Crítica de 'Drive My Car': tragedia sobre un coche rojo

En esta nueva película el cineasta japonés Ryusuke Hamaguchi transcribe a la pantalla un relato corto de Murakami para elaborar un tratado sobre la culpa y la incomunicación. Escribo un análisis breve con una explicación detallada del final.


Drive My Car



Al parecer la idea detrás de Drive My Car le surgió al director Ryusuke Hamaguchi tras sostener a puertas cerradas una conversación con el productor Akihisa Yamamoto. Su propuesta era la de adaptar a la gran pantalla un fragmento de Hombres sin mujeres, una colección de cuentos cortos del autor japonés Haruki Murakami, publicada en 2014. Las historias tratan sobre hombres desesperados que han perdido mujeres en sus vidas y anhelan una cuota redentora ante la desolación que los consume por dentro. Hamaguchi, al considerarse entusiasta de las novelas del autor japonés, se dispuso a tomar elementos del cuento Drive My Car tras haber pedido permiso para la adaptación, en la cual un automóvil sirve como un confesionario móvil, pero redimensionándolo de una forma interrelacionada con otros dos del mismo catálogo titulados Scheherezade y Kino. La ecuación del guión, escrito al lado de Takamasa Oe, terminó de completarla al incorporar trozos de los diálogos densos de Tío Vania, obra corta de Chéjov que también está muy presente en el relato de Drive My Car como un componente metatextual sobre el teatro que, dicho sea de paso, transcribe por fuera los interiores rotos de los personajes.

Esta película de Hamaguchi, que ganó recientemente el Oscar a Mejor Película Internacional y ha gozado de una aclamación unánime como si se tratara de un tratado papal, ha llegado hasta los rincones de mi cineteca personal, donde he tenido la oportunidad de verla para confirmar su supuesta grandeza. No alcanzo el paroxismo emocional mientras la veo, pero, desde luego, las tres horas que dura su viaje íntimo me mantiene en mi asiento con el cinturón abrochado cuando, a paso sosegado, presenta su tragedia sobre ruedas en la que se examina la pérdida, el sufrimiento y la autoaceptación en las vías interminables de las relaciones humanas. Su tono sobrio se aleja kilométricamente de la poética de la ruptura y el afecto esbozada en Asako I & II: soñar o despertar, quizá para trasladarse a un terreno dramático más aterrizado. Y preserva el aparato de consistencia en una puesta en escena en la que abundan largos soliloquios chejovianos y el sentido de movimiento propio del cine de carretera más catártico, en el que los personajes, como es habitual, encuentran terapéutico sanar las heridas más profundas manejando por las autopistas de la amargura.


Hidetoshi Nishijima y Tôko Miura.



La película se sitúa en la actualidad de Japón, donde el actor y director de teatro Yūsuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima) disfruta obtener las ideas para los guiones cuando su esposa, Oto (Reika Kirishima), se las describe mientras tienen sexo apasionado en la cama. Kafuku suele conducir un Saab 900 Turbo de color rojo carmesí, en el que acompañado de Oto, recita monólogos sobre las obras teatrales que conduce y el lado mundano de la vida cotidiana. Luego de una actuación de Esperando a Godot, Oto visita el camerino de Yūsuke para presentarle a Kōji Takatsuki (Masaki Okada), joven actor y uno de sus colaboradores que admira su trabajo como director de teatro. Todo transcurre con cierta normalidad en relación entre Yūsuke y Oto. Pero un día, Yūsuke se despide de su mujer y se desplaza en su auto al aeropuerto para asistir como jurado a un festival de teatro; pero cuando el acto se pospone por una fría tormenta, se ve obligado a volver a su residencia, donde, para su sorpresa, mira por un espejo a su esposa teniendo sexo con un joven (presumiblemente Takatsuki) en el cómodo sofá. Tras la escena, se va sin que ella lo note, y al día siguiente tampoco se lo cuenta. Conduciendo su vehículo, Yūsuke sufre un accidente, pero sale ileso. El doctor le diagnostica glaucoma en su ojo izquierdo, por lo que deja que su esposa conduzca en su lugar. Un día, Yūsuke se vuelve a despedir de Oto, justo cuando ella le dice que quiere hablar algo “importante” con él. Al regresar en la noche, Yūsuke la halla muerta en la sala a causa de una hemorragia cerebral. Después del funeral, Yūsuke retoma sus actividades como actor teatral en una presentación de Tío Vania de Chéjov, donde se desploma por agotamiento.

Tras la escena, como si fuese una obra teatral, se cierra el prólogo de 40 minutos para dar por comenzado el estudio del personaje. En una primera mitad, situada dos años después, Yūsuke es mostrado como un hombre sinuoso, reservado, solitario, impertérrito, que dirige una adaptación multilingüe de Tío Vania en una compañía teatral en Hiroshima para, alegóricamente, enterrar las amargas experiencias que durante años perturbaban su alma y prefería guardar al lado de la esposa trofeo que le era infiel justamente por la prorrata de infelicidad del matrimonio que sostenían desde que falleció su pequeña niña en 2001, pero que desafortunadamente ambos preferían callar para no olvidar la desdicha que los mantenía unidos mientras fingían que no pasaba nada.





En esta etapa, antes de la larga secuencia de la audición con los actores multilingües, él prefiere no tomar el rol del tío Vania que ha interpretado durante años y se lo cede al joven actor Kōji, primero, como un sinónimo de venganza para que el chico impulsivo haga una actuación para lo que no está preparado y pague con la vergüenza ajena por ser el amante de su difunta esposa y, segundo, para aferrarse a la intención de negar el dolor producido por la culpa con el fin de seguir adelante por las carreteras de incertidumbre de la accidentada existencia que se niega a revelar. Solo los diálogos de propiedad pragmática sacan algunas verdades sobre su vida a través de los paralelismos diegéticos entre sus propias experiencias y la obra teatral Tío Vania, comunicando su desesperación, sus miserias y su infinita tristeza. Y suceden, con mayor frecuencia, cuando Yūsuke escucha las cintas pregrabadas para memorizar las líneas de diálogo de la obra, mientras su coche, a petición de las políticas de la compañía de teatro, es conducido por Misaki Watari (Tôko Miura), una joven chofer que también esconde un pasado trágico detrás de los silencios, a pesar de haberse opuesto en un principio a que ella conduzca. Tanto Yūsuke como Watari desarrollan un vínculo afectivo a medida que interactúan en el automóvil porque, de alguna forma, tienen la misma congoja del duelo y la humillación.





En la segunda mitad, la narración atraviesa el sendero de la conmiseración cuando Yūsuke conversa con esos dos personajes que de alguna manera lo hacen conocerse a sí mismo y a aceptar sus condenas personales antes de retomar los ensayos del drama a estrenar. Todo sucede en los interiores del vehículo rojo en dos secuencias fundamentales. Una es en la que Yūsuke, después de la segunda salida del bar, le expresa su versión de la verdad a Kōji, donde desvela que la muerte de su hija por neumonía ocurrida hace 23 años fue la semilla que puso fin al período de bienestar que había en sus vidas hasta el punto en que Oto dejó de cantar por los lapsos depresivos y que este, por su lado, abandonó la televisión para refugiarse en el teatro. También le dice que sabía muy bien que él era el amante de su esposa Oto, porque ella sacaba las historias de sus guiones luego de sostener sexo con él y otros hombres, aunque lo mantuvo en secreto por el miedo a perderla. Kōji, impactado por la revelación, saca a la luz una anécdota inédita y de carácter alegórico, desconocida por Yūsuke, en la que Oto, antes de su pasado matrimonial, era una mujer que en sus años de adolescencia vivía como una lamprea, en la miseria absoluta, succionando para subsistir la sangre de hombres adinerados de los que solo recibía, en ocasiones, agresiones sexuales y un fuerte trato de indiferencia que vilipendiaba su dignidad y que la colocaba, bajo lágrimas de impotencia, en un lapso delirante en el que se imaginaba el impulso más violento.


Masaki Okada y Hidetoshi Nishijima



Esta plática evidencia, en otras palabras, que su esposa (la Elena del relato) recuperó la felicidad al estar al lado del amante y, por la otra, la imposibilidad de Yūsuke de conocer el padecimiento de la esposa que se casó ilusionada sacrificando sus años de juventud, porque, al igual que aquel mentiroso Serebriakov de Chéjov, él ha estado desperdiciando gran parte de su cotidianidad bajo la manta de una mentira por interpretar al personaje “equivocado” (ha interpretado a tío Vania, aunque realmente es el espejo de Serebriakov).

La otra se limita a los coloquios que Yūsuke sostiene cerca del clímax en los interiores del carro con Misaki. Durante uno de los viajes Misaki confiesa que, detrás del rostro frío e impasible, disimula un desasosiego profundo provocado por la madre abusiva que le pegaba cuando ella era una adolescente y que murió en un deslizamiento de tierra que sepultó la casa. La eventualidad le dejó una cicatriz en la mejilla a Misaki, pero también el regocijo de escapar de los maltratos propiciados por una madre trastornada en el seno de una familia disfuncional. La discusión con ella transforma la sinceridad de Yūsuke cuando este narra que, fuera de campo, “mató” a su esposa por haberse negado a enfrentar la discusión que ella quería tener horas antes de encontrarla desmayada. Él mató a su esposa y ella mató a su madre (la dejó morir entre los escombros porque la odiaba), por lo tanto ambos comparten el sentimiento de culpabilidad que los atormenta. Yūsuke ve a la joven Misaki como la efigie de la hija que perdió y, Misaki, por el contrario, ve a Yūsuke como el padre que nunca tuvo. Y al final de su largo paseo a Hokkaido, en medio de los campos níveos, la conexión que han construido alcanza la última redención al comprender, en un océano de sollozo y de compasión, el valor de ser honesto consigo mismo y de renunciar a lo que nunca regresará.





Estos personajes, interpretados orgánicamente por el reparto, me conmueven cuando menos lo espero por las charlas que ellos recitan para enfrentarse a los demonios del pasado. Son actuaciones complejas, contenidas, con la dosis adecuada de pathos y una articulada gestualidad. Están encabezadas por una tremenda interpretación de Hidetoshi Nishijima que, con expresividad estoica y una mirada inalterable, comunica las penurias intrínsecas de ese actor y director de teatro que lucha contra el dolencia de perder a sus seres queridos hasta sobreponerse a la realidad que negaba para asumir, metafóricamente, el verdadero papel del tío Vania, en el que acepta la verdad a través de la actuación. A su lado hay una buena actuación de la actriz Tôko Miura como la joven discreta y de cara inexpresiva que conduce el automóvil rojo por las millas de las punzadas personales. Y, en una nota más baja, la breve pero emotiva participación de Masaki Okada como el actor rebelde que desea un poco de amor para paliar los efectos de los claroscuros de la fama.





A través de esos actores, la estética de Hamaguchi coloca de forma calculada ciertos dispositivos que funcionan para esbozar en la puesta en escena los dilemas de una unión conyugal, como ya lo ha hecho en sus películas previas. Pero ahora lo ejecuta con un tono sutil que evita a toda costa transitar por las rondas del patetismo fantástico o del melodrama innecesario, logrando un equilibrio dramático que es consistente trazando el infortunio de los personajes con capas narrativas que se superponen como espejos cóncavos, con esa sobriedad de estilo que comparte semejanzas con el cine más inmediato de Koreeda. Pinta de color rojo el automóvil de una forma provechosa para acentuar la maldad, la alarma, la ira soterrada, pero también la calidez, el apego y la fuerza de voluntad de los que buscan un poco de alegría para aliviar los castigos autoimpuestos. Su estilo visual, ilustrado con las tareas fotográficas de Hidetoshi Shinomiya, modifica la textura de la imagen para mimetizar, en ciertas escenas, el estatismo del escenario y la iluminación artificial del teatro, así como la claustrofobia de los personajes en los interiores del auto de las confesiones. Su uso del sonido diegético fuera de campo me recuerda a Kiarostami. Se cerciora de que todo se vea tridimensional. Pero, en mi opinión, lo más importante es la manera en que utiliza el relato no iconógeno para ilustrar los estados de ánimo que se gestan en el interior de los personajes a través de los diálogos de semiótica metateatral, donde las circunstancias de la representación dramática sustituye la superficie de la diégesis hasta transfigurar la construcción de la realidad que ellos habitan.

Lo único que reprocho es esa decisión de Hamaguchi, ya vuelta un hábito, de mantener un metraje de tres horas para contar una historia que, en apariencia, tiene cierta simplicidad cuando adquiere el tan manoseado formato de carretera, aunque por suerte está montada con un ritmo. Todo lo demás me resulta conmovedor sin romper el velocímetro. Su tono hierático e intimista consigue esquematizar de forma natural los tópicos sobre la incomunicación, la soledad y el autoconsentimiento, de gente que se fuma un cigarrillo para calmar la ansiedad que le impide exteriorizar sus sentimientos en los espacios cerrados que rompen las barreras lingüísticas para hablar un idioma universal. Cuando se apagan las luces y cae el telón, tengo una sensación de melancolía al descifrar el destino final del protagonista, pero al menos sonrío al saber que su chofer le ha comprado comestibles y se dirige en el coche rojo hacia ese futuro incierto con el perro guía que siempre lo acompaña para verlo.


Ficha técnica
Título original: Drive My Car (Doraibu mai kâ)
Año: 2021
Duración: 2 hr 59 min
País: Japón
Director: Ryûsuke Hamaguchi
Guión: Ryûsuke Hamaguchi, Takamasa Oe
Música: Eiko Ishibashi
Fotografía: Hidetoshi Shinomiya
Reparto: Hidetoshi Nishijima, Tôko Miura, Reika Kirishima,
Calificación: 7/10





Crítica de la película 'Drive My Car', dirigida por Ryûsuke Hamaguchi y protagonizada por Hidetoshi Nishijima y Tôko Miura.


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