Tras unos quince años, Harrison Ford se pone por última vez la chaqueta, el látigo y el sombrero para asumir los peligros en una nueva aventura de Indiana Jones.



Indiana Jones y el dial del destino



Indiana Jones, el mítico arqueólogo y cazatesoros inmortalizado como un ícono del cine por Harrison Ford a las órdenes de Steven Spielberg, tenía aproximadamente unos 15 años que no regresaba a la gran pantalla. En aquel entonces, se trataba de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, una secuela injustamente maltratada por una prensa supuestamente especializada y por unos fans que se referían a ella como un “tremendo disparate” y, sobre todo, “absurda” desde aquella secuencia en la que Indy sobrevive a una explosión nuclear encerrado en un refrigerador. Yo estaba entre los rebeldes que decían que era una buena película, y al día de hoy, sorprendido por el estatus de culto que ha adquirido, todavía considero que su aventura de acción, con referencias a los seriales B de ciencia ficción de los 50, ofrece el mismo nivel de entretenimiento que la oscura Indiana Jones y el templo de la perdición. Pero no era el epílogo de la saga porque, justamente, desde el año 1979 ya George Lucas y Steven Spielberg habían firmado un acuerdo con Paramount Pictures para realizar cinco películas en total.


Esta quinta entrega tiene como título Indiana Jones y el dial del destino y, por lo visto, sigue al pie de la letra la fórmula por la que se ha caracterizado la franquicia a lo largo de los años. La dirige James Mangold (Tierra de policías, Identidad, En la cuerda floja, Contra lo imposible y El tren de las 3:10 a Yuma), un director que sirve como reemplazo de Spielberg y que, de alguna manera, consigue retener la esencia spielbergiana dentro de su núcleo narrativo, como si fuera un tesoro arqueológico conservado en un museo de antigüedades. No se trata, para mí, de algo fuera de serie o que no se escape de unos minúsculos tropiezos, pero es una secuela entretenida a la vieja escuela, en la que Harrison Ford se despide del sombrero y del látigo a través de un viaje exótico en el que nunca falta la acción, el humor y los nazis de tiempos ancestrales, con una carga de ritmo que distribuye adecuadamente las secuencias trepidantes que se ensamblan con la reliquia del MacGuffin.




Harrison Ford como Indiana Jones joven. Fotograma de Disney Pictures.


A modo de prólogo, la trama se sitúa, primero, en el año 1944 al final de la Segunda Guerra Mundial y sigue al arqueólogo estadounidense Indiana Jones (Harrison Ford), en los instantes en que, junto a su colega Basil Shaw (Toby Jones), es capturado por el enemigo y luego, entre persecuciones, intenta recuperar un artefacto robado por los nazis en un tren, donde lucha con su ingenio para escapar del peligro inminente y evita que Jürgen Voller (Mads Mikkelsen), un científico nazi, obtenga el dial de Arquímedes, un dispositivo que es capaz de localizar fisuras dimensionales para viajar en el tiempo. Después se traslada hasta Nueva York en 1969 para mostrar a Indy como un viejo cascarrabias, divorciado, arrastrado por el pasado, que se jubila de su puesto como profesor y cabeza del departamento de arqueología de la universidad el mismo día del desfile de los astronautas del Apolo 11, además de la fatiga producida por la imposibilidad de seguir las aventuras por el mundo en las que mostraba toda su devoción por los descubrimientos arqueológicos.




 

En términos generales, la narrativa se esquematiza siguiendo la vieja ecuación spielbergiana de las películas anteriores, en la que el héroe cotidiano, con el sombrero y la chaqueta de cuero marrón, se embarca en una odisea a contrarreloj para reconquistar con su látigo y junto a sus compañeros un objeto que tiene cierto valor para el villano, donde el aparato de acción está condicionado a intervalos de persecuciones delirantes y el hilo conductor de la trama no es más que un MacGuffin instalado en un instrumento ancestral que revela en el clímax un fenómeno sobrenatural desconocido por la ciencia arqueológica y, dicho sea de paso, funciona para impulsar las acciones de unos personajes que comparten un objetivo común en lados opuestos del espectro moral. Esto es especialmente cierto en el momento en que Indy, tras una conversación en un bar, se une Helena "Wombat" Shaw (Phoebe Waller-Bridge), la ahijada suya (hija de Basil que no ha visto desde que era una niña) que estudia arqueología y lo motiva a volver a su faceta de cazador de tesoros para desbloquear los secretos que esconde el módulo que activa el dial de Arquímedes que él tiene bajo su custodia; mientras son perseguidos por unos nazis ineptos que trabajan infiltrados con otra identidad en el gobierno estadounidense y buscan también a tiro limpio el artilugio del inventor griego para atravesar un túnel del tiempo que les permita alterar el curso de la historia (para derrocar a Hitler en 1939). El catalizador de la búsqueda del dial despierta mi curiosidad porque, ante todo, evoca la sensación de que no se sabe lo que va a pasar con seguridad una vez que se active el mecanismo.



Phoebe Waller-Bridge y Harrison Ford.



Hay, desde luego, ligeras escenas previsibles que suceden, sobre todo, cuando los personajes se sientan a dialogar los planes y a descifrar los códigos del enigma antes de dar inicio a las cacerías turísticas impulsada por señas arqueológicas y situaciones facilonas que se resuelven sin muchos percances. Sin embargo, Mangold preserva un pulso de acción que para mí es consistente y entretenido en cada una de las situaciones en las que se involucra a Indy, la sobrina arqueóloga, el niño astuto que es su asistente y los nazis malvados, manteniendo la cohesión interna del relato con un engranaje de ritmo que me mantiene enganchado del asiento en las dos horas y media que dura la carrera para encontrar las tres piezas perdidas del reloj milenario. De esa manera, no es muy raro que disfrute de la secuencia del desfile de Nueva York en la que un prófugo Indy monta su caballo para huir de los nazis por el subterráneo del metro; la persecución a altas velocidades en un auto rickshaw por las calles de Tánger; la exploración subacuática en las que luchan con anguilas feroces en algún lugar del Mar Egeo en Grecia; el trato autorreferencial en las catacumbas de Arquímedes en Sicilia. El conflicto alcanza su mayor grado de espectacularidad, sospecho, en la climática secuencia en la que un herido Indy y Helena combaten contra los nazis de Voller en los interiores de un avión que atraviesa el portal y son trasladados por un error de cálculo al año 212 a. C. durante el asedio de Siracusa, donde son testigos de la conflagración y, en medio del caos, salvan a Arquímedes de morir en manos del soldado romano en un extraño giro ucrónico del destino.






Lo que me sorprende es que, a sus 80 años, Ford demuestra que todavía tiene la pericia física necesaria para correr, saltar, golpear y tirar latigazos a los enemigos sin ostentar una gota de cansancio en las cavernas tenebrosas o en lo desiertos más calurosos. Su Indiana Jones es ya un anciano a punto de retirarse en un mundo político en el que no encaja, pero, lejos de las escenas de alivio cómico en las que se burla su propia condición, pocas veces exterioriza las limitaciones que corresponden a su edad y es considerablemente ágil para salir por la puerta trasera en las escenas de riesgo, algo que es bastante inusual porque, entre otras cosas, rompe con el estereotipo de héroe de acción que suele habitar la esfera de los blockbuster de la actualidad. Lo interpreta de nuevo como un individuo cínico, intrépido y valiente que, para olvidar la culpa de las tragedias del pasado (la muerte de su hijo Mutt en la guerra de Vietnam y el divorcio con su esposa, Marion Ravenwood, interpretada por Karen Allen), viaja en una última misión para recobrar ese espíritu aventurero que era indomable. Desarrolla, además, una química gratificante al lado de una Phoebe Waller-Bridge que irradia carisma como la manipulativa, independiente y problemática ahijada con alma de aventurera feminista.





Aunque nunca llega a los niveles estratosféricos de las increíbles Indiana Jones y los cazadores del arca perdida e Indiana Jones y la última cruzada, esta película pasa la prueba de la secuela y se salva de profanar las propiedades esenciales de Indiana Jones. Por la parte visual, Mangold la edifica en una puesta en escena que se destaca, principalmente, por la auténtica reproducción del período que se subraya con fibra en el vestuario y en los decorados de los lugares que visitan los exploradores, además de colocar guiños que ilustran el componente de nostalgia ochentona y de aprovechar, particularmente, los efectos especiales de una tecnología de rejuvenecimiento que se aplica digitalmente sobre el rostro de Ford en la secuencia de apertura (logrado con imágenes archivadas de Ford cuando era más joven). Por el lado sonoro, contagia mi sentido del oído con una música espléndida de John Williams que se instala, ingeniosamente, en ciertas escenas para magnificar las inquietudes, el tono heroico y la acción más dinámica con el tema legendario que es ya un himno cultural. No sé si habrá un nuevo capítulo de la saga, pero me conformo con saber que brinda momentos disfrutables que son más que suficientes para que Ford salga por la puerta grande para despedir a uno de los héroes más icónicos de la industria cinematográfica de Hollywood.



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Ficha técnica
Título original: Indiana Jones and the Dial of Destiny
Año: 2023
Duración: 2 hr 22 min
País: Estados Unidos
Director: James Mangold
Guion: Jez Butterworth, John-Henry Butterworth, James Mangold
Música: John Williams
Fotografía: Phedon Papamichael
Reparto: Harrison Ford, Mads Mikkelsen, Phoebe Waller-Bridge, Antonio Banderas, Boyd Holbrook
Calificación: 7/10

Tráiler de la película 



Un lugar donde quedarse

Un lugar donde quedarse es una comedia dramática en la que el director italiano, Paolo Sorrentino, traslada por primera vez su cámara al suelo norteamericano para tener a su disposición a un actor de Hollywood del calibre de Sean Penn (por lo que sé, este lo convenció para la colaboración mutua tras observar su trabajo en la estupenda El divo, durante su estancia como cabeza del jurado en el Festival de Cannes de 2008). La actuación de Penn como el rockstar ofrece ligeros momentos de excentricidad, pero su viaje por la carretera se vuelve aburrido y pierde sustancia cuando se detiene a interrogar los tópicos sobre la soledad, la vejez y la necesidad de autodescubrirse como remedio de una ruptura familiar. En la trama, Penn interpreta a Cheyenne, una estrella de rock que atraviesa una crisis existencial y pasa los días de su retiro como un completo holgazán en una mansión en la que convive con su esposa en Dublín, mientras es golpeado por los pensamientos negativos de su gloria del pasado que lo mantienen atrapado en la cárcel de la culpa y la depresión (en parte porque se retiró después de la muerte de unos fans se suicidaron escuchando las letras de sus canciones). En una primera mitad se muestra a Cheyenne como un hombre desilusionado, lento, abúlico, de pocas palabras, sin ningún propósito en la vida más allá de caminar unas cuantas cuadras para olvidar lo hastiado y dosificado que está de seguir la misma rutina diaria, a diferencia de la cónyuge que parece disfrutar al máximo su labor como bombero local y las clases de tai chi. En la segunda, se presenta la aventura de Cheyenne, luego de asistir al funeral de su padre y de ser testigo de un fallido intento de reconciliación, cuando se traslada en camioneta por la autopista desde Nueva York hasta Nuevo México para buscar a un antiguo nazi exiliado que fue el responsable de perseguir a su padre en Auschwitz, con ayuda de un señor judío que se dedica a la cacería de nazis. El caso es que no consigo emocionarme en ninguna de las peripecias del rockero gótico porque, ante todo, sus acciones se reducen a unas situaciones tragicómicas sin ningún tipo de profundidad y en las que, por lo regular, todo sucede a un ritmo letárgico con el único fin, sospecho, de examinar la manera en que un individuo lucha consigo mismo para redimirse por los pecados del pasado y reconciliarse con el padre que abandonó como sinónimo de rebeldía juvenil. En ese sentido, por lo menos, la interpretación de Penn me resulta creíble cuando comunica, con los gestos, la voz y el rostro inexpresivo, el calvario intrínseco de ese rockstar maquillado y vestido de negro como Robert Smith al que el tiempo le pasó por encima. Cuando él camina, Sorrentino capta su figura a través de unos cuantos planos interesantes de Luca Bigazzi y una banda sonora de David Byrne que alcanza mis oídos. Pero nunca da los pasos necesarios para que la tragicomedia escape del patetismo cutre.



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Ficha técnica
Título original: This Must Be the Place
Año: 2011
Duración: 1 hr 58 min
País: Italia
Director: Paolo Sorrentino
Guión: Paolo Sorrentino, Umberto Contarello
Música: David Byrne
Fotografía: Luca Bigazzi
Reparto: Sean Penn, Frances McDormand, Judd Hirsch, Harry Dean Stanton
Calificación: 5/10

Juego de espías

En Juegos de espías, el director Tony Scott accede a algunas de las fórmulas básicas del thriller de acción de espionaje que estaban de moda a finales de los 90. Me atrevo a decir que en la superficie posee unos cuantos instantes de intriga con la presencia de Robert Redford y de Brad Pitt, pero muchas veces soy asaltado por la sensación de que su juego de espionaje nunca escapa de las rutinas señaladas y de los actos previsibles de acción cuando los agentes están en las zonas de peligro, en dos horas y cuarto que avanzan como un tanque de guerra sin combustible en territorio enemigo. La trama se sitúa en el año 1991 y sigue las experiencias de Nathan Muir, un oficial veterano de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) que es contactado, justamente en el día de su retiro, para resolver el incidente relacionado a Tom Bishop, un agente encubierto que es tomado como prisionero en una cárcel china y está a punto de ser ejecutado en 24 horas (a menos que el gobierno estadounidense negocie su liberación). En términos estructurales, el asunto se ensambla siguiendo los elementos comunes del cine de espías en el que se muestran misiones secretas de asesinatos, deserciones, extracciones diplomáticas, robo de información, documentos clasificados, identidades falsificadas, tiroteos imprevistos. Y me resulta interesante, en un principio, por la manera en que el protagonista se sienta junto a otros ejecutivos de la CIA para establecer las estrategias de la misión de rescate del agente, mientras escucha las negativas de los superiores y rememora, a través de varias escenas retrospectivas, los años en que realizaba operaciones encubiertas junto a su amigo Bishop durante la guerra de Vietnam, las persecuciones políticas de Alemania del Este y la guerra del Líbano en Beirut. Pero, de alguna forma, permanezco en un estado de impavidez, en el que no consigo quedar enganchado con nada de lo que me muestra porque, ante todo, la narrativa reduce las acciones centrales del conflicto a diálogos a puerta cerrada y mantiene el desarrollo de los personajes en el horizonte acomodaticio de los estereotipos que es habitual en el género de espías, donde todo sucede de una manera facilona y anticipo con facilidad el comentario sobre la traición, la lealtad y el llamado del deber que surge, dicho sea de paso, cuando el mentor busca rescatar al protegido adulterando algunos de los protocolos de ética de la organización. En ese sentido, me parece creíble la actuación de Redford como ese espía astuto, carismático, con la mirada de cóndor, que antes de su jubilación se enfrenta al poder de la burocracia y controla todos los recursos que están a su alcance para salvar, sin disparar una bala y en menos de 24 horas, al amigo capturado detrás de las líneas enemigas. Scott lo capta en una puesta en escena que, a pesar de la ausencia de ritmo, se destaca por una auténtica reproducción de la época y unas atmósferas que, por la parte visual, son consistentes evocando la esencia del espionaje, además de gozar de una sólida música de Harry Gregson-Williams. Todo lo demás, sospecho, carece de una tensión que saque a sus espías del frío.



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Ficha técnica
Título original: Spy Game
Año: 2001
Duración: 2 hr 15 min
País: Estados Unidos
Director: Tony Scott
Guión: Michael Frost Beckner, David Arata.
Música: Harry Gregson-Williams
Fotografía: Daniel Mindel
Reparto: Robert Redford, Brad Pitt, Catherine McCormack, Stephen Dillane
Calificación: 6/10

Elementos

Asisto al estreno en las salas de cine de la nueva película de Pixar que se titula Elementos, motivado por esa necesidad de nostalgia que me obliga a tener la esperanza de volver a encontrar la diversión y la cuota de originalidad de aquellas películas de su época dorada como Toy Story, Toy Story 2, Monsters, Inc, Buscando a Nemo, Los increíbles, Ratatouille, Wall-E, Up y, por último, Toy Story 3, cuando su lado creativo no estaba condicionado a los manuales de inclusión que ya forman parte de los requisitos esenciales de las narrativas de Hollywood de la actualidad. Pero por alguna razón, durante más de una hora y media, experimento las mismas sensaciones que en el bodrio de Lightyear. Es una película de Pixar que goza de un diseño de animación algo original por el lado visual, pero cuyo efecto de entretenimiento se evapora como el agua en una historia de amor étnico y diversidad cultural que nunca deja de ser tibia, aburrida y sin gracia. La trama se sitúa en una ciudad fantástica integrada por habitantes que adoptan formas de elementos (agua, fuego, viento, tierra) y sigue las peripecias de Ember, una muchacha de fuego con un duro carácter y algo temperamental que reside con sus padres inmigrantes en el sector de los incandescentes de Element City, donde administra la tienda que su padre pretende darle y atiende a unos clientes que la sacan de quicio; pero cuyo destino cambia radicalmente cuando, en uno de sus arrebatos, rompe una tubería del agua que inunda el sótano y conoce a Wade, un inspector de la ciudad del elemento agua por el que desarrolla un fuerte vínculo afectivo y que, en entre otras cosas, la ayuda a conocerse a sí misma para superar los miedos intrínsecos que le impiden conquistar sus quimeras. La aventura por la metrópoli xenófoba tiene algunas peculiaridades que me llaman la atención en su discurso sobre las diferencias culturales y la segregación étnica, pero sospecho que, en términos generales, la narrativa se vuelve previsible desde el minuto uno por esa fórmula del cine romántico del chico afortunado conoce a la chica de sus sueños para demostrar, dicho sea de paso, que los polos opuestos se atraen y los prejuicios raciales son cosa del pasado. Hay una sequía notable en el desarrollo estereotipado de los personajes, pero también una falta de impulso que mantiene las acciones de la protagonista y su pretendiente suspendidas en una superficie demasiado facilona que sustrae cada acto de cualquier extracto de sorpresa, además de que no veo que tengan una química que se sienta genuina en la supuesta atracción mutua que proyectan (se nota un tanto artificioso el avance del romance). Solo alcanzo a destacar ese trabajo de animación de Pixar que, como siempre, renderiza de forma colorida los entornos urbanos de una capital poblada de elementos que simbolizan, subterráneamente, la búsqueda de igualdad entre las distintas razas separadas por la herencia de la xenofobia y las tradiciones idiosincráticas; además de la música espléndida de Thomas Newman que añade algo de valor acústico a los pasajes aburridos de los personajes. Lo otro, por así decirlo, no me causa ni frío ni calor.



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Ficha técnica
Título original: Elemental
Año: 2023
Duración: 1 hr 43 min
País: Estados Unidos
Director: Peter Sohn
Guión: John Hoberg, Kat Likkel, Brenda Hsueh
Música: Thomas Newman
Fotografía: Animación 
Reparto (voces): Leah Lewis, Mamoudou Athie, Catherine O'Hara
Calificación: 5/10

Crash

Alcanzo a ver una versión remasterizada de Crash: extraños placeres, una película en la que el director canadiense, David Cronenberg, continúa su exploración por las vías del cuerpo humano como instrumento de espanto, como lo ha demostrado en casi todas las obras de su filmografía. De alguna, su arranque me engancha con su premisa original extraída del motor ficcional de J.G. Ballard, pero me temo que su vehículo erótico de sinforofilia pierde combustible y se accidenta en carreteras repetitivas, donde continuamente el tópico manoseado me deja de impactar y, dicho sea de paso, me veo asaltado por la extraña sensación de que no va a ninguna parte en específico. La trama, adaptada de la novela homónima de Ballard con guión de Cronenberg, sigue a James Ballard, un productor de cine que atraviesa una crisis matrimonial con su esposa Catherine y tiene sexo con ella sin ningún tipo de entusiasmo, pero cuyo destino da un giro cuando tiene un accidente automovilístico que lo lleva luego a tener relaciones con la esposa del pasajero muerto, la Dra. Helen Remington, y a conocer a Robert Vaughan, el jefe de una secta siniestra de personas que son adictas al fetiche de las colisiones de tránsito y el sexo en automóviles. El asunto me atrapa, al menos al principio, por la originalidad que se muestra ante mis ojos cuando el protagonista, motivado por el líder sociopático del Lincoln convertible, consume por las noches la droga de observar los accidentes automovilísticos y folla a las mujeres que se suben en la parte de atrás como en un episodio de posesión. Pero por alguna razón, Cronenberg mantiene a los personajes en una superficie demasiado rutinaria que se desgasta como un neumático cada vez que las acciones se reducen al show de automóviles donde casi nunca se interroga la psicopatología más allá de las descripciones superfluas que los presenta como maniquíes para ensayos de choque al servicio del thriller erótico más convencional. La falta de impulso me parece más notable en la segunda mitad donde todos los caminos conducen a la fetichización de ver carros accidentados como rasgo de erotismo, en la que Cronenberg utiliza la sinforofilia como una parábola casi profética que examina, ante todo, cómo las nuevas formas de tecnología modifican el placer y alienan los deseos humanos en las autopistas de la experimentación, donde la sexualidad y los cuerpos no son más que objetos mecánicos artificiales que solo responden a obsesiones inmediatas. De los actores me olvido rápido de la presencia blandengue de James Spader, pero encuentro interesantes, primero, la de Deborah Kara Unge como la amante rubia con la mirada de femme fatale y, segundo, la de Elias Koteas como el perverso conductor que persigue a sus víctimas en la carretera perdida de la excitación. Cronenberg se toma la molestia de encuadrarlos en una puesta en escena que goza de algunas señas visuales y de planos que evocan con cierta consistencia las atmósferas urbanas adornadas de coches, luces y autopistas congestionadas. Pero, desafortunadamente, el material pornográfico que ofrece no tiene suficiente sustancia y muchas veces se desvía hacia el barranco previsible. 



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Ficha técnica
Título original: Crash
Año: 1996
Duración: 1 hr 40 min
País: Canadá
Director: David Cronenberg
Guión: David Cronenberg
Música: Howard Shore
Fotografía: Peter Suschitzky
Reparto: James Spader, Deborah Kara Unger, Holly Hunter, Elias Koteas
Calificación: 6/10

El imperio de los sentidos

Procedo en mi tiempo libre a ver, sin ningún tipo de cortes, una copia restaurada de El imperio de los sentidos, una película en la que el director Nagisa Ōshima, fiel al manifiesto de transgresión de la nueva ola japonesa, se enfrentó en su época a una rígida política de censura en todos los países en donde se exhibía debido, entre otras cosas, al sexo explícito de sus imágenes, hasta el punto de que el gobierno presentó cargos por obscenidad en su contra y, durante el juicio, antes de ser declarado inocente, lanzó la famosa frase: "Nada de lo que se expresa es obsceno. Lo obsceno es lo que se oculta". Pero lejos de la polémica de la que se ha hablado durante décadas, permanezco impávido y no consigo conectar para nada con lo que muestra durante más de una hora y media. Como cinta erótica, alcanza su clímax en las actuaciones exigentes de Eiko Matsuda y Tatsuya Fuji, pero sospecho que su ejercicio maratónico sobre el placer sexual obsesivo permanece en una superficie fatigosa y delgadamente aburrida que, por lo regular, suele repetir, de manera precoz, los mismos actos de sexo al servicio de las pretensiones poéticas. La trama, basada en un caso de la vida real que estremeció la sociedad japonesa, se sitúa en el año 1936 y trata sobre Sada Abe, una antigua prostituta que obtiene un empleo como trabajadora doméstica en un hotel, en donde sostiene una intensa relación con el dueño, Kichizo Ishida, que se intensifica con experimentos sexuales que los convierte a ambos en prisioneros de un amor destructivo en los interiores de una habitación oscura. El idilio de lujuria de los protagonistas, presenta sin filtro un menú diverso de voyeurismo, onanismo, penes erectos, váginas húmedas, candaulismo, felaciones, orgías, sadomasoquismo, hipoxifilia, necrofilia y ciertos registros de ninfomanía, que los obliga lentamente a traspasar la línea moral de la cordura. La narración coloca a los amantes, desde un principio, en un horizonte transgresor que emplea algunos mecanismos del género rosa para reducir las acciones más básicas a diálogos a puerta cerradas sobre celos y la adicción por el sexo parafílico sin restricciones en espacios cerrados, donde los personajes que presenta carecen de una textura psicológica que justifique ciertas intenciones y pocas veces se profundiza sobre su condición más allá de los estereotipos que los describe. Sin embargo, por el lado discursivo más obvio, Ōshima edifica un texto que interroga la sexualidad mórbida que predomina de forma soterrada en los núcleos de erotismo de la cultura japonesa, aunque muchas veces también analiza la manera en que la posesión, provocada por las relaciones de poder entre la mujer y el hombre, aniquila el deseo a través del placer excesivo que se produce por los límites de la violencia sexual y la obsesión por la muerte. En ese sentido, por lo menos, encuentro creíbles las interpretaciones del reparto al mantener cierta pericia física para las escenas de sexo no simulado. Destaco, primero, la de Matsuda como la mujer posesiva y celosa que, detrás del rostro psicopático, solo se complace con la asfixia erótica y la mutilación de genitales. También la de Fuji como el señor mujeriego consumido por los placeres carnales que ofrecen las distintas mujeres con las que se acuesta. Ōshima los encuadra en una puesta en escena que goza de unos decorados detallados, donde es frecuente el color como grosor psicológico, los espacios claustrofóbicos y una música folclórica, pero cuyo uso frecuente de la elipsis para trasladar la acción al campo del coito muchas veces termina reduciendo su valor, desafortunadamente, al de un episodio barato y repetitivo de material pornográfico.



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Ficha técnica
Título original: In the Realm of the Senses (Ai no korîda)
Año: 1976
Duración: 1 hr 42 min
País: Japón
Director: Nagisa Ôshima
Guión: Nagisa Ôshima
Música: Minoru Miki
Fotografía: Hideo Itoh
Reparto: Eiko Matsuda, Tatsuya Fuji, Aoi Nakajima,
Calificación: 5/10

El sirviente

Accedo en mi tiempo libre a una copia restaurada de El sirviente, una película en la que Joseph Losey da comienzo a su colaboración con el dramaturgo y guionista Harold Pinter y que, sobre todo, está basada en la novela homónima de Robin Maugham. Por lo que sé, está considerada como una de las grandes obras del cine británico, aunque por alguna razón a mí no me alcanza a emocionar lo suficiente como para otorgarle semejante categoría. Pero, desde luego, con todos los claroscuros me parece un drama psicológico bastante intrigante sobre las relaciones de poder y la línea vertical de las clases sociales, que consigue su mayor nivel de tensión en las actuaciones de Dirk Bogarde y James Fox. En la trama, Bogarde interpreta a Hugo Barrett, un hombre que es contratado como sirviente por un adinerado londinense llamado Tony, con la finalidad de realizar las tareas domésticas en la nueva casa y de mantener todo en orden según las reglas establecidas por los protocolos, mientras recibe el trato injusto de la prometida de su empleador que abusa de su posición y guarda con silencio las cosas que no se atreve a decir para conservar el trabajo. Hay miradas, sospechas, mentiras, segundas intenciones. Aunque en la superficie anticipo con facilidad los giros previsibles de la estructura narrativa, el vínculo de los dos personajes me cautiva cuando menos lo espero porque, ante todo, funciona para ilustrar la vieja dialéctica del amo y el esclavo entendida como la relación de poder establecida por la división de las clases sociales en la que el individuo que no tiene nada, cansado de las injusticias y de la falta de oportunidades como ente de clase trabajadora, abandona la capa de moralidad con resentimiento y se somete a la servidumbre voluntaria del sujeto privilegiado que tiene todo con el fin último de tomar por la fuerza el mismo estatus social que venden en los escaparates de la burguesía. Esto es especialmente cierto en el momento que los roles se invierten como espina dorsal del argumento, primero, cuando Barrett asume su papel de mayordomo en completo estado de sumisión y obedece los mandatos de Tony y, segundo, cuando Tony lentamente cae en el abismo de la esclavitud en los instantes en que Barrett revela su lado manipulador y lo domina tomando control de la residencia gracias a las confabulaciones que esboza con la amante que trae desde un prostíbulo (fingiendo ser su hermana) para seducir al residente burgués. El juego dialéctico de manipulación posee un grado considerable de actuaciones notables. Destaco ante todo la de Bogarde como el criado sinuoso, reservado, oportunista, que se aprovecha de las debilidades del rico señor de la morada para someterlo al círculo de engañifas y perversiones. También la de Fox como el aristócrata inseguro que es encarcelado en la prisión doméstica del engaño y el alcoholismo, y las secundarias de Sarah Miles y Wendy Craig. Losey, como es habitual en su cine, los encuadra en una puesta en escena que, con mucha sutileza, emplea mecanismos estéticos que subrayan las inquietudes de los personajes, casi siempre, con una cámara en constante movimiento que aprovecha las posibilidades expresivas de la lente de Douglas Slocombe a través del encuadre móvil, el primer plano, el sobreencuadre, el picado-contrapicado y una iluminación barroquista que embellece los escenarios claustrofóbicos que decoran los interiores de la ampulosa mansión; además de utilizar una partitura espléndida de John Dankworth que seduce mi sentido del oído con su música de jazz. Incluso con las falencias de ritmo del tercer acto, todos esos factores consiguen que me enganche durante dos horas a su oscuro ejercicio dramático de tensión psicológica.



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Ficha técnica
Título original: The Servant
Año: 1963
Duración: 1 hr 55 min
País: Reino Unido
Director: Joseph Losey
Guión: Harold Pinter
Música: John Dankworth
Fotografía: Douglas Slocombe
Reparto: Dirk Bogarde, James Fox, Sarah Miles, Wendy Craig
Calificación: 7/10

Ruta infernal

Accedo a una copia restaurada por el BFI de Ruta infernal, una película británica en la que Cy Endfield sigue el manual sobre camioneros que se muestra en otras cintas de envergadura como Mercado de ladrones (Dassin, 1949) y El salario del miedo (Clouzot, 1953). Pero a diferencia de estas, me atrevo a colocarla en un terreno similar al de La pasión ciega (Walsh, 1940). Como cine negro alcanza su mayor grado de carga en las secuencias de camiones donde Stanley Baker demuestra su pericia para conducir, pero a veces atraviesa carreteras irregulares en las que, por lo general, se frena de golpe en la señal de la rutina y todo avanza en una superficie acomodaticia que nunca se desvía de esas rutas predecibles asfaltadas con la falta de impulso. La trama se sitúa en un pequeño pueblo británico y explora la vida de Tom Yately, un hombre sinuoso e impasible que, para huir de las tragedias personales del pasado, consigue trabajo como conductor de camiones en la empresa de transporte Hawletts, donde se le ofrece un sueldo a cambio de transportar cargamentos de grava por caminos intransitables y, ante todo, debe lidiar con peligrosa competencia de los otros choferes que buscan retrasarlo para que no cobre el cheque. En términos generales, la narrativa estructura el asunto del camionero con un arranque trepidante que me mantiene enganchado, al menos, en las secuencias que encadenan con un montaje rítmico la férrea carrera de los camioneros que luchan por dominar las calles para quedar en primer lugar en la entrega requerida de cargas diarias (el conductor que se retrasa es despedido), donde transitan cada kilómetro recorrido a toda velocidad, sin miedo a chocar de frente o a detenerse en la estación de combustible. El problema, sin embargo, es que llega un punto donde me doy cuenta de que, lejos de las carreras de camiones, los personajes apenas escapan de las rutas calculadas de los estereotipos superficiales del género, y muchas veces tengo la sensación de que el mecanismo de acción parece reducirse a la repetición de carreras de camiones y las inquietudes de los camioneros que discuten trivialidades a puertas cerradas en un pueblo de derrotistas. Me parece, además, que hay una ausencia de matices en el comentario social sobre la falta de oportunidades y la corrupción en el sector del transporte. A pesar de todo, destaco la actuación central de Baker como ese hombre solitario, reservado, distante, que se refugia en la conducción de camiones para ganarse el sustento y olvidar las tragedias que lo condujeron a la cárcel antes de ser fugitivo de la justicia. Al lado de Baker, hay también roles secundarios solventes, primero, de Peggy Cummings como una mujer fatal que está obsesionada con amar al sujeto misterioso que huye de la justicia y, segundo, de Patrick McGoohan como el perverso camionero que conduce por los atajos de la megalomanía y de la autodestrucción. Endfield los captura en una puesta en escena que, en ocasiones, aprovecha la lente de Geoffrey Unsworth para acentuar, con un blanco y negro realista, el sentido de movimiento y las atmósferas de los camioneros en la zona de peligro. Solo eso, sospecho, impide que el resultado se desplome por el barranco.



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Ficha técnica
Título original: Hell Drivers
Año: 1957
Duración: 1 hr 48 min
País: Reino Unido
Director: Cy Endfield
Guion: John Kruse, Cy Endfield
Música: Hubert Clifford
Fotografía: Geoffrey Unsworth
Reparto: Stanley Baker, Herbert Lom, Sean Connery, Peggy Cummings, Patrick McGoohan
Calificación: 6/10

Sahara

Mi exploración por el cine bélico de munición clásica me ha obligado a transitar por las imágenes de Sahara, una película de guerra algo aburrida de Zoltán Korda que sigue al pie de la letra el manual de la propaganda que era habitual en Hollywood durante los años de apogeo de la Segunda Guerra Mundial y que, de alguna manera, Humphrey Bogart alcanzó a protagonizar en unas cuantas ocasiones. En esta ocasión, Bogart se acomoda en un vehículo producido por la Columbia Pictures que funciona como adaptación de la novela Patrol, de Philip MacDonald. Su argumento se desarrolla en la Segunda Guerra Mundial durante la Campaña en África del Norte en el año 1942 y sigue a Joe Gunn, un sargento mayor del ejército norteamericano que, luego de separarse de su unidad durante una retirada general de las fuerzas alemanas después de la caída de Tobruk, se traslada junto a su tripulación por el desierto de Libia en el interior de un tanque M3 Lee al que ha apodado cariñosamente como Lulubelle, con el objetivo de dirigirse al sur para reunirse con el resto de la unidad. En términos generales, la narrativa no me causa ninguna emoción significativa porque, ante todo, se establece a través de los clichés básicos del cine bélico que se vuelven predecibles con cada huella dejada en los espacios de batalla, donde el soldado lidera a su pelotón para atravesar las dunas desérticas en un tanque de guerra y cumplir con el llamado del deber en una misión que refleja el peligro inminente de transitar por detrás de las líneas enemigas de los nazis. Sin embargo, en esta ocasión para la misión principal el protagonista reúne a dos soldados norteamericanos, cinco oficiales británicos, un cabo francés, un sargento sudanés y un prisionero de guerra italiano, con el fin de edificar un comentario patriótico sobre la tolerancia y la fuerza de voluntad de los aliados durante la guerra. De esa manera, para mí no es muy difícil anticipar la falta de desarrollo que mantiene a los personajes en una superficie moralmente transparente en la que, por lo regular, el dispositivo de acción se reduce a los diálogos sobre las inquietudes de supervivencia y las necesidades colectivas al servicio de la condición humana; la contienda del tanque contra un avión de combate; la estadía en un fuerte abandonado llamado Hassan Barani donde deben racionalizar el agua de un pozo casi seco para subsistir al infierno de arena y calor. No hay muchas sorpresas en los tiroteos que veo, pero reconozco, dicho sea de paso, que hay un minúsculo nivel de tensión que me engancha en la prolongada secuencia del clímax, en la que los soldados de Joe luchan en el páramo contra un pelotón de soldados alemanes deshidratados mientras se plantean la tregua de intercambiar la poca agua que tienen por unas cuantas armas enemigas (en pocas palabras, la rendición pacífica). Korda encuadra el conflicto de esos soldados en una puesta en escena que, aprovechando las pericias de la lente de Rudolph Maté, consigue un registro adecuado del encuadre móvil para capturar el panorama agobiante del desierto en medio de la conflagración; asistido a veces por una música de escaso valor acústico de Miklós Rózsa. Solo eso, sumado a la presencia de Bogart como el soldado heroico, es lo único que me mantiene colgado hasta el final simbólico que subraya el sacrificio de los caídos en el campo de batalla.



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Ficha técnica
Título original: Sahara
Año: 1943
Duración: 1 hr 37 min
País: Estados Unidos
Director: Zoltan Korda
Guion: John Howard Lawson, Zoltan Korda, Philip MacDonald
Música: Miklós Rózsa
Fotografía: Rudolph Maté 
Reparto: Humphrey Bogart, Dan Duryea, Bruce Bennett, Rex Ingram, Lloyd Bridges
Calificación: 5/10