Sinopsis: Karim (Reza Najie) trabaja en una granja de avestruces
en las afueras de Teherán. Lleva una vida sencilla y feliz junto a su familia
en su modesta casa, hasta que un día una de las avestruces se escapa y Karim
es despedido. Poco después, viaja a la ciudad para reparar el audífono de su
hija mayor y le confunden con un mototaxi. Así, empieza a ejercer la que será
su nueva profesión: desplazar a la gente y transportar bultos en medio de un
denso tráfico. El nuevo oficio irá transformando el generoso y honesto
carácter de Karim.
Ficha técnica Título original: The Song of Sparrows (Avaze gonjeshk-ha) Año: 2008 Duración: 1 hr37 min País: Irán Director: Majid Majidi Guion: Majid Majidi, Mehran Kashani Música: Hossein Alizadeh Fotografía: Tooraj Mansouri Reparto: Mohammad Amir Naji, Maryam Akbari, Kamran Dehghan, Calificación: 7/10
Crítica breve de la película
'El canto de los gorriones' es una película muy conmovedora del director iraní
Majid Majidi. Su realismo me golpea con sutileza al presentarme un retrato
sobre la pobreza, el trabajo infantil y los sacrificios paternales, a través
de un formalismo mesurado que dota al encuadre de metáforas y símbolos para
que el discurso sociopolítico tenga pujanza. Se ambienta en Teherán y me
cuenta la historia de Karim, un hombre que labora en una granja de avestruces
en las afueras de la ciudad, realizando tareas que incluye el cuidado de las
mismas. En medio de la labor, es llamado de urgencia por su familia cuando su
hija mayor, que es sorda, pierde sus audífonos en un pozo. Poco después,
ahorra para comprarle unos aparatos auditivos nuevos. Pero cuando uno de los
avestruces se escapa es despedido del empleo. Y no le queda más remedio que
ganarse la vida como motoconchista, transportando a todo tipo de gente en
medio del denso tránsito de la metrópoli. En esa moto veo a Karim
enfrentándose a cosas como la bondad, la desilusión, el regocijo y el
sufrimiento propiciado por una condición socioeconómica muy desequilibrada,
porque en medio de la desesperación necesita el dinero para sustentar a su
familia. El alejamiento del núcleo familiar se simboliza de una manera
inteligente cuando Majidi recurre a la elipsis para reemplazar las acciones y
los sentimientos de los personajes por los avestruces, las frutas y los peces.
Su estética lo amplifica con el plano subjetivo, el primer plano, el plano
panorámico, los ruidos, la música costumbrista y los significados del color.
La actuación de Reza Najie es estupenda como el padre generoso y autoritario
que lo sacrifica todo por el bienestar de su familia. La escena de los peces
muertos me saca lágrimas. No hay nada que no me parezca convincente. Es, a mi
parecer, una película muy humana del cine iraní.
Sinopsis: Dos jóvenes hermanas huérfanas quedan retenidas por su
ama de llaves y un compinche que intentan hacerse con el dinero que estas
habían recibido por la venta de parte de su herencia.
Ficha técnica Título original: An Unseen Enemy Año: 1912 Duración: 17 min País: Estados Unidos Director: D.W. Griffith Guion: Edward Acker Música: película muda Fotografía: Billy Bitzer Reparto: Lillian Gish, Dorothy Gish, Elmer Booth, Robert
Harron, Harry Carey Calificación: 7/10
Crítica breve de la película
'El enemigo invisible' es un buen cortometraje de Griffith. No puedo negar
que me quedo enganchado viendo lo que presenta durante 15 minutos que pasan
volando. Me parece relevante porque se trata de la primera aparición
escénica de las hermanas Dorothy y Lillian Gish. En su debut, interpretan a
dos hermanas que se quedan huérfanas cuando su padre, un médico reputado,
fallece repentinamente. Su hermano mayor decide ir al banco con el fin de
convertir los bienes heredados en dinero en efectivo. Pero como es un poco
tarde, el banco se encuentra cerrado, por lo que se ve obligado a guardar el
dinero en la caja fuerte que hay en la sala de su padre. Cuando el hermano
se va a la oficina, deja a las hermanas al cuidado de la ama de llaves,
aunque desconocen que el peligro se avecina cuando esta última tiene la
intención de robar el dinero con la ayuda de un colega criminal. Ese
detonante le sirve a Griffith para configurar una tensión implacable en la
puesta en escena, utilizando el montaje paralelo para distribuir cuatro
acciones separadas por el tiempo y el espacio bajo un ritmo muy consistente.
Mantiene la teatralidad con los mecanismos del melodrama clásico, casi
siempre con el plano general y el plano medio largo, pero va un poco más
allá al utilizar el fuera de campo, el primer plano (la pistola en la mano
de la mucama) y los gestos para enfatizar el sonido inaudible de los
disparos. Las actuaciones, con una calculada expresividad, me resultan
creíbles, destacándose las hermanas Gish como las damiselas atemorizadas,
Grace Henderson como la malvada criada y Harry Carey como el ratero. La
escena en la que la sirvienta borracha amenaza a las hermanas disparando con
un revólver a través de un agujero en la pared es inolvidable. Es una buena
película del padre del cine moderno.
Sinopsis: En los años sesenta, el neozelandés Burt Munro se pasa
años perfeccionando una moto Indian de 1920 con el fin de batir un récord de
velocidad en las llanuras de sal de Bonneville (Utah).
Ficha técnica Título original: The World's Fastest Indian Año: 2005 Duración: 2 hr 07 min País: Nueva Zelanda Director: Roger Donaldson Guion: Roger Donaldson Música: J. Peter Robinson Fotografía: David Gribble Reparto: Anthony Hopkins, Bruce Greenwood, Diane Ladd Calificación: 7/10
Crítica breve de la película
Tenía un tiempo sin ver una película de Anthony Hopkins tan agradable como
'Burt Munro. Un sueño, una leyenda', del director australiano Roger Donaldson.
Su interpretación es el corazón de la cinta. Me llevo una sorpresa porque no
esperaba emocionarme con la historia del viejo que persigue su sueño de correr
en una motocicleta a altas velocidades. No sé nada de motocicletas, pero lo
que veo aquí me conmueve. Su relato me hace reír, me saca lágrimas y me pone a
cavilar. Se ambienta en los años 60 y describe la vida de Burt Munro, un señor
carismático y muy humilde que es una especie de héroe popular en su pueblo
natal de Invercargill, Nueva Zelanda. Su personalidad amigable le hace
llevarse bien con todo el mundo. La realidad es que Burt es un genio de la
mecánica automotriz y trabaja los engranajes de su antigua motocicleta Indian
de 1920 con el fin de viajar a los Estados Unidos y romper un récord de
velocidad con su moto en la pista de carreras de Bonneville. Su aventura de
carretera me divierte mucho cuando se topa con un montón de gente rara que
representa la otra cara del sueño americano. Las secuencias de carrera en las
llanuras saladas de Utah me entretienen cuando el anciano lo sacrifica todo
para probar que su motocicleta es la más veloz. Hopkins consigue una de sus
mejores actuaciones, es bien creíble interpretando a Munro como el hombre
amable y tenaz que no tiene nada que perder. La música de J. Peter Robinson
amplifica la empatía que siento por el personaje. El pulso se mantiene a toda
marcha. Es una película muy divertida sobre la bondad, la vejez y la muerte.
Cuando termina, me deja una sonrisa en la cara al saber que ese hombre
existió.
En mi crítica de esta semana hago un análisis que abarca en resumen una
explicación del final de 'El acusado y el espía', la nueva película de Roman Polanski.
Desde que tengo uso de raciocinio, siempre me he visto cautivado por el caso
Dreyfus, uno de los procesos judiciales más polémicos de la historia
francesa del siglo XIX. El caso comenzó a finales de 1894, cuando el capitán
del ejército francés de origen judío, Alfred Dreyfus, fue acusado de
espionaje y de alta traición por un tribunal militar, controlado en parte
por unos militares nacionalistas de carácter antisemítico. El pobre hombre
se declaraba inocente de todos los cargos, pero injustamente fue condenado a
cadena perpetua en una cárcel aislada en la Isla del Diablo. Hasta ese
momento, toda la clase política del colectivo francés se mostraba en contra
del convicto. Al año siguiente, el coronel Georges Picquart descubrió
algunas irregularidades al encontrar unas cartas dirigidas a la milicia
alemana con el nombre de Esterházy, un oficial francés con fuertes rasgos
antisemitas que, efectivamente, era el verdadero espía que compartía los
secretos clasificados de los franceses. El hallazgo de las pruebas en manos
de Picquart, que evidenciaba la inocencia del imputado, no solo dividió a
Francia durante 12 años, sino también al panorama político internacional. Se
convirtió en un todo un hito moderno sobre la xenofobia y la iniquidad
estatal.
El caso de Dreyfus se ha llevado en varias ocasiones al cine, siendo la
última El oficial y el espía, de Polanski, la cual tuve la
oportunidad de ver y me ha conmovido bastante. Su película, ganadora del
Premio del Jurado en el Festival de Cine de Venecia, se titula
J’accuse en francés, tomando como referencia el artículo escrito por
Émile Zola en 1898 que provocó una crisis sociopolítica sin precedentes en
Francia. La protagoniza un puntual Jean Dujardin. Es un drama histórico que
aborda el caso desde la óptica de Georges Picquart, el oficial honesto que
intenta por todos los medios posibles esclarecer la verdad que se encuentra
oscurecida por las falacias. Funciona casi como una narrativa de suspenso
cuando el protagonista va construyendo las piezas del rompecabezas, adornada
de paso por los mecanismos habituales del drama legal. Lo consigue con una
auténtica reproducción del período, una buena música de Alexandre Desplat y
con una historia que se aleja en cualquier instante del sentimentalismo.
Todo lo que veo me emociona, pero también me pone a pensar cuando observo
una cuidadosa metáfora sobre la injusticia y la inmoralidad de un aparato
jurídico, algo que de algún modo comparte ciertos paralelismos con los
problemas legales que ha encarado al cineasta.
Louis Garrel como Alfred Dreyfus. Imagen cortesía de
Gaumont.
La película, firmada con un guion de Robert Harris (autor también de la
novela del mismo título), inicia en el año 1895. Un gran plano general
encuadra a unos soldados en un día nublado que simboliza la pesadumbre. Un
ligero reencuadre los sigue hasta que llegan adonde están sus superiores.
Montado en su caballo, el general desenvaina su sable y ordena a todas las
facciones que presenten armas. Enseguida un oficial subalterno lee la
sentencia hecha por el Consejo de Guerra del Gobierno militar de París, que
es escuchada por los cientos de oficiales presentes en el campo. Por
decisión unánime encuentran culpable al capitán Alfred Dreyfus (Louis
Garrel) por traicionar al Estado, condenándolo a ser deportado a una prisión
en un atolón remoto y a la degradación militar. Un plano medio corto muestra
a Dreyfus, invadido por el rostro de la desilusión, aceptando su destino. La
plebe pendenciera lo abuchea, diciendo cosas como “¡A la muerte! ¡traidor!”.
Entre la muchedumbre aparece Georges Picquart (Jean Dujardin), que observa
al penado “como un sastre judío, llorando por el oro que perdió”.
Jean Dujardin y Hervé Pierre. Fotograma de Gaumont.
Después de esa escena, Picquart es ascendido al rango de coronel y jefe de
la sección de contraespionaje, convirtiéndose en el soldado más joven en
adquirir dicha posición. En una reunión campestre, similar al lienzo del
‘Desayuno en la hierba’ de Manet, conversa con unos colegas y recuerda la
época en que era profesor de Dreyfus, reconociendo sus aptitudes sin caer en
el pecado de la discriminación antisemita y diciéndole en su cara que no le
agradan los judíos. Más tarde, en un breve recorrido por su nueva oficina
sospecha que sucede algo extraño con las correspondencias que son
investigadas por sus subordinados. Le hace preguntas a todos, como si se
tratara de Sherlock Holmes investigando una cloaca gubernamental. Múltiples
pistas amplifican sus dudas, particularmente la dicotomía entre una carta
que supuestamente pertenece a Dreyfus y los fragmentos de un telegrama
enviado por el agregado militar alemán a un tal Esterházy (Laurent
Natrella). Al realizar una minuciosa comparación tipográfica, comprueba que
la escritura es la misma que la del documento atribuido a Dreyfus, por lo
que concluye que el imputado es inocente y que el espía es Esterházy.
Jean Dujardin como Georges Picquart. Foto de Gaumont.
Picquart es un personaje que me resulta cautivador porque su honestidad y el
sentido del deber amplían su motivación. Está desarrollado con ingenio. El
bigote que adorna su cara y su personalidad fría y calculadora me recuerda
al detective Hércules Poirot. Es un hombre reservado, de naturaleza
meditabunda, motivado por el orden establecido por la justicia y la
veracidad de los hechos. Mira todo con un ojo crítico. Y huele las mentiras
de los subordinados a menos de un metro de distancia. Pero tampoco es que
sea un santo. En sus ratos libres disfruta estar con su amante Pauline
Monnier (Emmanuelle Seigner), una mujer casada con un burgués. La única
explicación por la que ayuda a Dreyfus es para desentrañar la corrupción
burocrática que prolifera en las altas esferas del poder procesal, cosa que
evidencia con una multitud de contradicciones sembradas en el cuerpo militar
por razones políticas e ideológicas. Su causa está sujeta a la ética. Como
es incorruptible, no le tiene miedo a la suspensión de su carrera militar ni
a las maquinaciones perversas de los arquitectos del escándalo que luego
inician una caza de brujas en contra su figura para apartarlo de la
investigación.
El relato se describe desde el punto de vista de Picquart. Hay raccords
sutiles que destacan lo que piensa, especialmente en los planos subjetivos
de las misivas cargadas contra Dreyfus. Los silencios amplían sus
deducciones. La analepsis lo invita a rememorar el pasado del caso de
Dreyfus cada vez que mira el mensaje enmarcado y se acuerda de los
testimonios durante el juicio. A medida que la investigación avanza, se
establece una conexión entre los rudimentos del caso Dreyfus y el presente
de Picquart, cuando este analiza las pruebas que legitiman la tropelía.
Mathieu Amalric y Jean Dujardin. Imagen de Gaumont.
Este mecanismo le permite a Polanski fabricar una alegoría sobre la
moralidad de los individuos y la descomposición de las instituciones que
administran el sistema legislativo. Presenta a Picquart, Dreyfus y sus
partidarios (incluyendo a Zola) como los únicos sujetos honestos que se
enfrentan a las injusticias y persiguen la verdad, en un país conservador
donde por cuestiones xenófobas se prefiere sacrificar a un absuelto con tal
de proteger los intereses nacionalistas. Los generales y los jueces, no
obstante, son mostrados como burócratas inescrupulosos proclives a la trola,
a los prejuicios y al antisemitismo. Son unos soeces condicionados por
ideologías fascistas. Pero a mi parecer no todo termina ahí.
Jean Dujardin y Emmanuelle Seigner. Fotograma de Gaumont.
Hay una segunda lectura de índole intertextual entre el caso Dreyfus y las
secuelas del caso de abuso sexual de Polanski. Es posible que el realizador,
que también tiene ascendencia judía, emplea la crónica del caso Dreyfus para
subrayar que el daño de su imagen y la persecución que hay en su contra se
debe, en efecto, a la campaña de odio y de calumnias propagada por la prensa
amarilla al servicio de la corrección política y por la gleba que exige un
linchamiento público para adornar los encabezados de la posverdad. Hechos
que parecen repetirse en dos épocas distintas por el antisemitismo que
actualmente predomina en la sociedad francesa.
Esta es la raíz, presumo, de una polémica de gente que malinterpreta el
discurso de la película, viendo el episodio de Dreyfus como el vehículo
perfecto de una parábola de la biografía de Polanski y las acciones
procesales que ha enfrentado al huir de la ley, como si se escudara detrás
de la efigie de Dreyfus con el único propósito de señalar su propio
victimismo y la entereza manipulativa del veredicto que lo persigue. Quizá
sea una víctima de las farsas mediáticas, pero lo cierto es que es que sería
contradictorio establecer un símil con Dreyfus, sobre todo porque Polanski
se declaró culpable por el delito de tener sexo ilegal con una menor y al
poco tiempo se escapó. Es un prófugo de la justicia que espera la condena.
Nunca fue inocente del todo.
Jean Dujardin como el coronel Picquart. Fotograma de Gaumont.
Dejando de lado la controversia, creo que El oficial y el espía es la
película más sólida dirigida por Polanski en más de una década. Es notable
también el hecho de que es hasta la fecha la única representación
cinematográfica del caso Dreyfus en el siglo XXI. Lo que narra me emociona,
pero también me produce indignación al darme cuenta de que todavía le puede
pasar a cualquiera. Su estilo visual es depurado, el ritmo prevalece durante
dos horas de metraje y la actuación Dujardin es muy escueta cuando se separa
de todo histrionismo para imprimirle credibilidad al protagonista. No creo
que esté a la altura de sus grandes obras, pero el director de
El pianista y
El escritor fantasma
logra sorprenderme con una trama que saca lo mejor del
thriller detectivesco y el drama judicial.
Ficha técnica Título original: J'accuse Año: 2019 Duración: 2 hr 06 min País: Francia Director: Roman Polanski Guion: Roman Polanski, Robert Harris Música: Alexandre Desplat Fotografía: Pawel Edelman Montaje: Hervé de Luze Reparto: Jean Dujardin, Louis Garrel, Emmanuelle Seigner, Grégory
Gadebois, Calificación: 7/10
Justo ahora terminé de ver 'Jo Pil-ho: el despertar de la rabia', la nueva
película del director surcoreano Lee Jeong-beom que se encuentra en Netflix.
Es una cinta policial que tiene buenas intenciones con la trama del policía
que intenta desmantelar una barahúnda corporativa, pero que de algún modo
carece de la suficiente pujanza para sorprenderme. El protagonista de la
historia es Jo Pil-ho, un detective de la policía que a veces camina sobre el
fango para resolver los crímenes, recurriendo a métodos sucios para lograr sus
objetivos. Es un oficial corrupto involucrado en un negocio inmobiliario. En
medio de un robo a un depósito policial junto a un subalterno tonto, se da
cuenta del siniestro plan de una corporación para cubrir un escándalo
multimillonario de unos empresarios corrompidos. Lo que pasa lo he visto
muchas veces con mejores resultados. Hay suspenso, violencia y secuencias de
acción, pero se ejecutan de forma convencional. El montaje ensambla todo de
manera precipitada. El manejo de la elipsis es un poco abrupto, al igual que
la analepsis del protagonista para descifrar el pasado. Abundan los insertos.
El rompecabezas carece de cohesión. Algunas escenas parecen repetirse cuando
Jo avanza en el caso dando vueltas por los mismos lugares. Casi no me da
tiempo a dilucidar lo que pasa en un plano. La trama del policía sumergido en
la conspiración sirve para construir un texto sobre la corrupción y los
límites del poder empresarial. Aunque la actuación de Lee Seon-gyun es sólida
como el policía corrupto con una moral ambigua, los secundarios son algo
blandos a la hora de elaborar los diálogos y el registro expresivo de sus
personajes. Al rato me olvido de Park Hae-joon como el villano prepotente, o
de Jeon So-nee como la adolescente problemática. Presiento que solo se repone
en el clímax, cuando se emplea la brutalidad para solucionar el problema.
Sinopsis: Un grupo de ladrones roba los fondos que una rica
heredera tiene depositados en un banco. Pero, durante el atraco, uno de ellos
resulta herido. El cabecilla de la banda debe enfrentarse al comisario
Coleman, que es uno de sus mejores amigos.
Ficha técnica Título original: Un flic Año: 1972 Duración: 1 hr 38 min País: Francia Director: Jean-Pierre Melville Guion: Jean-Pierre Melville Música: Michael Colombier Fotografía: Walter Wottitz Reparto: Alain Delon, Richard Crenna, Catherine Deneuve, Calificación: 7/10
Crítica breve de la película
'Crónica negra', la última película de Melville, no está a la altura de sus
mejores obras como
El confidente,
El samurái
y
El círculo rojo, pero a mi parecer su trama de policías y ladrones es tan escueta que
disfruto cada minuto de su puesta en escena. La protagoniza Alain Delon,
haciendo esta vez de inspector. Le acompaña también Richard Crenna en un rol
secundario como el bandido profesional. Ambos representan los bandos de la ley
que colisionan. La historia narra las labores de Edouard Coleman, un policía
de París con un sentido de deducción agudo, cansado de llevar una vida entera
investigando crímenes violentos que no paran de entrar en su oficina. Paralelo
al quehacer investigativo de Coleman, un grupo de maleantes roba un banco,
pero durante el atraco uno de ellos resulta herido de bala. Coleman inicia la
investigación para atraparlos, aunque desconoce que el cabecilla de la banda,
Simón, es su amigo, dueño del club nocturno que siempre visita y novio de
Cathy, la bella rubia con la que mantiene un romance. La narrativa emplea los
mecanismos usuales del neo-noir a la hora de describir la odisea del policía
que intenta atrapar al ladrón, aunque la estética de Melville consigue un
estilismo que hace que el relato sea contagioso. Hay atmósferas urbanas,
música de jazz, gabardinas, mujeres fatales, silencios, miradas, tiroteos,
hurtos sofisticados, intriga fatalista. Ejecuta mucho el primer plano, el
campo-contracampo, picado-contrapicado y los planos subjetivos para amplificar
las intenciones, las sospechas y las emociones intrínsecas de los personajes.
Las actuaciones son sobrias, destacándose Delon como el oficial perspicaz,
Crenna como el maleante inescrupuloso y Catherine Deneuve como la amante
fatal. La secuencia del robo del banco es bien tensa, así como la magistral
secuencia de casi 20 minutos del hurto en el tren. Debajo de la simpleza, veo
una sólida película policial sobre el significado ambiguo de la traición y el
deber moral.
'Las aventuras de Dollie' es un cortometraje mudo que supone el debut como director de D.W. Griffith para la Biograph Company. La filma junto a su director de fotografía predilecto, Billy Bitzer. Tuve la oportunidad de verlo en el catálogo en línea de la Librería del Congreso de los Estados Unidos. Y vale la pena analizarlo por cuestiones de carácter histórico. Aunque encuentro correcta la forma en la que narra el relato, no me parece que tenga la pujanza que está presente en otros cortos del período y, sobre todo, de la filmografía temprana de Griffith. Lo protagonizan Arthur V. Johnson y Linda Arvidson, la esposa de Griffith. Ellos interpretan a un padre y a una madre que un día de verano cualquiera se van de paseo con su hija, Dollie, para disfrutar de la naturaleza a orillas de un río. El padre sale un momento fuera de campo para buscar algo, dejando solas a su esposa y a Dollie. En ese momento, un vendedor ambulante gitano intenta aprovecharse de la situación para robarle las pertenencias, pero es detenido por el padre, que llega justo a tiempo para golpearlo. Tiempo después, Dollie juega con su padre, pero al dejarla sola nuevamente, es secuestrada por el gitano y su esposa, quienes ahora la esconden en un barril que, para colmo, termina cayendo al río con la pequeña en el interior. La narrativa es, a mi entender, ligeramente previsible, funcionando casi siempre con los mecanismos teatrales y melodramáticos comunes de la época, añadiendo la moraleja como hilo conductor de la trama. Griffith encuadra la acción con el gran plano general, y preserva el ritmo en un metraje de doce minutos con una acertada continuidad. Emplea el montaje de tiempos alternativos con cierta timidez, pero se nota claramente la técnica que luego se convertiría en maestría. Es una película aceptable del padre del cine moderno.
Sinopsis: Un magnate codicioso que intenta acaparar el mercado
mundial de trigo, destruyendo las vidas de las personas que ya no pueden
permitirse el lujo de comprar pan.
Ficha técnica Título original: A Corner in Wheat Año: 1909 Duración: 14 min País: Estados Unidos Director: D.W. Griffith Guion: D.W. Griffith y Frank E. Woods Música: película muda Fotografía: Billy Bitzer Reparto: Frank Powell, Grace Henderson, James Kirkwood Calificación: 7/10
Crítica breve de la película
Continuando con el catálogo de cortometrajes de Griffith vi 'El valor del
trigo', una película que, a mi parecer, es muy importante por dos razones.
La primera es por implementar tempranamente el montaje paralelo con dos
acciones que se describen simultáneamente separadas por tiempo y espacio,
añadiendo cierta solidez y cohesión a la continuidad del relato. La segunda
es en parte porque se trata de una de las primeras películas de carácter
político del director, pues al principio Griffith evitaba coquetear con el
material de denuncia en sus trabajos. Aquí consigue un discurso
sociopolítico componiendo una metáfora sobre las consecuencias de la
avaricia y las desigualdades sociales que están presentes en los campesinos
desamparados que no tienen ni para comprar el pan que ellos mismos producen
con sus manos trabajando al servicio de los magnates caprichosos. Narra la
historia de un hombre adinerado y codicioso al cual apodan "El rey del
trigo", el cual decide monopolizar el mercado mundial de trigo para que su
fortuna crezca desmedidamente. Sus acciones duplican el precio del pan,
obligando a los miserables y a los pobres a formar líneas de caridad para
comprar el pan a un precio altísimo, algunos de ellos incluso son granjeros
que trabajan como productores de granos de trigo, cosa que se amplifica en
la escena de la panadería con un simbólico tableau vivant donde
los personajes se quedan encuadrados casi como si estuvieran congelados. Es
muy sorpresivo el contraste entre los de abajo que laboran para cultivar el
trigo y la gente de rica de arriba que vive una acomodada. De los
intérpretes destaco la expresiva actuación de Frank Powell como el magnate
del trigo que es víctima de la codicia. No creo que sea una de las mejores
películas de Griffith, pero es una disfrutable que invita a reflexionar
sobre la sociedad.
En mi crítica de esta semana comento 'First Love', la nueva película de Takashi Miike.
Con una filmografía de más de 100 películas, el cine del prolífico director
japonés Takashi Miike es uno que a mi parecer todavía se sigue reinventando.
Miike es conocido por un estilo transgresor que imagino que a los
espectadores más sensibles les podría provocar desmayos, o en el peor de los
casos, una sucesión de infartos. En una entrevista Miike afirmó que su madre
fue a ver Ichi the Killer junto a unos amigos sin saber de qué se
trataba y al salir de la proyección le dijo: “pero ¿qué has hecho?” La
realidad es que es un cineasta que no se anda con pendejadas. Va al grano.
Su estética empuja la censura hasta lo limítrofe. Puede contener violencia
extrema, un sentido del humor retorcido, perversiones sexuales, realismo
mágico y una acción que es tan potente como caricaturesca, además de
caracterizarse por mezclar los géneros como el crimen, el suspenso, el
terror y la comedia. Sus personajes por lo general son criminales
extranjeros y miembros de la yakuza atrapados en un círculo de
coincidencias, alevosía y resarcimiento, impulsados casi siempre por un
ambiguo sentido del honor. Algunas veces me aburre con películas que
prefiero no recordar, pero en otras logra entretenerme cuando se mantiene
fiel a sus raíces formales.
El realizador de películas como
Fudoh: the New Generation
y
Cementerio Yakuza regresa al territorio que le pertenece en First Love, su
película más reciente. La quería ver desde hace un tiempo. Se ha estrenado
en diversos festivales de cine de todo el mundo, pero como me desespero
fácilmente me vi obligado a rastrearla por los callejones más oscuros del
Internet para verla en la comodidad de mi casa. Y valió la pena. Me
entretiene durante más de una hora y media que arranca con una apertura
trepidante que no me alcanza ni para pensar en otra cosa que no sea la
historia que veo en pantalla. Es hilarante, caótica, ultraviolenta.
Establece una fusión genérica muy novedosa entre el romance, la comedia, el
thriller y la acción. En su narración pasan cosas rarísimas que me
sorprenden mucho cuando un boxeador, una prostituta, un policía, unos chinos
de la tríada y unos yakuza se cruzan por el camino y se ven implicados en un
anillo de brutalidad desatado por un tráfico ilícito de drogas. Lo que
sucede ya lo he visto antes, pero Miike me ayuda a olvidarlo porque, con esa
plétora de personajes motivados por la ética más turbia, evoca el estilismo
visual de sus clásicos del cine yakuza sin agotar en ningún momento su
fuselaje rítmico.
Masataka Kubota como Leo. Foto cortesía de Signature.
El guion lo firma el usual colaborador de Miike, Masa Nakamura. La trama al
principio se me hace un poco complicada de seguir, pero cuando los
detonantes establecen el conflicto inteligentemente, me acomodo y la
disfruto. Cuenta el periplo de Leo (Masataka Kubota), un joven boxeador que
anhela la gloria. Leo se gana la vida trabajando en un restaurante chino en
Kabukichō para costear su carrera de boxeo. Ha ganado unas cuantas peleas,
pero luce indiferente ante los triunfos. Un día pasa por una dificultad
cuando es noqueado del cuadrilátero por un tumor cerebral descubierto
recientemente por un doctor, el cual le dice que no tiene esperanzas de
sobrevivir y que su profesión como boxeador se ha terminado. La noticia lo
coloca en un estado meditabundo por las calles de Tokio.
Paralelamente a las acciones de Leo, una muchacha llamada Yuri usa el
seudónimo de Mónica (Sakurako Konishi) y se ve forzada a prostituirse y a
consumir drogas para saldar las deudas de su padre abusivo. Es mantenida
como prisionera en un apartamento que también es utilizado como un centro
para el intercambio de drogas por un yakuza llamado Yasu (Takahiro Miura) y
su novia Julie (Becky). Pero Yuri no sabe que está en peligro, pues un
yakuza, Kase (Shota Sometani), y un policía corrupto, Ōtomo (Nao Omori),
planean utilizarla como carnada para esquematizar un contrabando de drogas.
Ōtomo saca a Yuri de la vivienda por la fuerza. Ella huye despavorida
mientras Ōtomo la persigue, pero se encuentra por coincidencia con Leo,
quien en seguida golpea a Ōtomo en la cara al dilucidar que este intenta
hacerle daño a la chica desconocida. Leo decide acompañarla, aunque
desconoce que le espera una noche enormemente salvaje.
Shôta Sometani y Nao Ohmori. Imagen de Signature.
Los personajes, sospecho, reflejan las inquietudes habituales del cine de
Miike cuando sus decisiones se construyen a partir de la venganza, la
traición, la codicia y el honor. Son estereotipos que coexisten en un mundo
alevoso y desolador. Y están sólidamente interpretados. Kubota interpreta a
Leo como el hombre correcto guiado por sus ideales, desilusionado por las
trampas del destino, que se siente atraído hacia Yuri precisamente porque
comparte el dolor del desamparo, al haber sido abandonado por su familia
desde que era un niño. Konishi convierte a Yuri en la muchacha sensible
resquebrajada por el pasado y una crisis de identidad que es su único
refugio para olvidar las penas, reflejado en parte por sus demonios internos
(la drogadicción), las alucinaciones que tiene de su padre en pantaloncillos
(un simbolismo de que comunica que fue abusada física y psicológicamente) y
de un antiguo compañero de clase que fue su primer amor. El romance entre
Leo y Yuri florece en medio de una noche enredada que funciona para
amplificar sus sentimientos cuando son perseguidos a tiro limpio por las
tríadas y los yakuza.
Los yakuza de Gondō. Imagen de Signature.
Hay otros secundarios que me parecen contagiosos. El primero es Sometani
como Kase, quien representa al yakuza mentiroso y avaricioso alejado de
cualquier norma de la organización, como si fuera una víbora que solo busca
traicionar a todos, robando las drogas para instaurar su propio negocio; su
impulsividad desmedida es la catarsis de todo el problema. El segundo es
Omori como Ōtomo, el policía corrompido que no mide las consecuencias y es
un poco torpe. Y el tercero es Seiyo Uchino como Gondō, el yakuza que es el
líder imperturbable, frío y apegado a las reglas del deber y al código de
justicia de su katana, cosa que justifica en la persecución cerca del clímax
cuando se sacrifica para que Leo y Yuri puedan escapar, consiguiendo así la
redención por los crímenes que cometió años atrás.
Sakurako Konishi y Masataka Kubota. Imagen de Signature.
Miike le imprime una energía implacable a cada secuencia de la película. La
más significativa es, la climática confrontación que tiene lugar en los
interiores de un supermercado cerrado, donde Leo y Yuri intentan salir vivos
de una guerra a muerte entre las dos pandillas y su primera cita termina en
un baño de sangre con la llegada de los agentes policiales. Hay
persecuciones, tiroteos sangrientos, duelos de espadas, decapitaciones,
desmembramientos con un toque cómico y hasta una escena de escape ejecutada
con una animación muy colorida. Con una metáfora pone al amor por encima de
la violencia. El montaje es muy acertado cuando emplea los tiempos
alternativos y el tratamiento de la elipsis para contar las contrariedades
de esos individuos en tan solo un día, así como la analepsis que acentúa los
traumas remotos. Quizá por tratarse de una historia de amor nunca llega a
alcanzar la cuota de violencia exagerada de sus otras obras, pero lo cierto
es que no deja de impactarme en ninguna escena por el carácter absurdo y
frenético de su relato pulp. Tomando el título de forma literal, se trata
más bien de un homenaje al cine yakuza que es, más que nada, el primer amor
del director japonés.
Buscando una película ligera que me entretenga para olvidarme del
encarcelamiento domiciliario, me puse a ver 'Sonic la película', la adaptación
de la popular saga de videojuegos de Sega que vengo jugando desde que tenía
cabello y que trata las aventuras de un erizo azul que es tan veloz como un
rayo. Pero he vuelto a meter la pata. No sé quién es que me dice que vea estas
películas. Lo único que sé es que la dirige un tal Jeff Fowler. Es un
disparate que me aburre durante una hora y media sin ninguna intención de
abandonar el efectismo aparatoso y la trama rutinaria repleta de clichés de
toda clase para poder avanzar por el carril más fácil. Cuenta la historia de
Sonic, un erizo alienígena de pelaje azul que es enviado a la Tierra por
circunstancias trágicas y tiene que acostumbrarse a vivir en el anonimato.
Como posee la habilidad de poder correr a velocidades supersónicas se adapta a
la cotidianidad terrestre en el pueblo de Green Hills. Por diversos problemas,
se une al alguacil local, Tom Wachowski, para escapar de las fuerzas secretas
del gobierno lideradas por Ivo Robotnik, el científico loco que anhela robar
sus poderes. Cuando todo eso sucede, la acción avanza tan rápido como un
maratonista y no me da tiempo ni para simpatizar por el héroe raudo de los
tenis rojos. Los chistes y los diálogos sarcásticos de Sonic no me producen
gracia, al igual que la mayoría de los personajes secundarios. Tampoco me
divierten las referencias de los juegos ni el diseño del protagonista. No
puedo ni contar una escena que sea entretenida. Lo que rescato, no obstante,
es la alocada presencia de Jim Carrey como el villanesco Dr. Eggman y la
canción original 'Speed Me Up', la cual me resulta contagiosa. El producto
luce apresurado. Es otra película fallida de videojuegos.
Para tratar de celebrar el aniversario de Charlie Chaplin me puse a ver ‘Kids
Auto Races at Venice’, el cortometraje mudo dirigido por Henry Lehrman que
marca la primera aparición de Chaplin como el legendario Charlot y la segunda
vez que lo personificó (la película fue filmada después de ‘Mabel's Strange
Predicament’, pero se estrenó dos días antes). Se hace notar desde el primer
fotograma, luciendo las características especiales como el pequeño bombín
sobre su cabeza, el bastón elástico, los pantalones anchos, el abrigo
ajustado, el par de zapatos enormes y el bigote de cepillo de dientes que
adorna su rostro. La historia coloca a The Tramp en la celebración de una
carrera de autos para niños en Venice, California, donde le hace la vida
imposible al camarógrafo que filma la corrida, situándose en el centro de la
cámara cada vez que este intenta filmar el evento. Aunque las acciones del
personaje parecen repetirse constantemente durante los seis minutos de
metraje, la actuación de Chaplin logra hacerme reír minúsculamente cuando sus
travesuras lo convierten en un impertinente profesional y se pone en el medio
de cada composición. No lo encuentro a la altura de sus mejores obras, quizá
por tratarse de su origen, pero destaco su registro cuando desarrolla los
gestos clásicos del personaje, logrando una simbiosis entre la ingenuidad y la
rebeldía que me resulta contagiosa. La película es más interesante, no
obstante, por la aparente continuidad del relato y la manera en la que Lehrman
utiliza una economía de recursos visuales como el campo-contracampo, el
reencuadre, el plano general y el plano subjetivo para amplificar la mirada
del camarógrafo omnisciente. Puede que no sea uno de los grandes cortometrajes
protagonizado por el genio, pero se trata, sin temor a equivocarme, de una
película con un amplio valor histórico.
La segunda película de Pablo Larraín, ‘Tony Manero’, tiene un arranque tan
enérgico como las piernas de un bailarín, pero en el trayecto resbala hasta
quedar sembrada en el suelo. Su narrativa me aburre al presentar la existencia
de un sociópata atormentado. El protagonista es Raúl Peralta, un hombre de
unos 50 años que está obsesionado con el personaje Tony Manero que interpreta
John Travolta en ‘Fiebre de sábado por la noche’. Raúl va al cine
constantemente para ver la película y robarse las técnicas de danza, con la
única intención de participar en el concurso de un programa televisivo que
busca al doble de Manero. Al rato me doy cuenta de que se refugia en su ídolo
ficticio para olvidar su realidad miserable y manifestar su desencanto por las
calles solitarias y militarizadas de la ciudad de Santiago, cometiendo
crímenes de todo tipo y bailando con los marginados de la pensión donde vive.
La psicología del protagonista le sirve a Larraín, supongo, para ponderar una
radiografía política del régimen a través del Tony Manero falsificado y sus
seguidores, quienes conforman, también, el reflejo de una sociedad
desilusionada que ha perdido su identidad a causa de la opresión, la pobreza y
la violencia. Es decir, Tony Manero representa una alegoría de la dictadura de
Pinochet y la manera en que esta era teledirigida por un poder superior
(simbolizada con el Tony Manero original que es Estados Unidos). Hay
autenticidad cuando recrea la decadencia de la época. Y me parece creíble la
actuación de Alfredo Castro como ese hombre perturbado por el pasado y
defraudado por el sueño americano, transmitiendo diversos pensamientos con la
mirada y valiéndose del físico para bailar. Mi problema, no obstante, es que
las acciones del personaje carecen de brío, además de que el ritmo le pasa
factura hasta volverlas redundantes. Larraín captura su vida con una cámara en
mano que busca estremecer con unos planos que me producen el efecto contrario.
No encuentro nada relevante en los diálogos o en los personajes secundarios.
Es una obra algo patética del director chileno.
Sinopsis: Anna Moore es una joven que va a visitar a su acaudalada
tía de Boston para que ayude a su familia a salir de la pobreza, pero una vez
allí un hombre rico la engaña con un matrimonio falso para aprovecharse de
ella. Cuando Anna se queda embarazada es abandonada a su suerte.
Ficha técnica Título original: Way Down East Año: 1920 Duración: 2 hr 25 min País: Estados Unidos Director: D.W. Griffith Guion: Anthony Paul Kelly, D. W. Griffith Música: Louis Silvers Fotografía: G. W. Bitzer, Charles Downs, Hendrik Sartov Reparto: Lillian Gish, Richard Barthelmess, Lowell Sherman, Burr
McIntosh, Calificación: 7/10
Crítica breve de la película
Aunque encuentro que ‘Las dos tormentas’ no está a la altura de otras
películas mudas de Griffith como
Intolerancia o
Lirios rotos, confieso que logra cautivarme por el virtuosismo técnico y, sobre todo,
con el melodrama de la damisela en peligro condenada a la tragedia y a las
calumnias. Hay triángulos amorosos, mentiras y desilusión. Es una adaptación
de la obra de Lottie Blair Parker. La protagonizan Lillian Gish y Richard
Balthermess, quienes consiguen unas interpretaciones de calculada
expresividad al comunicar diversas emociones con los gestos, el lenguaje
corporal y las miradas, sin mencionar que son llevados hasta los límites
físicos en las escenas de riesgo. La historia es un cuento moral sobre la
injusticia, los prejuicios y las diferencias de clases sociales. Narra la
vida de Anna Moore, una joven que por órdenes de su madre visita a una tía
rica en Boston con el fin de solicitar una ayuda económica para la familia.
Una vez allí comienzan los problemas cuando es engañada con el matrimonio
falso arreglado por un mujeriego adinerado. A pesar del infortunio, Anna no
pierde la esperanza y en su destino se enamora de un humilde campesino
llamado David Bartlett. La trama me hace reír y me saca lágrimas cuando los
protagonistas se decepcionan por la intolerancia de un pueblo. Griffith los
encuadra con un control formal que, en ocasiones, reemplaza la teatralidad
del plano general cuando, de golpe, emplea el primer plano o el plano medio
para amplificar los sentimientos de los protagonistas. Hay un sutil manejo
de la elipsis simbólica, los raccords y los planos que evocan el sonido
inaudible. Su ritmo nunca decrece en dos horas y media de metraje. Está
ensamblada con un montaje que distribuye los tiempos adecuadamente para
desarrollar a los personajes. Y es quizá más notable por el montaje paralelo
de la climática secuencia en el río helado. A mi parecer, es una película
imperdible del legendario director.
Sinopsis: Jack Baker y su hermano Frank trabajan desde hace muchos
años como pianistas en salas de fiestas. Como todos los músicos han pasado por
buenos y malos momentos, pero una noche su actuación es un fracaso tan
estrepitoso que acaban siendo despedidos. Es entonces cuando se les ocurre la
idea de contratar a una cantante para relanzar su espectáculo.
Ficha técnica Título original: The Fabulous Baker Boys Año: 1989 Duración: 1 hr 53 min País: Estados Unidos Director: Steve Kloves Guion: Steve Kloves Música: Dave Grusin Fotografía: Michael Ballhaus Reparto: Jeff Bridges, Michelle Pfeiffer, Beau Bridges, Jennifer
Tilly Calificación: 7/10
Crítica breve de la película
No puedo negar que paso un rato muy agradable viendo a
Los fabulosos hermanos Baker, la película que marca el debut como
director de Steve Kloves y que protagonizan Jeff Bridges, Beau Bridges y
Michelle Pfeiffer. No hay una escena que no disfrute cuando escucho la música
de jazz o al ver la fantástica química del trío protagónico. La historia narra
las desventuras de Jack Baker y su hermano Frank, dos músicos que se ganan la
vida como pianistas en los lounge de los hoteles. Uno es frío y cínico; el
otro, por el contrario, es introvertido y algo crédulo. La realidad es que, a
pesar de haber probado un éxito minúsculo hace unos años, son dos músicos
fracasados que una mala noche terminan siendo despedidos del espectáculo
porque son aburridos para el público. Para remediarlo contratan a una bella
cantante llamada Susie Diamond, con el fin de reanimar su acto y que puedan
vender unas cuantas entradas. Ellos me resultan contagiosos con sus diálogos y
es muy divertido verlos cuando empiezan el coqueteo sutil con la rubia de la
voz dorada, mostrando la atracción con los gestos y las miradas, aunque como
es de esperar, la chica desestabiliza el vínculo entre los hermanos. Encuentro
magnéticas las actuaciones de los intérpretes principales, especialmente la de
Jeff Bridges como el pianista talentoso atrapado por la frustración, la de
Beau Bridges como el hermano dependiente y, principalmente, la de Michelle
Pfeiffer como la cantante con el pasado oscuro que cuando abre la boca seduce
a cualquiera (inolvidable la escena en que canta "Makin' Whoopee" encima del
piano y vestida de rojo). Es notable el estilo visual de Ballhaus al capturar
la atmósfera nocturna de la ciudad, y la maravillosa banda sonora de Grusin.
Se me hace emocionante, agridulce, exótica. Andaba buscando un buen film de
los ochenta y di en el blanco.
En mi crítica de esta semana comento 'Lazos de familia', la nueva película de Ken Loach.
Tengo varios años disfrutando el cine de Ken Loach. El realizador logra
conmoverme a la hora de capturar la pesadumbre de la clase trabajadora a
través del realismo social más sólido. Su estilo es irremediablemente
político. Es un director comprometido con sacar a la luz las vicisitudes de
los pobres del Reino Unido que se mueren de hambre, que buscan empleo para
sustentar a su familia, individuos vulnerables que exigen sus derechos y están
dispuestos a defender una causa proletaria, aunque sea rebelándose en contra
de los opresores y de las normas establecidas por el gobierno que los ignora.
Sus personajes usualmente son sujetos de abajo. Lo viene realizando desde los
años sesenta y ha rodado diversos documentales sobre el asunto, aunque es más
conocido por los largometrajes de ficción en conjunto con su guionista de
cabecera, Paul Laverty. A veces lo que filma me impacta en películas como
Kes,
Felices dieciséis
y su obra maestra
El viento que acaricia el prado, con la cual ganó la Palma de Oro en Cannes; hazaña que luego repetiría con
la trágica
Yo, Daniel Blake. Pero reconozco que en otras ocasiones me aburro con facilidad cuando apela
al facilismo. Me pasó una vez con La cuadrilla. Y ahora lo vuelvo a
experimentar viendo su más reciente película, Lazos de familia.
La película de Loach tiene intenciones nobles retratando las contrariedades de
una familia golpeada por las consecuencias de la crisis económica, pero por
desgracia es demasiado reiterativa subrayando su discurso y abusando de una
indulgencia calculada que lastra el argumento hasta dejarlo en la superficie.
Todo luce mecánico y me temo, previsible, cuando el sentimentalismo pone a los
protagonistas en la silla de las víctimas sin ninguna intención de ampliar los
horizontes dramáticos ni el perfil psicológico de sus descripciones. Sé que
sufren mucho, pero me muestro indiferente ante su angustia. En muy pocas
escenas siento empatía por lo que sucede, a pesar de que en el clímax observo
algunos golpes de efectos que minúsculamente intensifican la narración. No
obstante, las actuaciones son aceptables. El ritmo es adecuado distribuyendo
la cohesión interna de las escenas, y el uso de la elipsis es consistente para
resaltar los episodios más relevantes de cada uno de los miembros de la
familia que se enfrenta a la desigualdad institucional que está presente en el
sector de servicios de entrega.
Kris Hitchen como Rick. Imagen cortesía de Entertainment One.
El protagonista es Rick (Kris Hitchen), un hombre que junto a su familia lleva
un tiempo luchando contra los corolarios del colapso financiero de 2008. Está
endeudado hasta el tope y apenas ha trabajado en empleos pequeños. Le preocupa
que solo su esposa Abbie (Debbie Honeywood) soporta económicamente a la
familia trabajando como enfermera de atención domiciliaria al cuidado de
ancianos y enfermos. También la rebeldía de su hijo Seb (Rhys Stone), el cual
falta al colegio para andar por las calles haciendo grafiti junto con sus
colegas. La única hija que no le da problemas es la pequeña Liza (Katie
Proctor). Una oportunidad toca su vida cuando es contratado por una franquicia
como conductor de reparto independiente bajo la supervisión de un rígido
encargado llamado Maloney (Ross Brewster), quien no tolera ningún tipo de
violación a la ética laboral. Como no puede pagar la camioneta para empezar a
trabajar, persuade a Abbie para que venda el carro que usa para laborar y así
pueda garantizar el pago del vehículo nuevo. Demuestra un desempeño óptimo
para las entregas que hace en la furgoneta, sin dejarse afectar por el estrés
de entregar los paquetes a tiempo, pero su vínculo familiar se desestabiliza
con cada kilómetro que recorre.
Kris Hitchen, Debbie Honeywood, Katie Proctor y Rhys Stone. Imagen
cortesía de Entertainment One.
Mi problema con el infortunio de Rick y su familia radica en el hecho de que
sus acciones, deduzco, solo son utilizadas por Loach para imponer por la
fuerza un alegato sobre la condición socioeconómica de la clase obrera que es
magullada por la inequidad que se encuentra incrustada en el capitalismo y la
industria del comercio de transporte. La metáfora denuncia las políticas de
explotación de las empresas de envío de mercancías (mejor conocidas como
courier) y la manera en que son abusados los mensajeros que cargan con
las cajas felices. Pero la crítica es algo blanda. No propone una solución
para las circunstancias que se plantean. Se queda en el señalamiento, en el
maniqueísmo burdo. Los exhibe como seres honestos que son invisibles para la
sociedad y que están condenados a la desdicha interminable. Y casi nada de lo
que pasa supone una sorpresa para mí al revelar que los buenos son los
ciudadanos del proletariado y los malos son los empleadores tiránicos al
servicio del neoliberalismo más despótico.
De ese modo, Ricky es presentado como el explotado que es engañado por los
cuentos de empoderamiento del jefe Maloney cuando, a cambio de un salario,
vende su esfuerzo para recibir una ilusión de autonomía en su travesía como
repartidor de productos, viviendo en carne propia el cansancio propiciado por
una jornada exigente de más de 14 horas y un trato inhumano que lentamente
amenaza con debilitar su núcleo familiar y de paso lacerar sus sueños de
saldar las deudas. La mayoría de las escenas muestra las preocupaciones que
afectan su rendimiento, hasta el punto perder la paciencia con los
destinatarios del envío. Paralelamente a eso, la bondadosa Abbie también es
maltratada por la fatiga, ya que como no puede desplazarse con libertad por
tener un automóvil, comienza a incumplir con su agenda habitual para cuidar a
los pacientes. Ambos soportan la humillación y las injusticias del sistema
capitalista. Y aceptan el resultado sin muchas quejas. Su ausencia en el hogar
resquebraja la relación que tienen con sus hijos, especialmente con el
adolescente Seb, que poco a poco abandona la escuela y rechaza la autoridad
parental con una indisciplina que lo coloca en el abismo del vandalismo. O
sea, que la ocupación de recadero es la culpable de la calamidad de la
familia.
Debbie Honeywood, Katie Proctor, Rhys Stone y Kris Hitchen. Foto de
Entertainment One.
Aunque Loach no se toma tantos riesgos narrando la esclavitud del
transportista que se sacrifica para distribuir los artículos, prefiriendo
encuadrar parte del relato con el plano general, algunos elementos de la
puesta en escena me resultan indispensables para acentuar el calvario,
principalmente la grisácea ambientación de la casa de la familia, donde huele
a miseria en cada rincón, así como los típicos fundidos a negros que clausuran
las escenas más desesperanzadoras como las bombillas que se apagan a merced de
la noche. El realismo es escueto estampando la ruina de la familia. Pero los
actores que usa casi no le aportan pujanza a las situaciones mostradas,
parecen algo tímidos. Noto una inercia muy aparente en su lenguaje corporal.
Las pocas escenas interesantes las tiene Ricky dialogando con su supervisor.
Por momentos la fórmula le funciona cerca del tercer acto, pero a mi juicio
eso no impide que sea una película mediana del cineasta británico.
Ficha técnica Título original: Sorry We Missed You Año: 2019 Duración: 1 hr 43 min País: Reino Unido Director: Ken Loach Guion: Paul Laverty Música: George Fenton Fotografía: Robbie Ryan Montaje: Jonathan Morris Reparto: Kris Hitchen, Debbie Honeywood, Rhys Stone, Katie
Proctor, Calificación: 6/10