La nueva película de Paul Thomas Anderson es una comedia negra que intenta ser un thriller de acción sobre inmigrantes y revolucionarios.
Paul Thomas Anderson, ese eterno aspirante a cronista de los vicios americanos, regresa con Una batalla tras otra, una película que refleja su interés por diseccionar el alma podrida de Estados Unidos. Por lo que sé, se trata de una adaptación libre de la novela Vineland, de Thomas Pynchon —autor que el director ya saqueó en la regular Vicio propio—, que Anderson quería llevar al cine durante muchos años, poco antes de pasar por dificultades en la escritura que le impedía adaptarla adecuadamente. Al ocurrir esto, Anderson desechó el borrador de la adaptación y optó, en su lugar, por escribir una serie de historias independientes que se ajustaran a su poética de los marginados. Estos relatos separados, que incorporan propiedades de la obra original de Pynchon, consolidaron la base para que fuera guionizada con el tratamiento característico del director.
La aclamación casi unánime que ha tenido desde su estreno me indujo a pensar que se trataría de algo insólito en la filmografía del director luego de la divertida Licorice Pizza, indicando ya que transita por caminos más accesibles dentro de la rutas comerciales. El rato de más de dos horas y medias que tiene como metraje me obliga a dudar de los comentarios de los aduladores porque, francamente, no encuentro ninguna emoción o algo que sea novedoso en su epicentro de pretensión. Lo que sí observo, no obstante, es una película de acción de Anderson que termina siendo un ejercicio vacío de autocomplacencia estética, sin humor, ajustado a una moralina barata sobre rebelión, injusticia social y dinámica paternofilial; en una narrativa que frecuenta lugares comunes sin añadirle profundidad a su asunto de racismo e inmigración.
El argumento tiene como protagonista a Pat "Ghetto" Calhoun (Leonardo DiCaprio), un hombre inseguro que se dedica a cometer actos de terrorismo doméstico como miembro del grupo revolucionario de extrema izquierda llamado los 75 Franceses, donde ejerce además el liderazgo junto a su irreverente amada Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor), en los días en que pone en marcha un plan de rescate para liberar a inmigrantes indocumentados en un centro de detención migratoria custodiado por el implacable coronel Steven Lockjaw (Sean Penn) en la frontera de Otay Mesa (EE.UU.-México). Este preámbulo se amplía, además, al mostrar las actividades de Hills como la cabecilla de los 75 Franceses en su guerra contra el militarismo norteamericano, encargándose de bombardear las oficinas de políticos corruptos, pero estableciendo, también, el conflicto central cuando mantiene una relación en secreto con Lockjaw y queda embarazada de este. Tiempo después, luego de una discusión entre Calhoun y Hills para formar una familia con la recién nacida Charlene, las operaciones de la banda son desmanteladas tras el atraco fallido a un banco que conduce a la captura y asesinato de algunos de los miembros (Hills, en custodia, delata a los suyos al negociar con Lockjaw en el programa de protección de testigos), mientras Calhoun y Charlene se ven obligados a exiliarse.
En términos generales, la estructura narrativa se ensambla sobre las bases genéricas del cine de acción y la comedia negra para relatar, con cierta simplicidad, el vínculo de un padre y su "hija" ocurrido 16 años después de los acontecimientos en las largas secuencias introductorias. El problema fundamental, no obstante, es que por alguna extraña razón siento que el guión de Anderson coloca a los personajes como fichas estereotipadas dentro de un tablero determinista, que operan en piloto automático al perpetuar las descripciones inanes que rellenan sus motivaciones unidimensionales, a menudo sujetos a un abanico de situaciones redundantes que debilita la poca acción que hay entre giros anticipados y diálogos expositivos. En este sentido, permanezco en estado de abulia al ver la separación de Calhoun (ahora llamado Bob Ferguson) y su "hija" adolescente Willa (Chase Infiniti como Charlene) cuando son perseguidos por los militares de Lockjaw; la paranoia de Bob cuando huye bajo los efectos de la marihuana y el alcohol de los agentes gubernamentales en medio del caos desatado por las protestas antiinmigración en la ciudad santuario de Baktan Cross; la cacería iniciada por Lockjaw para destruir a los 75 Franceses con su milicia y conseguir así un puesto en un grupo secreto de supremacía blanca conocido como los Aventureros de Navidad; la huida de Willa con el apoyo logístico y el entrenamiento de unas monjas del desierto que colaboran con el grupo paramilitar. Todo se repite en una circularidad situacional.
En varias escenas, las acciones de estos personajes se construyen con un situacionismo caricaturesco que Anderson pinta con brocha gorda, entre otras cosas, para encajar en su agenda sociopolítica. Bob, con el bigote y su tic de mandíbula crispada, es el padre arquetípico: el hombre blanco desempleado que, como activista adoctrinado, "despierta" a su "hija" mestiza sobre el racismo sistémico, las injusticias y la lucha revolucionaria que lo inspira a vivir como holgazán en la clandestinidad pero que, en contraposición, no muestra contrariedades ni dilemas éticos que puedan robustecer su psicología lejos de la torpeza y la indecisión que reafirma su irresponsabilidad antes de rescatar a su "hija", divagando casi siempre entre la interdependencia y el semblante olvidadizo para recordar una contraseña de las coordenadas de su organización. Willa es la típica hija rebelde idealista de la Gen Z, impulsiva, ingenua, que actúa como si fuera una activista de TikTok de esas que gritan: "¡Papá, el sistema nos odia porque somos diferentes!", pero no tiene intereses ni dilemas propios que la diferencien de cualquier otra joven indignada cuando abraza el activismo sin cuestionarse los riesgos, cuya vulnerabilidad solo se sintetiza cuando descubre la verdad de que su madre se dejó embarazar de Lockjaw, que es el eje de la trama. Básicamente, están atrapados en moldes narrativos que limitan su psicología interna.

Las actuaciones de DiCaprio y Penn, por añadidura, se destacan como las mejores de la película porque logran inyectar credibilidad a los matices descriptivos de sus personajes, incluso superando las limitaciones de una narrativa convencional. DiCaprio, como el padre en resistencia, aporta algo de autenticidad contenida al utilizar su registro expresivo para transmitir el peso de la desilusión y la rabia histriónica de una celebridad del inframundo revolucionario, ajustándose a pausas y miradas para sugerir las inquietudes intrínsecas que el texto apenas esboza, a pesar de que su comicidad se ve limitada por diálogos expositivos y un histrionismo exagerado en algunas escenas. Penn, en cambio, se roba toda la película al usar la mirada estoica, la voz rasposa y los movimientos rígidos al caminar para interpretar a Lockjaw como un villano ultranacionalista y racista que, luego de ser humillado sexualmente en un acto de dominación por una negra revolucionaria que representa todo lo que él odia (en la escena inicial donde Perfidia le apunta con su arma y lo fuerza a tener una erección involuntaria), evoca una obsesión perversa que lo lleva a traicionar sus ideales. Esta humillación, que exterioriza una atracción masoquista y el deseo reprimido de someterse a Perfidia para intentar castigarla (culminando en un encuentro sexual sin consentimiento mutuo), es lo que impulsa el deber de su personaje para perseguir al grupo French 75 y subvertir de nuevo el poder que le arrebató de su presunta superioridad racial.
El resto del reparto incluye una actuación secundaria de Benicio del Toro como el sensei de karate de Willa y respetado líder comunitario que ayuda a evacuar a inmigrantes ilegales mientras asiste a Bob antes de su escapada por la carretera con rifle en mano. También hay otra de Teyana Taylor, quien interpreta a Perfidia como una revolucionaria soberbia que castiga la masculinidad del agresor racista blanco y como feminista está convencida de que debe hacer lo que sea para continuar su lucha contra el sistema incluso si esto supone quedar embarazada del enemigo como sacrificio, aunque casi no hay espacio para subrayar su resiliencia, culpa o contradicciones; en un rol como mártir de los deportados tan esquemático que se sabe poco de ella más allá del trauma de su deportación y la ruptura de su familia.
Anderson emplea a estos actores para esquematizar una crítica alegórica sobre el racismo, la injusticia social y las políticas migratorias que actualmente divide el tejido social de los Estados Unidos de América. Su síntesis discursiva traza estos tópicos sobre la tangente de la relación padre-hija, que se entiende como la odisea de un padre progresista dispuesto a recuperar a la hija que, sin saberlo, pertenece a un supremacista blanco del ejército; mientras, por el otro lado, la hija adolescente busca escapar del padre biológico que, tras la prueba de ADN, quiere eliminarla para unirse a una sociedad secreta racista y encubrir la "traición" racial de haberla engendrado accidentalmente a causa del odio ideológico que choca con una lujuria primal que lo deshumaniza hasta revelar la fragilidad de su supremacía blanca, es decir, el poder fascista de la "superioridad racial" que a menudo se sostiene en negaciones hipócritas de sus propias debilidades sexuales. El padre blanco protector es el catalizador del progreso, mientras la hija mestiza es una pupila agresiva que "aprende" de sus lecciones revolucionarias.
El inconveniente es que el discurso sociopolítico pasa por un filtro maniqueo que patina en la falta de sustancia y, dicho sea de paso, me resulta tan tibio como un latte de Starbucks una vez que Anderson, en sus pretensiones de buenismo progresista, presenta una sociedad estadounidense dividida entre las minorías oprimidas como víctimas impotentes y los blancos opresores de un gobierno presuntamente fascista que usa el poderío militar para suprimir a las masas que brotan de las protestas colectivas. El progresismo aquí es performativo: Activistas que protestan en las calles contra las detenciones de la policía migratoria que apresa a los inmigrantes indocumentados; la hija radicalizada por el adoctrinamiento anti-racista, el padre furiosamente izquierdista que grita: "¡Viva la Revolución!"; y el típico final feliz que metaforiza la "victoria" donde la familia se reúne en una barbacoa multicultural para seguir el legado revolucionario destruyendo el establishment. No hay muchas interrogantes sobre si esta gente "revolucionaria" verdaderamente cumple las leyes constitucionales antes de exigir asistencia en el país que los recibe. La inmigración se reduce a victimismo barato y encarcelamientos por cruces fronterizos. El racismo, a insultos casuales de policías caricaturescos (clara parodia del ICE) y supremacistas blancos (parodiando de forma obvia a los republicanos trumpistas). Y la injusticia social, a un discursito que pide a gritos la "unidad", pero que, de igual modo, ignora las fracturas reales dentro de las comunidades marginadas.

Como es de esperar, Anderson aborda esta construcción de significados al encuadrar a sus actores en una puesta en escena que, dentro de sus limitantes, por lo menos es competente cuando adopta algunos recursos estéticos que, por la parte visual, funcionan para delinear los motivos de los personajes y el hilo conductor de la narrativa a través del fuera de campo, el primer plano, el plano subjetivo, la iluminación y unas cuantas modalidades del encuadre móvil que dinamizan la urgencia con los planos secuencia de una cámara en perpetuo movimiento de Michael Bauman. Su utilización del plano panorámico, fruto de la amplitud del formato de VistaVision en 35mm, marca el amplio contraste entre los escenarios urbanos caóticos y las intimidades domésticas de clases sociales contrapuestas. Aprovecha la elipsis, además, como un bisturí para comprimir los paralelismos temporales y sugerir traumas ocultos entre los silencios. A todo esto se suma, por la parte sonora, un uso constante de la música extradiegética de Jonny Greenwood para elevar el tono de peligrosidad con cuerdas disonantes combinadas con percusión minimalista y sintetizadores ambientales, aunque a veces llega a resultar un poco molesta para mis oídos cuando abusa de los crescendos orquestales para sobredimensionar las obviedades.

En última instancia, Anderson consigue que estos elementos incorporados en su estética funcionen como accesorios cosméticos, pero, por desgracia, no logra esconder las irregularidades narrativas, de una película que se siente como un collage de postales inconexas sobre una relación padre-hija que está construida sobre un dinamismo paternalista que no evoluciona y permanece, más bien, en una circularidad de clichés genéricos en casi tres horas de discusiones estériles sobre revoluciones e inmigrantes estereotipados. No hay espacio para la introspección o el crecimiento con el realismo sucio de sus camaradas. Las pocas secuencias de acción carecen de impacto. Y la persecución climática, que avanza entre tiroteos y choque de coches, se estira sin gancho por las autopistas conocidas de la corrección política. Es, en pocas palabras, una de las más flojas de su filmografía; una que, como sátira, glorifica el terrorismo doméstico y la violencia política en nombre de la progresía.
Streaming en:
País: Estados Unidos
Director: Paul Thomas Anderson
Fotografía: Paul Thomas Anderson, Michael Bauman
Reparto: Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Benicio del Toro, Regina Hall, Teyana Taylor, Chase Infiniti
Calificación: 5/10
0 Comentarios:
Publicar un comentario