En este nuevo film, Cronenberg retorna a la poética del horror corporal para diseccionar las inconformidades de una sociedad arropada por lo artificial. Este es mi análisis.


Crímenes del futuro


David Cronenberg, cineasta canadiense que ha demostrado estar obsesionado con la carne y que llevaba cerca de ocho años sin dirigir un largometraje (desde la regular Polvo de estrellas), comenzó a desarrollar Crímenes del futuro hace más de dos décadas, tras el estreno de eXistenZ (1999). Por lo que sé, su guión, inicialmente titulado Painkillers, exploraba el sector de las artes escénicas underground, desde la óptica de una sociedad distópica y aletargada en la que el dolor es una especie de fetiche clandestino al que la gente recurre sinuosamente para paliar sus miserias. Al referirse al tema, en una entrevista Cronenberg dijo: “Estoy explorando la idea de que si el cuerpo es la realidad, todas nuestras percepciones son a través del cuerpo y que si cambias el cuerpo, cambias el mundo.” El rodaje estaba previsto para comienzos de 2003 y la producción iba contar con un presupuesto de $35 millones de dólares. Sonaban muchos nombres para protagonizarla, entre ellos Nicolas Cage y luego Ralph Fiennes. Pero nunca llegó a materializarse porque, en ese entonces, Cronenberg descartó el proyecto, alegando que no tenía el más mínimo interés en continuarlo.


Tras haber visto Crimes of the Future, estrenada recientemente en algunas plataformas de streaming, creo que Cronenberg finalmente la ha realizado para satisfacer la cuota de nostalgia que se remonta hasta sus orígenes formales como cirujano del body horror, donde la piel humana es la protagonista de unos personajes que se mueven frecuentemente por submundos lóbregos que están construidos por ambientes solitarios y atmosféricos, rememorando los semblantes de cintas como Telépatas, mentes destructoras, Cuerpos invadidos, La mosca y Crash. Pero, de igual forma, tengo la impresión de que se repite inútilmente sin mostrar nada que sea sustancioso más allá de los apuntes visuales. Su cinta conjunta la ciencia ficción minimalista y el terror corporal más hueco para diseccionar, en clave retrofuturista, el impacto alienante de la tecnología que insensibiliza al ser humano, sin ningún tipo de catarsis cerebral o provocación detrás de las imágenes pretenciosas.




Viggo Mortensen como Saul



La película sitúa la acción en una distopía de un futuro que parece una versión disyuntiva de los ochentas, donde la humanidad, como consecuencia del cambio climático y los avances científicos en biotecnología, ha experimentado alteraciones fisiológicas de origen desconocido y ha alcanzado un conjunto de técnicas capaz de transformar el cuerpo mediante máquinas que manufacturan órganos artificiales y sintéticos a partir de las funciones corpóreas inmediatas, llegando a suprimir el dolor físico y algunas enfermedades infecciosas a costa de efectos secundarios a nivel fisiológico. Su protagonista es Saul Tenser (Viggo Mortensen), un artista performativo que se ha hecho célebre con la ayuda de su compañera Caprice (Léa Seydoux), precisamente por realizar espectáculos en los que la metamorfosis de sus nuevos órganos y la búsqueda constante del placer prohibido de recuperar el dolor son el elemento de una vanguardia insólita para los sujetos que observan.


Como personaje, Saul es mostrado como un hombre sinuoso, vestido siempre de negro para proteger su identidad, que ha montado una instalación de arte alrededor de su cuerpo. Parecería como si fuera el fenómeno de alguna experimentación científica que salió mal en el laboratorio, pero se podría decir que a simple vista es un reducto de la evolución. Para concebir los actos artísticos, aprovecha que padece el “síndrome de evolución acelerada”, un término clínico que describe su situación. El trastorno obliga a su cuerpo a segregar constantemente nuevos órganos y él, tomando cartas en el asunto, los extirpa quirúrgicamente en funciones en vivo a través de los brazos orgánicos que están incrustados en la máquina con aspecto de cama; pero en la contraparte queda afectado por las secuelas del dolor agravado y las molestias respiratorias, por lo que debe utilizar los mismos dispositivos biomecánicos (incluso en modelos de silla) para ejercer algunas de las facultades básicas de su organismo. Su vida artística es tan demandada que, en uno de los shows, Caprice le cuenta que “la cirugía es el nuevo sexo”, refiriéndose al éxtasis que supone operarse asiduamente en estado consciente. Y ocasionalmente visita su amigo burócrata del Registro Nacional de Órganos, el ministerio encargado de imponer las restricciones estatales y de clasificar en un índice los órganos evolucionados que se descubren, con la finalidad de exhibir en secreto el avance de sus descubrimientos.






La premisa, en cuestión, no deja de parecerme original porque refleja las inquietudes estilísticas de Cronenberg como artesano del horror corporal que retorna a la zona segura de sus raíces. Pero a ratos tengo la sensación de que su narrativa manosea con redundancia los mismos conceptos y mantiene a los personajes suspendidos en la superficie como si fueran figuras de goma al servicio de un texto. No hay conflicto real que la impulse, ningún personaje de carne y hueso. Su transgresión no consigue meterse en mi piel o resultarme provocativa porque todas las escenas parecen repetir el patrón del diálogo sobre órganos cargados de doble significados, reduciendo la acción a las conversaciones banales de Tenser cuando es convocado por un detective policial para investigar a unos evolucionistas radicales; los performances biológicos frente a los espectadores que observan como voyeurs a través de cámaras analógicas y televisores de tubos catódicos; las incontables cirugías estéticas como objeto de deleite efímero y el narcicismo meramente cosmético; la agenda de la célula terrorista de evolucionistas encabezada por el líder radical sin propósito y la exesposa que, como madre, asfixió en contra de su voluntad a su hijo pequeño con una almohada porque sospecha que su capacidad de comer plástico como alimento es una adulteración. Está completamente anclada a la imagen-ideología.






Si bien Cronenberg anteriormente realizó una película que lleva el mismo título, desde un marco conceptual esta no guarda relación alguna y, a mi juicio, esboza tópicos diferentes. Por la parte más aparente, elabora un comentario ecológico sobre el impacto del cambio climático, de una sociedad que se niega a escuchar las voces de advertencia y cuyo destino parece ser la condena de merendar lo que encuentren en un océano de chatarra y de óxido. Por la otra, asiste al principio de no duplicidad de la imagen para examinar, como parábola subterránea, la manera en que las tecnologías más actuales someten a la mujer y al hombre posmoderno a un amplio círculo vicioso de obsesiones por los físicos perfectos que, en cierta medida, solo sirven como instrumento quirúrgico para anestesiarlos de cualquier rastro de moralidad y sensibilidades, donde el mero símbolo del cuerpo anestesiado es ya un activo de dominio público en perpetua mutación, reducido a una etiqueta de identidad de masas disconformes que se rehúsan a aceptar las permutas corpóreas adquiridas como una norma culturalmente instituida a priori. En pocas palabras, habla de los corolarios de los gozos artificiosos que convierten el cuerpo humano en un producto sintético que rechaza la naturaleza previamente establecida.






Estas metáforas sobre la condición humana están distribuidas en casi todos los planos, particularmente cuando Tenser realiza sus exhibiciones especiales de body art frente a la audiencia (nótese la escena simbólica del hombre deformado que danza para celebrar las múltiples orejas incrustadas sobre su cuerpo hilvanado) y recurrentemente visita el ministerio de los órganos. Pero alcanza un mayor grado, primero, con la subtrama neo-noir en la que Tenser, como si se tratara de un policía, es engañado por el gobierno para creer que los evolucionistas antigubernamentales (que lo niegan para defender su postura política) modifican el sistema digestivo para que el organismo pueda recibir plásticos y hasta unas barras de caramelo de color púrpura que es procesada a partir de desechos tóxicos. Y, segundo, en la climática secuencia de la autopsia pública del cadáver del niño que comía plástico, en la que los aparatos lo diseccionan para revelar la nefasta verdad de que, en efecto, los órganos naturales, pensados preliminarmente como el resultado de un sistema evolucionado, no son más que simples reemplazos sintéticos constituidos por operaciones quirúrgicas avanzadas, de individuos muy perversos que lo hacen para depositar la culpa en los insurrectos y justificar la cacería con el homicidio para encubrir la conspiración; ratificando la representación no solo de que el cuerpo es una entidad manipulada por una burocracia en fase de vigilancia permanente, sino, además, de que el mismo protagonista es una fabricación de los vicios corporativos que deshumanizan al hombre hasta transformarlo en un autómata-experimento. “Los crímenes del futuro” se refiere, por lo tanto, a la desviación del curso natural de las cosas a medida que en el presente la civilización se adapta a ecosistemas simulados, en contraste con las disconformidades del pasado.






Esta ambigüedad del discurso está condicionada a una puesta en escena en la que Cronenberg nuevamente, se encierra en un universo hermético en el que abunda el erotismo, la turbiedad y un extraño aislamiento donde la investigación con las deformidades del cuerpo y los miembros extirpados le devuelven la consistencia tonal a su poética perdida del horror corporal. Con las tareas fotográficas de Douglas Koch, construye la distopía con los materiales comunes del retrofuturismo, trazándola en los decorados como un mundo oscuro que parece encapsulado entre la tecnología análoga ochentera y las computadoras orgánicas de un futuro alternativo. Su encuadre está compuesto casi siempre de atmósferas grisáceas, maquillaje prostético y espacios claustrofóbicos que, a modo proxémico, describen la sordidez por la que caminan los personajes a plena luz de la noche y, a la vez, los desenfrenos más inmediatos como drogadictos del sufrimiento. También es notable la forma en que emplea la banda sonora del veterano Howard Shore para ampliar el espectro de espanto con sinfonías electrónicas siniestras y desoladoras. Pero sus decisiones estéticas muchas veces solo consiguen que el conjunto se sienta ensamblado sin fuerza, blando, como un pedazo de plástico desechado que flota sobre el agua.


En el pasado Festival de Cine de Cannes, esta película recibió una ovación de pie de seis minutos. Pero sospecho que la lluvia de aplausos se trataba más bien de la típica maniobra mercadológica que se ha hecho común en los festivales de cine para vender películas destinadas a una audiencia reducida. En la más de hora y media que dura no logro encontrar ningún hallazgo que me obligue a aplaudir, o algo que sea lo suficientemente espeluznante como para sentir miedo. Me parecen terriblemente desperdiciados los personajes que interpretan Viggo Mortensen, Léa Seydoux y Kristen Stewart. Solo me asalta, eso sí, el pensamiento de que Cronenberg ya no tiene nada interesante que narrar como anestesiólogo del body horror. Su refrito tautológico solo me provoca indiferencia y terribles efectos dormitivos.



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Ficha técnica
Título original: Crimes of the Future
Año: 2022
Duración: 1 hr 47 min
País: Canadá
Director: David Cronenberg
Guión: David Cronenberg
Música: Howard Shore
Fotografía: Douglas Koch
Reparto: Viggo Mortensen, Léa Seydoux, Kristen Stewart, Scott Speedman
Calificación: 5/10


Competencia oficial

En medio de las tonterías de Hollywood que inundan cada semana los cines de estos lados para adormecer a la gente, el estreno de la comedia española Competencia oficial supone para mí un soplo de aire fresco más que necesario. Por lo que sé, está dirigida por Gastón Duprat y Mariano Cohn, dupla de directores argentinos que hace algunos años me sacaron unos cuantos bostezos con la bagatela de El ciudadano ilustre (también con la regular Mi obra maestra que dirige Duprat en solitario). No esperaba demasiado, pero aquí su propuesta me obliga a abandonar el prejuicio por su cine porque, a decir verdad, me resulta bastante entretenida. Se trata de una comedia negra que satiriza, con cierta sutileza, el egotismo de los actores y la vanidad de la industria del espectáculo, con tres actuaciones centrales más que agradables de Antonio Banderas, Penélope Cruz y Óscar Martínez. Su argumento trata sobre Lola Cuevas, una cineasta célebre y algo excéntrica que es contratada por un millonario caprichoso para realizar una película con dos actores diametralmente opuestos que tienen el ego del tamaño de una montaña. Uno es un actor español presumido, extrovertido, mujeriego, que ha triunfado en Hollywood en éxitos taquilleros y ha cosechado un sinnúmero de premios por su carrera. El otro es un actor de teatro ecuánime, introvertido, orgulloso, absorbido a perpetuidad por la doctrina del esnobismo cultural del cine de autor y los delirios de grandeza que se manifiestan como estallidos discretos de arrogancia y envidia. El caso es que la trama se me hace hilarante cuando la directora ejerce su autoridad creativa para dirigir a los dos actores ególatras, mientras la rivalidad de ambos revela sus miserias internas en los juegos de simulacros y son prisioneros de la lucha de egos durante cada uno de los ensayos previos al rodaje que, lentamente, transforman el guión en una película a priori. Y alcanza, a mi parecer, la nota más elevada con la inmensa química que demuestran Cruz, Banderas y Martínez (en versiones ficticias de sí mismos) cuando expresan sus inquietudes frente a la cámara, en unas escenas dotadas de diálogos amenos que siempre mantienen con mucha consistencia el tono atrevido, cínico y descaradamente divertido de su narración. El tropo del cine dentro del cine le sirve a Duprat y a Cohn no solo para examinar con varias capas de parodia las dos caras del actor que son manchadas por la pedantería y las trampas del prestigio personal, sino, además, el poder de la actuación como espejo que mimetiza a través de los sketches las realidades abstractas exteriorizadas por los marcos limítrofes de la ficción, donde el mero concepto de la verdad se reduce a una mentira simulada. Su puesta en escena está construida visualmente con un cuidado compositivo muy acertado, donde el encuadre es a veces una muestra de elegancia, geometrías y formas en los espacios más abiertos a la arquitectura posmoderna de los diseños de interiores. El resultado de la sátira es placentero, insolente, con la dosis adecuada de comicidad y carácter dramático. Deposita mi interés en los trabajos futuros de estos directores.



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Ficha técnica
Título original: Competencia oficial
Año: 2021
Duración: 1 hr 54 min
País: España
Director: Gastón Duprat, Mariano Cohn
Guion: Gastón Duprat, Mariano Cohn, Andrés Duprat
Música: 
Fotografía: Arnau Valls Colomer
Reparto: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Óscar Martínez, Irene Escolar,
Calificación: 7/10
Gundala

Tratando de distanciarme de los productos de superhéroes tendenciosos que pueblan el cine de occidente todo el año de forma clónica, he visto una película del género bastante interesante titulada Gundala. Por lo que sé, está basada en el popular personaje de historietas creado por Harya "Hasmi" Suraminata en 1969 y la dirige Joko Anwar, un director indonesio prácticamente desconocido para mí y del que espero, al menos, explorar su filmografía para tener una idea de su trabajo. En términos generales, su historia de origen del superhéroe indonesio no ofrece nada que no se haya visto antes, pero funciona adecuadamente por su comentario social y unas cuantas secuencias de acción que ocasionalmente fulminan la pantalla como un rayo. La trama se sitúa en Yakarta y, a modo de preámbulo, sigue primero la trayectoria del protagonista, Sancaka, cuando es un niño timorato, con astrafobia, que se queda huérfano al perder a sus padres de clase obrera, mientras aprende a sobrevivir en las calles con un amigo que le enseña las artes marciales del Pencak Silat para defenderse de los abusivos; pero luego, tras unos cuantos años de elipsis, es mostrado como un guardia de seguridad en una imprenta de periódicos que, esporádicamente, defiende a los desamparados de los rateros y adquiere superpoderes eléctricos al ser alcanzado por un rayo. A pesar de atravesar rincones predecibles, el argumento arranca en piloto automático y siempre me resulta entretenido cuando Sancaka es llamado por la ética del deber para dar una mano a los pobres y pelear contra los secuaces de Pengkor, el villano acartonado que comanda a un ejército de huérfanos criados como asesinos y planea envenenar los suministros de arroz con una droga que vuelve inmorales a los fetos de las mujeres embarazadas. Las secuencias de acción, casi siempre mostradas por las noches, pocas veces pierden el efecto sorpresa porque están coreografiadas con pulso, haciendo que cada golpe se sienta estilizado, incluso en las que involucra el despertar de sus poderes. Hay escenas divertidas, diálogos amenos y personajes peculiares que son agradables para mi gusto. Abimana Aryasatya demuestra pericia física bajo el traje de Gundala, y me creo la honestidad que proyecta. Anwar construye las acciones de su personaje con los tropos habituales del género, donde el héroe descubre que un gran poder conlleva a una gran responsabilidad y lentamente toma la justicia en sus manos para ayudar a construir a una sociedad mejor, pero, a diferencia de lo que usualmente motiva al enmascarado a disfrazarse para combatir el crimen, hay un componente sociológico que le agrega cierta originalidad cuando examina en la superficie tópicos de carácter relevante como la desigualdad, la lucha de clases sociales, la corrupción burocrática, las secuelas del aborto y la inseguridad ciudadana. En su puesta en escena hay dinamismo con la predisposición por el encuadre móvil, y una banda sonora que, a veces, eleva el tono heroico del relato. El final abierto me saca una sonrisa de satisfacción y deposita todo mi interés en el Universo Cinematográfico de Bumilangit.



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Ficha técnica
Título original: Gundala
Año: 2019
Duración: 2 hr 03 min
País: Indonesia
Director: Joko Anwar
Guion: Joko Anwar
Música: Aghi Narottama, Bembi Gusti, Tony Merle
Fotografía: Ical Tanjung
Reparto: Abimana Aryasatya, Tara Basro, Bront Palarae, Ario Bayu,
Calificación: 7/10

Doctor Strange en el Multiverso de la Locura

El estreno de Doctor Strange en el multiverso de la locura en la plataforma de streaming de Disney Plus me hace recuperar la idea de que, en los últimos años, la tan manoseada fórmula de Marvel Studios, al menos en casi toda su cuarta fase (exceptuando Spider-Man: sin camino a casa), se ha desgastado hasta niveles autoparódicos con la cuota de reciclaje al servicio de la corrección política, porque es justamente su aparato ideológico que debilita su narrativa. La dirige Sam Raimi, director que siempre me ha parecido irregular y que, por cuestiones que desconozco, tenía ya nueve años sin dirigir un largometraje, quizá por el desempeño de taquilla de Oz the Great and Powerful. Y como es de esperar, Raimi la edifica con las señas particulares de su estilo visual, al mezclar la acción de superhéroes con los tropos de terror, pero encuentro que atraviesa universos en los que se vuelve infinitamente aburrida, trillada, sin ninguna sorpresa significativa en el lado místico que disfraza metáforas sobre la inmigración y la maternidad. Tras un pequeño prólogo, en el que Stephen Strange y una joven llamada América Chávez son perseguidos por un demonio en una dimensión situada entre los universos, su argumento comienza en la Tierra-616, donde el Doctor Strange abandona sus compromisos sociales con el objetivo de proteger a la joven recién llegada que tiene la facultad de viajar por el multiverso, ya que es buscada por una Bruja Escarlata completamente consumida por el poder oscuro del Darkhold (Libro de los Pecados), que permite al lector materializar y obtener lo que más anhela, en su caso tener la vida feliz como madre que observa en los demás universos alternativos. En términos estructurales, la trama tiene un arranque más o menos interesante cerca del primer acto cuando Strange y la muchacha latina saltan de un universo a otro para escapar de la malevolencia de la bruja caprichosa y buscar el Libro de Vishanti que corrige el desastre con magia blanca. Sin embargo, llega un tramo donde todo se reduce a conversaciones triviales sobre el MacGuffin del libro de los hechizos; las secuencias de combate hechas a desgana donde el ganador se anticipa hasta con los ojos cerrados y nunca faltan los cameos de figuras acartonadas para fines mercadológicos; las situaciones manidas colocadas de manera subterránea para satisfacer a las masas feministas de moda, donde se construye, primero, un discurso sobre los caprichos maternos y, segundo, una pequeña parábola sobre la fuerza de voluntad de la juventud latinoamericana en condición de inmigrante ilegal. Por lo menos, Raimi le confiere una identidad visual cuando forma un híbrido inusual entre lo grotesco y lo esotérico, particularmente al conjuntar los elementos característicos del género de la fantasía con el horror de zombis, bajo una lluvia de efectos especiales y pirotecnia. Y la banda sonora del gran Danny Elfman contagia mi sentido del oído con sus sinfonías heroicas. Pero el resto de esta secuela del mago me resulta excesivamente cutre, carente de una consistencia que me haga caer rendido ante los sortilegios de sus personajes.



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Ficha técnica
Título original: Doctor Strange in the Multiverse of Madness
Año: 2022
Duración: 2 hr 06 min
País: Estados Unidos
Director: Sam Raimi
Guion: Michael Waldron
Música: Danny Elfman
Fotografía: John Mathieson
Reparto: Benedict Cumberbatch, Elizabeth Olsen, Xochitl Gómez, Chiwetel Ejiofor, Rachel McAdams, Benedict Wong
Calificación: 5/10
La reina de Cobra

Mi interés por la filmografía de la actriz dominicana María Montez me ha llevado ver La reina de Cobra, una película algo olvidada del subgénero de aventuras de los mares del sur que la coloca de nuevo al lado de Jon Hall y Sabu, en los tiempos en que era conocida como la "Reina del Technicolor" en la Universal y gozaba de una popularidad que, tristemente, solo duraría menos de seis años durante la década de los 40. Y no me parece que sea gran cosa. Siodmak la dirige con un estilo exótico que nunca abandona el disfraz del camp y la pomposidad acartonada, pero como aventura tropical la mayor parte del tiempo carece de algo que sea emocionante y ni siquiera la doble actuación decorativa de Montez puede rescatarla del abismo. En la trama, Montez interpreta a Tollea, una bella mujer que en la víspera de su boda es raptada y trasladada a la isla vecina de Cobra por órdenes de una señora que resulta ser su abuela materna, mientras el prometido decepcionado zarpa hacia el lugar contra viento y marea para salvarla, en una isla gobernada por una tiranía de ceremonias religiosas con cobras de hule. Hay romance, encontronazos, dilemas, salvajismo, manipulación, conspiraciones maquiavélicas, santuarios sagrados y sacrificios humanos como ofrenda para los dioses iracundos del volcán inactivo. Sin embargo, a los pocos minutos se vuelve redundante cuando la narrativa pone al héroe y su amigo nativo en los terrenos previsibles para buscar a la damisela bondadosa que ha sido secuestrada para reemplazar a la hermana gemela que es malvada y propensa a los rituales más sangrientos que se inauguran en los templos con danzas fálicas de serpientes y los bastones de unos sacerdotes vestidos con túnicas de lentejuelas. Las situaciones absurdas del melodrama se amontonan como las palmas de la playa, y la cuota de gratuidad aleja a los personajes de cualquier intento de desarrollo cuando se mantienen en la superficie de las descripciones y la falta de tacto dramático para justificar el escapismo trillado de serie B. Tiene un ritmo que es un poco inconsistente en la hora y cuarto que dura el asunto isleño. En términos generales, Siodmak, con cierta predisposición para lo artesanal, sigue sin mucho apuro la fórmula implantada por la Universal para los papeles como monarca de los trópicos en los que Montez era encasillada, donde toda la acción se muestra a través de escenarios dotados de exotismo, con un vestuario suntuoso y unos efectos especiales (incluyendo fondos de mate y planos sobreimpuestos) que adornan cada rincón de la puesta en escena bañada de la tinta fabulesca fabricada por el Technicolor. Solo Montez me parece mínimamente solvente cuando interpreta con su acento a dos princesas completamente opuestas (una magnánima y otra perversa), aunque su tiempo de brillo suele ser intermitente por el amplio catálogo de personajes anodinos que, al igual que ella, habitan ese exagerado paraíso indígena del Pacífico. Ni lo que dicen ni lo que hacen me llega a emocionar.



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Ficha técnica
Título original: Cobra Woman
Año: 1944
Duración: 1 hr 07 min
País: Estados Unidos
Director: Robert Siodmak
Guion: Scott Darling, Gene Lewis
Música: Edward Ward
Fotografía: W. Howard Greene, George Robinson
Reparto: María Montez, Jon Hall, Sabu, Edgar Barrier, Mary Nash,
Calificación: 5/10
El fantasma

Hasta mi cineteca personal ha llegado una edición restaurada de El fantasma, una película muda de Murnau que por muchos años se catalogaba como perdida, hasta que una copia finalmente fue localizada y recuperada por unos archivistas alemanes cerca de 2006. Y a decir verdad, esperaba algo más. Lejos de algunos apuntes visuales que por momentos añaden ciertas cualidades oníricas, tengo la impresión de que es una pieza menor del cine expresionista temprano de Murnau; una en la que se ausenta el brío emotivo de otras de sus obras del mismo período como Nosferatu, La última risa y Fausto. Aunque, desde luego, se deja ver. Su historia, adaptada de la novela homónima de Gerhart Hauptmann, trata la vida de Lorenz Lubota, un funcionario de una oficina gubernamental y aspirante a poeta que vive con su madre y su hermana en el seno de una familia pobre. En términos estructurales, la narrativa se desarrolla por medio de una larga escena retrospectiva, colocada a partir del instante en que Lorenz camina distraído por la ciudad y es atropellado por una carreta de caballos blancos conducida por una bella mujer. El protagonista está, por lo tanto, en un estado de ensoñación, completamente adormecido por la desrealización que, poco a poco, transforma su personalidad humilde e idealista en la de un ser corrompido a perpetuidad por la obsesión, derivada del amor no correspondido de la mujer fantasmagórica del carruaje de los caballos blancos que anhela poseer. Lorenz desea pertenecer a la burguesía para conquistar a la desconocida, pero sus intentos de encajar en los ambientes cosmopolitas de gente rica, le nubla su juicio y lo pone a deambular moralmente en lo círculos de decisiones erráticas, donde se queda desempleado, se endeuda con su tía prestamista y se deja engañar por el marido estafador de su hermana prostituta hasta convertirse en un ladrón. El subterfugio le permite a Murnau colocar una metáfora que examina, desde la óptica de la diferencia de clases sociales, la manera en que las dos caras de la codicia acorralan al hombre honesto de tinta proletaria hasta exteriorizar las miserias más inmediatas que destruyen su núcleo familiar y sus preciadas quimeras. El personaje me parece bien interpretado por Alfred Abel, sobre todo cuando comunica con su expresividad las inseguridades y los temores internos de ese poeta obsesionado con lo que no puede tener. El problema fundamental es que Murnau no le otorga más de dos dimensiones a su personaje, dejándolo casi siempre en una inercia de situaciones que me resultan infinitamente redundantes, trilladas, carentes de una cohesión que sea orgánica, donde el melodrama permanece en un terreno fútil que es muy propenso al patetismo innecesario. Solo rescato, eso sí, algunos planos interesantes que reflejan las preocupaciones estéticas tempranas del director para el encuadre, a través de la iluminación expresionista que acentúa emociones, la analepsis que señala las ilusiones, el travelling vertical en picado, el travelling circular subjetivo y la sobreimpresión que evoca los sueños imposibles de los más empobrecidos de la sociedad alemana de los años 20.



Ficha técnica
Título original: Phantom
Año: 1922
Duración: 2 hr 01 min
País: Alemania
Director: F.W. Murnau
Guion: Thea von Harbou, Hans Heinrich von Twardowski
Música: Robert Israel
Fotografía: Axel Graatkjaer, Theophan Ouchakoff
Reparto: Alfred Abel, Grete Berger, Lil Dagover, Lya De Putti, Wilhelm Diegelmann,
Calificación: 6/10
Electrodanza

Después de ver Flashdance no me cabe la menor duda de que Jennifer Beals puede bailar como una maniática bajo una banda sonora electrizante, pero tengo la impresión de que su rol no es suficiente para dinamizar una narrativa que tropieza demasiado entre el pop camp y la rutina del videoclip. Todo me parece terriblemente artificioso. Y no sé qué me ha motivado para verla luego de varios años de visionados esporádicos de VHS y televisión por cable, aunque supongo que su impacto en la cultura popular jugó un papel fundamental en mi curiosidad. Sin mucho apuro, su trama sigue la historia de Alex Owens, una joven huérfana de 18 años que de día se gana la vida como soldadora en un trabajo de cuello azul, pero por las noches es una bailarina exótica en un club nocturno al que suelen ir los hombres a ver a mujeres semidesnudas para reducir el estrés laboral. La mayor parte del asunto sigue de forma mecánica la narrativa de la superación personal que habita los rincones del sueño americano tan manoseado por Hollywood, sobre todo cuando cuando Alex, por pura casualidad del destino (o por decisión de los guionistas), mantiene una relación con el jefe rico de la fábrica y nunca abandona sus sueños de ser bailarina profesional en la academia prestigiosa de danza, a pesar de chocar constantemente con esa miseria que se lo impide. En la superficie su argumento examina, por lo tanto, la manera en que la condición socioeconómica y los miedos internos obstaculizan las quimeras más inmediatas de la mujer de clase trabajadora, así como la determinación de no abandonar la pasión como la clave que garantiza el éxito y la independencia. Pero más allá del discurso de superación personal, las escenas se vuelven redundantes porque giran sin prisa alrededor de lo mismo: el coqueteo de la protagonista con el jefe, las sesiones de baile como objeto de entrenamiento, los viajes en bicicleta por las calles húmedas de la ciudad y los encuentros en el club nocturno donde ella baila como si tuviera dinamita en los pies. No sucede ninguna acción que tenga brío dramático; el romance luce demasiado impostado, sin química alguna entre los protagonistas. Desde luego, encuentro gratificante ver bailar a Beals en algunas de las escenas del club nocturno, en un rol que demuestra cierta pericia física cuando baila como si nunca antes hubiese bailado, a pesar de que en el exterior interpreta a un personaje unidimensional y blandengue que está predestinado a que todo le salga bien para conquistar sus deseos y su libertad. Lyne la encuadra en una puesta en escena en la que abunda el montaje rítmico, la estética videoclipera de las secuencias de baile y los ambientes de luces estroboscópicas que, por momentos, me resultan mareantes. Lo único que me emociona, por encima de todo, es ese soundtrack memorable de Giorgio Moroder que contagia mis oídos cuando escucho las enérgicas canciones "Maniac" (cantada por Michael Sembello) y la inolvidable "Flashdance... What a Feeling". Todo lo demás me resulta acartonado en su historia de amor.



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Ficha técnica
Título original: Flashdance
Año: 1983
Duración: 1 hr 34 min
País: Estados Unidos
Director: Adrian Lyne
Guion: Joe Eszterhas, Tom Hedley
Música: Giorgio Moroder
Fotografía: Donald Peterman
Reparto: Jennifer Beals, Michael Nouri, Lilia Skala, Sunny Johnson, Kyle T. Heffner
Calificación: 5/10
Los condenados no lloran

Los condenados no lloran es una película que encuentro dirigida con cierta elegancia por Vincent Sherman, pero no ofrece nada intrigante como pieza de cine negro por el palabreo artificial que le quita fuerza a las acciones de Joan Crawford en su rol central como la trepadora. Está basada libremente en la vida de Virginia Hill y el romance que sostuvo con el gánster Bugsy Siegel, en medio del desierto que fundó a Las Vegas. Su trama sigue la vida de una mujer llamada Lorna Hansen Forbes, una socialité que es perseguida por los agentes de la ley y el orden bajo la sospecha de ser cómplice del asesinato de un pez gordo de la mafia. En términos estructurales, el argumento se construye alrededor de un largo racconto que evoca en retrospectiva la trayectoria de la protagonista desde que es una ama de casa llamada Ethel Whitehead, que experimenta la tragedia, la pobreza y el matrimonio infeliz en un pequeño pueblo de Texas al borde de los campos petroleros; hasta los días en que se independiza y seduce a varios hombres poderosos del hampa para escalar unos cuantos peldaños en la jerarquía social, alcanzando una cuota considerable de influencia a base de la codicia y del oportunismo explícito, cambiando su nombre para omitir el pasado al que no quiere regresar. No hay muchas sorpresas que digamos. Todo avanza de una manera mecánica y predecible cuando las acciones de la protagonista se desarrollan alrededor de discusiones superfluas sobre negocios turbios; el coqueteo a puertas cerradas con los adinerados mafiosos; la necesidad de trepar con los beneficios de la persona de al lado; la típica guerra de pandillas por controlar los territorios de los rivales. Poco o nada cambia. El melodrama pierde el brío por la abundancia de palabrerías innecesarias que reemplazan cualquier rastro de acción o momento de intriga. A pesar de todo, me resulta creíble la actuación de Crawford como esa mujer de carácter fuerte, determinada, egoísta, que manipula a los hombres del crimen organizado con sus encantos para obtener lo que desea y satisfacer sus caprichos más inmediatos sobre un estilo de vida elegante y el amor imposible, como ya lo había hecho en otros melodramas del mismo período. El reparto masculino, compuesto por Steve Cochran, Richard Egan y David Brian permanece en el terreno de los estereotipos gansteriles, los tipos blandos y duros colocados artificialmente para ser subordinados a las órdenes de Crawford. Por otro lado, Sherman la encuadra en una puesta en escena artesanal y considerablemente sofisticada en la que abunda, en ciertas ocasiones, el encuadre móvil, el primer plano que extrae verdades y una iluminación que resalta el lado más expresivo de las inquietudes de los personajes. Hay también una partitura bastante melodiosa de Daniele Amfitheatrof que, en algunas escenas, ayuda a acentuar el tono trágico del asunto. Lo demás se mantiene en una medianía, en un lapso convencional que me impide emocionarme por lo que sucede.



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Ficha técnica
Título original: The Damned Don't Cry
Año: 1950
Duración: 1 hr 43 min
País: Estados Unidos
Director: Vincent Sherman
Guion: Harold Medford, Jerome Weidman
Música: Daniele Amfitheatrof
Fotografía: Ted D. McCord
Reparto: Joan Crawford, David Brian, Steve Cochran, Kent Smith,
Calificación: 6/10

En este nuevo film, los directores de Swiss Army Man regresan a la mezcla de géneros y referencias para mostrar la crisis de una familia de inmigrantes asiáticos. Escribo un análisis psicológico sobre su premisa.


Todo en todas partes al mismo tiempo


En los últimos años, me he percatado de que las películas de la distribuidora A24 han gozado de una etiqueta de prestigio, colocada en cada uno de los festivales donde se estrenan y en las salas de cine habitadas religiosamente por una supuesta élite cinéfila que solo consume cine de autor para darse el lujo de decir: “no es para todo el mundo”. Y puede que sea cierto. Algunas me resultan fascinantes, como El último tour, Moonlight, El reverendo, El faro, First Cow, En las rocas, Minari y La tragedia de Macbeth. Pero una gran parte de los otros productos que he consumido de su catálogo, a decir verdad, me parecen agónicos y completamente inanes, hasta el punto en que comienzo a dudar de su reputación instaurada a base de mercadeo barato para hipsters, en cosas infumables como Spring Breakers, Mientras somos jóvenes, Habitación verde, Mujeres del siglo XX, Historia de fantasmas, Hereditary, Midsommar, El caballero verde y C’mon C’mon. Hay otras regulares que no vienen al caso y que poco me importa mencionarlas para validar mi queja.


El último experimento que he visto de esos señores de la distribución tiene como título Todo en todas partes al mismo tiempo, estrenado recientemente en las salas de cine y algunas plataformas de streaming. Está dirigido por Dan Kwan y Daniel Scheinert, los mismos directores que hace unos años estrenaron la bagatela Swiss Army Man. Y durante las casi dos horas y media que dura salgo sorprendido, pero de la capacidad que tienen para esbozar en cinematográficamente los disparates que suelen imaginar antes de escribir un guión y luego filmarlo como comedia absurda. No consigo encontrar nada fuera de lo habitual, excepto un aburrimiento que es tan infinito como el universo. Su premisa sobre el multiverso tiene un arranque más o menos interesante que examina la crisis existencial de una familia que desea hallar la reconciliación, pero siempre gravita alrededor de los mismos gags visuales y su estrella se apaga como un agujero negro, en el que ni siquiera la figura legendaria de Michelle Yeoh puede cerrarlo con sus puños.




Stephanie Hsu, Michelle Yeoh y Jonathan Ke Quan. Fotograma de A24.


 

Con sentido de urgencia, tiene como protagonista a una señora llamada Evelyn Quan Wang (Michelle Yeoh), una inmigrante chino-estadounidense que administra una lavandería junto a su marido Waymond (Jonathan Ke Quan). Tras el breve plano de un espejo que a través del sobreencuadre y el travelling de acercamiento presenta en el centro de la composición a una familia feliz que luego desaparece (anunciando simbólicamente la ilusión de felicidad que imposibilita la unión de la familia de Evelyn), el prólogo muestra a Evelyn como una mujer que atraviesa un lapso difícil en el ámbito personal, económico y emocional; comenzando por el hecho de que el matrimonio con su marido se ha debilitado hasta el punto de firmar los papeles del divorcio y rechaza (aunque lo tolera) que su hija Joy (Stephanie Hsu) tenga una relación lésbica con una muchacha caucásica que se llama Becky, además de que tampoco se lleva bien con el padre anciano del que siempre ha recibido represalias verbales y una aparente falta de afecto. Y, por si fuera poco, pasa por un proceso de precariedad financiera al no poder pagar las deudas atrasadas que tiene al negocio de la lavandería en la mira de una auditoría de hacienda. Su cuadro es, por lo tanto, el de una madre que está en los límites de un colapso mental a punto de estallar.






En términos estructurales, la narrativa de la película se divide en tres partes que describen la crisis nerviosa de la protagonista provocada por las presiones familiares y el temor a ser auditada por el IRS.


En la primera parte, situada mayormente en el interior del edificio de hacienda, Evelyn tiene una reunión con una inspectora, Deirdre Beaubeirdre (Jaime Lee Curtis), sobre las finanzas precarias de su negocio; pero es aquí cuando su realidad se empieza a resquebrajar con la aparición de Alpha Waymond, una versión de su esposo que proviene de un universo alternativo (Alphaverse) y posee el cuerpo de este por medio de un dispositivo fabricado por la difunta versión Alpha de Evelyn, que permite que el portador salte de un universo a otro a través de los hilos interconectados de las redes consciencia, con el fin de manipular a su antojo el acceso a las experiencias y los recuerdos pasados de sus vidas alternativas bajo ciertas condiciones. El aparato logra que Evelyn observe las otras vidas donde es una estrella del cine de acción de Hong Kong y una maestra de kung fu, las posibilidades perdidas y ganadas, los fracasos y los triunfos, mientras lucha contra agentes del saltoverso que intentan detenerla y desarrolla el potencial para derrotar a Jobu Tupaki saltando entre universos paralelos. El extraño suceso funciona como una parábola para metaforizar que el problema del multiverso (que no es más que un producto de su imaginación) se ha originado porque Evelyn, como madre, le ha fallado a su hija Joy al tener prejuicios por sus preferencias sexuales. La culpa iniciada por haber empujado metafóricamente a Joy a la vorágine de la exclusión es lo que ha creado a la villana Jobu Tupaki, que es simplemente el alter ego de Joy que exige sus derechos a través de la rebeldía para encajar en una cultura igualitaria y resquebrajar los tabúes conservadores de las comunidades asiáticas que amenazan su identidad. La casi omnipotente de Jobu Tupaki expresa, en pocas palabras, la cuota de poder que puede obtener una persona de la comunidad LBGTQ para luchar por una causa que le entregue el carnet de la aceptación en una sociedad inclusiva. La misión de la madre en este episodio es, en efecto, buscar la forma de sanar las heridas del pasado para reconciliarse con la hija que ha perdido.






En la segunda parte, el juego del simulacro interdimensional y los engaños de la representación alcanza en la cima una dosis mayor de desrealización y psicodelia sistematizada cuando Evelyn asume con determinación su papel como madre para combatir contra guardias manipulados a distancia y sacar del agujero negro del rechazo a la hija oscura que necesita comprensión maternal para paliar su naturaleza autodestructiva, en medio de una estela de caos que impone su dominio nihilista por todos lados a la velocidad de la luz. La aventura incluye viajes a universos donde la gente tiene dedos de perros calientes, donde Evelyn y Waymond tienen problemas matrimoniales en la cúspide del éxito de sus respectivas carreras (un pequeño guiño romántico al cine Wong Kar Wai), o incluso uno donde los únicos seres vivos son piedras inanimadas. En la confrontación final, como es de esperar, la mujer al servicio de la corrección política que está de moda, supera los obstáculos existenciales poniéndole fin al ejército de soldados afeminados del multiverso con el arma de la felicidad, atravesando el camino del perdón para arreglarse con su padre y, en cierta medida, rescatando a su hija del abismo para aceptarla como ella es en cualquiera de los lugares remotos en los que se encuentre.






En la tercera parte, Evelyn, junto a su esposo y su hija, finalmente logra cristalizar, a modo de epílogo, la imagen aquella de la familia feliz que tanto anhelaban constituir en el plano inicial del espejo, impresa en el encuadre con una capa de color azul que comunica la armonía y la estabilidad, pero ahora convencidos de que su estado de bienestar, equivalente al de cualquier familia de inmigrantes asiáticos en busca del sueño americano, jamás podrá ser perturbado por las circunstancias del destino incierto y la vigilancia permanente de los agentes benevolentes de declaración de impuestos que, como la vida misma, ofrecen segundas oportunidades para empezar de nuevo en la tierra del tío Sam.


Desafortunadamente, por muy bonita o provocativa que suene la idea del multiverso de una crisis familiar de origen asiático, en ninguno de los tres capítulos experimento alguna emoción significativa más allá de los bostezos y la completa indiferencia que me produce el barullo de la protagonista que interpreta Yeoh. Me parece vomitivo su híbrido entre la acción, las artes marciales, la comedia absurda, la ciencia ficción y la fantasía. Aquí los directores casi superan su prorrata de estupidez y de gratuidad. Nunca escapa del cúmulo de repeticiones. La narración, en el afán de adquirir siempre la marca de originalidad multigenérica, permanece en cada momento en el zigzagueo de situaciones manidas de serie B en la que todas las acciones de los personajes se limitan al correteo intersubjetivo por universos paralelos, las tontas peleas de artes marciales, los dilemas familiares de segunda mano y los chistes que no me provocan ninguna gracia; siempre bajo el subterfugio facilón de que “cada pequeña decisión crea otro universo que se ramifica.” Sus personajes, en el intento de añadir una complejidad inexistente a la trama, en lugar de lograr algún tipo de empoderamiento como figuras chinas, terminan siendo reducidos a meras caricaturas de los estereotipos asiáticos (de todos los universos posibles su única vida ideal en la sociedad capitalista estadounidense es la del endeudado empresariado de lavanderías), transformadas en puras marionetas acartonadas subordinadas al texto central y las trampas tautológicas sobre la multiplicidad de universos.






Lo único que me atrevo a rescatar, mínimamente, es esa estética empleada por los Daniels, en la que ejecutan hasta el paroxismo recursos estilizados como el primer plano, la elipsis, los raccords de movimiento, el montaje paralelo, la analepsis y una relación de aspecto que cambia señaladamente para evocar la intersubjetividad y la irrealidad fragmentaria que se deforma para justificar las entelequias de la protagonista que se niega aceptar el sufrimiento del presente. Su uso psicológico del color rojo, abundante en la segunda parte, ilustra el peligro al que se enfrenta Evelyn, pero también el sacrificio, su fuerza de voluntad y el amor que manifiesta por su familia. Y su construcción del espacio atrapa a los personajes de una manera claustrofóbica para robustecer el concepto del bucle temporal que es ineludible, como si se tratara de un maratón de sueños y de alucinaciones que se gestan en la mente de una sola persona afectada por la despersonalización. Curiosamente el tramo que más me llama la atención es la escena en la que tienen la molestia de encuadrar a las dos rocas que dialogan a través de los intertítulos, algo que tiene  pedigrí de abstracción.






Pero, al margen de esos compendios estéticos, el resultado final de este bodrio dista mucho de lo que me han vendido las campañas mercadológicas de A24 por las redes sociales y la gente (cinéfilos y críticos incluidos) que la mencionan pensando que han descubierto algo original. Al parecer su estreno en este universo ha normalizado la ridiculez. No encuentro la presunta genialidad de la que hablan, tampoco el ritmo. Y el castigo que recibo durante las dos horas bien largas no tiene comparación alguna, porque no va a ninguna parte con la redundancia argumental de los multiversos y las secuencias de acción que llevan el sello de lo cutre, a pesar de que Yeoh hace lo que puede en un rol que rememora la pericia física de sus años en el cine de acción de Hong Kong. Su errática propuesta no puede ser más aburrida.



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Ficha técnica
Título original: Everything Everywhere All at Once
Año: 2022
Duración: 2 hr 19 min
País: Estados Unidos
Director: Dan Kwan, Daniel Scheinert,
Guión: Dan Kwan, Daniel Scheinert
Música: Son Lux
Fotografía: Larkin Seiple
Reparto: Michelle Yeoh, Jamie Lee Curtis, Jonathan Ke Quan, James Hong, Anthony Molinari,
Calificación: 5/10



La crónica francesa

El sábado por la noche, buscando en el enorme catálogo de cintas que tengo pendiente de la actualidad, me veo obligado a consumir la última película de Wes Anderson que se titula La crónica francesa. Por lo que había leído de ciertos culturetas de la prensa que relataron su experiencia de verla en la antepenúltima edición del Festival de Cannes, pensaba que se trataba de una joya mayúscula del cine andersoniano, pero al parecer he visto otra cosa. Lejos de las pretensiones estéticas que son llevadas hasta el paroxismo, su carta de amor al periodismo me resulta tan plana y arrugada como un pedazo de papel de periódico tirado al zafacón de la basura. Sin más ni menos. Ni siquiera el amplio collage de personajes que interpreta el reparto de lujo pueden modificar sobre mi rostro la infinita sensación de fatiga que me produce la narrativa agónica seccionada por capítulos. La historia comienza tras la muerte del editor de un periódico por un ataque al corazón, donde tres de los periodistas que laboran ahí honran su memoria recordando algunos de los artículos publicados en el semanal sobre diversas situaciones en la ciudad ficticia francesa de Ennui-sur-Blasé durante varios períodos del siglo XX. En el primero, una crítica de arte recapitula los claroscuros del artista y la difícil relación que surge cuando intervienen los mecenas más autoritarios para cuartar su libertad creativa, a través de un marchante de arte oportunista (basado en Joseph Duveen) y el típico pintor con trastornos mentales y el don de la genialidad condenado a la cárcel simbólica de las miserias del arte. En el segundo, una escritora describe en unas cuantas hoja su experiencia en las protestas de una ocupación estudiantil similar a la de mayo del 68, a través de un joven ajedrecista con el que tiene un romance y ayuda, por el bien de la corrección política, a escribir el manifiesto político que sirve como base para fortalecer su imagen como cabecilla del movimiento de rebeldes. En el tercero, un periodista afroamericano relata, en medio de una entrevista televisiva, su intervención en el rescate del hijo de un destacado comisario de la policía local que ha sido secuestrado por unos rateros que viven escondidos como ratas en un edificio donde impera la prostitución, las armas y la comida envenenada marca Clouzot. A lo largo de los tres segmentos periodísticos, Anderson saca a relucir, con ánimos para la egolatría, los caprichos estéticos que lo preocupan como geómetra, al ejecutar su puesta en escena con un estilismo adornado principalmente por el control compositivo del encuadre, las panorámicas construidas con el tableau vivant que homenajea el cine de Tati, una predisposición por el encuadre móvil, la elipsis, el sobreencuadre, la analepsis que tiñe de blanco y negro monocromático las escenas del pasado, el uso de los colores vívidos y armónicos, la animación afrancesada. No dudo para nada de que emplea los recursos con elegancia y cierta sofisticación. Pero sospecho que en su declaración de principios parece haber olvidado por completo una metanarración que se desploma al vacío con una serie de circunstancias absurdas bastante aburridas, sin ritmo, y ni siquiera se toma la molestia de añadirle algo de vigor a las crónicas de los periodistas inanes y desmadejados que solo aparecen por ahí para decir tonterías para esnobs culturales. Su epílogo solo me confirma que la colección de viñetas letárgicas constituye, desgraciadamente, la mancha indeleble en su carrera como director.



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Ficha técnica
Título original: The French Dispatch
Año: 2021
Duración: 1 hr 48 min
País: Estados Unidos
Director: Wes Anderson
Guion: Wes Anderson
Música: Alexandre Desplat
Fotografía: Robert D. Yeoman
Reparto: Benicio del Toro, Frances McDormand, Jeffrey Wright, Adrien Brody, Tilda Swinton, Timothée Chalamet, Léa Seydoux, Owen Wilson, 
Calificación: 4/10

Midway: batalla en el Pacífico

En el catálogo de Amazon Prime Video, en mi afán de buscar algo de entretenimiento para pasar el rato, he visto Midway: batalla en el Pacífico, una película en la que el director Roland Emmerich regresa a la zona de confort del cine bélico de carácter histórico. Como es de esperar, Emmerich monta un espectáculo pirotécnico que alcanza su punto fuerte en las secuencias de combate aéreo, pero me temo que su narrativa se accidenta en las aguas del cine coral al repetir los conflictos superfluos de soldados que responden al llamado del deber al mismo tiempo, sin ni siquiera tomarse la molestia de desarrollarlos antes de que salten en paracaídas. Asumo que desde el principio esa era su intención. Su trama se ambienta en el año 1942, en pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial, donde se narra, desde múltiples perspectivas, el esfuerzo de un piloto experto y de unos militares navales de la armada estadounidense para combatir al ejército japonés tras el ataque a la base naval de Pearl Harbor. El arranque es más o menos interesante cuando Emmerich, como ya lo ha demostrado anteriormente en sus cintas bélicas, captura las inquietudes de esos patriotas dispuestos a morir por su país en las secuencias de las batallas aéreas entre los aviones de caza norteamericanos y japoneses. Y en algunos momentos me parecen acertados los efectos generados por ordenador que recrean con fidelidad la intensidad de las contiendas de los aviones que surcan los cielos a grandes velocidades para lanzar bombas sobre los buques navales del enemigo. Pero, lejos del lado didáctico del contexto histórico que retrata la confrontación de las dos naciones en la remota isla de Midway, sus personajes están esbozados de una forma acartonada que, por desgracia, los mantiene siempre en la superficie de los estereotipos que solo rellenan subtramas innecesarias para quemar metraje como el combustible de un avión. Poco o nada se sabe de ellos más allá de las motivaciones de cumplir órdenes y del típico epílogo que rellena los huecos dejados con reseñas de Wikipedia, además de que carecen de una textura psicológica que los haga aterrizar a un terreno humano que sea creíble y justifique sus temores más inmediatos. En términos generales, zigzaguea demasiado en lo mismo, en la rutina de las discusiones de estrategias a puerta cerrada, el bullicio de las balas y las explosiones, y los aviadores que manosean el manual del patriotismo más rancio para ganarse la medalla de honor. No puedo ni siquiera evitar la indiferencia que me asalta cuando veo que transita por los mismos territorios comunes del género. Es un ejercicio bélico repleto de clichés, ensamblado sin ritmo, que desperdicia un elenco cuantioso de actores durante dos horas bastante largas en la que no sucede nada que no haya visto antes con mejores resultados. Se aprecia, por lo menos, un ligero homenaje a la valentía de John Ford.



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Ficha técnica
Título original: Midway
Año: 2019
Duración: 2 hr 18 min
País: Estados Unidos
Director: Roland Emmerich
Guion: Wes Tooke
Música: Harald Kloser, Thomas Wanker
Fotografía: Robby Baumgartner
Reparto: Ed Skrein, Woody Harrelson, Patrick Wilson, Luke Evans, Dennis Quaid, Aaron Eckhart, 
Calificación: 5/10