Crítica de «Érase una vez un genio»: cuento de hadas sin hechizos

El director de 'Mad Max' regresa, luego de siete años de ausencia, con una fantasía épica sobre mitos ancestrales que protagonizan Tilda Swinton e Idris Elba.


Tres mil años esperándote



En Tres mil años esperándote, el realizador australiano George Miller, luego de un largo y merecido descanso tras la increíble Mad Max: furia en el camino, abandona los demonios de las autopistas distópicas para adentrarse de nuevo en el territorio fantástico con señas de realismo mágico. Se trata de una adaptación ligera de la colección de cuentos titulada The Djinn in the Nightingale's Eye, de la novelista inglesa A.S. Byatt. Tanto el texto original de Byatt como el guión escrito por Miller junto con su coguionista Augusta Gore están fuertemente influenciados por Las mil y una noches cuando relatan episodios históricos del mundo árabe y, sobre todo, la figura de los djinn, mejor conocido por estos lados como genios. Estos djinn o genios son criaturas sobrenaturales que adornan el folclore árabe desde tiempos preislámicos y, según el contexto, son considerados responsables de la desgracia de las personas con las que interactúan por medio de la posesión, a pesar de su aparente benevolencia y su naturaleza embaucadora con la que suele cambiar de aspecto por voluntad propia. Sin embargo, aquí el mito del djinn es empleado por Miller para hablar sobre otras cosas.

En general, esta película de Miller, que he podido ver aprovechando recientemente su estreno en las salas de cine y en ciertas plataformas de streaming, se distancia de sus anteriores trabajos porque, ante todo, se edifica como una fantasía épica de carácter romántico que transfigura la mitología para ofrecer lecturas sobre los límites de los deseos humanos y el poder de contar historias como una forma de amor trascendental. Pero, lejos de los apuntes visuales de tono fantástico, su chispa nunca consigue cautivar mis ojos y a ratos tengo la sensación de que el mágico devaneo se desvanece con cada anécdota que narra, como aquel humo de la lámpara que indica la partida del genio, sin tener ni siquiera la amabilidad de sentarse a cuestionar lo que son los personajes más allá de las descripciones superfluas que ocupan centímetros del guión para describir acciones prescindibles.


Tilda Swinton y Idris Elba. Fotograma de MGM.



El argumento se desarrolla en la actualidad y la protagonista es Alithea Binnie (Tilda Swinton), una erudita británica que ocasionalmente es perturbada por extrañas alucinaciones de seres demoníacos y que, en uno de sus viajes a Estambul para dar una conferencia, compra una botella antigua de la que accidentalmente libera a un Djinn (Idris Elba) que ha estado atrapado en el interior durante miles de años. Su estructura se ensambla a través de un largo coloquio entre Alithea y el Djinn, cuando este último le ofrece la oportunidad de concederle tres deseos respetando reglas específicas y la sinceridad que salga de su corazón. Durante el diálogo Alithea interroga las consecuencias de desear demasiadas cosas y duda también de las intenciones del djinn al que ve como un simple chantajista sobrenatural. Esto tiene como resultado un detonante que sucede cuando el djinn se ve obligado a contarle a la Alithea tres historias de la antigüedad para que conozca su pasado repleto de tragedias humanas y los actos del destino que lo encarcelaban en una botella durante cientos de años sin contingencia alguna de escapar para ser libre.





En la primera el Djinn relata la época remota en la que era amante de su prima, la reina de Saba (Aamito Lagum), y es encerrado en el frasco por el celoso rey Salomón (Nicolas Mouawad) que viajó desde Israel (al contrario de la leyenda) para conquistar a la soberana y engendrar a su heredero luego de hacer el amor con ella en una cama con sábanas de oro. En la segunda, cuenta primero la crónica de Gülten (Ece Yüksel), una joven concubina en el castillo de Solimán el Magnífico (Lachy Hulme) que halla el recipiente mágico del genio y pide el deseo de que el hijo del monarca, Mustafá (Matteo Bocelli), se enamore de ella para tener a su hijo; pero cuyos deseos solo le traen desdicha durante su embarazo cuando el rey delirante ejecuta a su esposo en una tienda de campaña y, posteriormente, ella misma termina siendo asesinada por la guardia imperial, a pesar de los intentos de Djinn para salvarla ofertándole un último deseo que puedo por fin liberarlo; después Djinn narra cómo deambula por el palacio durante 100 años, mientras es testigo de la barbarie del vicioso sultán Murad IV (Kaan Guldur) cuando gobierna con mano dura hasta morir de alcoholismo y luego, más adelante, de Ibrahim (Jack Braddy), el obeso hermano que tiene un fetiche por las concubinas gordas antes de convertirse en el nuevo sultán, entre las cuales se halla una que por accidente recupera la botella y, ante la confusión y el pánico, desea que el genio regrese a la botella y que esta sea lanzada al mar. En el último, habla sobre Zefir (Burcu Gölgedar), la joven esposa de un comerciante turco con la que se enamora luego de que esta encontrase la botella perdida en el siglo XIX y a la que, entre otras cosas, le concede el deseo de un conocimiento equivalente al de la biblioteca de Alejandría y la posibilidad de percibir la realidad como los djinns; aunque en un arrebato ella le pide el deseo final de olvidarlo para siempre (incluso estando embarazada de su hijo), perpetuando así el eterno retorno a la oscuridad en la prisión de cristal.



 

El caso es que ninguno de los tres relatos logra engancharme y sospecho que se debe, en parte, a la ausencia de algún golpe de efecto que impulse las acciones redundantes o le añada algo de brío a una narración rutinaria que parece ensamblada de una manera caótica destinada a perderse en el océano del anacronismo, en la que los personajes quedan reducidos a simples figuras acartonadas al servicio de la exposición de los diálogos a puertas cerradas con la única finalidad, supongo, de esquematizar parábolas sobre el deseo, la soledad y el amor entendido como el arte de contar historias de ficción.

El ecosistema metaficcional está presente desde el primer acto en el que Alithea se encuentra cara a cara con el genio, particularmente porque ella es la narradora extradiegética de lo que se observa. Como bien se sabe en las tradiciones folclóricas preislámicas, los genios pueden causar ciertas formas de “locura” en las personas que los ven y que se relacionan difícilmente con ellos. Por lo tanto, el aparato narrativo aquí no es más que un producto de la imaginación de la protagonista mientras escribe las páginas del borrador de su novela literaria en la habitación del hotel sobre el amorío que sostiene con un djinn, ocasionado en gran medida por la ruptura amorosa de su primer matrimonio y el enorme vacío de su solitaria existencia que la mantiene ensimismada al pasado. El amor que manifiesta por el djinn protector en el cuento de hadas de fragancia árabe no es más que el reflejo de lo que siente por la escritura como una especie de refugio para aliviar la angustia. Por esa razón su primer deseo es amar por el resto de sus días al ser imaginario (su idilio por la literatura), en un intento por paliar la negación que la atormenta y le impide ser verdaderamente feliz. En pocas palabras, una alegoría que metaforiza la potencia curativa de la ficción narratológica para sanar con las letras las heridas abiertas del que escritor que escribe enfrentándose a sus fantasmas internos.


Idris Elba y TIlda Swinton

 

Miller sintetiza esta idea con algunas de las preocupaciones estéticas que caracterizan su sello visual, pero esta vez con una mezcla, casi surrealista, entre el romance y la fantasía épica. Ajustándose a la lente de John Seale, al que aparentemente ha sacado del retiro (su último trabajo como director de fotografía fue justamente Mad Max: Fury Road), adorna el encuadre de cierta textura cromática y luminosidad de fuerte contraste para captar los paisajes exóticos del mundo antiguo a lo largo de tres períodos distintos y la posmodernidad más higienizada en los interiores de Ikea, sobre todo a través de esos escenarios que se componen de vestuario y decorados auténticos. No se trata, desde luego, de algo que vaya a ganar premios. Pero preserva ese frenesí de la imagen que frecuentemente estalla en zigzagueos intersubjetivos para transferir el lapso de desrealización de la protagonista y su amigo imaginado en la vasija que rememora la historia falsificada; a veces, de manera desafortunada, bajo unos efectos especiales generados por ordenador que, en la superficie, lucen bastante impostados, como si por cuestiones presupuestarias estuvieran hechos con una computadora de hace dos décadas.

Encima de que no logro observar ninguna química entre Idris Elba y Tilda Swinton, esta película me parece como si fuera una versión psicodélica de Miller sobre la fábula de Aladino, en la que reduce de manera inane tres mil noches a un solo día de conversaciones banales entre la ama alucinógena y el genio ficticio que desean vivir felices para siempre hasta que finalicen los créditos. El arranque, eso sí, es prometedor. Sin embargo, no pasa ni media hora cuando me asalta el creciente tedio que se prolonga con cada leyenda arabesca que se cuenta sin ritmo, sin impulso emocional, sin ninguna revelación que me haga saltar del asiento, donde lo único que deseo es que el genio se calle y vuelva a su botella. Me temo que es, sin lugar a dudas, una de las mediocres de su filmografía.


Ficha técnica
Título original: Three Thousand Years of Longing
Año: 2022
Duración: 1 hr 48 min
País: Australia
Director: George Miller
Guión: George Miller, Augusta Gore
Música: Junkie XL
Fotografía: John Seale
Reparto: Idris Elba, Tilda Swinton, David Collins, Alyla Browne
Calificación: 5/10






Crítica de la película 'Tres mil años esperándote', dirigida por George Miller, y protagonizada por Idris Elba y Tilda Swinton.



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