Tras el visionado de Animales fantásticos: Los secretos de Dumbledore,
sospecho que los ejecutivos de la Warner Bros. deben urgentemente darle algún
cambio de dirección a la saga spin-off del universo de Harry Potter porque, a
decir verdad, me parece que cada entrega nueva se vuelve más aburrida. Esta
reúne los requisitos con mucha fidelidad. Es un film que se ve muy bonito por
fuera creando su crónica de magos, pero con un interior vacío en el que la
varita de la emoción se queda sin magia o de algo que sea verdaderamente
fantástico, con un ritmo atropellado que solo me produce una enorme pereza
cuando veo a los protagonistas persiguiendo al mago malvado al servicio de la
corrección política de moda. Su trama se sitúa en 1932 y sigue al ingenioso
magizoólogo Newt Scamander, en el momento en que rescata de los acólitos de
Grindewald a una criatura mágica recién nacida con extrañas habilidades de
precognición llamada Qilin y, por órdenes de Albus Dumbledore, junta a un
grupo magos del ministerio para impedir el plan del maquiavélico Grindelwald
de apoderarse del mundo mágico, conformado en parte por su hermano Theseus, la
bruja estadounidense Lally, al mago francés-senegalés Yusuf Kama y el muggle
Jacob Kowalski. El caso es que no pasa ni media hora cuando se comienza a
ausentar la cohesión, y se adorna cada rincón de la estructura narrativa con
las subtramas innecesarias en la que se busca otorgarle protagonismo a todos
los personajes acartonados que rellenan la puesta en escena con su presencia
sin gracia, en situaciones predecibles que subordinan el aparato de acción a
las conversaciones nimias sobre heridas familiares, los amores de un pasado
gay de Dumbledore, la típica aventura fantasiosa malograda por los clichés del
librito de Rowling (aquí de nuevo como coguionista junto a Steve Kloves) y las
conspiraciones políticas de hechiceros perversos que metaforizan el nazismo en
la Segunda Guerra Mundial. Por momentos me da la sensación de que no va a
ninguna parte y las revelaciones de los personajes carecen de golpes de efecto
por la sobrecarga de los múltiples puntos de vista que se quiere mostrar en
los conflictos más superfluos. Tampoco encuentro sustancia entre los
personajes centrales, comenzando por el blando Scamander que interpreta Eddie
Redmayne y el aséptico Dumbledore encarnado por Jude Law, aunque el
Grindelwald que interpreta Mads Mikkelsen me resulta más oscuro y despiadado
como villano que la caricatura que hizo Johnny Depp en aquella predecesora
anodina titulada Animales fantásticos: los crímenes de Grindelwald.
Desde luego, aprecio algunos trazos del diseño de producción cuando reproduce
la época con cierta autenticidad, además de los marcados efectos visuales que
capturan con hermosura los escenarios mágicos de la cosmogonía potteriana,
como la arquitectura, los animales pintorescos y las panorámicas de los
castillos y las ciudades teñidas de atmósferas grisáceas. Todo lo demás,
incluyendo el clímax desabrido donde se descubren los planes de conquista del
mago autócrata, me mantiene sin cuidado y me quita todas las ganas de ver la
siguiente entrega.
Ficha técnica Título original: Fantastic Beasts: The Secrets of Dumbledore
Año: 2022 Duración: 2 hr 22 min País: Reino Unido Director: David Yates Guion: Steve Kloves, J.K. Rowling. Música: James Newton
Howard Fotografía: George Richmond Reparto: Mads Mikkelsen, Jude Law, Eddie Redmayne, Ezra Miller, Katherine
Waterston, Calificación: 5/10
Tras haberse estrenado hace ya dos años en la plataforma de Netflix,
finalmente consigo ver a Guapis, la ópera prima de la directora
francesa de origen senegalés Maïmouna Doucouré que desató una ola de polémicas
entre los borregos de la cultura de la cancelación que exigían que se le diera
de baja en la plataforma de streaming porque ofendía su moralidad de cristal.
Más allá de la histeria colectiva de los conservadores prejuiciosos que solo
escanean la superficie para condenarla con su manual de moral, la película
contiene un comentario esclarecedor. Como drama de mayoría de edad, tiene
intenciones honestas cuando evita el patetismo innecesario para examinar las
costumbres religiosas más opresoras y la cosificación en la etapa
preadolescente, pero a veces tengo la sensación de que se ausenta la sobriedad
y el material de denuncia permanece en un terreno repetitivo que solo suma
interrogantes nimiamente. Su argumento sigue a la pequeña Amy, una niña
senegalesa de 11 años que vive con su madre y sus dos hermanitos en uno de los
distritos más pobres de París, aburrida a perpetuidad de las prácticas
culturales de la religión islámica que cuarta su libertad y compartiendo el
sufrimiento de su madre por la poligamia de su marido. Gran parte de la trama
se desarrolla cuando Amy descubre los bailes provocadores del perreo por las
redes sociales y se hace amiga de unas niñas que van a su misma escuela y
tienen un grupo de danza conocido como Cuties; las cuales poco a poco le
quitan su lado inocente para alcanzar la rebeldía de las nuevas generaciones.
Las decisiones estéticas que toma Doucouré a partir del detonante, construyen
una serie de subtextos que, a modo de observación social, condenan en cada
plano la cosificación sexual, entendida desde la óptica de los estereotipos
diversos ocupados por las niñas inmigrantes de la generación posmilenial
tardía que, por su condición socioeconómica (pobreza, disfuncionalidad
familiar, abandono, delincuencia, falta de educación, etc.), son expuestas
inconscientemente a la contaminación de las redes sociales que remueve la capa
de inocencia y las obliga a adoptar a destiempo las conductas adultas que las
transforman en objetos al servicio de likes y la falsa noción de éxito
como remedio para la baja autoestima, mientras descubren cosas como la
sexualidad, el narcisismo descontrolado, la desobediencia, los cambios
fisiológicos y el estado de la feminidad en una sociedad patriarcal. La
protagonista es, por lo tanto, una niña que, por su necesidad de buscar
refugio y un lugar de pertenencia, escapa de las trampas retrógradas de las
tradiciones islámicas que oprimen a las mujeres desde la niñez y termina
atravesando un sitio peor, uno que solo la obliga a encontrar un modelo
femenino mimetizando las actitudes de las mujeres adultas que están
sexualizadas por la cultura del reguetón. Supongo que estas lecturas tienen
cierta relevancia porque, en efecto, la sexualización es uno de los problemas
mayúsculos de las redes sociales, pero me parece que Doucouré somete su
narrativa a una inercia que coloca a la protagonista en las mismas situaciones
arregladas sin ningún pozo psicológico o fuerza dramática, por momentos
rozando la impostura y el artificio. Es una de esas cintas regulares que
se preocupa demasiado por la imagen-significado.
Mi necesidad de ver imágenes que me hagan pasar un rato entretenido me ha
llevado a consumir, durante casi dos horas, un producto de la Paramount
titulado La ciudad perdida, una película que sigue esa tendencia
recuperada en años recientes por la industria de Hollywood de realizar
aventuras situadas en la selva. Por lo que me cuentan, fue filmada aquí, en
República Dominicana, aunque por razones obvias se omiten las referencias
geográficas. La dirigen los hermanos Aaron Nee y Adam Nee, dos directores de
los que no tengo la más mínima idea y de los que no me atrevería ni asomarme a
revisar su escasa filmografía tras lo que he atestiguado. Su comedia romántica
de aventura es un tremendo disparate y solo me produce una sensación de abulia
cuando veo a los personajes acartonados de Sandra Bullock y Channing Tatum
perdidos en la jungla de los clichés. Muy pocas veces encuentro el humor o el
sentido de diversión del que tanto hablan los supuestos profesionales. En
pocas palabras, me parece una cinta bastante aburrida. Tras una pequeña
secuencia que anuncia el lado metanarrativo, su historia sigue a una escritora
de novelas románticas de aventura, algo huraña, llamada Loretta Sage, cuyo
dominio de una lengua antigua la lleva a ser secuestrada por un magnate
durante una de sus giras promocionales, con la finalidad de que pueda traducir
un tesoro escondido en una isla tropical. A partir del episodio, la trama
manosea de forma mecánica las viejas fórmulas del género de aventura, en la
que el héroe, encarnado ahora por el tonto modelo de las portadas de la
literatura de Loretta, sale a la selva para rescatar a la damisela en peligro
de las garras del típico villano megalómano que anhela adueñarse del tesoro
escondido por la civilización ancestral en una cueva desconocida. Exceptuando
una breve pero efectiva participación de Brad Pitt como una parodia del
militar entrenado que mata a todos, no logro para nada divertirme con las
situaciones ridículas que se le presentan a la escritora del traje púrpura y
el modelo miedoso que en su realidad asume la identidad del aventurero que
interpretaba en las novelas de ella, sobre todo porque son terriblemente
previsibles cuando lo único que hacen es hablar sandeces con fines
sentimentales entre flora exótica y escapar de los malos ineptos que siempre
fracasan en el intento para impulsar tontamente el argumento del amor como la
única cosa de valor, además de que son personajes unidimensionales, pueriles,
que solo rellenan los folletos de las descripciones de los estereotipos con
sus acciones absurdas. Ni siquiera me imagino lo que pasaba por la cabeza de
los guionistas que lo escribieron. Noto, eso sí, cierta química entre Bullock
y Tatum cuando coquetean en la jungla a la luz de las fogatas, pero me
resultan igual de huecos que los secuestradores que interpretan Daniel
Radcliffe y el dominicano Héctor Aníbal. Todo lo demás me resulta postizo y lo
olvido tan pronto como ruedan los créditos.
Año: 2022 Duración: 1 hr 52 min País: Estados Unidos Director: Aaron Nee, Adam Nee Guion: Dana Fox, Oren Uziel, Adam Nee, Aaron Nee Música: Pinar Toprak Fotografía: Jonathan Sela Reparto: Sandra Bullock, Channing Tatum, Daniel Radcliffe, Brad Pitt,
Oscar Nuñez, Héctor Aníbal Calificación: 4/10
Buscando en el catálogo menos frecuentado de Netflix he conseguido ver
Noche en el paraíso, una película gansteril de la cosecha surcoreana
que se estrenó hace dos años en el Festival Internacional de Cine de Venecia,
antes de pasar estrenarse en la plataforma de streaming. La dirige Park
Hoon-jung, director que unos años atrás dirigió una película de crimen que me
intrigó mucho, titulada
Nuevo mundo. Ahora, al parecer, regresa a ese inframundo de matones contemporáneos. Su
narrativa de gánsteres tiene, en mi opinión, un arranque interesante que en
ocasiones impulsa la trama con violencia gratuita, pero la intensidad se
pierde con cada puñalada y pocas veces abandona los tópicos previsibles sobre
la traición, la lealtad y la venganza. Todo lo que cuenta me parece haberlo
visto antes con mejores resultados, pero de igual forma lo consumo. Narra la
historia de Tae-gu, un mafioso de una pandilla surcoreana muy debilitada que,
tras rechazar la oferta de un jefe para unirse a una banda rival, busca el
camino de la venganza cuando es testigo de la muerte de su hermana enferma y
su pequeña sobrina en un día lluvioso cualquiera. La trama sigue ese viejo
argumento del gánster exiliado que intenta redimirse, particularmente cuando
Tae-gu asesina al jefe enemigo y termina escondido en la granja remota de un
traficante de armas que le sirve para meditar sobre su futuro al lado de una
muchacha con una enfermedad terminal que tiene tendencias suicidas, mientras
es perseguido por otro jefe que pide su cabeza en una bandeja. Las secuencias
de acción están ejecutadas con cierta solvencia estilística por Park, en una
puesta en escena en la que abunda la brutalidad, las peleas con cuchillos, las
persecuciones por la autopista, los baños de sangre en los tiroteos y las
típicas negociaciones de tregua para impedir que se siga extendiendo la
carnicería humana. El ritmo pocas veces decrece. El problema que encuentro, al
menos en la superficie, proviene de ese guion de Park que a veces transita por
terrenos bastante predecibles que revela tempranamente, en algunas escenas,
los estereotipos ocupados por el desleal que oculta sus intenciones, el
traicionado que quiere vengarse y la mujer fatal que es un peligro andante. La
única diferencia es que la raíz que origina la perfidia y la cara vengativa
del gánster es la envidia de los que se oponen a la amenaza de su creciente
liderazgo. Nunca sale de ese círculo vicioso. Y me temo que prefiere
mantenerse dentro de las situaciones facilonas del género como fórmula de
escape de los conflictos de los personajes, como si solo se preocupara por
manosear tropos reciclados del cine yakuza más inmediato de Kitano, la matanza
heroica del cine de acción de Hong Kong y el cine gansteril surcoreano más
convencional. Solo se recupera un poco cerca del clímax fatalista, donde se
invierten los roles de los que se redimen para encajar a punta de pistola con
la moda del empoderamiento femenino, aunque el resultado final no cambia para
nada la tibieza de la ecuación.
Ficha técnica Título original: Night in Paradise (Nak-won-eui-bam)
Año: 2020 Duración: 2 hr 11 min País: Corea del Sur Director: Park Hoon-jung Guion: Park Hoon-jung Música: Mowg Fotografía: Kim Young-ho Reparto: Cha Seung-won, Eom Tae-gu,
Yeo-bin Jeon, Lee Ki-young, Calificación: 6/10
Sublime obsesión, de John M. Stahl, es una película romántica de la que
no consigo extraer otra cosa que una sensación de fatiga causada, ante todo,
por la ausencia de pulso dramático de los personajes acartonados que presenta.
A diferencia del remake de Sirk, estrenado años más tarde en 1954 y titulado
también
Magnificent Obsession, a esta no le encuentro nada magnífico durante las casi dos horas que duran
los dilemas, basados en la novela de 1929 de Lloyd C. Douglas. Más bien todo
lo contrario. Su melodrama se edifica de una forma fútil y avanza a un ritmo
letárgico que le quita sustancia a los tópicos sobre la obsesión, los milagros
y el amor ciego. Cuenta la historia de Robert Merrick, un playboy que, tras
ocasionar el accidente de un reputado doctor y filántropo que murió ahogado en
un río, se enamora de la viuda de este que se hace llamar Helen y decide
conquistarla, impulsado, en parte, por la creencia casi mística de que los
actos bondadosos son recompensados con el bienestar y la felicidad. A través
de ese hilo conductor, la narrativa de Stahl muestra cómo el poder de la fe
ilumina al amor más oscurecido por la desgracia, particularmente cuando Helen
se queda ciega por un accidente y Robert, que carga con la culpa de su
desdicha, oculta su identidad para seguir con el plan de la conquista y
finalmente, tras varios encontronazos del destino, convertirse en el doctor
que tiene a su disposición los medios necesarios para sanarla. El problema es
que, lejos de las metáforas más obvias, no logro conmoverme con los
infortunios existenciales de ellos, sobre todo porque carecen de personalidad
y todo el tiempo sus conflictos más inmediatos suceden de una forma
apresurada, hueca, completamente inocua, carente de cualquier brío dramático
que los saque de la superficie cuando conversan a puertas cerradas sobre el
idealismo, el afecto y la bondad que se promueve desde las esferas de la
burguesía capitalista estadounidense de los años 30 que apenas superaba la
crisis de la Gran Depresión. La narración se distribuye con un montaje
glacial, en el que cada escena se configura dentro de los marcos más
teatralizados, donde los personajes entran y salen sin que suceda nada
significativo detrás de los diálogos superfluos que sostienen, como si fuera
el producto de múltiples ensayos fallidos para memorizar las líneas habladas.
Son personajes infinitamente asépticos, sin nada de gracia ni en los momentos
más joviales. La química entre Irene Dunne y Robert Taylor me parece
prácticamente ausente durante todo el metraje. A pesar de todo, Taylor ofrece
algunos instantes decentemente agradables cuando ejerce su carisma para
expresar las inquietudes del magnate que seduce a la ciega inocente. En
cambio, la actuación de Dunne no me resulta para nada creíble cuando hace de
invidente mirando para abajo y caminando con el bastón; su expresividad a
veces parece un poco postiza. Solo rescato, por lo menos, unos cuantos planos
interesantes, en una puesta en escena elegante en la que Stahl ejecuta todo
con una fragancia novelesca.
Ficha técnica Título original: Magnificent Obsession
Año: 1935 Duración: 1 hr 52 min País: Estados Unidos Director: John M. Stahl Guion: George O'Neil, Sarah Y. Mason, Victor Heerman Música: Franz Waxman Fotografía: John J. Mescall Reparto: Irene Dunne, Robert Taylor, Charles Butterworth, Betty
Furness, Calificación: 5/10
A tan solo un año de haber estrenado la inolvidable
El halcón maltés, Huston volvió a ponerse en la silla de director en Como ella sola,
un melodrama que rodó de forma incompleta antes de partir a la guerra (Walsh
tuvo que reemplazarlo para completarlo), con un guión de Howard Koch que está
basado en la novela homónima de Ellen Glasgow que fue ganadora del premio
Pulitzer en 1941. Por lo que sé, una de las razones por la que Huston llegó a
realizarla por encargo fue para ayudar a su amigo Koch en su temprana carrera
como guionista. La otra fue para estar cerca de Olivia de Havilland, con la
que mantenía una relación romántica. Las dos son excusas perfectamente válidas
para el desequilibrio de la ecuación porque, tras haberla visto, noto
claramente que se trata de un melodrama irregular al que Huston no le pone
mucho empeño a la narrativa errática que atraviesa los mismos lugares
predecibles, a pesar de la actuación de Bette Davis que, por momentos, eleva
el potencial dramático de la propuesta cerca del tercer acto. La historia se
sitúa en Richmond, Virginia, y sigue el trayecto de dos hermanas con nombres
masculinos, Roy y Stanley. Una es una mujer honesta, gentil, de buenos
modales, casada con un doctor que en el fondo no la quiere. La otra es una
mujer bellaca, celosa, egoísta, que manipula hasta el paroxismo a los hombres
para conseguir lo que desea, incluyendo al abogado prudente con el que está
comprometida. En una primera parte, la trama se concentra en los caprichos de
las dos hermanas, particularmente cuando Stanley le roba el marido a su
hermana y, Roy, como represalia, conquista al prometido que ella dejó casi
arruinado en un parque. Y no sucede nada edificante porque todas las
situaciones parecen girar alrededor de la rutina nimia y repetitiva del
intercambio de parejas, en una narrativa que no abandona las escenas de
familia en los interiores de la casa sureña, las discusiones conyugales y los
caprichos de las hermanas diametralmente opuestas. Hay pocos golpes de efecto
que impulsen las acciones de las protagonistas, y, a modo subtextual me parece
que sobra el componente sobre la discriminación racial como vía de escape
moralista. Solo en la segunda mitad el asunto comienza a acrecentar el tono
melodramático cuando se detona el comportamiento inestable de la hermana
perversa. Es ahí cuando me entusiasmo un poco al ver a Davis haciendo lo que
mejor sabía hacer: interpretar a una malvada. Interpreta a Stanley como una
mujer envidiosa, déspota, traicionera y terriblemente caprichosa, que cae en
el abismo de la desesperación por causa de las inseguridades que le impiden
ser feliz con los hombres con los que se relaciona. Junto a ella observo una
actuación un tanto tibia de Havilland como la hermana bondadosa que busca
afecto y seguridad. Por otro lado, la música de Steiner es solvente ampliando
los episodios de la tragedia desde el lado acústico. Todo lo demás, no me
provoca ni frío ni calor durante la hora y media que dura el dilema de las
hermanas.
Año: 1942 Duración: 1 hr 37 min País: Estados Unidos Director: John Huston Guion: Howard Koch Música: Max Steiner Fotografía: Ernest Haller Reparto: Bette Davis, Olivia
de Havilland, George Brent, Charles Coburn, Dennis Morgan, Billie Burke,
Hattie McDaniel, Calificación: 6/10
Vi Top Gun por primera vez hace ya casi tres décadas, cuando no había
internet y la única diversión que tenía como cinéfilo era rentar películas en
VHS en el videoclub de la esquina y ocasionalmente digerir en televisión por
cable la oferta de canales como Cinemax y TNT. No había de otra. Pero en vista
de que la memoria me fallaba para recordar sus imágenes, ahora la reviso para
despejar las dudas. Lejos de algunas secuencias de combate aéreo con aroma a
anuncio comercial de reclutamiento, su vuelo de prueba se accidenta en los
terrenos más predecibles de los clichés de acción y ni siquiera las maniobras
de piloto de Tom Cruise pueden sacarla de la rutina. En la trama, Cruise
interpreta al teniente Pete Mitchell, conocido por su apodo "Maverick", un
piloto con habilidades prodigiosas para volar aviones de caza F-14 en la
Marina de los Estados Unidos, cuya rebeldía choca constantemente con la ética
de aviación militar y las órdenes de los superiores durante las misiones que
se le asignan. El arranque es más o menos interesante cuando el protagonista
ingresa a la escuela de élite conocida como Top Gun y tiene un romance con la
instructora rubia, mientras realiza ejercicios de combate junto a su mejor
amigo para obtener la mayor calificación de la promoción y derrotar a los
rivales envidiosos. Sin embargo, llega un momento en que me asalta una
sensación de abulia que me impide emocionarme por lo que veo. Scott parece
suspender su narrativa en la inercia de los vuelos simulados, las noches de
parranda en los bares, los baños de hombres que cuelgan toallas mojadas y la
reiteración de un Maverick que, subido en la moto Kawasaki, solo parece
una figura mercadológica que promociona chaquetas de cuero y gafas de sol;
manoseando siempre ese cuaderno de superación personal del héroe temerario que
tiene el ego y el sentido de astucia lo suficientemente elevado como para
escapar de cualquier zona de peligro a velocidades supersónicas, pero cuya
prueba final justamente consiste en reducirlo para aprender a depositar la
confianza en los demás. El argumento, con ciertas connotaciones homoeróticas y
algunas líneas de diálogo de doble significado, examina las debilidades de la
masculinidad, entendido desde la óptica de un joven en transición que intenta
autodescubrirse y que no es capaz de confiar en nadie por el pasado trágico
que lo mantiene encerrado en el círculo de la desconfianza y el orgullo.
Cruise le inyecta algo de carisma a Maverick, al interpretarlo como ese héroe
arrogante orientado pilotear cualquier tipo de avión para satisfacer sus
preferencias, aunque le faltan unos cuantos matices y desarrolla una química
romántica algo pobre con Kelly McGillis que solo se limita a las miradas de
indiferencia y el coqueteo superfluo. Por lo menos alcanzo a destacar las
secuencias de acrobacias aéreas de unos aviones que rompen la barrera del
sonido y zigzaguean para pintar los cielos de blanco, capturados con cámaras
que ofrecen la experiencia subjetiva y vertiginosa de estar volando ahí arriba
como piloto. También la banda sonora compuesta por las míticas canciones "Take
My Breath Away" de Berlin, y "Danger Zone" de Kenny Loggins. Todo lo otro me
resulta aburrido, nimio, un producto de envoltura que parece un videoclip
patriótico al servicio de la fuerza aérea.
Año: 1986 Duración: 1 hr 50 min País: Estados Unidos Director: Tony Scott Guion: Jim Cash, Jack Epps Jr. Música: Harold
Faltermeyer Fotografía: Jeffrey L. Kimball Reparto: Tom Cruise, Kelly McGillis, Tom Skerritt, Anthony Edwards, Val
Kilmer, Meg Ryan, Michael Ironside, Calificación: 5/10
Por alguna razón, permanezco impávido ante lo que me relata Samuel Fuller en
Dragones de la violencia, un western realizado con una discreta
economía de recursos que sigue la tendencia de la época de las panorámicas
ofrecidas por el CinemaScope. El problema fundamental, supongo, es que Fuller
ofrece muchas pistolas, pero hay pocas balas en su narrativa irregular y no
consigo emocionarme con algunos de sus personajes asépticos del oeste. La
trama se sitúa en 1880, donde el Marshall Griff Bonnell y sus dos hermanos,
Wes y Chico, llegan al pueblo de Tombstone en el condado de Cochise, Arizona,
que está asediado de día por los cuarenta bandoleros de Jessica Drummond, una
terrateniente que tiene el poder suficiente para controlar todo lo que sucede
en el territorio y sembrar caos en el pueblo sin ley. Como es usual en la
poética fulleriana, muestra violencia abrupta, amor imposible y una tragedia
inesperada. El inicio es más o menos atrapante desde la secuencia del tenso
duelo en el que el serio alguacil despoja de su arma al hermano de la jefa
como si se tratara de un chiquillo rebelde; también en la secuencia del
tornado simbólico en el que Jessica es arrastrada por el caballo blanco y es
rescatada por Griff, donde luego se refugian en la cabaña amorosa que sellará
el agitado melodrama de ambos como amantes sin química. El resto de las
confrontaciones se me olvida enseguida. Y no supone para mí nada fuera de lo
habitual el argumento de la mujer indomable del oeste que finalmente se rinde
ante el vaquero que es duro como la piedra. La envoltura de los personajes me
resulta superflua y carente de fuerza emocional porque, en cierta medida, no
poseen ningún tipo de profundidad más allá de las descripciones que responden
a los estereotipos del oeste, además de que Fuller los muestra de una manera
atropellada al intentar narrar múltiples conflictos para rellenar los huecos
que sobran. Cerca del tercer acto la cosa se torna un poco previsible cuando
los bandidos de la señora mueren por turno y el protagonista, que no ha
disparado un arma en diez años, tiene la justificación más facilona para
hacerlo de nuevo: la venganza. Me cae como plomo la actuación de Barry
Sullivan como ese pistolero reformado, inexpresivo, de pocas palabras, que
solo anda por el poblado para implantar el orden y quedarse con la chica que
necesitaba para inyectarle algo de sangre a su corazón seco. Solo me parece
cautivante la interpretación de Barbara Stanwyck como la hacendada
inescrupulosa, despótica, independiente, que gobierna con mano de hierro un
imperio del crimen que lentamente se desmorona y revela, a través de sus
diálogos, un pasado amargo de abusos y ambiciones. Desde luego, resalto esa
estética utilizada por Fuller para retratar el oeste con una mirada atípica y
realista, alejada de idealismos innecesarios, empleando un puñado de planos
interesantes que acentúan las acciones inmediatas de los personajes. Su uso
del encuadre móvil es bastante sutil cuando se ejecuta con travellings
prolongados. Quizá por eso no llego a decepcionarme por completo con este
western folletinesco que, de cierta forma, solo transfigura el mito de Wyatt
Earp.
Año: 1957 Duración: 1 hr 20 min País: Estados Unidos Director: Samuel Fuller Guion: Samuel Fuller Música: Harry Sukman Fotografía: Joseph F. Biroc Reparto: Barbara Stanwyck, Barry
Sullivan, Dean Jagger, John Ericson, Calificación: 6/10
El director Robert Eggers narra una epopeya vikinga que, con cierta
solemnidad, enciende la mecha que se encontraba apagada del cine
épico.
El director Robert Eggers cuenta que su idea para la realización de
El hombre del norte comenzó con un pequeño viaje a Islandia en
2016, motivado principalmente por su esposa, que es una entusiasta de la
mitología nórdica. Durante la travesía, Eggers, con ayuda de Björk,
conoció al guionista Sjón y de inmediato surgió una lluvia de ideas
alrededor de los tópicos de vikingos. Tomaron como fuente de inspiración
el mito medieval escandinavo de Amleth, escrito a principios del siglo
XIII por el historiador danés Saxo Grammaticus en los libros tercero y
cuarto de su Gesta Danorum. Los manuscritos narran la odisea de un
príncipe heredero de los jutos que es desterrado de su reino en la Edad de
Hierro y desea vengarse por la muerte de su padre en manos de su tío. Y
más tarde se convertirían en la base principal del personaje de Hamlet, el
príncipe de la popular tragedia de William Shakespeare. Pero Eggers,
también lo complementó con otros relatos emblemáticos de la literatura
escandinava y algunos elementos prestados de la narrativa de
Conan el Bárbaro.
No sé si la mezcolanza de esas piezas siempre sean las más adecuadas,
sobre todo porque noto a veces una ligera carga de predictibilidad por
los atributos shakespearianos que la componen, pero reconozco que me
resulta atrapante la crónica de venganza del vikingo sanguinario, a lo
largo de más de dos horas en las que nunca me siento cansado. Me
recuerda mucho la brutalidad de
Corazón valiente(1995), de Mel Gibson. Su tono atmosférico capta con crudeza y realismo
los paisajes medievales de la época, en los que casi siempre se
transmuta el plano simbólico con el esoterismo más iconográfico sobre
brujas, rituales y exabruptos. Eggers la edifica como una épica visceral
de espada y sandalia, que nunca pierde el ritmo de acción ni el sentido
de la espectacularidad al retratar los tiempos de barbarie donde los
ríos de sangre y las montañas de cadáveres se amontonan en medio de
gritos y muertes, de gente con complejos animalísticos que por causa del
destino esperan redimirse para pasar a una mejor vida en los palacios de
Odín en Valhalla.
En el prólogo Amleth (Oscar Novak) es mostrado como un niño inocente y
feliz que junto a su madre, la reina Gudrún (Nicole Kidman), recibe a su
padre, el rey Aurvandill War-Raven (Ethan Hawke), cuando este llega con
sus subordinados para celebrar las conquistas pasadas en el extranjero,
en el interior de su reino de la isla Hrafnsey alrededor del año 895 d .
C. Como príncipe sucesor que algún día será rey, Aurvandill entrena a
Amleth en una ceremonia espiritual supervisada por el bufón de de
Aurvandill, Heimir (Willem Dafoe), en la que danzan y aúllan como lobos
rabiosos alrededor de una fogata. El ritual de iniciación le sirve al
chiquillo no solo para perder los temores, sino también para abandonar
la inocencia de la niñez que es necesaria para sobrevivir en un
territorio hostil. Al terminarlo, Amleth observa cómo su padre es
emboscado y decapitado por los hombres de su tío y hermano de su padre,
Fjölnir (Claes Bang); mientras su madre es raptada y todos los
habitantes de la villa son asesinados a sangre fría por el ejército de
enmascarados. En medio de la hecatombe, Amleth sobrevive al ataque de un
guardia cortándole la nariz y huye en un bote colocado de forma facilona
por el guionista hacia aguas desconocidas, jurando vengar a su padre
matando a su tío y salvar a su madre cuando sea adulto.
A partir de ese evento, la narrativa arranca en piloto automático para
ostentar, a través de varios capítulos, las hazañas vikingas de Amleth
(Alexander Skarsgård) en su etapa de adultez. Primero es presentado como
un vikingo corpulento, cruel, despiadado, de mirada fría, que se gana la
vida como un berserker en una banda de vikingos que asalta
pueblos y asesina a los enemigos vecinos con su hacha ensangrentada sin
ningún tipo de escrúpulos morales. Su motivación de venganza, que se
encontraba dormida durante un tiempo, se renueva como la llama al
conversar en una cueva con una pitonisa (Björk) en el templo de
Svetovit, que vaticina que pronto se vengará de Fjölnir, y que en la
vereda se encontrará con una mujer que será madre de los reyes
descendientes.
Al principio Amleth se muestra incrédulo por la profecía, pero una vez que
se entera de que su tío fue derrocado por Harald de Noruega y vive
exiliado en Islandia con su familia, se hace pasar por un prisionero y
viaja a bordo de una embarcación que se dirige a ese lugar para cumplir
sus objetivos de castigarlo, donde de paso conoce a una esclava rubia
llamada Olga (Anya Taylor-Joy). Al arribar en el pueblo, Fjölnir, que no
lo reconoce, lo elige como esclavo porque su fortaleza tiene utilidad para
las tareas pesadas; así como también se escoge a Olga como sirvienta y
posible objeto sexual para complacer la lujuria secreta del rey. Mientras
planifica el magnicidio y se enamora de Olga (a la que le relata todo como
confidente), Amleth realiza trabajos en la granja sin ningún tipo de
descanso y descubre que su madre ha engendrado un hijo con el monarca
megalómano, pero también es testigo las costumbres rudimentarias de las
isla que incluye, entre otras cosas, la competencia de equipos en el duro
juego de pelota de knattleikr donde salva a su hermanastro de un
bruto y obtiene la confianza del rey; el ritual orgiástico en el que todos
bailan desnudos y finalmente hace el amor con Olga bajo la luz de la luna;
el maltrato hacia las esclavas que sudan gotas de sufrimiento y piden a
pompas una libertad.
En cada uno de los apartados, se examina cómo el poder de la creencia
manipula la fuerza de voluntad que hay detrás de las acciones de un
individuo, sobre todo cuando Amleth, como fiel creyente en las
divinidades escandinavas, tiene espejismos sobre brujos, hechiceras,
valquirias y seres místicos que fungen como una luz que ilumina el
camino nublado de su juicio. Luego de una conversación espiritual con la
cabeza del difunto Heimir en la gruta de un brujo, conoce la ubicación
de una espada legendaria que solo se puede desenvainar de noche llamada
Draugr, con la que piensa decapitar a su oponente. Obtiene la espada
Draugr después de derrotar en una cripta a un guerrero no muerto llamado
Mound Dweller, pero se da cuenta de que su lucha era el resultado de una
alucinación. Lo que impulsa a Amleth a buscar la vía fácil de la
venganza, por lo tanto, son las constantes alucinaciones que pueblan su
cerebro y transmutan su realidad cuando discute con las apariciones
esotéricas en lugares cerrados. La fe ciega en la superstición
complementa su fortaleza bruta, y los miedos que ha superado a modo de
pruebas son utilizados en su misión como armas psicológicas para sembrar
el terror en la psiquis del rey y sus súbditos. Pero Amleth no lo
concibe de forma apresurada, al contrario, se toma su debido tiempo para
actuar, aprovechando los hongos psicodélicos cocinados por la brujería
de Olga como una distracción para luego matar durante las noches a
varios de los hombres drogados de Fjölnir, decorando el recinto con los
cuerpos mutilados que simbolizan la llegada del Ragnarok sobre la aldea,
sin mostrar ningún tipo de misericordia al extirpar el corazón del hijo
mayor del rey que duerme en la cama para intercambiarlo luego por su
esposa cuando es secuestrada.
Dentro de las normas básicas del género épico, encuentro algo
convincente la interpretación de Alexander Skarsgård como el vikingo
furioso. No se trata de algo fuera de serie o que vaya a ganar premios,
pero opino que es acertada la manera en que emplea su gestualidad para
comunicar la ira soterrada de ese bárbaro voluminoso que anhela liberar
su angustia y está inquietado por las visiones del más allá que controla
sus impulsos, así como la pericia física que demuestra cuando corre,
salta, lucha en combates, blande su espada y grita como un lobo feroz
sediento de sangre. Su personaje es un tipo conflictivo que se ha hecho
fuerte atravesando la senda espinosa del dolor y la decepción, la cual
se agrieta mucho más en la escena en que su madre le revela que
realmente era una esclava infeliz de su padre y que su nacimiento fue
producto de una violación (ella fue que convenció a su amado Fjölnir
para que matara a Aurvandill y Amleth), por lo que nunca lo quiso como
su hijo. Al lado de Skarsgård, noto actuaciones tibias de Kidman como la
madre seductora que es una femme fatale manipuladora. También la de
Anya-Taylor Joy como la esclava rubia adicta a la hechicería que hace de
interés romántico para que el héroe asegure su descendencia. Las dos
desperdician su potencial.
Eggers los encuadra en una puesta en escena que recrea con solemnidad la
fisonomía turbia y mística de la tierra medieval de los vikingos, con
vocación para el gran espectáculo, garantía de autenticidad, diálogos
shakespearianos y violencia gratuita. En pocas palabras, le devuelve el
virtuosismo a la épica de espada y sandalias que se hallaba malograda
por el manoseo de ideas clónicas en Hollywood, edificándola con un buen
equilibrio entre las secuencias de acción y las atmósferas
contemplativas. Por el lado sonoro, toma decisiones atinadas que colocan
a mis oídos en un modo de tensión constante cuando escucho la banda
sonora Robin Carolan en los pasajes más impactantes, además de emplear
un sonido de mucha fidelidad acústica reproduciendo las voces guturales,
los enfrentamientos violentos, los alaridos barbáricos, los espectros
tenebrosos. Por la parte visual, aprovecha la cámara móvil de su colega
Jarin Blaschke para capturar, con iluminación natural y colorización
grisácea, el panorama nórdico ilustrado a través de las praderas
verdosas, los poblados enlodados, las cavernas repletas de esqueletos,
los ritos a contraluz. Hay atención a los detalles del contexto
histórico. Tanto de día como de noche, todo se ve sórdido, oscuro,
mortuorio y considerablemente siniestro. El uso del plano simbólico,
presente en muchas escenas, funciona como catarsis para ampliar,
anagógicamente, la subjetividad de ese héroe criado por cuervos que,
confiando en sus futuros vástagos, abandona a su mujer embarazada para
dejarse capturar y asumir su rumbo final asesinando a su enemigo en la
cumbre del estratovolcán Hekla que, en cierta medida, metaforiza la
violenta naturaleza de los vikingos.
En términos generales, esta epopeya me parece un tanto similar a
La bruja, la ópera prima anodina de Eggers sobre el aquelarre de
las brujas feministas. Pero una diferencia significativa es que invierte
los roles, apostando a una fábula vikinga de masculinidad wagneriana.
Aquí el hombre solo encuentra la redención a través del sacrificio,
recuperando simbólicamente, la vieja idea de que los vikingos creían
que, si morían luchando, serían llevados por las valquirias hasta las
puertas de Valhalla para ser reclutados como un einherjar y así
ayudar a los dioses de Odín en su lucha contra las entidades del caos en
la batalla decisiva del Ragnarök. La secuencia final, en la que un
moribundo Amleth mira de lejos a la valquiria del caballo blanco que se
lleva su alma, recupera ingeniosamente ese semblante mitológico y, a la
vez, añade una capa de lectura que redimensiona las posibilidades
fantásticas de su diégesis. No creo que se trate de la más sólida de
Eggers, pero, desde luego, me resulta igual de estremecedora y
estimulante que
El faro.
Ficha técnica Título original: The Northman Año: 2022 Duración: 2 hr 17 min País: Estados Unidos Director: Robert Eggers Guión: Robert Eggers, Sjón
Sigurdsson Música: Robin Carolan, Sebastian
Gainsborough Fotografía: Jarin Blaschke Reparto: Alexander Skarsgård, Nicole Kidman, Anya Taylor-Joy, Claes
Bang, Ethan Hawke, Willem Dafoe, Calificación: 7/10
Family Romance, LLC es una de esas películas de Herzog que, a mi
parecer, encaja en el marco referencial de esos personajes singulares que a
menudo pueblan su cine de ficción. Mezcla sutilmente el drama con el
documental para ofrecer una mirada esclarecedora sobre la desilusión de una
sociedad posmoderna atrapada en la cultura del simulacro que falsifica los
vínculos humanos, a través de un individuo de saco y corbata que se dedica al
negocio lucrativo de la compraventa de las ilusiones. El protagonista de esta
singular actividad se hace llamar Ishii Yuichi, el propietario de una empresa
llamada Family Romance, que funciona como una agencia que proporciona personal
alquilado para ocupar, a modo de reemplazo, el rol social de la persona
deseada por el cliente. En pocas palabras, Ishii es un vendedor de afecto que
simula ser otra persona para alegrar la vida del cliente angustiado. Y la
trama me resulta bastante entretenida cuando lo veo constantemente ocupando el
puesto del padre de una niña tímida, Mahiro, que necesita una cuota de afecto
paternal porque creció sin uno; manteniendo la empresa sin juzgar las quimeras
de la clientela; recibiendo la queja de un encargado en la estación del tren
bala; tomando fotografías en las calles niponas para hacer famosa a una
aspirante a influencer; haciendo feliz a una señora que anhela ganar la
lotería; cuestionando la delgada línea entre la realidad y el artificio en un
hotel atendido por robots. Como es habitual en algunos de sus trabajos, Herzog
diluye el grosor limítrofe entre la ficción y el documental para, de forma
anagógica, estructurar su discurso casi antropológico sobre la condición
actual del hombre contemporáneo. El protagonista, Ishii, que en vida real es
el administrador de la compañía japonesa Family Romance, no solo le sirve a
Herzog para dialogar sobre la soledad, la incomunicación y la infelicidad,
sino que, además, cuestiona la enorme insatisfacción y la falta de afecto
provocada, en cierta medida, por la modernidad líquida que transfigura las
relaciones humanas en caparazones vacíos, donde la gente está esclavizada a
perpetuidad por los teléfonos inteligentes y la demasía de información
digital. Para Herzog, el comportamiento natural del ser humano, en cuestión,
se está desvirtuando por la individualidad y la falsificación de identidades
que se gesta en los espacios virtuales, hasta el punto de no retorno donde la
idea de lo real es ya una simple simulación. La premisa funciona porque es
presentada con un reparto de actores no profesionales que se interpretan a sí
mismos con mucha naturalidad, donde se destaca Ishii Yuichi como el
carismático y servicial agente que finge ser feliz cuando, en realidad, su
vida privada ficcionalizada está llena de desdichas familiares. El ritmo es
consistente en cada peripecia del protagonista. Y la cámara en mano, cercana
al cinéma vérité, le añade sobriedad a cada plano filmado en la
prefectura de Aomori, en el que los personajes encuadrados dialogan con total
autenticidad para revelar el sufrimiento más soterrado. Sin duda, es una buena
película del realizador alemán.
Ficha técnica Título original: Family Romance, LLC
Año: 2019 Duración: 1 hr 29 min País: Estados Unidos | Japón Director: Werner
Herzog Guion: Werner Herzog Música: Ernst Reijseger Fotografía: Werner Herzog Reparto: Mahiro Tanimoto, Ishii Yuichi Calificación: 7/10
De las pocas propuestas del cine danés que llegan por estas democracias
tercermundistas, he encontrado una bastante interesante que se titula
Jinetes de la justicia, la película más reciente del director Anders
Thomas Jensen. No esperaba demasiado, pero como comedia de acción me toma por
sorpresa su premisa alocada sobre los vigilantes accidentales, encabezada por
una gratificante actuación de Mads Mikkelsen. Desde el prólogo, en el que un
anciano sacerdote de barba blanca y su nieta intentan comprar una bicicleta
roja, inicia su registro de diversión y casualidades. En la trama, Mikkelsen
interpreta a un hombre llamado Markus, un soldado trastornado por la guerra de
Afganistán que regresa a casa para estar con su hija Mathilde, luego de que su
esposa muriera en un trágico accidente de tren. Todo el argumento gira en
torno a los dilemas que surgen cuando Markus se encuentra con dos hackers y
con un matemático desempleado que también andaba en el tren en el que murió su
esposa, el cual lo hace sospechar de que la tragedia del tren es producto de
un ataque terrorista planificado por un poderoso sindicato del crimen en
Dinamarca, por lo que se disponen a acabar con todos ellos como represalia,
convirtiéndose de la noche a la mañana en vigilantes nocturnos. Algunas veces
pisa terrenos predecibles dentro de los manuales básicos de género, pero el
trayecto siempre me resulta divertido por la forma en que Jensen construye la
narrativa de los personajes en las típicas encrucijadas del destino, donde la
causalidad y los diálogos no iconógenos desempeñan un papel determinante para
justificar acciones y comportamientos, manteniendo un tono elevado entre el
drama, el humor negro escandinavo que tanto me contagia y las secuencias de
tiroteos que no tienen que envidiarle nada al cine de Hollywood. Funciona
bastante bien porque se toma el tiempo necesario para equilibrar los elementos
genéricos. Las situaciones esperpénticas me sorprenden por la cuota finita de
teoría de caos, pero ocasionalmente también me sacan unas cuantas carcajadas
cuando el militar entrena a los tres nerds ineptos en la disciplina de los
subfusiles para matar a los criminales ya condenados de por sí a muerte. Todos
están interpretados por una química maravillosa del reparto. Pero me atrevo
destacar, por encima del resto, primero, a la actuación de Mikkelsen como ese
hombre frío y sinuoso que está perturbado por la guerra y profundamente
afligido por la muerte de su esposa, que busca el camino de la venganza en
clave de violencia irracional sin pensar en las consecuencias de sus actos
(aunque mata a los que verdaderamente le robaron la bicicleta a su hija),
mientras como padre intenta además fortificar el vínculo que lleva con su hija
adolescente. También la secundaria de Nikolaj Lie Kaas como el científico
incompetente que esconde el pasado trágico de haber perdido a su familia.
Quizá el ritmo disminuya un poco en un tramo específico, pero logra recuperar
la consistencia tonal con el amplio aparato de comicidad, transgresión y las
extrañas coincidencias que atan a esos justicieros daneses a conflictos
inesperados.
Ficha técnica Título original: Riders of Justice (Retfærdighedens ryttere)
Año: 2020 Duración: 1 hr 56 min País: Dinamarca Director: Anders Thomas Jensen Guion: Anders Thomas Jensen Música: Jeppe Kaas Fotografía: Kasper Tuxen Reparto: Mads Mikkelsen, Nikolaj Lie
Kaas, Gustav Lindh, Roland Møller, Nicolas Bro, Calificación: 7/10
El visionado de C'mon C'mon, la nueva propuesta del realizador
independiente Mike Mills (Beginners, Mujeres del siglo XX) para
la productora A24, me recuerda la idea de que no todo lo que lleva el sello de
los festivales de cine es sinónimo de "calidad". Desde el año pasado ha sido
elogiada por muchos de los culturetas de la crítica que religiosamente
transitan por esos lugares. Yo, desafortunadamente, me veo en el reducido
sector de la oposición que cuestiona el paroxismo innecesario. Me parece una
película agónica e infinitamente plana, que transita demasiado por las
rutinarias calles de la indulgencia en blanco y negro para dialogar sobre la
niñez, la búsqueda de afecto y las responsabilidades preestablecidas de la
adultez. El protagonista es Johnny, un periodista de radio que suele viajar
por varias ciudades estadounidenses para entrevistar con su grabadora a niños
de distintas edades, preguntándoles lo que piensan sobre sus vidas y el futuro
incierto. Una parte sustancial del argumento se desarrolla cuando Johnny
reconecta con la hermana a la que había dejado de hablarle desde que falleció
su madre por demencia y se dispone a cuidar al hijo pequeño de esta, su
sobrino Jesse, ya que ella tiene que desplazarse hasta Oakland para cuidar al
esposo del que se divorció y sufre una enfermedad mental. A través del vínculo
del niño y el tío obligado a convertirse en padre, Mills no solo examina la
manera en que la ausencia de responsabilidad afecta las relaciones familiares
hasta colocarla en el vacío de la ruptura, sino, además, el poder de la
empatía como ejercicio curativo de consuelo y autodescubrimiento. Johnny, que
había roto la conexión que tenía con su hermana por su actitud irresponsable y
se lamenta por haberse separado de la mujer que una vez amó, se descubre a sí
mismo conversando con su sobrino; y Jesse, como niño solitario y curioso,
encuentra en el tío el modelo paterno que le garantiza la seguridad que cura
su dolor y el trauma soterrado de crecer sin padre. Hay, en mi opinión, una
química natural entre Joaquín Phoenix y el chiquillo Woody Norman. Pero el
problema fundamental de la narrativa habitada por ellos es que todo parece
reducirse a conversaciones triviales sobre las decisiones de la adultez, las
escenas retrospectivas sobre crisis familiares, entrevistas a niños como
manifestación social y caminatas reiterativas por algunas ciudades,
especialmente Nueva York. Y nunca sale de ese círculo de confort. La demasía
de sobriedad por la que apuesta Mills, quizá en su afán de buscar realismo, le
resta profundidad dramática al patetismo del sobrino y el tío, sobre todo
porque pocas veces interroga la gravedad de sus problemas más allá de lo
presentado en la superficie y prefiere mantenerlos en el terreno indulgente de
las descripciones más higienizadas, donde todo está calculadamente puesto a
favor de las pretensiones de intimismo. El tono monocromático evoca
correctamente la melancolía del relato y las atmósferas urbanas, pero tengo la
sensación de que el estilo de documental está sobrando en la ecuación, al
igual que la música clásica de carácter anempático. No sucede nada afectuoso o
algo que me conmueva. Las dos horas que dura, por momentos, se me hacen
interminables.
Durante una hora y más de cincuenta minutos permanezco sentado en completo
estado de indiferencia mientras veo las imágenes de Los vencidos, la
tercera película del director italiano Michelangelo Antonioni, rodada tres
años después de ese debut inolvidable titulado
Crónica de un amor. Aquí adquiere algunos de los registros estilísticos que más tarde
estructurarían algunas de sus obras maestras. Antonioni la presenta como una
antología social en clave psicológica para examinar la insatisfacción y la
enorme angustia existencial de la juventud moderna en el período posguerra,
pero por alguna razón percibo una ausencia de brío en sus relatos amorales,
sobre todo porque se quedan a medio camino entre el neorrealismo y el drama
psicológico más inane. Los tres relatos muestran, en cierta medida, los
impulsos homicidas de varios jóvenes en diferentes ciudades europeas. El
primero se sitúa en Francia, donde dos adolescentes de clase obrera, que
andan de picnic con algunas chicas, deciden matar a un amigo presumido que
dice tener mucho dinero (luego de matarlo se dan cuenta de que es dinero
falso). El segundo, pasa en Italia, donde el hijo único de unos burgueses se
dedica al negocio del contrabando de cigarrillos y huye como fugitivo de la
policía en medio de una redada, pero luego cae herido y regresa a su casa
solo para morir. El tercero, quizá el más interesante por parecer una
antesala de
Blow-Up, sucede en Inglaterra, donde un periodista codicioso recibe la llamada
telefónica de una joven que dice haber encontrado el cuerpo sin vida de una
mujer en un matorral y se aprovecha para venderla a la prensa
sensacionalista; pero en un giro de eventos, tras una investigación policial
fallida, el mismo reportero narra su versión de los hechos y dice ser el
verdadero homicida del crimen perfecto ante una corte (aunque puede que ser
una falacia), saliendo impune porque no hay pruebas suficientes para
condenarlo. En las tres crónicas, Antonioni, refleja la inconformidad de una
generación de jóvenes que son obligados a transitar por el camino
antisocial, en muchas ocasiones, por la falta de oportunidades, el
desencanto y la desesperación provocada por las ansiedades en una sociedad
moderna que avanza lo suficientemente rápido como para dejarlos sin nada.
Los vencidos no son más que los de abajo que nunca han tenido la oportunidad
de subir. El texto izquierdoso de Antonioni señala la inoperancia de las
sociedades europeas posguerra para solventar los "malestares" sociales de la
modernidad, y no tiene la más mínima intención de mirar para otro lado. Su
trato maniqueo se mantiene entre la inercia del drama neorrealista y el
thriller psicológico sin profundidad. En pocas palabras, subordina demasiado
a los personajes ya de por si vacíos desde las descripciones para justificar
la burda coherencia discursiva. Por lo menos, su puesta en escena, rodada
casi siempre en locaciones reales, es bastante correcta cuando emplea
recursos como el contracampo, la elipsis, el fuera de campo, el travelling y
el plano general para comunicar la vorágine de opresión que persigue a los
personajes. Solo eso impide, a mi juicio, que su propuesta sea más anémica.
La bestia humana es una película de Jean Renoir que está basada en la
clásica novela naturalista de Émile Zola, que más tarde también sería adaptada
en Hollywood por Fritz Lang en la tensa
Deseos humanos. Ambas tratan tópicos similares, pero esta, a mi parecer, tiene un trato
bastante aterrizado por la manera en que Renoir construye la tragedia
fatalista sobre el adulterio y los deseos humanos transitando por las vías más
ecuánimes del realismo poético. Trata la historia de Lantier, un maquinista de
tren sinuoso y algo solitario que transita por los rieles ferroviarios para
apaciguar los impulsos homicidas que ha heredado del alcoholismo de varias
generaciones en su familia, demostrado cuando intenta estrangular con sus
manos a una mujer que conocía. Una parte sustancial de la trama se desarrolla
en las estaciones ferroviarias en Le Havre, donde Lantier es testigo de un
asesinato en los interiores de un tren en manos del esposo irascible y celoso
de una mujer infeliz llamada Séverine, de la que luego se enamora hasta
obsesionarse, además de ocultarle a la policía que la vio a ella saliendo de
la cabina para evitar levantar las sospechas. Manteniéndose por los terrenos
del realismo poético más orgánico, Renoir, a través de la trágica existencia
de sus personajes, no solo refleja la imposibilidad del hombre de clase
trabajadora de escapar de los márgenes más bajos de la sociedad, sino, además,
la decepción de gente que no halla la felicidad por ninguna parte. Lantier es
un hombre condenado por su estado de locura hereditaria (es un homicida
misógino) y solo es feliz cuando está en completa soledad conduciendo la
locomotora, y Séverine, al contrario, es una mujer desconfiada que siempre ha
sido infeliz al lado de hombres que solo abusan física y verbalmente de ella.
Los personajes son seres atrapados en un callejón sin salida, sin moralidad,
en la dialéctica de la condición humana, esa que esquematiza la eterna
insatisfacción producida por la naturaleza de los deseos incumplidos que
encierra al hombre en una espiral de contradicciones. Aunque hay ligeras cosas
que se mantienen en la superficie (como el origen del tormento de Lantier o la
investigación policial inconclusa), están interpretados por un buen reparto.
Gabin me parece sobrio cuando emplea los silencios, los gestos y la mirada
serena para comunicar la agonía de ese hombre solitario marcado por el estigma
de una herencia genética maldita que lo convierte en un discreto pero violento
asesino de mujeres. También Simone Simon como la mujer adúltera que ha sufrido
el infierno del maltrato doméstico en su matrimonio y anhela matar a su marido
para poner fin a su angustia. Están encuadrados con mucha sutileza por Renoir,
en una puesta en escena en la que abunda una cámara que capta con mucho
realismo la sordidez atmosférica de las estaciones de tren y los entornos
míseros donde se puede respirar el fatalismo; donde el fuera de campo, la
elipsis, los travellings laterales, el plano subjetivo, los diálogos no
iconógenos, el sonido diegético (el ruido de los trenes) y la iluminación de
matiz expresionista acentúa la psicología de los personajes cuando transitan
con frecuencia por el camino de la desilusión y de la muerte anticipada. No sé
si se trate de una obra mayúscula del director, pero lo que veo, al menos, me
resulta emotivo.