Las ocurrencias de Deadpool, el mercenario demente que me ha propiciado
risotadas con la autoparodia, hace que su universo cinematográfico
entretenga porque retiene una fórmula que, desde la
primera película, ha funcionado por lo inusual que es en el género de superhéroes: acción
frenética, violencia exagerada (clasificación R), humor negro y unas
referencias de la cultura popular que se han convertido en una marca de
agua. Con esto claro, el señor Ryan Reynolds, ayudado por su evidente
carisma, ha logrado transformar al personaje del cómic de Fabian Nicieza y
Rob Liefeld en todo un ícono del cine comercial, convirtiéndolo en un
éxito inesperado de taquilla. Era solo cuestión de tiempo para la
secuela.
La nueva entrega, Deadpool 2, me ha puesto a pensar en que se
trataba de una de esas películas que sufren de la maldición de las
secuelas, pero me he equivocado. Es una secuela que ofrece una buena dosis
de brutalidad y de cinismo cuando el protagonista, Wade Wilson/Deadpool
(Ryan Reynolds), se burla de todo el mundo (rompiendo la cuarta pared) y
no deja escapar a nadie hasta que estén muertos de la risa. Mantiene un
ritmo adecuado, ágil, en el que la comedia y la acción se equilibra para
presentar, en ocasiones, efímeras escenas que buscan retratar una
crónica más personal de Deadpool, pero que, igualmente, terminan
siendo satirizadas.
En esta ocasión, Wade Wilson/Deadpool, se divierte haciendo el trabajo de
mercenario que tanto le gusta, matando a los criminales que ensucian las
calles de la ciudad como si fuera un pasatiempo. Todavía vive con su novia
Vanessa Carlysle (Morena Baccarin). Un día, las cosas repentinas lo
acechan, se enfrenta a una situación grave y muy seria que lo afecta
emocionalmente. Las risas se apagan por un diminuto momento de drama,
piensa en el suicidio, pero recuerda que no puede morir. Para intentar
olvidar lo sucedido se une a los X-Men, Colossus (Stefan Kapičić) y
Negasonic Teenage Warhead (Brianna Hildebrand), para ayudar a Russell
Collins/Firefist (Julian Dennison), el joven mutante que está fuera de control y que, sin saberlo, es el
blanco de Nathan Summers/Cable (Josh Brolin), un mutante que ha venido del
futuro para matarlo por razones que los spoilers me impiden
revelar.
Los personajes del reparto son introducidos de una forma convencional,
genérica, pero con el simple propósito de construir una narración de tres
actos que, a pesar de todo, resulta coherente para las motivaciones que le
han otorgado los guionistas. Ryan Reynolds parece que ha nacido para el
rol de Deadpool, interpreta al alocado antihéroe con histrionismo y con
una comicidad retorcida que para él es normal; cada vez que habla dispara
balas de sarcasmo para parodiar a personajes de los cómics, a películas de
la cultura pop y a celebridades de la industria del entretenimiento. Josh
Brolin interpreta a Cable, un villano que toma una postura intimidante,
pero que a la larga no es tan memorable, simplemente es un sólido
complemento para movilizar la trama. Los secundarios tienen sus escenas de
fulgor, pero, a veces, son mermados por la figura del Mercenario
Bocón.
Si bien, en la primera película Deadpool afirmaba que era una historia
romántica, en esta dice que es un relato familiar, y entiendo lo que
quiere decir. No solo se refiere a la formación del X-Force, el mítico
equipo de mutantes que debuta en una secuencia divertidísima, sino también
a la de los cómplices que lo han acompañado desde la antecesora, sumándose
también los nuevos como Cable y, muy especialmente, Neena Thurman/Domino
(Zazie Beetz), una mutante cuyo único poder, aparentemente, es tener
suerte. La cinta preserva la esencia y la emoción de la predecesora,
aunque los temas sean distintos.
La película cuenta con escenas hilarantes que han hecho que me duela el
pecho de tanto reírme, la música es contagiosa, y el carismático antihéroe
rompe los estereotipos de los superhéroes con una irreverencia que se mofa
de los márgenes de la corrección política en el cine de blockbusters. Eso
la hace atrevida, original, sorpresiva. Espero con ansias una tercera
parte.