Me abraza un agudo aburrimiento viendo este drama legal y biográfico de la
directora Mimi Leder sobre la figura de la jueza Ruth Bader Ginsburg. Como
película se destaca por su recreación del período y por moderadas actuaciones
de Felicity Jones y Justin Theroux, pero no tiene nada que sea cautivador,
carece de sustancia porque aborda de forma muy trivial el discurso sobre la
discriminación de género y la igualdad. Inserta por la fuerza esa corrección
política unidireccional, intrascendente para contentar algunos grupos. Trata
la historia de Ruth Ginsburg a partir de los años 50, cuando se da cuenta de
que vive en una sociedad patriarcal y decide trabajar como misionera al
servicio del feminismo para erradicar cualquier rastro de desigualdad de
género en las leyes norteamericanas. Y todo va bien hasta que lo convencional
arrasa con toda la narración y me deja perplejo cuando veo que la carrera de
esa mujer tan relevante es tratada con tanta ligereza, en una trama
descaradamente calculada, previsible, en la que sé de antemano que va a
triunfar en los tribunales para que el discurso sobre la feminidad preserve la
supuesta coherencia. Los problemas judiciales que combate la heroína son
interesantes, pero casi siempre transitan por la superficie, están
desarrollados con cierta vacuidad. Los personajes secundarios son colocados
como marionetas para que la protagonista pueda expresar algunos diálogos
baladíes en situaciones artificiosas. Es un biopic básico, indulgente y muy
convencional.
Con esta película, Lumet proyecta un discurso interesante sobre el hombre que
se rebela contra una autoridad opresiva. Lo presenta con la historia de un
grupo de soldados inadaptados en una prisión militar del norte de África
durante la Segunda Guerra Mundial, que son prisioneros que luchan por
sobrevivir frente al castigo barbárico que imponen unos guardias bien sádicos.
El conflicto, en esa prisión teñida de campo militar que borra cualquier
rastro de justicia, me resulta aburrido, pero reconozco al instante
componentes estéticos que se destacan, al igual que las auténticas actuaciones
y un efectivo blanco y negro. Se emplea travellings inquietantes que capturan
la base desde cualquier ángulo, primeros planos que comunican la verdad,
planos subjetivos que se meten en la piel de los reclutas maltratados, el
plano-contraplano donde el picado perteneciente a los infelices magullados
hacen frente al temible contrapicado de los superiores, sobre todo cuando se
encuadra en primer plano al imponente Harry Andrews como el sargento mayor,
Bert Wilson; posiblemente la actuación más dramática de la película junto con
la de Sean Connery como Joe Roberts, el soldado que supone la balanza moral
del equipo. La propuesta pretende ser agobiante, desapacible y cochina, aunque
casi no me cautiva y me siento indiferente ante la brutalidad a la que se
enfrentan esos personajes indisciplinados. La estructura, conferida por el
montaje, le pasa factura a la narración, haciendo que se pierda el ritmo
paulatinamente y solo se agudice la tensión hasta el tercer acto, donde Lumet
resuelve su tesis contestataria sobre la condición humana, la jerarquía
sistematizada de la sociedad y la libertad que para el individuo parece
inalcanzable, en un mundo que aparentemente está condenado a repetir los
mismos errores.
Polanski consigue dimensionar los componentes fundamentales del misterio y del
suspenso para que la atmósfera de la película sea siniestra en algunas
escenas. Pero casi no me cautiva lo que veo, me aburro ante la situación
extrema a la que se enfrenta la protagonista interpretada por una paranoica
Sigourney Weaver (cuando debería ser todo lo contrario). La historia, adaptada
de la obra de Ariel Dorfman, trata sobre una activista política que está
convencida de que el hombre que ha venido a su casa a visitar a su marido, por
pura casualidad de la vida, es la persona que la torturaba por órdenes de un
gobierno inescrupuloso. En su argumento percibo la claustrofobia de estar
rodada casi en la totalidad en una sola locación, el marcado trasfondo
político, un leitmotiv correcto de Schubert, la rabia y la frustración de una
mujer que no se recupera del pasado más maldito que uno se pueda imaginar. Los
personajes, interpretados por Sigourney Weaver y Ben Kingsley, otorgan
fidelidad a lo que se describe (especialmente Kingsley con la confesión final
frente a un primer plano), aunque en ocasiones sus acciones y los diálogos que
recitan terminan siendo pantagruélicos para acrecentar una tensión que,
penosamente, decrece hasta el anticipado clímax, en el que todas mis sospechas
sobre el personaje de Kingsley cobran sentido. Me resulta predecible por ese
uso tan evidente del color rojo en el vestuario de Weaver, que comunica
precisamente su estado de ánimo, su repugnancia y su deseo de vengarse.
También por la exposición calculada del juego de venganza entre la mujer y el
hombre en una casa aislada, cosa que es una característica esencial de la
estética de Polanski. El resultado me parece artificioso.
Pocas figuras políticas en Italia han estado en el ojo del huracán mediático
en el presente siglo como Silvio Berlusconi. Como funcionario público, ha sido
uno de los hombres más poderosos de la política italiana durante más de veinte
años, ocupando el cargo de jefe de gobierno de su país durante varios
períodos. También es reconocido por tener una trayectoria empresarial de
renombre y por ser un emperador de los medios de comunicación que ha
conseguido adentrarse en el anillo selecto de los hombres más ricos del mundo,
llegando incluso a ser la persona más adinerada de su país. Es el típico
burócrata que seduce a sus partidarios con verborrea y carisma y que alquila
las influencias a cambio de esa sustancia verde que contenta a los bolsillos.
Pero su carrera también ha estado manchada de negocios turbios como el
perjurio, el fraude fiscal, desfalco, la prostitución de menores y el abuso de
autoridad. O sea, la degeneración en su estado más puro. Ese período de su vida parece ser el centro de atención de la nueva película de Paolo
Sorrentino titulada “Loro”.
Esta película de Sorrentino me produce un enorme regocijo cuando veo el
ejercicio estético que se despliega sobre una porción de la biografía de
Silvio Berlusconi. Posee una abundancia de estilo que es contagiosa cuando
estallan las orgías festivas, la elegancia, el hedonismo más salvaje, el
erotismo interminable, las mujeres exóticas, los personajes histriónicos que
viven del lujo. Me recuerda su obra cumbre,
La grande bellezza,
y también
Il divo, ambas protagonizadas por su actor predilecto, Toni Servillo. En esta
ocasión, se beneficia de una portentosa actuación de Servillo cuando encarna
la silueta de Berlusconi con un magnetismo que resulta cautivador y con la
cual Sorrentino concibe un retrato al desnudo sobre la falacia, la corrupción
y el tráfico de influencias en las altas esferas del poder burocrático en la
sociedad italiana contemporánea.
Aunque tarda un tiempo en ilustrar a Berlusconi, supongo que para generar una
sorpresa (cosa que consigue), me entretiene bastante en lo que aparentemente
son dos relatos que se conjuntan. El primero es el de Sergio Morra (Riccardo
Scamarcio), un hombre de negocios que gestiona el reclutamiento de jóvenes
hermosas, en su mayoría prostitutas, para sobornar a los políticos locales y
obtener licencias fuera de los procedimientos normales. Es un hombre muy
ambicioso y elegante que recorre las calles de Roma disfrutando del placer en
una especie de bacanal desenfrenado donde reina la vanidad, la prostitución,
las drogas, el alcohol y el sexo más orgiástico. Lo único que Sergio desea es
adentrarse en el círculo de Silvio Berlusconi (Toni Servillo) para expandir su
esquema de negocios; y lo consigue a través de Kira (Kasia Smutniak), una
mujer cercana al mandatario que se acuesta con él. El segundo describe a
Berlusconi, tanto en los interiores como en los exteriores de su mansión,
rodeándose de una manada de políticos, de vividores y de gente muy influyente
de los que necesita algún tipo de favor, a pesar de que en el fondo el
matrimonio con su esposa, Verónica Lario (Elena Sofia Ricci), se desmorona, y
su partido, Forza Italia, ya no se halla en el firmamento gubernamental.
Servillo, quien a las órdenes de Sorrentino había interpretado a un político
de la talla de Giulio Andreotti en la película “Il divo”, vuelve a interpretar
a un individuo de la política italiana moderna. Personifica a Berlusconi como
un sujeto astuto, espontáneo, magnánimo, cínico, que cae rendido ante los
placeres de la vida y los vicios del poder que transforman su codicia en
acciones éticas sin escrúpulos. Edifica la viva imagen de un magnate que,
debajo de la máscara de poder, se muestra impertérrito ante cualquier
exigencia política, disimula la decepción con altura y esconde el temor de una
vejez que amenaza con arrebatarle su vitalidad, aunque siempre está acompañado
de dotes de oratoria que pueden convencer a quien sea, como si se tratara de
un mercader que vende productos adulterados a bajo costo. Su actuación está
estilizada por su gran registro gestual y un eficaz trabajo de maquillaje que
modela con autenticidad la réplica del político. Incluso también interpreta al
empresario Ennio Doris, en una escena en la que un peculiar plano-contraplano
lo pone en diálogo consigo mismo (Berlusconi) para fabricar una acertada
metáfora de una corrupción que tiene el mismo rostro y que carece de identidad
moral alguna.
Con la estampa de Berlusconi, Sorrentino elabora un discurso de una sociedad
italiana individualista y egocéntrica en la que la competitividad es lo único
importante. El tono con el que lo dirige es satírico, propenso al libertinaje,
para ridiculizar a los burócratas de saco y corbata que muchas veces hacen
falsas promesas a la gente de clase trabajadora que se sacrifica y que siempre
sufre los efectos de una prolongada pobreza, simbolizado con las secuencias
del terremoto de L'Aquila, en la cual Berlusconi se aparece para prometer
cosas triviales e insignificantes para ese sector social que vive sumido en la
miseria, anticipando paralelamente el declive de su cúpula administrativa.
Asimismo, en la escena en la que Berlusconi utiliza su palabreo sugestivo y la
mentira más descarada para persuadir por teléfono a una señora con el fin de
que compre lo que él ofrece. Su crítica demoledora refleja que la calumnia y
las falsas promesas forman parte de un instrumento que es recalcitrante en la
cotidianidad de los políticos italianos como Berlusconi.
Durante su estreno en Italia, la película de Sorrentino estuvo dividida en dos
partes que en su totalidad suman cuatro horas de metraje. En esta nueva
versión internacional, el metraje sostiene un ritmo que pasa volando en dos
horas y media. Y me cautiva mucho lo que veo, tanto en la narración como en su
pomposo estilismo visual. Tiene personajes interesantes, como el impertinente
Sergio Morra de Riccardo Scamarcio, la Kira de Kasia Smutniak y el tremendo
Silvio Berlusconi de Toni Servillo; una banda sonora que vigoriza cada una de
las escenas fiesteras y travellings muy inquietos que refuerzan los estados de
ánimo más alucinógenos. Puede que le sobre alguna que otra subtrama y que el
ritmo tropiece en algunos rincones, pero es una película muy estilizada a la
hora de retratar las banalidades de una burguesía que vive ensimismada en el
patetismo, de políticos corruptos y deshonestos que se embriagan con la
posverdad, de arribistas imprudentes que bailan al compás del dinero en un
castillo de la avaricia que derrumba. Es una película entretenida,
pantagruélica, impresa con un esteticismo suntuoso que nunca deja de seducir a
mis retinas.
Sinopsis: Actores aficionados ensayan "Imágenes de la vida de los
insectos", adaptación de la novela de Karel Capek. Los actores se encuentran
viviendo los roles de sus personajes y los insectos alucinantes. "Insectos",
se intercalan con el proceso creativo de la película y entrevistas con los
actores sobre sus sueños.
Ficha técnica Título original: Hmyz Año: 2018 Duración: 1 hr 38 min País: República Checa Director: Jan Svankmajer Guion: Jan Svankmajer Música: James Newton Howard Fotografía: Adam Olha, Jan Ruzicka Reparto: Jirí Lábus, Jan Budar, Jaromír Dulava,
Norbert Lichý, Kamila Magálová, Ivana Uhlírová Calificación: 7/10
Crítica breve de la película
Esta comedia de Svankmajer, que supone la última película que dirige como
director, me resulta ingeniosa debajo de su aparente capa de simplicidad,
sobre todo porque elabora un estudio de metacine muy bien escalonado sobre la
delgada línea que separa la realidad y la ficción, la barrera entre lo
afílmico y lo diegético, simbolizado con unos actores que, como si se tratara
de una alegoría kafkiana, escapan de sus roles humanos y alucinan ser
insectos. Su estética retiene las situaciones absurdas, oníricas,
surrealistas, que casi siempre habitan el cine de ese genio de la animación en
volumen, usualmente con escenas cortas, planos estáticos, elipsis, raccords
inteligentes, que están muy conscientes de una superficialidad que propone que
la vida es un teatro del absurdo, en el que las personas funcionan como
marionetas al servicio de una sociedad mecanizada que manipula su condición
humana. Esa idea se equilibra con el empleo del montaje paralelo y de tiempos
alternativos para resaltar los dos mundos que convergen entre sí. Allí
participa todo el equipo de rodaje para filmar una adaptación de la obra
homónima de Karel y Josef Čapek titulada "La vida de los insectos". Y lo que
veo en la puesta en escena me parece tan hilarante como provocativo, cercano
al falso documental, avanzando a ritmo sosegado, cuando los intérpretes
realizan los ensayos de la obra paralelamente dentro de la misma película que
se está filmando y dejan sus anécdotas de los sueños durante el receso, sin
jamás renunciar a las secuencias animadas que llevan el sello estilístico del
director. La visión de su película es fantástica, imaginativa y muy
cautivadora. Es una despedida satisfactoria.
La película de Zemeckis, basada en un hecho verídico, es un poco
condescendiente con el protagonista que calza muy bien en los zapatos de Steve
Carrell, pero carece de sustancia y del componente sorpresivo que a veces
caracteriza su estilo formal (aunque la autorreferencia está presente). Desde
la óptica de ese protagonista interpretado por Carrell, trata una historia
interesante sobre la culpa, la vergüenza, la frustración, el dolor y la
soledad, de un hombre que no puede vencer sus miedos internos a causa de un
pasado maldito atiborrado de alcoholismo y de relaciones tóxicas. Su nombre es
Mark Hogancamp. Fue golpeado en la cabeza en una noche de borrachera. Y la
amnesia le ha robado los recuerdos. Lo único que le queda es el arte de sus
figuras de acción, una especie de refugio emocional e imaginativo que no le
permite relacionarse adecuadamente con los demás y lo mantiene aislado del
pueblo, aunque es querido y respetado por todos, especialmente por unas
mujeres que se sienten atraídas por su tímida personalidad. En esos momentos
observo una sólida interpretación de Carrell como ese hombre tan desgarrado
que necesita de la fuerza de una mujer para apaciguar su trauma y que ha sido
víctima de la homofobia y de los prejuicios más barbáricos, así como también
un estupendo trabajo de animación y una banda sonora de Alan Silvestri que
resulta agradable para mis oídos. Su problema radica, no obstante, en la
distribución de ritmo entre las secuencias animadas y las de imagen real, en
la superficialidad recalcitrante, en la inserción desatinada de los villanos
nazi para justificar un discurso que, en ocasiones, adquiere un sentido
políticamente correcto. El conjunto se siente disparejo y algo irregular.
Esta película bélica de Wellman (que ha servido de modelo para obras de guerra
de Spielberg, Tarantino y Stone) está ejecutada con una gandulería que hace
que me olvide inmediatamente de los personajes, en su mayoría soldados de
infantería norteamericanos, cuando son víctimas del frío más infernal y de una
desesperación invisible durante el asedio de Bastoña en la Segunda Guerra
Mundial. Los apodados bastardos de Bastoña que dirige Wellman parecen soldados
de plástico al servicio de una manipulación expositiva de la que se destacan
Van Johnson, John Hodiak y Ricardo Montalbán como personajes sin ningún tipo
de credibilidad a la hora de retratar la supuesta condición humana de los
personajes que interpretan, en una misión en la que no pasa nada sustancial y
la tensión que supone la contienda se halla ausente. Es cierto que no idealiza
la imagen patriótica del soldado estadounidense, pero no siento empatía por
sus acciones ni por los diálogos que escupen. Su desarrollo es demasiado
hueco. Tarda mucho en arrancar el problema. El ritmo avanza a paso de tortuga.
Lo que más se destaca allí es esa atmósfera en la nieve que transforma el
conflicto en un paisaje atiborrado de belleza. También la secuencia del
enfrentamiento con los alemanes que están escondidos usando el camuflaje, en
la que Wellman recurre al punto de vista para compensar la emboscada de los
soldados estadounidenses desde la retaguardia en las profundidades de un
bosque teñido de blanco. Si no fuese por sus debilidades narrativas, hubiera
sido una gran película bélica. Es un filme plano, baladí y muy aburrido.
Sinopsis: Kevin Lomax (Keanu Reeves) es un joven y brillante abogado que nunca ha perdido un caso. Vive en Florida y es feliz junto a su esposa Mary Ann (Charlize Theron). Un día, recibe la visita de un abogado de Nueva York que representa a un poderoso bufete que tiene la intención de contratarlo. Al frente de la prestigiosa empresa se encuentra John Milton (Al Pacino), un hombre mundano, brillante y carismático, que alberga planes muy oscuros con respecto a Lomax.
Ficha técnica Título original: The Devil's Advocate Año: 1997 Duración: 2 hr 24 min País: Estados Unidos Director: Taylor Hackford Guion: Jonathan Lemkin, Tony Gilroy Música: James Newton Howard Fotografía: Andrzej Bartkowiak Reparto: Keanu Reeves, Al Pacino, Charlize Theron, Jeffrey Jones, Judith Ivey, Debra Monk, Craig T. Nelson, Connie Nielsen, Calificación: 7/10
Sinopsis: En un imaginario país, la víspera de su coronación,
Rodolfo V, es secuestrado por su ambicioso hermano que desea arrebatarle el
trono. Los súbditos más leales convencen a un turista, que se parece
asombrosamente al rey, para que lo suplante por unas horas. Al día siguiente,
se prepara una expedición para rescatar al rey, que está encerrado en el
Castillo de Zenda. El turista, enamorado de una princesa de la corte,
participará activamente en la lucha.
Ficha técnica Título original: The Prisoner of Zenda Año: 1937 Duración: 1 hr 41 min País: Estados Unidos Director: John Cromwell Guion: John L. Balderston, Edward E. Rose, Wells Root Música: Alfred Newman Fotografía: James Wong Howe Reparto: Ronald Colman, Madeleine Carroll, C. Aubrey Smith, Raymond
Massey, Mary Astor, David Niven, Douglas Fairbanks Jr. Calificación: 7/10
Crítica breve de la película
Esta producción de 1937 de Selznick, dirigida por John Cromwell, me resulta
muy agradable con la historia del refinado y sofisticado caballero inglés que,
gracias a su parentesco con un rey, es convencido por unos aristócratas para
hacerse pasar por el verdadero y poder rescatarlo de unos malhechores de la
monarquía que lo han secuestrado. Basándose en la novela homónima de Anthony
Hope, es la primera versión sonora producida por Hollywood, así como la cuarta
llevada al cine. Y lo que veo en esta versión es cautivador cuando elabora el
discurso sobre la ética del deber, la codicia desmesurada y la sed de poder en
los círculos monárquicos. En su trama me topo con artilugios narrativos que, a
pesar de la simplicidad, terminan sorprendiéndome. Hay melodrama, aventura,
traiciones, humor, diálogos placenteros y hasta duelos con capa y espada;
presentado por unos personajes que proyectan cierto magnetismo en todas las
escenas y hacen que me interese tanto por los buenos como por los malos.
Cuenta con un reparto de lujo encabezado por Ronald Colman (en una estupenda y
camaleónica interpretación de dos personajes), Douglas Fairbanks Jr. como un
villano muy maquiavélico, Madeleine Carroll como la damisela enamoradiza y
otros secundarios espléndidos como C. Aubrey Smith, Mary Astor y un joven
David Niven. Su dirección de arte preserva una estética evidentemente
clasicista, casi victoriana. La música de Alfred Newman es acogedora para mis
oídos. También posee algunas secuencias emocionantes, como la escena de la
infiltración en el castillo de Zenda y la del culminante duelo "swashbuckling"
entre Ronald Colman y Douglas Fairbanks. Es una película deslumbrante,
encantadora y muy entretenida.
Sinopsis: Un hombre se va a Francia tras la invasión nazi y adopta
la identidad de un escritor muerto del que tiene los papeles. Atrapado en
Marsella, allí conocerá a una joven que busca desesperadamente al hombre a
quien ama.
Ficha técnica Título original: Transit Año: 2018 Duración: 1 hr 46 min País: Alemania Director: Christian Petzold Guion: Christian Petzold Música: Stefan Will Fotografía: Hans Fromm Reparto: Franz Rogowski, Paula Beer, Godehard Giese, Lilien
Batman, Calificación: 7/10
Crítica breve de la película
Me parece inteligente y muy sobrio el tratamiento narrativo que el director
alemán Christian Petzold le confiere a esta película. Tiene una atmósfera
trágica, retorcida, fabulesca, como si se tratara de una pesadilla kafkiana en
la que los protagonistas transitan por una especie de contemporaneidad
alternativa que difumina la barrera del tiempo y el espacio para concebir un
retrato atemporal de la engorrosa situación que viven los inmigrantes en el
continente europeo. Ese discurso plantea, en casi todas las escenas, que la
crisis migratoria se repite en varios períodos históricos junto a un sistema
político (metaforizado con el fascismo) que oprime a los refugiados por su
condición socioeconómica. La sofisticación que supone ese concepto se siente
ingeniosa por los personajes y la historia que desarrolla. Incluso tardo un
tiempo en entender lo que pasa. Con una voz en off, el melodrama cuenta el
relato de un hombre que tras la invasión nazi huye hacia Marsella en Francia y
adopta la identidad de un escritor fallecido del que tiene los papeles. Pero
su vida se complica cuando conoce a una mujer enigmática que busca a su
marido. Las actuaciones de Franz Rogowski y Paula Beer son estupendas y
consiguen interpretar a unos personajes de amplio registro dramático que se
mueven entre la desesperación, la intolerancia, la exclusión y los idilios
imposibles. Y me intriga lo que veo. Petzold le otorga un ritmo parsimonioso,
contemplativo, a un denso aparato de realismo que sostiene la aparente
paradoja conceptual. Es una película escueta y muy emotiva.
Han pasado más de diez años desde la última vez que el legendario Clint
Eastwood se dirigía a sí mismo. Esa película es Gran Torino, en la queinterpreta a un veterano de la guerra de Corea que
habita una solitaria vivienda en un vecindario atestado de pandilleros
surcoreanos a los que odia con el disgusto más aberrante. Como protagonista es
un señor malhumorado, sarcástico, sincero y un racista profesado, la viva
imagen de un misántropo en estado latente. Es el auténtico vetusto conservador
que resalta los ideales de su país y lidia con cosas como la soledad, la
desdicha familiar, la pérdida de su amada pareja, fantasmas del pasado que
regresan a él cuando se queda dormido en su sofá frente al televisor luego de
una noche de cervezas. Pero aprende una lección moral que deshace su
arbitrariedad para siempre. Y la película es tan desgarradora como emotiva,
porque lo retrata como el héroe de acción caído, el tipo duro que por primera
vez afronta la inevitable fragilidad producida por los achaques. Algo similar
a esa película concibe con su más reciente producción, The Mule, que lo
pone una vez más como el anciano afanoso y huraño que se enfrenta a la
incertidumbre de lo moral.
Con esta película Eastwood prueba, con casi 90 años, que todavía puede dirigir
y protagonizar un drama criminal ligero, sin artilugios exagerados, conciso en
su planteamiento, en el que impera el relato familiar de antaño, la crónica
policial más genérica y la peculiar historia de un octogenario endeudado que
se convierte en la mula de un cartel mexicano de drogas. Aunque no está a la
altura de sus grandes trabajos, su tono es tragicómico, placentero y muy
emocionante cuando lo veo en una camioneta negra paseándose por varios
rincones de los Estados Unidos para buscar una redención que lo ha abandonado.
Se apresura en el arranque, pero la narrativa está rodeada de una densa capa
de ironía que me ayuda a olvidar las coincidencias. En esas vías por las que
él transita, el argumento registra soterrados discursos políticos sobre la
discriminación y los prejuicios sociales hacia la figura del hispanoamericano,
de un país que está perdido en la disgregación social y económica. También la
culpa provocada por un pasado agridulce, como si se tratara de un viaje
personal del mismo Eastwood para hacer una revisión toda su trayectoria,
mostrando su vulnerabilidad y sus defectos como padre cuando se queda atrapado
en la vorágine de unos dilemas morales que, en ocasiones, se resuelven fuera
de campo.
El guion de la película lo firma Nick Schenk, el guionista de la estupenda
"Gran Torino". Y es por eso que las similitudes son inevitables. Lo adapta de
un artículo escrito en The New York Times sobre el hecho verídico de
Leo Sharp, un veterano de guerra que a sus ochenta años se convirtió en
traficante de drogas del Cártel de Sinaloa. Aquí es nombrado Earl Stone. Y
cuenta la historia de Earl Stone (Clint Eastwood), un veterano de la guerra de
Corea que ronda los 88 años, horticultor profesado, amante de los lirios,
cuando atraviesa dificultades económicas y lo persigue un agudo remordimiento
por haber descuidado a su familia. Stone tiene mucho tiempo que no habla con
su hija, Iris (Alice Eastwood). Tampoco se lleva muy bien con su ex esposa,
Mary (Dianne Wiest). La única que parece comprenderlo es su nieta, Ginny
(Taissa Farmiga), que lo ve como su modelo a seguir. Cuando le embargan su
casa ya no sabe ni a quién acudir, por lo que regresa a la casa de su familia,
que no lo reciben con la mejor acogida. Inflexible y con una voluntad
inquebrantable, Earl vive en un mundo en perpetuo cambio al que no se adapta.
Para salir de las deudas, comienza a trabajar inadvertidamente como
transportador de cocaína (una mula) para unos narcotraficantes mexicanos que
lo utilizan porque saben que el papel de senil, con la cara de inocencia y de
ciudadano modélico, facilita el tráfico por los recorridos interestatales sin
levantar la sospecha de la policía.
La figura de Earl Stone encaja perfectamente en ese símbolo de la masculinidad
que Eastwood viene personificando desde hace años como el hombre carismático,
difícil, honesto, que oculta su afabilidad debajo de la dureza y que no confía
en nadie, aunque su actitud se haya ablandado con los años. Puede ser amable
por fuera y peligroso por dentro, algo que le permite escapar de las
situaciones de mayor aprieto (la policía ni siquiera lo detiene solo por ser
un hombre blanco) y salirse con la suya cuando uno menos lo espera. Hay signos
que revalidan su rudeza disimulada y su lado más violento (los planos en los
que está ensangrentado en la camioneta). Recurre a la astucia para lograr lo
que desea. Es un personaje interesante que desmitifica la imagen del ochentón
debilucho y los tabúes diseminados en la sociedad sobre este. Por eso se le ve
disfrutando de la vida y de los placeres efímeros que le provee el dinero aun
con la edad que tiene, teniendo sexo gratuito con prostitutas, aprendiendo a
usar teléfonos inteligentes, cayéndole bien a toda la gente que conoce en el
camino, manejando kilómetros con su carga de cocaína sin mostrar rastro alguno
de cansancio y haciendo el trabajo con una eficiencia que despertaría la
envidia de cualquier camionero más joven.
Con el empleo del montaje paralelo y de la elipsis, Eastwood logra que la
trama de Earl muestre ambos lados de la moneda cuando transita una delgada
línea moral que lo pone al margen de los agentes de la DEA y de los narcos;
ganándose, con su aparente rostro de bondad, la confianza y el respeto de los
dos bandos. Por una parte, el de los policías liderados por los agentes de la
DEA, Colin Bates (Bradley Cooper) y Trevino (Michael Peña), que buscan a la
famosa mula, Tata (como los narcos apodan a Earl), y lo que menos piensan es
que se trata de un hombre blanco de la tercera edad. Por otra, la de los
narcos organizados por Latón (Andy García) y Julio (Ignacio Serricchio),
quienes en un corto periodo lo admiran por sus hazañas en la carretera. Una
tercera involucra los sacrificios de Earl para restablecer los lazos
familiares que se marchitan como las flores a causa de su
individualismo.
Si bien es cierto que la película está basada en la vida Leon Sharp, Eastwood
se toma libertades para hacerla suya, otorgándole a la narración la forma de
un retrato muy personal, el homenaje autocrítico a su carrera. Su cinta habla
de él mismo, en una especie de revisión tanto del mito cinematográfico como el
hombre de familia que ha dedicado toda su vida a sacrificar momentos
familiares para dedicarle la mayor parte del tiempo a su pasión, que es el
cine (aquí simbolizada por los lirios), su cárcel personal, en la que
encuentra la paz consigo mismo, pero sin descuidar en ningún momento la
responsabilidad por sus seres queridos, que para él es lo más importante.
Habla de la angustia, del perdón, de los vínculos familiares. Lo filma con
paisajes hermosos y una música que representa su identidad como norteamericano
(el jazz, el country). El ritmo es parsimonioso, aunque sirve para preservar
la cohesión interna de la narrativa. La atmósfera que evoca es grisácea. Puede
que se trate de su última película como actor protagónico, y de ser así es una
despedida gratificante y disfrutable. Es una película cautivante, tensa,
impredecible. El último testamento de un ícono viviente del cine.
Este drama de boxeo y cine negro, dirigido por Robert Wise para la RKO, tiene
algunos factores que me resultan interesantes, pero no creo que sea tan
fabuloso con su argumento sobre la redención de un boxeador fracasado. Cuenta
la historia de un boxeador treintañero que siente una gran culpa por haber
lastrado su carrera pugilística en combates arreglados y que, en lo más
soterrado de su conciencia, desea una última pelea para disfrutar de una
gloria efímera. Ese boxeador que la protagoniza está muy bien interpretado por
el siempre convincente Robert Ryan (era boxeador en sus años de juventud),
consiguiendo fidelidad dentro y fuera del cuadrilátero; su rostro comunica
cinismo y un tedio imborrable producido por años de miseria. Lo acompaña
Audrey Totter como la esposa preocupada que anhela que su marido escape de esa
vorágine del hampa del boxeo. Pero la química de ambos es demasiado
artificiosa para creérmela. Son personajes mecánicos que habitan una trama tan
previsible como las contiendas, en la que sé de antemano que el protagonista
va a pelear y tendrá su momento soñado a cambio de traicionar a los gánsters
del libro. La prolongada secuencia de la lucha, sustentada por el uso del
plano general, no consigue emocionarme y la siento muy trivial en cada esquina
del ring. De ese mundo me atrae su atmósfera lúgubre, en el pequeño pueblo en
el que la fatalidad está a la vuelta de la esquina. También el sobreencuadre,
las miradas del plano-contraplano y la elipsis simbólica que anticipa la
tragedia del protagonista y las notas morales de sus sueños perdidos. Es una
película mediana.
No siento tanta emoción con esta película de aventuras de Curtiz, en su décima
colaboración con el mítico Errol Flynn, pero puedo reconocer al instante, a
pesar de la falta de dinamismo, que tiene algunos personajes interesantes y
componentes cinematográficos que se destacan. La aventura que presenta trata
la historia de un corsario británico al servicio de su majestad que se embarca
con su tripulación en una aventura por las aguas del mar Caribe para combatir
el dominio de los españoles. Y claro, como es la típica narrativa
"swashbuckler", los problemas que expone se resuelven con la diplomacia de la
capa y la espada. Hay asaltos, persecuciones, saqueos, combates navales y
hasta un romance con sabor artificial. Me pasea por algunas secuencias que me
dejan indiferente, como la del primer enfrentamiento entre piratas ingleses y
caballeros españoles, la previsible emboscada en la jungla, la captura y el
subsecuente motín, el climático duelo a espadazos entre Thorpe y Wolfingham,
en el cual la intensidad se recupera brevemente. Posee una música portentosa
de Wolfgang Korngold, un diseño de producción ambicioso y vestuario muy
fidedigno al período que se describe. La química romántica que tiene Flynn con
Brenda Marshall es demasiado blanda, casi no la siento. También hay
actuaciones secundarias muy buenas de Claude Rains como un embajador
villanesco y de una magnética Flora Robson como la reina Isabel de Inglaterra.
Sin embargo, eso no evita que sea una película irregular y algo baladí sobre
el patriotismo más propagandístico en tiempos de guerra y de agitación
política. Su tono épico no me parece tan grandioso.
Sinopsis: Basado en un relato de Haruki Murakami, que cuenta la
historia de Tony Takitani, un pintor e ilustrador de existencia aislada que
terminará enamorándose de Eiko Konuma, iniciando una relación problemática.
La película, dirigida por Jun Ichikawa y adaptada de un cuento de Murakami,
posee un lirismo poético que me hipnotiza con la historia de Tony Takitani, el
pintor taciturno y solitario que ve la vida pintada de un color gris, hasta el
día en que se enamora de una frívola mujer que interpreta muy bien Rie
Miyazawa. En su puesta en escena encuentro un grato trabajo de montaje (que en
ocasiones adquiere la estética de falso documental) y una riqueza compositiva
que encuadra el aislamiento del protagonista con el plano general, el plano
medio corto, el plano medio, el reencuadre y delicados travellings laterales
que hacen su transición hacia la derecha, como si se tratase de las páginas
del diario que están siendo cambiadas por un narrador extradiegético que
siente una conexión hacia el protagonista y narra con la voz en off la crónica
de su existencia. Con ese relato de Tony, maravillosamente interpretado por
Issey Ogata, Ichikawa construye un interesante discurso sobre la condición del
hombre posmoderno de la sociedad japonesa, atrapado por la vorágine del
consumismo y de las banalidades de los bienes materiales que lo sustrae de las
cosas que verdaderamente importan como las relaciones humanas y los vínculos
afectivos. Puede que sea un poco breve en su desarrollo, pero está ensamblada
con un ritmo paulatino y una magnífica banda sonora del gran Ryuichi Sakamoto
que dota a la narración de una sensibilidad y una melancolía que toca mi fibra
emocional. Es una película muy contemplativa sobre la soledad, la memoria y
los momentos invaluables que se pierden en el tiempo.
Esta película, que representa el debut de ficción de su director, Jeremiah
Zagar, ofrece por momentos un retrato muy sincero de mayoría de edad sobre la
psicología interior de un niño que descubre cosas de su entorno como la
violencia intrafamiliar, el poder de los vínculos fraternales, la identidad
sexual en un estado latente, las dificultades socioeconómicas que fracturan la
armonía familiar, el miedo interno que lo hace sentir inseguro y solitario. El
estilo visual con el que proyecta esa historia construye secuencias oníricas y
muy simbólicas, como la de los recurrentes dibujos animados que el niño
realiza en secreto como si fuese una especie de diario al que le confiesa sus
inquietudes. Esas secuencias animadas son relevantes porque muestran lo que se
manifiesta en la mente del chiquillo cuando está con sus padres y sus
hermanos, usualmente encuadrado con planos muy ambiguos y una voz en off
robada con gran descaro del lirismo poético del cine de Malick. El pastiche es
tan evidente que lo confundo con una parodia. La subjetividad con la que se
encuadra el punto de vista del niño me aburre cuando lo veo merodeando el
condado con sus hermanos. La nostalgia que supone la fidedigna ambientación
del período de los años 90 no evoca en mí ningún tipo de emoción; aunque los
personajes, tanto los niños y los padres, están interpretados de forma muy
correcta para lo que se describe, en esos rincones donde la pobreza golpea con
fuerza y lo único que queda es mantenerse unidos ante la desesperación y el
desconcierto. Es una película mediocre que recurre a la manipulación y a la
condescendencia más trillada para reiterar con mucho afán un discurso
políticamente correcto.
Hallo un poco interesante esta película israelí del director de Eran Riklis
cuando ilustra la cara de un conflicto sociopolítico entre dos países (Israel
y Siria) desde la óptica de un matrimonio arreglado. La historia gira
alrededor de ese hecho con cierta circunspección describiendo la cotidianidad
de una familia de origen druso que debe viajar a Siria para concretar el
matrimonio de su hija y de un primo que es un actor famoso. Allí, en esas
escenas, me convierto en un fiel observador de las tradiciones más ortodoxas
que impiden que la mujer se independice de una tiranía patriarcal silente, las
disputas de antaño de una familia que vive anclada a la rigidez política
imperante en la región, las costumbres interculturales de la gente que
atraviesa la zona con gran dificultad, los interminables prejuicios sociales
que complican la diplomacia, el denso aparato burocrático representado por los
militares que habitan el lugar en estado de alerta. Ese material es escueto,
pero la narrativa se queda en la superficie, ejecutada entre el cliché y lo
previsible. Los personajes, cercanos al cine coral, son artilugios para
resarcir ese discurso y carecen de sustancia, exceptuando la conmovedora
hermana de la novia que interpreta Hiam Abbass, quien me logra hipnotizar con
la subtrama de un problema conyugal que es más relevante que la boda. El
desenlace que veo se apresura por ser coherente. Es una película aceptable, al
rato me olvido de ella.
Lo más destacable de este melodrama criminal dirigido por Mervyn LeRoy es la
forma en que el montaje construye elipsis muy correctas para condensar el
tiempo de la narración en una sola hora de metraje, usualmente empleando
raccords con los intertítulos subjetivos de los periódicos con el fin de
resaltar el paso de los años y algunos eventos históricos, como si se tratara
de un espectador que está "leyendo" la historia. En su relato, muy al estilo
del Women's Picture de la era Pre-Code, soy partícipe de tres
mujeres que con el paso de los años caen rendidas a cosas inaceptables para la
época como el alcohol, el típico adulterio y la frivolidad femenina que sitúa
la acción en los tiempos de la ley seca y luego por la Gran Depresión. Allí se
encuentran con la amistad, la codicia, la suspicacia, la impotencia, la
desesperanza. Ellas están interpretadas con un reparto de lujo encabezado por
Joan Blondell, Ann Dvorak y una joven Bette Davis relegada a un rol de segunda
mano. Y su encanto no me convence, pero lo tolero para ver en qué termina el
asunto que apunta a la inclusión de la mujer desamparada en la sociedad
norteamericana. Hallo asimismo cierto magnetismo en las actuaciones de Warren
William y de un efímero Humphrey Bogart (en su primer rol del estereotipo de
gánster). Me parece una película apresurada, tonta, errática, carente de algún
tipo de sorpresa cuando quiere contar tantas cosas sin detenerse a desarrollar
los personajes.
Sinopsis: En un mundo futuro, los seres humanos conviven con sofisticados robots llamados Mecas. Los sentimientos son lo único que diferencia a los hombres de las máquinas. Pero, cuando a un robot-niño llamado David se le programa para amar, los hombres no están preparados para las consecuencias, y David se encontrará solo en un extraño y peligroso mundo.
Ficha técnica Título original: A.I. Artificial Intelligence Año: 2001 Duración: 2 hr 26 min País: Estados Unidos Director: Steven Spielberg Guion: Steven Spielberg, Ian Watson Música: John Williams Fotografía: Janusz Kaminski Reparto: Haley Joel Osment, Jude Law, Frances O'Connor, Sam Robards, William Hurt, Calificación: 7/10
Sinopsis: Principios de los 80. Haití vive bajo el férreo gobierno
de Baby Doc, lo cual no impide que sea un destino turístico muy solicitado. En
el hotel "La petite anse", un auténtico edén tropical situado en una playa de
las afueras de Puerto Príncipe, se alojan dos americanas de unos cincuenta
años que buscan sexo y un poco de cariño. La devastadora pasión que despierta
en ellas Legba, un jovencito bello como un dios, trastornará sus vidas.
Ficha técnica Título original:Vers le sud Año: 2005 Duración: 1 hr 48 min País: Francia Director: Laurent Cantet Guion: Laurent Cantet, Robin Campillo Música: Fotografía: Pierre Milon Reparto: Charlotte Rampling, Karen Young, Louise Portal,
Ménothy Cesar Calificación: 7/10
Crítica breve de la película
El material de denuncia que presenta esta película de Cantet me pone a
reflexionar cuando elabora un panorama muy contenido y transparente sobre la
miseria, la desigualdad social y el turismo sexual que sacude las vidas de
unos jóvenes haitianos que ejercen una labor que en mí país se conoce como
"sanky-panky", narrado desde la óptica de tres mujeres de mediana edad que
refugian sus penas en un paraíso tropical situado en las afueras de Puerto
Príncipe. Hay celos, explotación, vicios, amores monetizados, mujeres
abrumadas y endurecidas. Lo que captura en esa realidad social es denso,
sobrio, con un trabajo de montaje que le confiere una estética de falso
documental a los personajes que relatan sus experiencias, en un hotel que
prácticamente oculta la pobreza más absoluta que uno se pueda imaginar en este
lado del continente. Cada capítulo obedece a una anécdota particular de uno de
los personajes y a una determinada concatenación de situaciones. Los
personajes femeninos, encabezados por una estupenda Charlotte Rampling, son
interesantes y me entusiasmo por sus vivencias. Ellas buscan sexo y un poco de
afecto para olvidar el pasado agridulce implantado por su cotidianidad, pero
las ansias de libertad de su microcosmos son frágiles ante los entornos
deshumanizados que se mueven como las olas del mar. Es una buena película del
director francés.
La exposición de esta película animada de los famosos Legos carece de
atracción alguna cuando intenta repetir la fórmula y cae rendida ante el
síndrome de las secuelas. La he visto para tratar de pasar un buen rato y
divertirme con esos muñecos tan peculiares, pero noto ausente la chispa, el
sentido del humor y el efecto de sorpresa que hacía tan entretenida a las dos
cintas anteriores. Retiene el estilo visual y una arquitectura de animación
muy vistosa que se pone al servicio de una estrategia de mercadotecnia muy
evidente, con muchísimas referencias soterradas de franquicias de Warner Bros.
y de personajes de la cultura popular. Sin embargo, no hay nada novedoso. La
narración es una cosa mareante de la que salen secuencias recicladas que nunca
llegan a cohesionar el argumento, los personajes sin encanto (incluso Batman
es más despistado) son víctimas de unas acciones mecánicas y la historia por
momentos pierde el rumbo con su comentario sobre el significado de crecer, el
poder de la imaginación y la hermandad. Se abusa del componente metaficcional
para abordar ese tema. Quizá lo más interesante sucede, irónicamente, al final
de los créditos. Se trata de una canción original titulada "Super Cool", cuya
lírica es tan contagiosa que me emociona hasta olvidar el aburrido resultado.