho sea de paso, conduce a una demasía de detalles triviales sobre su vida personal que no me parece otra cosa que un anuncio sobre meditación trascendental. Soy incapaz de sentir algo por lo que veo, pero reconozco, a pesar de todo, que hay algo de intriga en las escenas en que Lynch usa sus manos para distribuir la pintura en la superficie del lienzo, así como en la mezcla de escenas de archivo y en las secuencias de arte experimental que son montadas en algunos planos sobre muchas de sus pinturas abstractas. Todo lo otro, en su tono desacompasado, no logra hacerle justicia a la complejidad de la obra, de uno de los directores más fascinantes del cine posmoderno.



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Ficha técnica
Título original: David Lynch: The Art Life
Año: 2016
Duración: 1 hr. 28 min.
País: Estados Unidos
Director: Rick Barnes, Jon Nguyen, Olivia Neergaard-Holm
Guion: 
Música: Jonatan Bengta
Fotografía: Jason S.
Reparto (ellos mismos): David Lynch, Peggy Reavey, Bushnell Keeler, Jack Fisk
Calificación: 6/10

Leyenda: La profesión de la violencia

En Leyenda: La profesión de la violencia, Brian Helgeland vuelve a los territorios del cine gansteril, supongo, para sintetizar fragmentos de la biografía de los gemelos Kray, famosa dupla de gánsteres ingleses que fueron prominentes en el bajo mundo de Londres desde finales de la década de los 50 hasta fines de los años 60. Su acercamiento al género de gánsteres me hace pensar que, ciertamente, entrega una actuación notable de Tom Hardy en su papel doble como mafioso londinense, pero sus leyendas del crimen frecuentan lugares comunes que nunca abandonan el tono convencional en su trama de violencia, ambición y poder, donde a cada rato tengo la sensación de que su narrativa no es más que una recopilación barata de clichés de otras grandes cintas del cine gansteril que ni siquiera me molesto en mencionar porque cualquier cinéfilo con neuronas sabe cuáles son. Su argumento se sitúa en la década de los años 60 y en este Hardy interpreta en partes iguales a Reggie y Ron Kray, unos hermanos gemelos que se dedican a los negocios turbios y, entre otras cosas, utilizan su estela de influencia para controlar gran parte del submundo del crimen organizado de Londres, donde suelen enfrentarse a las bandas rivales por el control territorial y a los problemas que desestabilizan su imperio de las calles. El primero es un tipo serio, comedido, astuto, protector, que entabla una relación con una mujer que es hermana de su conductor y muestra habilidades de liderazgo para usar la extorsión como mecanismo para adquirir un club nocturno local que sirve de base para los negocios sucios. El segundo, en cambio, es un individuo torpe, volátil, imprudente, homosexual, que ha pasado por un hospital psiquiátrico y recibe tratamiento para la esquizofrenia paranoide, mientras aplica la brutalidad para matar a los enemigos. En términos generales, el asunto pierde pujanza porque la narrativa del guion de Helgeland establece los conflictos sobre las viejas estructuras genéricas que subrayan el ascenso y la caída de los gánsteres con tintes biográficos, sin tomarse ni siquiera la molestia desarrollar adecuadamente las motivaciones de los personajes ni de agregarle alguna sustancia a los episodios poco cohesionados que se distribuyen entre la existencia del gánster con cigarrillo en mano que le promete lujos a su esposa y se pasea con los suyos por los clubes nocturnos para custodiar los asuntos financieros del negocio de extorsión antes de frecuentar la cárcel; la torpeza del gánster errático que pone en riesgo los negocios en el club nocturno; los dilemas personales y el vacío afectivo de la esposa que se ve en el espejo de un accesorio cosmético; las guerras entre los pandilleros que se reparten el pastel del hampa; la inoperancia de los agentes policiales que investigan a los matones. Hay corrupción, traiciones, violencia, negocios, pelea a puñetazos. Pero el problema es que la narrativa carece de impulso cuando avanza a ritmo defectuoso y, dicho sea de paso, mantiene a los personajes suspendidos en una serie de situaciones banales que, por lo regular, nunca escapan de las conversaciones a puerta cerrada que anticipo con mucha facilidad porque conozco este género como la palma de mi mano. La actuación de Hardy, por lo menos, ofrece algunos momentos de credibilidad cuando ejerce los cambios de acento y su amplio registro expresivo para interpretar, por una parte, a un gánster elegante, hábil, calculador que intenta sostener las actividades criminales en medio de una crisis matrimonial; y, por la otra, a un gánster paranoico y violento colgado en el trayecto de la autodestrucción. El estilo visual, de igual forma, tiene algo de solvencia al recrear con el vestuario y los escenarios el ambiente glamoroso de Londres en la década de los 60, junto con el trucaje utilizado en un par de planos para duplicar la figura de Hardy como los hermanos gemelos. Todo lo demás se siente redundante y, en ocasiones, incluso condescendiente en sus pretensiones de cine gansteril.



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Ficha técnica
Título original: Legend
Año: 2015
Duración: 2 hr. 12 min.
País: Reino Unido
Director: Brian Helgeland
Guion: Brian Helgeland
Música: Carter Burwell
Fotografía: Dick Pope
Reparto: Tom Hardy, Emily Browning, Colin Morgan, David Thewlis, Chazz Palminteri, Taron Egerton, Paul Bettany
Calificación: 5/10

En este artículo de esenciales, selecciono cinco películas de David Lynch para los cinéfilos que desean estudiar su filmografía.



David Lynch


David Lynch es un maestro del cine que ha dejado una huella indeleble en el mundo del séptimo arte con su estilo singular y enfoque surrealista. Sus películas exploran lo desconocido, lo inquietante, lo onírico y lo sublime. Su faceta de artista plástico lo llevó a crear películas de atmósferas pesadillescas, como si la vida cotidiana fuera un sueño surrealista que se configura sobre la composición del encuadre.

Con una estética caracterizada por la combinación de lo cotidiano con lo bizarro, Lynch crea universos donde la lógica se desmorona y las emociones humanas se manifiestan en formas perturbadoras y bellas. A lo largo de su carrera, Lynch ha demostrado una habilidad incomparable para transformar lo mundano en lo extraordinario, revelando las capas ocultas de la realidad a través de una narrativa que a menudo desafía la lógica lineal. Sus personajes son gente ordinaria atrapada en los laberintos del inconsciente, a menudo atrapados en situaciones que oscilan entre lo trágico y lo absurdo, reflejando las complejidades de la experiencia humana en su forma más cruda. Su uso magistral de la atmósfera, el sonido y las imágenes oníricas convierten cada una de sus obras en una experiencia sensorial que trasciende el cine convencional.

A continuación, repasamos cinco de sus obras más esenciales que todo amante del cine debe conocer.

5. El imperio (2006)


El imperio

Con El imperio, Lynch lleva su estilo experimental al extremo. Laura Dern ofrece una actuación poderosa como una actriz cuyo papel en una película empieza a mezclarse peligrosamente con su vida real. La película, filmada en video digital, utiliza una estructura no lineal y una narrativa onírica para explorar los límites de la realidad y la ficción. El imperio es una experiencia sensorial que desafía las expectativas tradicionales del cine.



4. Carretera perdida (1997)


Carretera perdida

Carretera perdida es una incursión en el misterio y el terror psicológico. La película sigue a Fred Madison, interpretado por Bill Pullman, quien es acusado de un crimen que no recuerda haber cometido. La narrativa se fragmenta en una serie de eventos aparentemente desconectados que convergen en un final que deja al espectador cuestionándolo todo. Con una banda sonora hipnótica y una atmósfera opresiva, Lynch lleva al espectador a un viaje por la psique humana cuando esta se resquebraja por los celos, el adulterio y los estados de fuga.

3. Cabeza borradora (1977)


Cabeza borradora

La ópera prima de Lynch, Cabeza borradora, es una obra de culto que establece muchas de las temáticas y estilos que definirán su carrera. La película sigue a Henry Spencer, un hombre atrapado en un mundo industrial desolado y perturbador. Con su narrativa críptica y sus imágenes surrealistas de paisajes industriales, construye un viaje visual y emocional que desafía la ruptura lógica de los sucesos cotidianos.



2. Terciopelo azul (1986)


Terciopelo azul

Con Terciopelo azul, Lynch exploró los oscuros secretos de una idílica ciudad suburbana. Kyle MacLachlan interpreta a Jeffrey Beaumont, un joven que descubre un macabro misterio tras encontrar una oreja humana en un campo. Isabella Rossellini y Dennis Hopper ofrecen actuaciones inolvidables en esta película que cuestiona la aparente normalidad de la vida cotidiana y expone las sombras que se ocultan tras la fachada, como las cortinas rojas que cubren a las divas de los cabarés.

1. Mulholland Drive (2001)


Mulholland Drive

Considerada por muchos como su obra maestra, Mulholland Drive es una película que desafía las categorías genéricas, mezclando el cine negro, el drama psicológico y el misterio. Naomi Watts brilla en su papel dual, llevando al espectador por un viaje onírico que revela las oscuras entrañas de Hollywood y los sueños perdidos de una actriz. La narrativa fragmentada, la poética del doble y la atmósfera enigmática son marcas distintivas de Lynch, creando una experiencia cinematográfica que cierra de forma brillante la Trilogía de Los Ángeles y, además, perdura en la mente como un sueño que es difícil de olvidar.

 
Antiviral

En Antiviral, Brandon Cronenberg sigue las reglas de la poética del cuerpo con el fin de concebir un extraño híbrido de suspenso, terror corporal y ciencia-ficción minimalista, como se ha visto en varias ocasiones en el cine de su padre, David. Sin embargo, tengo la impresión de que Cronenberg, en su debut como director, no sabe qué hacer con el material sobre la cultura de las celebridades y las conspiraciones farmacéuticas, dejando todo en una superficie higienizada y plomiza que se vacía lentamente como la sangre drenada de una inyección. Su trama se ambienta en un futuro distópico y tiene como protagonista a Syd March, el empleado de una clínica siniestra que se encarga de comprar los virus que enferman a las celebridades con el objetivo de venderlo como inyección a los clientes que desean establecer una conexión con ellas, pero cuya existencia cae en el abismo cuando se conecta con el caso particular de los patógenos suministrados por una actriz famosísima llamada Hannah Geist, que lo induce a usar su propio cuerpo como incubadora mientras roba patógenos del laboratorio para venderlos en el mercado negro. En términos generales, la narrativa capta mi interés, en principio, desde las escenas en que el protagonista abandona la ética y su investigación lo coloca en el epicentro de un misterio conspiranoico. El problema, sospecho, es que el asunto se torna terriblemente aburrido por la falta de cohesión narrativa que, por lo regular, abusa de los diálogos expositivos para reducir las acciones de los personajes a conversaciones anodinas sobre virus mortales, enfermedades venéreas, muestras de sangre, conspiraciones farmacéuticas y celebridades de revistas, donde Cronenberg no se toma la molestia ni siquiera de añadir algo de sustancia psicológica al desarrollo de cada uno de ellos. En su búsqueda de lo chocante, olvida construir personajes que sean ajenos a lo unidimensional. Las escenas funcionan en una especie laberinto previsible, en el que personaje principal va de un lugar a otro recopilando pruebas, como si fuera un detective atrapado por una red criminal tratando de resolver un caso de asesinato, pero sin llegar nunca a ningún lado en específico, estacionado siempre en una zona de confort en la que el conflicto se ausenta para dar paso a situaciones reiterativas que solo conducen a una resolución accidentada. Caleb Landry Jones, en su rol protagónico, utiliza su expresividad para intentar aportar dimensiones a la psicología de Syd como el hombre vestido de negro que se vuelve adicto a las inyecciones de celebridades, pero su nivel de compromiso se debilita porque su personaje no es más que un ser monolítico, estéril, carente de cualquier rastro de complejidad. El personaje de Syd es servido como un trozo de carne sobre una bandeja de plata, colocado por Cronenberg en lugares comunes con la única finalidad de estructurar un discurso crítico sobre la cultura de la fama y la codicia de la industria farmacológica, entendido desde la óptica de un sujeto anestesiado que se destruye a sí mismo cuando se obsesiona con el cuerpo de una actriz decadente, en una sociedad banal donde se ha normalizado la obsesión por la belleza cosmética de las celebridades. A nivel subtextual, su síntesis discursiva interroga, asimismo, el papel que desempeña el cuerpo como fetichismo de la fama, pero Cronenberg trata la materia con una capa superflua que nunca escapa del registro de obviedades. Se puede decir, no obstante, que Cronenberg hereda los signos estilísticos de su padre por lo macabro y lo corporal, en una puesta en escena cuyo control formal radica en las atmósferas asépticas y deshumanizadas con las que muestra ese futuro distópico a través de los escenarios compuestos por laboratorios, tecnología retrofuturista, cuerpos sangrantes y máquinas análogas. En general, hay cierta elegancia compositiva, pero, desgraciadamente, esta película suya supone para mí un ejercicio insustancial, desprovisto de ritmo, atrapado en su propio espacio pulido y enfermizo.



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Ficha técnica
Título original: Antiviral
Año: 2012
Duración: 1 hr. 48 min.
País: Canadá
Director: Brandon Cronenberg
Guion: Brandon Cronenberg
Música: E.C. Woodley
Fotografía: Karim Hussain
Reparto: Caleb Landry Jones, Sarah Gadon, Malcolm McDowell, Douglas Smith
Calificación: 4/10

El caballo de Turín

En El caballo de Turín, el realizador húngaro Béla Tarr retoma su poética del hombre ordinario para sintetizar, desde un existencialismo sombrío, el concepto nietzscheano del eterno retorno. Tarr la codirige junto a su esposa Ágnes Hranitzky y es, por así decirlo, su última película como director de cine. No sé qué lo ha llevado a tomar la decisión de exiliarse del arte cinematográfico, más allá de sus posturas políticas de extrema izquierda en contra del gobierno de Viktor Orbán y de la aclamación religiosa que recibió de la prensa festivalera, pero en las dos largas horas y media que dura tengo la sensación de que es igual de regular que Las armonías de Werckmeister y El hombre de Londres. De entrada, alcanzo a observar que es una película de Tarr que, con una estética densa, posee cierta belleza en las atmósferas desoladoras, pero carece de pozo emocional y, a menudo, los personajes vacíos solo funcionan como autómatas para establecer un diálogo filosófico sobre el sufrimiento y los efectos deshumanizantes del capitalismo, donde sospecho que todo se reitera inútilmente para acomodar las obviedades del discurso nietzscheano. La historia se sitúa en Turín, Italia, en el año 1889, a partir del contexto del cochero al que Friedrich Nietzsche vio maltratando a un caballo y se acercó para abrazar el cuello del animal mientras lloraba, poco antes de perder la razón. A continuación, la trama tiene como protagonista a Ohlsdorfer, un granjero que se traslada en el carruaje por el campo hasta llegar a la casa en la que vive con su hija y el caballo que deja en el establo, donde lleva una existencia repetitiva durante seis días en medio de una tormenta. En términos estructurales, la narrativa me parece interesante, en principio, cuando se estructura sobre la idea central nietzscheana del eterno retorno al mostrar la rutina del campesino y su hija como un bucle de sucesos que se repite una y otra vez. El problema fundamental, no obstante, es que Tarr no se toma la molestia de añadir alguna dimensión psicológica a los personajes y, en general, reduce sus acciones a una serie de situaciones anodinas que, en su registro de descripciones, consisten en encender la leña para cocinar, comer papas con las manos, mirar por la ventana, escuchar las fuertes brisas de la tormenta, buscar agua en el pozo, disfrutar de los silencios sepulcrales, castigar al caballo que se niega a comer y a salir del establo. Los personajes son algo huecos en su realismo episódico, colocados en un abanico situacional demasiado obvio con el que Tarr se empeña en interrogar, desde la superficie del materialismo dialéctico, cosas como la servidumbre, el consumo, la codicia, la opresión y la desdicha humana sobre la base del eterno retorno, pero entendido ahora como la vida cotidiana de un hombre de clase obrera que ha sido abandonado por las políticas sociales que destruyeron sus medios productivos y cae en el abismo de una pobreza abyecta en la que apenas intenta disimular los síntomas importados por la autoridad que ejerce sobre la hija servil y el caballo que al que castiga como esclavo. Su texto maniqueo parece casi como la excusa idónea para demonizar el trato deshumanizante de ese costado del capitalismo que encarcela al hombre en un eterno retorno de las cosas, pero, desgraciadamente, opta por construirlo con un personaje que no es más que un vago parasitario que se rehúsa a salir de la zona de confort para trabajar como capitalista y prefiere someterse voluntariamente a la esclavitud de la inopia. El caballo simboliza al obrero alienado. La fuerte ventisca metaforiza el caos de esa sociedad en la que Dios ha muerto y pone barreras a los que no desean competir en un mercado para subsistir. De los actores recurrentes del cineasta, János Derzsi y Erika Bók, no tengo nada bueno qué decir porque no ofrecen más que silencios y gestos mecánicos. Pero reconozco, dicho sea de paso, los valores estéticos con los que Tarr edifica su puesta en escena sobre la elipsis, el fuera de campo, el sonido diegético, el sobreencuadre, el plano panorámico de paisajes brumosos, el escenario de la casa de piedra y madera, el blanco y negro, el plano fijo de larga duración, el uso proxémico del espacio y las variaciones del encuadre móvil que fabrican largos plano secuencias con la cámara en movimiento de Fred Kelemen. La música melancólica de Mihály Víg tiene, de igual modo, un leitmotiv que me resulta contagioso de escuchar. Lo demás, en su análisis de parábolas sociopolíticas, lo olvido tan pronto como salen los créditos.



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Ficha técnica
Título original: The Turin Horse (A torinói ló)
Año: 2011
Duración: 2 hr. 35 min.
País: Hungría
Director: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky
Guion: Béla Tarr, László Krasznahorkai
Música: Mihály Víg
Fotografía: Fred Kelemen
Reparto: János Derzsi, Erika Bók, Mihály Kormos
Calificación: 6/10

Operación cacería

En un intento por recuperar aquellos sábados por la noche en los que pasaba horas colgado de un televisor de tubo viendo películas de acción, procedo a ver durante hora y media Operacion cacería, producto noventero que supone el debut de John Woo en el cine de Hollywood y con el que, dicho sea de paso, me crucé muchas veces de manera esporádica en televisión por cable. Lo que me encuentro en dicho lapso de tiempo me induce a pensar que es una película de acción de Woo que ofrece altas dosis de testosterona, pero frecuenta lugares comunes y, en última instancia, nunca da en el blanco con todos los clichés que adornan su trama de violencia, tiroteos y patadas; donde tengo la sensación de que Jean-Claude Van Damme es demasiado soso encarnando al antihéroe al margen de la ley. En la trama, Van Damme interpreta a Chance Boudreaux, un cajún y antiguo marine del ejército estadounidense que recorre las calles de Nueva Orleans como vagabundo mientras busca empleo como marino mercante; pero cuyo destino, en busca de saldar una deuda, lo lleva a ayudar a una mujer que desea encontrar a su padre desaparecido y a entrar en colisión con una organización de malhechores liderada por un despiadado hombre de negocios y un mercenario, que se dedican al turbio deporte recreativo de arreglar un juego de cacería que consiste en entregar $10 mil dólares a los indigentes con expedientes militares que logren sobrevivir a una lluvia de tiros en un recorrido de kilómetros. En general, el argumento posee un comentario social relevante, sin embargo, sigue de forma mecánica las convenciones genéricas del thriller de acción, en el que el protagonista con el pasado se enfrenta con sus habilidades a un grupo de matones que le hacen la vida imposible, antes de matarlos a todos cerca del clímax y quedarse con la chica que conoce durante la misión. El problema es que, por lo regular, la narrativa apenas rasca la superficie y es algo apresurada estableciendo los conflictos, además de reducir las acciones de los personajes a diálogos banales que solo sirven de estacionamiento antes de las situaciones violentas en las calles que se tornan previsibles cuando el héroe de la melena atraviesa un festival de disparos, peleas, explosiones y villanos unidimensionales sin motivaciones claras, de esos que guardan en el bolsillo el carnet de malvado para cumplir con descripciones. De esta manera, quedo inmediatamente anestesiado al observar los facilismos del guion con los que el veterano mata a los enemigos que aparecen en la calle a plena luz del día; la investigación de la mujer que solo funciona como accesorio cosmético; las conversaciones a puerta cerrada de los malos que encajan en los estereotipos de los villanos caricaturizados. El papel de Van Damme como veterano de guerra devenido en héroe de acción es, cuanto mucho, algo aceptable cuando demuestra su pericia para las acrobacias, las artes marciales y las baladas de pistolas, pero sospecho que su interpretación hueca está atropellada por un guion pobre que no le permite más que ser una máquina de matar con una inexplicable capacidad para esquivar balas, desafiar las leyes de la física y explotar todo a su paso. La química que él tiene con Yancy Butler es prácticamente inexistente. Y tanto Lance Henriksen como Arnold Vosloo entregan papeles convencionales como los villanos vestidos de negro, aunque tienen unas cuantas escenas para lucir amenazadores. Por lo menos, el estilo de John Woo es un poco competente tratando de imitar sus propias hazañas del cine de acción de Hong Kong con el uso del encuadre móvil, la cámara lenta y el simbolismo de palomas; pero su elegancia operática presenta unas secuencias de acción que están ensambladas de una forma torpe que carece de emoción o sorpresa. Termina siendo, en pocas palabras, un espectáculo de pirotecnia excesiva que falla en alcanzar su objetivo.



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Ficha técnica
Título original: Hard Target
Año: 1993
Duración: 1 hr. 37 min.
País: Estados Unidos
Director: John Woo
Guion: Chuck Pfarrer
Música: Graeme Revell, Tim Simonec
Fotografía: Russell Carpenter
Reparto: Jean-Claude Van Damme, Lance Henriksen, Arnold Vosloo, Yancy Butler, Wilford Brimley
Calificación: 5/10

La venganza de Ulzana

En La venganza de Ulzana, Robert Aldrich retoma los apuntes de su poética de la violencia para sintetizar, supongo, una revisión de la brutal incursión de los apaches que se rebelaron contra los colonos blancos en Arizona durante el siglo XIX. De sus imágenes, Tarantino llegó a afirmar alguna vez que se trataba de "uno de los mejores westerns de los setenta". Esta afirmación la pongo en duda durante más de hora y media porque, francamente, la encuentro igual de anodina que Apache, el primer western del director que irónicamente también protagoniza Burt Lancaster. Por alguna razón que desconozco, la presencia de Lancaster mantiene su firmeza como el explorador impasible, pero, en general, es un western revisionista que se torna aburrido y algo reiterativo en su trama violenta sobre las consecuencias del colonialismo, donde por momentos me asalta la sensación de que frecuenta lugares comunes sin ir a ninguna parte en específico en su registro de obviedades. La trama se ubica en el contexto posterior a la Guerra Civil de los Estados Unidos y sigue la existencia de McIntosh, un envejecido explorador del ejército que recibe la orden de los superiores de guiar al pelotón de un teniente inexperto con la finalidad traer la cabeza de Ulzana, un líder indígena que se ha rebelado para vengarse por las atrocidades del pasado que cometieron los soldados estadounidenses en la reserva india de San Carlos. En términos generales, la narrativa se establece sobre la base didáctica del western crepuscular sobre la guerra, donde el vaquero sereno transita a caballo por las praderas ensangrentadas y dispara con su revólver a los indios salvajes que rememoran las experiencias trágicas de lo colonización, en un período en el que la moralidad ha sido reemplazada por la violencia inescrupulosa. En este sentido, McIntosh es un personaje diletante que revela a través de sus diálogos el turbio pasado con los indios apaches y el respeto profundo que siente por la cultura indígena a la que pertenece su esposa. Sin embargo, siento que el protagonista, al igual que los personajes secundarios, solo ocupan un espectro descriptivo del guion que los suspende en una ausencia de desarrollo psicológico y en una serie de situaciones previsibles que carecen de impulso cuando toman la decisión de cabalgar hacia la misión suicida. Esto solo consigue que permanezca en estado de abulia cuando observo que el viaje esquemático se resuelve con ciertos facilismos al mostrar la ética del deber del explorar veterano que ejerce el liderazgo sobre las tropas de la caballería; la conmoción del joven oficial cristiano tras descubrir la cruel campaña de represalia de los indios apaches; los soldados ingenuos que cabalgan por las montañas siguiendo el rastro de sangre dejado por los enemigos en cada poblado; las estratagemas de los indios sanguinolentos que protegen su territorio con sadismo. La falta de gancho de las secuencias de acción se evidencia en los tiroteos blandos, las persecuciones a caballo y en las emboscadas a la hora programada. Los soldados blancos pasan demasiado tiempo hablando frente a las fogatas y son emboscados por los indios estereotipados sin ningún golpe de efecto añadido que produzca algún giro de tuerca. El tono nihilista y violento solo es un accesorio cosmético, instrumentalizado por Aldrich con el fin de esbozar comentario obvio sobre la deshumanización de la guerra, entendido como la hostilidad de los norteamericanos sobre una cultura indígena que responde con violencia para proteger su herencia antropológica de las vilezas del colonialismo. Quitando el discurso maniqueo de la ecuación, Aldrich logra presentar su oscura visión del oeste a través del vestuario, los escenarios auténticos y el uso del gran plano general que se manifiesta sobre panorámicas de marcada índole paisajística, aunque no termina de aprovechar sus pericias para el paisaje por las debilidades narrativas y el ritmo accidentado. Lancaster se luce, eso sí, pero es desperdiciado por el argumento, de un western que tropieza como una bola de paja en el desierto.



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Ficha técnica
Título original: Ulzana's Raid
Año: 1972
Duración: 1 hr. 43 min.
País: Estados Unidos
Director: Robert Aldrich
Guion: Alan Sharp
Música: Frank De Vol
Fotografía: Joseph F. Biroc
Reparto: Burt Lancaster, Bruce Davison, Joaquín Martínez, Jorge Luke, Lloyd Bochner
Calificación: 5/10