Tilly Norwood, actriz de IA, desafía la ontología del cine con simulacros
hiperreales. Explora su impacto ético y estético en este ensayo.
El caso de
Tilly Norwood, una actriz de inteligencia artificial programada por la división
Xicoia
de la productora
Particle6, emerge como un espectro que transformaría la ontología del cine y el
concepto de actuación. Esto invita a repensar lo humano como significante de
la imagen porque, en efecto, es una herramienta tecnológica que sería capaz de
competir con actores. Se trata de un sujeto-imagen, que introduce el concepto
de "actriz generada por IA". Sin un cuerpo que envejezca, Tilly proyecta emociones y diálogos a partir
de un archivo digital de performances, almacenado en un flujo de datos que se
activa con un prompt, cuya autonomía, por ahora, depende de supervisión
humana. Su existencia inmaterial carece del destello imprevisible que hace que
un gesto o una mirada resuenen como un eco de la vida, revelando la inmanencia
de lo digital en la imagen. Por lo tanto, proclama un cine que consume su
esencia ontológica al desprenderse de lo real para convertirse en simulacros
de una nueva hiperrealidad, un fenómeno que abre interrogantes éticas y
estéticas sobre el arte cinematográfico.
Bazin
veía el cine como un testimonio ontológico; es decir, un arte que captura la
ambigüedad de la realidad objetiva a través de la huella luminosa de la
película, preservando la duración de la existencia en su flujo espontáneo
cuando "embalsama el tiempo". La objetividad del cine proviene, por
añadidura, de figuras humanas que ocupan un lugar en el espacio de lo real.
El montaje ordena estas imágenes en lo irreal para liberarlas del tiempo. La
irrealidad de la imagen, de este modo, es un ataúd de fantasmas, en el que
los actores o actrices, que una vez fueron reales, permanecen inmortalizados
en un espacio atemporal. Tilly desgarra este vínculo porque su "presencia",
por definición, nace de un torrente de códigos que desafía la narratología,
como un fantasma embalsamado en un simulacro informático que mimetiza la
posibilidad de cruzar umbrales en su alteridad digital. Con ella el cine
pierde su anclaje en lo concreto porque su ubicuidad no "existe" en la
realidad material, como el "cuerpo sin órganos" de Deleuze y Guattari, que deviene en una imagen rizomática sin
estructura rígida, abierta a expandirse en múltiples direcciones, ubicada en
una singularidad donde el pasado desaparece de su orden jerárquico.
A diferencia de Tilly, el actor humano transforma sus emociones para
interpretar un personaje, aportando sus experiencias vividas para otorgarle
una forma determinada en lo ficticio. En el acto de actuar, no es el
personaje, pero tampoco deja de ser él mismo por completo. Por lo tanto,
está en un estado de doble negación. Niega su propia identidad real (el yo)
y niega la existencia del personaje (el yo ficcional). Las imágenes dentro
del encuadre recrean al personaje, separándolo del actor que lo interpretó,
simulando un ser inexistente encerrado en lo ficcional. Epstein definió esto
como "fotogenia", entendida como la capacidad del cine para revelar
lo humano en gestos espontáneos, dotándolos de valor poético en una "nueva
vida". En
Primer plano
(Kiarostamí, 1990), por ejemplo, un actor elimina la tangente entre
documental y ficción al abandonar su papel de impostor sin darse cuenta.
Tilly, más bien, simula actuaciones sin lo espontáneo, sometiendo la
fotogenia a una impostura digital. Lleva la idea de la actuación a un
terreno sintético: sus expresiones, generadas por redes de IA con precisión
técnica, produce una hiperfotogenia que intimida por su función de cambiar
de apariencia en tiempo real y adoptar cualquier rol mediante código. En
pocas palabras, sin procedencia humana reduce la fotogenia a imágenes
digitales que, dada su ubicuidad algorítmica, están inhabilitadas para
convertir el cine en una experiencia viva.
Este problema de la IA ya se plantea en una película profética como
El congreso
(Folman, 2013), donde
Robin Wright
vende una imagen escaneada de sí misma para crear una versión virtual que
actúa eternamente en lo digital, desdibujando los límites entre actriz y
simulacro en una identidad fluida que, como metáfora, cuestiona la ontología
baziniana de la imagen como huella de lo real. Sin embargo, Tilly lleva esta
desrealización más allá porque
borra fronteras entre lo humano y lo artificial al carecer de
corporeidad, fragmentada en el ciberespacio como un eco baudrillardiano de
simulacros sin referente. A diferencia de la autenticidad de Wright, que
infunde vida a su doppelgänger digital, Tilly no conmueve porque aún es un
experimento beta con muchas imperfecciones en
CGI, un constructo que simula emociones sin la carga poética de la memoria o
la consciencia, cuya intención estética es explícita y cosmética, dejando al
cine al borde de una hiperrealidad fría donde la actuación se convierte en
mera replicación técnica sin el elemento heredado de lo vivo.
La IA define un cine poshumano que, a diferencia de la animación, genera
simulacros baudrillardianos: imágenes generadas que mimetizan la realidad
mediante modelos de lenguaje. En este cine hipotético, Tilly actuaría en
películas digitales, integrándose en filmes de acción real con actores
vivos, o actuando conjuntamente con figuras fallecidas. Aunque es demasiado
temprano para pensarlo, la relación dialéctica procedente de esta
hibridación actoral podría dividir la industria entre
cine tradicional
(realizado por humanos) y
cine sintético
(generado por IA). El cortometraje
IA Commissioner
(Particle6, 2025), donde Tilly aparece como personaje secundario junto a
otros, muestra los síntomas que se avecinan y activaron las alarmas de
SAG-AFTRA. El uso de datos de actores sin consentimiento y preocupaciones por
reducir costos al eliminar actores reales plantea dilemas éticos. La
ley aprobada en California
para regular la IA, establece restricciones en datos para prevenir los
abusos que pueden surgir de esta tecnología si es manipulada para fines
equivocados violentando los marcos legales de los derechos de autor, como ya
se observa en la cultura líquida de la Internet.
Estas regulaciones me inducen a pensar que Tilly Norwood no es una amenaza
ni mucho menos reemplazará el trabajo de los actores o actrices, pero
sugiere la idea de que la "muerte del cine" no está escrita mientras los
consumidores impulsen la dinámica de oferta y demanda del mercado
cinematográfico. Al estar en etapa experimental todavía no ha protagonizado
ninguna película. El alarmismo reaccionario sobre el cine de IA suele
ignorar las aperturas epistemológicas de la innovación tecnológica que, en
cierta medida, evoca tensiones éticas cercanas a la
hauntología de Derrida, pero con espectros digitales que ahora resucitan lo ausente. Estas
tensiones éticas atraviesan el uso no autorizado de datos de actores para
"resucitarlos" o "recrearlos" como deepfakes. La ley entra como modelo
preventivo para evitar la replicación de actores sin consentimiento. Sin una
gestión ética, estas prácticas podrían erosionar la confianza en la
industria porque siempre habrá alguien con la intención de deshumanizar la
actuación al priorizar la eficiencia económica sobre la creatividad de los
artistas. Por esta razón, la hipótesis de un cine dominado por IA no se
puede descartar, pero su impacto depende de cómo se equilibren innovación y
responsabilidad. El despertar de la IA plantea riesgos éticos que son
difíciles de predecir desde el presente. El cine dialoga más con el pasado
que con el futuro, y las películas nos recuerdan que, en última instancia,
los verdaderos espectros persisten en la memoria del espectador.
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