La rosa del arroyo es una película muda poco conocida que supone, dicho sea de paso, la primera colaboración entre Tod Browning y su actor fetiche Lon Chaney, además de mostrar esa poética de los bajos fondos que es una característica habitual en el cine de los años 20 que hicieron juntos en la Universal Pictures. Por muchos años se considero como perdida hasta que se encontró en Países Bajos una copia completa con intertítulos en neerlandés y seis carretes que componen su metraje de 59 minutos, aunque su estado de preservación presenta un deterioro notable en dos escenas clave. Esta versión, parcialmente restaurada, me lleva a razonar lo suficiente como para no tomar en cuenta el metraje faltante porque, a decir verdad, me parece un melodrama mudo bastante cutre de Browning, que se desperdicia en un charco de nimiedades para el lucimiento de Chaney y un sermón moralista sobre la redención social de una ladrona de barrio, en sesenta minutos en los que no consigo emocionarme en ninguna escena. La trama sigue la vida de Mary Stevens, una carterista de los barrios bajos se ve obligada a robar para sobrevivir y que, tras sustraer el collar de una mujer de la alta sociedad, se esconde en casa de un hombre que resulta ser el exprometido de la mujer del que, más tarde, se enamora; pero cuya finalidad de redimirse con la sociedad se ve estropeada por el malvado Stoop Connors, uno de los compañeros de su banda que está celoso. En general, esta premisa narrativa tiene un comienzo interesante que me genera ciertas expectativas por la presencia del virulento Stoop como un soez que obliga a la dama a volver a la senda del crimen. Sin embargo, algo me dice que el guión tropieza, en más de una ocasión, por el desarrollo dúctil que mantiene a los personajes estereotipados en una serie de situaciones apresuradas que tiende a reducir sus acciones más obvias sobre un catálogo de lugares comunes: la chica pobre que roba por hambre, el millonario bondadoso que la salva, y el villano que la persigue como un matón de opereta. La trama avanza a trompicones, como un carromato sin ruedas que pasa lentamente por encima de las inquietudes de Mary para renunciar al pasado delictivo como camarera de restaurante y redimirse bajo el amor al lado del adinerado Kent; los problemas de Kent como un hombre rico que intenta salir de la bancarrota para amar a Mary en su mansión; la intención de Stoop como ratero de poca monta que anhela robar el collar de perlas hallado por Mary. No hay giros ni sorpresas. En realidad, solo la actuación de Chaney me resulta auténtica cuando ejerce su registro expresivo para interpretar, con la mirada y los gestos, a un ladrón violento y posesivo que por celos manipula a Mary para obtener el ansiado collar antes de que llegue la policía a poner el orden, a pesar de que el guión le da poco espacio para lucirse más allá de las peleas agresivas y los disparos con pistola en mano. Priscilla Dean y Wellington A. Playter, por su parte, apenas tienen química como la pareja atrapada en un dilema moral. Lo que sí funciona, al menos en algunas escenas, es la pericia técnica de Browning que adopta, entre otras cosas, para sintetizar el conflicto de los personajes a través de la sobreimpresión, el plano subjetivo, el picado, el primer plano y los decorados de unos escenarios plenamente conscientes de su artificio en la dirección de arte. Todo lo demás, en última instancia, queda solo como ejemplo de curiosidad histórica para conocer los inicios del hombre de las mil caras a las órdenes de Browning.
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Ficha técnica
Año: 1919
Duración: 59 min.
País: Estados Unidos
Director: Tod Browning
Guion: Harvey Gates
Música: N/A
Fotografía: James Friend
Reparto: Lon Chaney, Priscilla Dean, Wellington A. Playter, Spottiswoode Aitken
Calificación: 5/10


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