Es un remake con identidad propia que es bastante emotivo cuando interroga
la felicidad perdida, el cansancio del hombre moderno y el valor de la
vida como acto de trascendencia humana, que alcanza su mayor espacio de
solvencia con una actuación formidable de Bill Nighy.
Las dos horas que dura el partido de baloncesto, renderizado con un sólido
trabajo de animación que redefine el estándar en el género deportivo,
avanza a un ritmo trepidante que nunca pierde el pulso ni la emoción.
Como de costumbre, doy inicio al cierre de fin de año mencionando lo que para
mí son las peores películas que he podido ver en estos 365 días. Al parecer el
2022 sigue al pie de la letra la oferta de Hollywood saturada blockbusters de
segunda mano que, ante todo, me ponen a cuestionar seriamente a los cerebros
creativos detrás de estos bodrios.
Una cinta que refleja la ausencia de creatividad de los hermanos Russo,
porque, a decir verdad, se toma dos largas horas para repetir su gira
mundial de tiroteos, peleas y persecuciones al servicio de la pirotecnia
mareante de agentes de la CIA que parecen copias recicladas de Jason
Bourne.
La película, que marca el debut como director de Angus MacLane (antes había
co-dirigido junto a Stanton la inane Buscando a Dory), me parece
aburrida hasta el infinito y más allá cuando narra los orígenes de Buzz
Lightyear de forma apresurada y en piloto automático, sin dejar ningún
rastro alguno de la chispa de aquel juguete legendario de Toy Story.
No creo que le llegue ni a los talones a Pantera Negra. Es una
secuela que me aburre a perpetuidad con la abundancia de personajes
femeninos unidimensionales y, ante todo, por la acción blanda que expone el
lado antropológico de Marvel sin ningún sentido de maravilla.
Por momentos, tengo la sensación de que su ejercicio aparatoso de
superhéroes ancestrales repite la misma acción rutinaria sin ningún sentido
de maravilla o de algo que escape de los mismos clichés manoseados de
siempre, con unos efectos mareantes poblados de peleas anodinas en CGI y de
una lluvia de rayos que constantemente ilumina la figura desabrida de Dwayne
Johnson.
Su comedia romántica de aventura es un tremendo disparate y solo me produce
una sensación de abulia cuando veo a los personajes acartonados de Sandra
Bullock y Channing Tatum perdidos en la jungla de los clichés.
Como comedia de acción toma prestado un puñado de clichés de Ritchie y lo
mezcla de manera convencional en una trama violenta que avanza a tropezones
sin ningún tipo de sorpresa por los rieles del caos y el aburrimiento, donde
ni siquiera la figura de Brad Pitt como el tipo cool puede evitar que se
descarrile en la estación más predecible.
Se trata, a mi parecer, de un slasher que ofrece algunas coordenadas
autorreferenciales como secuela conclusiva, pero cuyo clima de terror carece
de sustos que sean efectivos o de algún elemento sorpresa que evite que se
repita inútilmente con cada muerte sangrienta.
Es una cinta bastante aburrida que, detrás de la cortina de las
conspiraciones políticas, mezcla géneros inútilmente y parece el producto
de un ensamblaje inconexo al servicio de personajes cutres que solo se la
pasan hablando disparates.
Se trata de una secuela bastante aburrida que se pierde inútilmente entre
persecuciones y dinosaurios generados por ordenador para cerrar una de las
peores trilogías que he visto en los últimos años.
No solo creo que se trata de la peor de la película de Taika Waititi,
sino, además, de una que ocupa un lugar privilegiado en la cima del olimpo
de las más aburridas del UCM.
El chef, conocida en algunos rincones como Hierve, es una
película que me recuerda las cosas interesantes que suelen escaparse del cine
británico para llegar por estos lados. No se trata de algo que no haya visto
antes con mejores resultados o premisas similares (como Chef, de Jon
Favreau), pero su receta contiene los ingredientes necesarios para ofrecer un
drama culinario tenso y afilado, en una cocina que en una sola toma alcanza el
punto de ebullición con una estupenda actuación de Stephen Graham. Su
propuesta expande la idea del cortometraje de 2019 del mismo título que
también protagoniza Graham a las órdenes de Barantini. En la trama, Graham
interpreta a un hombre llamado Andy Jones, que ejerce las funciones de jefe de
cocina en los interiores de un restaurante de lujo ubicado en Londres, en
donde tiene que lidiar con las presiones de adiestramiento de los cocineros y
una crisis personal que lentamente lo conduce a un colapso seguro en la noche
más concurrida del año. En términos generales, la narrativa se estructura como
una olla de presión, en la que por lo regular hay pequeños momentos de
tranquilidad que impulsan problemas mayores, con unos golpes de efecto que
funcionan adecuadamente a través de los diálogos que sostiene el chef a puerta
cerrada con los subordinados y los clientes que buscan hacerle la vida
imposible. Cada personaje está esbozado con sutileza y tiene una escena idónea
para mostrar sus inquietudes. Hay discusiones acaloradas, rencores reprimidos,
defectos gerenciales, chismes, amistades rotas y clientes despreciables
(incluyendo un racista, un grupo de influencers, una crítica culinaria
prejuiciosa y el famoso chef Alastair Skye, un chantajista que finge ser amigo
para cobrar una vieja deuda) en un entorno laboral que huele a comida
caducada. Pero el asunto consigue cautivarme, primero, por la manera en que
Barantini capta el barullo de los personajes a través de un uso consistente
del encuadre móvil y de una cámara en mano que fluye como caldo de sopa para
ilustrar el estado de ánimo de la gente de ese restaurante claustrofóbico, en
un único plano secuencia que se prolonga durante una hora y media sin ningún
tipo de corte engañoso. Y, segundo, por la interpretación de Graham que
muestra, a través de un registro dramático que corta como cuchillo, el
derrumbe psicológico de un chef que se ha refugiado en el infierno del alcohol
y de las drogas para olvidar los problemas familiares que le impiden
administrar adecuadamente el restaurante que está a punto de ser cerrado por
los inspectores de sanidad, en escenas que ilustran su versatilidad para
equilibrar con su rostro emociones como la ira, la culpa, la admiración y la
seguridad. Todos los secundarios que le asisten también lucen creíbles
expresando las decepciones internas, especialmente Vinette Robinson como la
chef que sacrifica su tiempo para cubrir al principal cuando está ausente
(impactante su escena de desahogo). Quizá tiene un clímax que resulta un poco
predecible por la forma en que se condimenta el aditivo moralizante, pero,
desde luego, siempre conserva el tono adecuado para ser entretenida.
Duración: 1 hr 34 min País: Reino Unido Director: Philip Barantini
Guion: Philip Barantini, James Cummings
Música: Aaron May, David Ridley Fotografía: Matthew Lewis Reparto: Stephen Graham, Jason
Flemyng, Ray Panthaki, Hannah Walters, Izuka Hoyle, Calificación: 7/10
En Nunca volverá a nevar, una de las propuestas más recientes de la
cineasta polaca Malgorzata Szumowska (en conjunto con Michal Englert), se
examina con una capa delgada de realismo mágico y alegorías visuales la
condición sociopolítica del inmigrante ucraniano, pero creo que ni el sólido
esfuerzo de Alec Utgoff evita que caiga lentamente como un copo de nieve en
pleno invierno. Me parece una de esas películas que, a pesar del trato
bienintencionado, se queda encapsulada en la inercia de las pretensiones
estéticas, donde el protagonista no es más que un simple instrumento diegético
para estructurar lecturas soterradas que, a fin de cuentas, no revelan nada
que no haya visto antes con mejores resultados (los apuntes robados de
Teorema, de Pasolini, no pueden ser más evidentes). El argumento,
firmado con guion de Szumowska, relata las experiencias insólitas de Zhenia,
un masajista ucraniano algo solitario, corpulento, reservado, que atraviesa la
oscuridad de las fronteras de la inmigración para estacionarse en un
vecindario aburguesado en Polonia, en el que emplea los poderes
extrasensoriales de sus manos para ofrecer sus servicios a una clientela de un
vecindario exclusivo que incluye, en su mayoría, a hombres inseguros y a
mujeres desilusionadas por la insatisfacción sexual, la crisis matrimonial, la
ansiedad, los celos, la soledad y el enorme hastío causado por una
cotidianidad mecánica que remueve cualquier rastro de empatía humana;
convirtiéndose en una celebridad de la noche a la mañana por la manera en que
sus masajes curan las heridas psicológicas de todos los vecinos a través de
una terapia de hipnosis. El cuadro del personaje no solo le sirve a Szumowska
para ampliar un abanico de ideas sobre la alienación, la identidad sexual y
los rincones solitarios de gente que intenta escapar del pasado, sino, además,
la imposibilidad del inmigrante de encajar en una sociedad condicionada al
prejuicio y el oportunismo que solo explota sus cualidades. Esto es
particularmente cierto cuando Zhenia se gana la vida atendiendo a clientes
adinerados a los que solo le importa su beneficio personal y camina como
alienígena en un territorio desconocido en el que no termina de adaptarse
(consigue su permiso de trabajo hipnotizando a un funcionario, por lo que de
todas forma es un inmigrante ilegal que se refugia en las residencias de la
clase privilegiada para huir de la vigilancia permanente). El problema
fundamental, me temo, es que la narrativa somete al personaje a un aparato de
redundancia que funciona reciclando las mismas acciones y, ante todo,
subordina las situaciones facilonas a una superficie de metáforas que buscan
desesperadamente interrogar el carácter social y político de la historia sin
alcanzar ninguna resolución significativa. A pesar todo, encuentro algo
interesante la actuación de Utgoff cuando ejerce su pericia expresiva para
comunicar la ingenuidad, la honestidad y la cercanía de ese masajista
enigmático con las manos místicas que está condenado a transitar como
inmigrante en un país que ignora su pasado trágico como ucraniano que perdió a
su madre en el accidente nuclear de Chernóbil. Su presencia me resulta
hipnotizante, aunque se vea constantemente afectada por esa necesidad estética
de Szumowska de utilizar el encuadre y la música extradiegética para hablar en
clave alegórica.
En Klaus, ópera prima del director español Sergio Pablos, recupero un
poco la fe pérdida hace ya muchos años sobre la fábula navideña de Santa
Claus. No se trata, en mi opinión, de una película fuera de serie o de algo
que no haya visto antes, pero posee una animación espléndida que sirve de
fondo para reescribir el mito de Santa Claus con unos personajes agradables
que alcanzan su mayor punto emotivo en su retrato navideño sobre la bondad y
el valor de los actos desinteresados, donde en todo momento me mantengo atento
a lo que sucede como un niño que espera los juguetes frente a la chimenea
antes de la medianoche. La trama se sitúa en el siglo XIX y trata sobre
Jesper, un cartero holgazán y algo egoísta de la academia postal que es
obligado por su padre a viajar en contra de su voluntad a un pueblo remoto
ubicado en una isla del círculo polar, con la misión de entregar 6000 cartas
en un año para impedir que lo deshereden, pero cuyo grado de dificultad se
incrementa al darse cuenta de que los habitantes no intercambian
correspondencia porque, entre otras cosas, se encuentran divididos en dos
clanes que sostienen un conflicto desde tiempos inmemoriales ocasionado por el
el odio y el resentimiento. En general, las experiencias de Jesper me resultan
contagiosas a partir del instante en que conoce a Klaus; un carpintero
ermitaño, corpulento, reservado, con la barba blanca y un aspecto misterioso,
que reside en una cabaña repleta de juguetes situada en los bosques más
alejados de la montaña de la isla Smeerensburg y con el que, aparentemente,
descubre la fuerza de la generosidad cuando decide llevar las correspondencias
de los niños tristes que recuperan la felicidad al recibir los juguetes que él
mismo fabrica. El tono de humor y las situaciones divertidas mantienen cierto
nivel de consistencia con el buen trabajo de doblaje, en una narrativa en la
que Pablos se olvida de la magia y de los renos voladores para reinventar la
leyenda de Papá Noel con un trato aterrizado que dota de realismo (dentro de
los marcos limítrofes de su fantasía) los elementos tradicionales que la
componen, especialmente la manera en que el personaje responde al llamado del
deber para sanar las heridas del pasado y redescubrirse a sí mismo con una
buena causa moral detrás de su motivación: el altruismo de obsequiar los
juguetes para que los niños inocentes [que tanto deseaba tener con su difunta
esposa] sean felices una vez más. Lo consigue, en la superficie, bajo unos
escenarios que en un principio contrastan el espíritu jovial de la navidad a
través paisajes atmosféricos y espacios lúgubres de tinta gótica, además de
ilustrar el cuento con una animación tradicional que añade iluminación
volumétrica a las texturas de esos personajes que parecen renderizados con los
rasgos típicos de la cultura escandinava. A pesar de algunas escenas
predecibles y los villanos estereotipados, el viaje navideño nunca abandona la
chispa de la diversión y su clímax, en el que el anciano regresa a la
eternidad como hojas en el viento, es una cosa muy poética que me saca unas
cuantas lágrimas con su música empática y que, a decir verdad, no olvidaré
durante mucho tiempo.
En Golpe en la pequeña China, el realizador norteamericano John
Carpenter mezcla la fantasía con la comedia de acción que parodia las artes
marciales. Pero en muchas ocasiones tengo la sensación de que su reciclaje de
géneros con fórmula de serie B resulta manido y terriblemente aburrido cuando
Kurt Russell lucha de manera simplona en los callejones bizarros del barrio
chino, donde las sorpresas se esfuman a la velocidad de un rayo y anticipo con
mucha facilidad los combates callejeros que son iluminados bajo una pirotecnia
de efectos especiales demasiado baratos. En la trama, Russell interpreta a
Jack Burton, un camionero arrogante y algo incrédulo que, antes de cobrar una
suma de dinero en el barrio chino de San Francisco, se dispone a ayudar a su
amigo Wang para recuperar a la prometida de este que es secuestrada en el
aeropuerto, entre otras cosas, por unos gánsteres chinos que trabajan para Lo
Pan, un mago que tiene 2.000 años y que gobierna sin piedad el inframundo de
los demonios del crimen. El asunto, en un principio, se roba unos cuantos
minutos de mi interés cuando el protagonista impulsivo se involucra en el
barullo de las pandillas chinas con el amigo chino que sabe artes marciales
para salvar a la chica en peligro; en algunas secuencias de acción que
se edifican alrededor de peleas, tiroteos, patadas, piruetas, trompadas y
chistes sin humor de una sola línea. Pero luego soy asaltado por una abulia
que se incrementa, ante todo, por las situaciones facilonas que colocan a los
personajes, ya de por sí superficiales, en sitios muy predecibles que
Carpenter esboza con sus manos de artesano de serie B, donde todo parece estar
servido en el plato de los clichés. Hay monstruos, luchadores místicos con
sombrero de mimbre, maldiciones ancestrales, lluvia de truenos, matones con
ametralladoras, leyendas folclóricas chinas, un héroe valiente al que todo le
sale bien para quedarse con la chica y un villano de postalita que está
obsesionado con las prostitutas de ojos verdes para recobrar su juventud. Sin
embargo, no veo que haya mucha coherencia argumental ni siquiera bajo la
excusa del revoltijo genérico con tinta paródica, y la falta de sustancia
mantiene a los personajes suspendidos en un círculo de caos, efectismo y
redundancia, en el que solo puedo destacar los decorados que modelan los
rasgos particulares de la cultura oriental. Ni siquiera la música convence a
mis oídos. Al menos encuentro algo de carisma en el rol de Russell como el
tipo rudo que encarna al estereotipo de héroe de acción ochentero con la
melenita, las gafas de sol, los jeans, la camiseta de tirantes blanca y la
metralleta en mano para liquidar chinos. La química que tiene con Kim Cattrall
funciona en algunas escenas. Todo lo demás está compuesto, desafortunadamente,
por una ecuación de bizarradas y disparates que se prolonga durante más de una
hora y media que pesa como el plomo. Creo que la pondría sin problemas entre
las peores películas que ofrece el catálogo de Carpenter.
Ficha técnica Título original: Big Trouble in Little China
Año: 1986
Duración: 1 hr 39 min País: Estados
Unidos Director: John Carpenter
Guion: Gary Goldman, David Z. Weinstein
Música: John Carpenter, Alan Howarth Fotografía: Dean Cundey Reparto: Kurt Russell, Kim Cattrall,
Dennis Dun, Kate Burton, Victor Wong Calificación: 4/10
Tras una ausencia de 13 años, James Cameron regresa a la ciencia ficción
para seguir explorando los territorios desconocidos de su planeta
Pandora.
Hace aproximadamente unos 13 años desde que
Avatar
marcó un hito al convertirse, por aquel entonces, en la película más
taquillera de la historia del cine. Era 2009. Al igual que muchos, asistí al
fenómeno de masas que causó en la cultura popular para enmendar mis
necesidades primordiales como consumidor asiduo de ciencia ficción y, además,
para limpiar mis retinas con la aventura que ofrecía por el paradisiaco mundo
extraterrestre de Pandora. El evento no me trasladó hasta el paroxismo
emocional, sobre todo porque atravesaba algunos de los fragmentos más comunes
de los blockbusters, pero sí me resultaba entretenida y me parecía interesante
la manera en que trataba temas relevantes como el colonialismo espacial, el
ecologismo profundo, la posibilidad de transferir la conciencia a otro cuerpo
y la relación del hombre con una naturaleza que siempre se ve amenazada por la
explotación de recursos naturales a favor de la avaricia corporativista. Solo
la vi esa vez. Pero tiempo después me enteré de que Cameron tenía planes para
realizar varias secuelas tras el éxito imbatible.
La primera de estas secuelas, titulada Avatar: el camino del agua, he
podido verla recientemente aprovechando su estreno en una función privada
para la prensa supuestamente especializada, tras esperarla durante los tres
años que ha estado en producción por la tecnología implementada de captura
de movimiento para concebir digitalmente el paraíso alienígena de Pandora. Y
creo que he esperado todo ese tiempo para nada. Porque, a mi parecer, no
solo representa una de las manchas indelebles de la filmografía de Cameron,
sino, además, de una secuela soporífera e innecesariamente larga que debajo
de los caros efectos visuales CGI esconde un océano de fórmulas recicladas
en el que los alienígenas azules nadan en la superficie como botellas de
plástico desechable. El metraje agotador de tres horas la hunde
estrepitosamente cuando repite el mismo círculo de acción para examinar
tópicos sobre el núcleo familiar y los deberes paternales al servicio del
turismo más antropológico.
En esta ocasión, la trama se sitúa una década después de los eventos de la
antecesora, donde Jake Sully (Sam Worthington) narra sus días en el lado
boscoso del planeta Pandora ocupando su avatar de Na'vi, en los que se ha
convertido en jefe de la tribu Omaticaya y, entre otras cosas, ha formado
una familia junto a su esposa Neytiri (Zoe Saldaña); que incluye a sus hijos
Neteyam (Jamie Flatters) y Lo'ak (Britain Dalton) y a su hija Tuk (Trinity
Jo-Li Bliss), además de su hija adoptiva Kiri (nacida a partir de la
comatosa doctora Grace Augustine) y un adolecente salvaje de etnia humana
llamado Spider (Jack Champion), que fue abandonado en una base humana y vive
en la selva cohabitando con los Na'vi. Su armonía, sin embargo, se ve
perturbada con la llegada del coronel Miles Quaritch (Stephen Lang), el cual
ha sido resucitado en un avatar al que le han inyectado los recuerdos
humanos de su antiguo cuerpo con un método de transferencia avanzada y,
además, dirige una misión con su grupo de comandos de élite con la finalidad
de erradicar la insurrección de Jake y continuar así con el plan de
colonización planetaria iniciado desde la nueva base principal de
operaciones humanas.
En términos estructurales, la narrativa emplea los mecanismos clásicos en
los que el héroe está en constante estado de colisión con el villano, por lo
que no es muy difícil para mí predecir el objeto central del conflicto que
moviliza las acciones de los personajes.
En una primera mitad, Jake es mostrado como un líder respetado, valiente,
físicamente fuerte que, junto a su esposa Neyriti, invierte una gran parte de
su tiempo a mantener unida al pueblo de los Na’vi para hacerle frente a la
invasión colonizadora de los humanos y, de paso, proteger a su familia de las
adversidades que amenazan con destruir la tranquilidad de su unión; mientras
es buscado por un coronel Quaritch que está motivado por la venganza y las
ansias de exterminarlo, incluso recurriendo a la vieja táctica de capturar a
los hijos de este para ofrecerlos en un intercambio y, asimismo, descubriendo
que Spider es el hijo que abandonó desde pequeño y al que ahora intenta
manipular para que revele la ubicación de los Na’vi y sus idiosincrasias
culturales (costumbres, idioma, identidad, rituales, etc.) para suministrar
información que complemente el objetivo de la misión de cacería. En la segunda
mitad, Jake y Neyriti se exilian con sus hijos en los territorios de unas
criaturas acuáticas que habitan los arrecifes de la costa este de Pandora
compuesta por múltiples islas y que responden al calificativo étnico de
Metkayina, donde se ganan el respeto del jefe de la manada y sus hijos
descubren, aparentemente, las tradiciones ancestrales que se ocultan en las
profundidades del océano (como el vínculo espiritual que desarrolla Kiri con
los especímenes del mar y la simpatía que tiene Lo’ak con un depredador marino
con aspecto cetáceo al que termina salvando); pero también lidian contra los
prejuicios raciales que segregan grupos y provocan desacuerdos en el tejido
social de las comunidades separadas geográficamente.
Desafortunadamente, no encuentro nada que me sorprenda en ninguno de los
largos episodios que componen su estructura. Está, por lo visto, sujeta a
una inercia de situaciones redundantes y subtramas facilonas en las que, por
lo general, todo se reduce a escenas de excursiones ecológicas con fines de
mercadotecnia para promover la protección de la biodiversidad de los
océanos, a conversaciones fútiles de unos personajes estereotipados que
nunca escapan de la primera dimensión y las usuales batallas a tiro limpio
en las que anticipo con mucha facilidad el resultado de la contienda cuando
los humanos malvados intentan por la fuerza apropiarse de las reservas
naturales y colonizar con mano dura a las etnias oprimidas que ven como
seres primitivos desde las torres del imperialismo más violento. Esto es
particularmente cierto cuando la familia Na’vi, formada por Jake y Neyriti y
sus hijos, disfrutan de su refugio vacacional en los arrecifes de los
Metkayina para mostrar la belleza de los edenes acuáticos de Pandora y los
ritos folclóricos de una comunidad diametralmente opuesta a ellos que está
adaptada a la vida cotidiana en el mar, mientras paralelamente Quatritch
realiza un rastreo intensivo por todas las islas del archipiélago para
ubicar a Jake (luego del intento frustrado) en su barco gigantesco y
satisfacer, además, las exigencias de unos científicos que buscan cazar a
las ballenas tulkuns para robarse un extraño compuesto químico que sirve
para crear remedios que detienen el envejecimiento en la raza humana.
El texto de Cameron interroga, por lo tanto, el valor de los vínculos
familiares entendido como el sacrificio de los padres para escudar a sus
hijos de los peligros y mantenerlos seguros en los instantes de mayor
vulnerabilidad, además de explorar la manera en que las responsabilidades de
la paternidad ejercen una enorme presión moral en la psicología de los
padres, especialmente entre Jake y su némesis Quatrich. Por otro lado, se
aproxima a un comentario de ecología profunda para plantear interrogantes
sobre la defensa del medioambiente y los ecosistemas marítimos que son
devastados por la ambición de los hombres cegados una codicia corporativa
que les impide valorar biodiversidad. Su planteamiento invita
desesperadamente a razonar sobre la forma en que el hombre destruye lo que
la naturaleza le ha dado y, después de todo, borra del mapa las culturas de
una civilización a través de la violencia ejercida por el régimen de la
colonización (simbolizada por la opresión que experimentan los Na’vi, casi
como sucedía con las poblaciones indígenas en la Tierra). Pero considerando
su trayectoria como explorador de los mares y promotor del cuidado de los
océanos, sus metáforas son tan obvias que parecen casi como la lección de
ética de un documental de National Geographic para chavales de primaria. No
dice nada verdaderamente relevante.
De algún modo, uno de los pocos elementos que logra causarme una impresión
significativa son los efectos visuales que trasladan mi sentido de la vista
a un viaje ocular de paisajes submarinos por la luna Pandora. No se trata de
algo fuera de serie o que no se haya visto antes en comparación con la
primera Avatar, pero, desde luego, es bastante alucinante la manera
en que Cameron utiliza las mejoras del proceso de captura de movimiento
sobre los actores para renderizarlos en escenas submarinas y en selvas
tropicales generadas por ordenador, siendo la primera vez que se combina en
una filmación debajo del agua. Consigue que los movimientos y los gestos
faciales de los actores digitalizados como extraterrestres azules se vea
fluido cuando hablan, gritan, ríen, enfadan, lloran y nadan por las
corrientes submarinas de aguas cristalinas, en panorámicas que atiborran
cada rincón del encuadre con los diseños de organismos imaginarios
correspondientes a la fauna y la flora de una realidad diegética de origen
extraterrestre. Su espectáculo pirotécnico, en apariencia superficial,
alcanza en mi opinión el mayor grado de esplendor solo en la climática
secuencia en la que Jake y Neyriti, afligidos por la tragedia y el dolor de
perder a uno de sus hijos, se enfrentan enfurecidos al ejército de Quaritch
en las instalaciones de un barco que se hunde para poner fin al barullo y
salvaguardar a sus vástagos raptados, donde los hijos además se dan cuenta
de la obligación de ayudar a los padres y la conexión que tiene la familia
con la madre naturaleza.
Me cuentan que Cameron ya ha completado el rodaje de la tercera entrega de
Avatar con miras a estrenarse en diciembre de 2024, y tiene las otras
dos secuelas en etapa de producción. Sospecho que todas las restantes
seguirán explorando los distintos climas de Pandora y la resistencia de los
alienígenas que, por primera vez, no son presentados como los villanos que
invaden la Tierra, sino, por el contrario, los seres oprimidos de otro mundo
que combaten a los humanos ignominiosos para seguir viviendo como una
familia en paz. Pero tras ser testigo de
Avatar: el camino del agua mis expectativas se han disminuido
notablemente, sobre todo porque es una secuela que está demasiado preocupada
por las pretensiones visuales y las innovaciones estéticas, olvidándose de
añadirle algo de sustancia a una narrativa plúmbea que solo en los minutos
finales encuentra su propio ritmo y me quita los efectos dormitivos. Su
visionado me cae como un vaso de agua salada.
Ficha técnica Título original: Avatar: The Way of Water Año: 2022 Duración: 3 hr 12 min País: Estados Unidos Director: James Cameron Guión: James Cameron, Rick Jaffa, Amanda Silver Música: Simon Franglen Fotografía: Russell Carpenter Reparto: Sam Worthington, Zoe Saldana, Sigourney Weaver, Kate Winslet,
Stephen Lang, Calificación: 5/10
El colegial es una de las películas menores de Buster Keaton, que ha
quedado un tanto olvidada quizá por estar situada entre dos de sus obras
mayúsculas del cine mudo:
El maquinista de La General
y
El cameraman. Eso, sin embargo, no le quita ningún tipo de mérito como comedia muda. Se
trata de una comedia entretenida que, a mi parecer, alcanza el punto fuerte de
diversión en las acrobacias deportivas que demuestran la pericia de Keaton
para el slapstick más alocado. Al contrario de lo que se piensa, Keaton
reveló en una entrevista que tuvo que cargar con toda la realización del filme
porque, desafortunadamente, el director acreditado, James W. Horne, no hizo
prácticamente nada y le resultaba inútil. Y esto es particularmente cierto
desde los primeros minutos de metraje, donde es palpable la manera en que se
impone su visión como realizador, en una puesta en escena estática en la que
ocasionalmente emplea la elipsis con eficacia y el encuadre móvil (con
estupendos travellings laterales) para dinamizar la acción. En la trama,
Keaton interpreta a un estudiante ejemplar que, tras la ceremonia de
graduación del colegio, ingresa al campus de una universidad en la que intenta
destacarse en varias pruebas de atletismo, con la finalidad de conquistar a la
chica de la que está enamorado y que, entre otras cosas, lo "rechazó" por ser
un inepto para los deportes. El rechazo es, por lo tanto, el golpe de efecto
que funciona como catalizador para que Keaton, ahora en la piel de un alumno
modelo, demuestre una vez más la fuerza de voluntad de ese eterno personaje
con la cara de piedra que contra viento y marea supera los retos con torpeza
para triunfar sobre el amor y quedarse al lado de la muchacha que le gusta. En
general, su narrativa se estructura como una comedia sencilla que está
construida, ante todo, a partir de unas cuantas secuencias en la que los gags
consiguen el efectismo cómico deseado precisamente por la incompetencia de
Cara de Piedra para los distintos deportes que lo ponen a prueba. Algunas
funcionan en mayor medida que otras, pero especialmente consigo reírme en la
que hace de mesero con la cara pintada de negro, en la que juega al béisbol
sin tener ni idea de las reglas del juego y, también, en la que realiza los
entrenamientos de atletismo (lanzamiento de jabalina y disco, carreras de
vallas, etc.) que siempre terminan en una metedura de pata. En la superficie,
los gags tienen algunos instantes predecibles, pero la presencia de Keaton me
ayuda a olvidarlo cuando demuestra su destreza física en los desafíos para
ejecutar todo tipo de deporte a través de los saltos, las piruetas y las
correteras, con singular audacia y con todo el humor que transmite su rostro
hierático hasta en la memorable carrera de remo del acto final. El resultado
es agradable, sorpresivo, con una cuota estimable de comicidad que se extiende
hasta el clímax poético que refleja, dicho sea de paso, el valor de luchar por
lo que uno ama.
Ficha técnica Título original: College
Año: 1927
Duración: 1 hr 05 min País: Estados
Unidos Director: James W. Horne, Buster Keaton (sin
acreditar)
Guion: Carl Harbaugh, Bryan Foy
Música: N/A (muda) Fotografía: Dev
Jennings, Bert Haines Reparto: Buster Keaton, Anne
Cornwall, Harold Goodwin, Snitz Edwards, Florence Turner, Grant
Withers Calificación: 7/10
En Un paseo bajo el sol, el director Lewis Milestone sigue las pautas
más comunes de los manuales del cine bélico para ilustrar, con cierto
realismo, las hazañas de un grupo de soldados que ejecutan una misión en
territorio enemigo y, además, edificar el típico comentario patriotero que
responde a las alarmas propagandísticas de la Segunda Guerra Mundial. Sin
embargo, es una cinta bélica que, en mi opinión, carece de sustancia cuando
coloca a los soldados de plástico en las mismas trincheras predecibles a la
luz del sol, sin ninguna sorpresa significativa que me ayude a levantar el
aburrimiento con el que caigo abatido en sus casi dos horas de palabrerías
superfluas. Su argumento, adaptado con guion de Robert Rossen de la novela de
Harry Brown, sitúa la acción en 1943 y trata sobre un pelotón de soldados
norteamericanos que desembarcan en una playa cerca de Salermo, Italia, con el
objetivo de traspasar las líneas enemigas para asaltar y destruir a un comando
de soldados nazis estacionados estratégicamente en una granja fortificada. En
términos estructurales, su narrativa está ensamblada con los mecanismos
habituales del género de la beligerancia, donde los soldados caminan
respondiendo al llamado del deber por los bosques silenciosos y disparan
ocasionalmente a los enemigos invisibles que acechan con ametralladoras, en
combates en los que llueven las balas y los caídos son perseguidos por el
creciente peligro de los aviones bombarderos en rutina de vigilancia. El
problema fundamental, supongo, es que ninguno de los militares que observo
tiene espesor psicológico, y todas sus acciones se reducen a conversaciones
triviales que, en medio del silencio, buscan desesperadamente los rostros en
primer plano para evocar soliloquios poéticos sobre tragedias personales y la
deshumanización de la guerra. Nunca me veo asaltado por la supuesta presión a
la que se exponen esos estereotipos que están condenados a morir en el frente
en medio de las bombas y los tiros. Por momentos tengo la impresión de que sus
acciones no van a ninguna parte y, ante todo, las secuencias de combate por
las que transitan lucen demasiado impostadas por el presupuesto reducido, como
si corrieran a paso lento por un patio para mimetizar un conflicto
inexistente. A pesar de todo, rescato algunas de las señas particulares de la
estética de Milestone cuando capta la conflagración con la mirada del encuadre
móvil de una cámara que siempre está en constante movimiento a través de los
travellings laterales, además de emplear de forma certera el fuera de campo
para subrayar las preocupaciones más inmediatas de los oficiales que observan
el riesgo más allá de las fronteras desconocidas, aunque muchas veces el
estatismo de su puesta en escena me parece reciclado en varios planos.
Milestone también usa la música extradiegética para acompañar la acción en
algunos intervalos muertos con baladas compuestas por Millard Lampell y por
Earl Robinson, algunas de las cuales encuentro melodiosas para mis oídos
cuando son cantadas por Kenneth Spencer. Todo lo demás pasa ante mis sentidos
sin pena ni gloria. Y todavía trato de descifrar cómo semejante bodrio ha sido
considerado "cultural, histórica o estéticamente significativo" por la
Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos para ser preservado en el
Registro Nacional de Películas.
Duración: 1 hr 57 min País: Estados
Unidos Director: Lewis Milestone
Guion: Robert Rossen
Música: Freddie Rich, Earl Robinson Fotografía: Russell Harlan Reparto: Dana Andrews, Richard
Conte, George Tyne, John Ireland, Lloyd Bridges, Calificación: 5/10
Tras un visionado de cerca de dos horas y media, no tengo más remedio que
llegar a la conclusión de que Duelo al sol es un western en Technicolor
aburrido e innecesariamente largo de King Vidor; cuyo melodrama sobre
caprichos, celos, tragedias y amor prohibido no me despierta ninguna emoción
significativa ni siquiera con un reparto estelar conformado por Jennifer
Jones, Joseph Cotten, Gregory Peck, Lillian Gish y Lionel Barrymore. Su
argumento, adaptado por Oliver HP Garrett y David O. Selznick (y Ben Hecht sin
acreditar) de la novela de Niven Busch, se sitúa a finales del siglo XIX y
narra la historia de Pearl Chávez, una mujer mestiza que se muda al rancho de
la familia McCandless en Texas luego de una tragedia familiar en la que su
padre mató a su madre en un ataque de celos, donde es el centro de atracción
entre dos hermanos diametralmente opuestos: el educado y cortés Jesse y el
impulsivo Lewt. En términos estructurales, la narrativa configura la odisea de
los personajes con los mecanismos habituales del melodrama romántico y del
western épico, donde la poética del triángulo amoroso traslada sus acciones
por episodios algo previsibles cuando los dos hermanos rivalizan por el amor
de la atractiva muchacha en el lejano oeste del sur fronterizo. Hay escenas de
pasiones intensas, prejuicios raciales instaurados por tradiciones
conservadoras, violencia anticipada y traumas que añaden ligeras capas al
desarrollo de esa protagonista cuya vida sentimental pende de un hilo moral
por los trágicos encontronazos familiares (producido en el pasado por el
núcleo familiar disfuncional del que era testigo). Vidor, junto a otros
directores sin acreditar que fueron obligados por Selznick a rodar escenas de
esta accidentada producción, encuadra el asunto con un trato estilizado en el
que abunda, ante todo, el encuadre móvil de una cámara en constante
movimiento, los escenarios ampulosos que reproducen el período con
autenticidad, la iluminación expresiva y las típicas panorámicas que adornan
con bellos paisajes en Technicolor las praderas por las que los vaqueros
montan a caballo para quedarse con la chica indecisa en el pueblo más cercano.
El problema fundamental, a mi parecer, es que la mayor parte del metraje
suspende a los personajes, ya de por sí estereotipados, en un terreno dúctil
en el que por lo general la acción se reduce a escenas repetitivas en la
cotidianidad del rancho ganadero y diálogos melodramáticos sobre amor y odio
recitados por unos personajes que, en efecto, se quedan siempre estancados en
el marco limítrofe de las descripciones y de los clichés sentimentales más
patéticos. Jones hace lo que puede al interpretar a esa mujer que cae en la
trampa de la tentación en un oeste de forajidos salvajes y de hombres
honorables, pero su potencial dramático se ve reducido al de un objeto del
deseo. Solo alcanzo a simpatizar por el cowboy malvado y mujeriego que
interpreta Peck con mucha intensidad, en varias escenas en la que le roba el
protagonismo a todos los demás personajes con su carisma y su ambición
(dispuesto a lo que sea por la mujer que desea). El climático duelo en la
colina entre él y ella, que metaforiza a tiro limpio las eternas
contrariedades del amor bajo una grata música de Dimitri Tiomkin, eleva el
material y me hace olvidar, aunque sea por un momento minúsculo, todos los
minutos anteriores desperdiciados.
Duración: 2 hr 24 min País: Estados
Unidos Director: King Vidor
Guion: Ben Hecht, David O. Selznick, Oliver H.P. Garrett
Música: Dimitri Tiomkin Fotografía: Lee
Garmes, Harold Rosson, Ray Rennahan Reparto: Jennifer
Jones, Gregory Peck, Joseph Cotten, Lionel Barrymore, Walter Huston,
Lillian Gish, Harry Carey, Charles Bickford, Otto Kruger, Calificación: 5/10