El cisne

The Swan, conocido en la Latinoamérica con el título de El cisne, es el segundo de los cuatro cortometrajes de Wes Anderson disponibles recientemente en la plataforma de Netflix, basado en una colección de cuentos de Roald Dahl. A diferencia del primero, La maravillosa historia de Henry Sugar, que funcionaba dentro de sus respectivas regularidades con la presencia de Benedict Cumberbatch, este supera la cuota de gratuidad que se ha vuelto un sello estilístico. De nuevo, Anderson demuestra su maestría para adornar el encuadre con la teatralidad de un payaso de circo, pero en medio de los malabarismos estéticos es un cortometraje que carece de gracia y está ocupado, mayormente, por dos personajes aburridos que resultan olvidables antes de concluir los 17 minutos que dura la fábula. En esta ocasión, la trama adapta un cuentecito que Dahl escribió tras haber leído en el periódico un suceso real y que conservó en su cuaderno de anotaciones durante 30 años. El protagonista es un hombre que se llama Peter Watson, un hombre que narra el oscuro acontecimiento de su infancia, en el que es secuestrado por dos abusadores que se aprovechan de su ingenuidad para obligarlo a punta de rifle a acostarse en las vías de un tren que le pasa por encima (y sobrevive milagrosamente), además de que es obligado a servir como su perro faldero y a ser testigo del asesinato vil de un cisne que posa sobre un lago. A través de un uso fatigoso del relato no iconógeno, Anderson cuenta la desdicha de ese sujeto elegante que rememora el episodio traumático de su infancia de una manera implícita, con la imagen trasera del principio de no duplicidad, con algunos golpes de efecto que se acentúan con la pragmática de los diálogos que trasladan mi imaginación hasta el incidente, pero, particularmente, con una ausencia de pujanza que se ilustra con un personaje de una sola dimensión que habla más de lo necesario y cuyo patetismo no me provoca ninguna emoción significativa cuando esboza su reflexión de mayoría de edad sobre las consecuencias del bullying y la pérdida de la inocencia. No supone para mí ninguna sorpresa la escena en la que el niño amante de los pájaros es forzado por los bravucones a lanzarse de la rama de un árbol con las alas mutiladas del ave que se atan sobre sus brazos para luego caer en el jardín de su casa (en una extraña parábola de la necesidad de caer del cielo como Ícaro para reforzar el espíritu de madurez). La actuación de Rupert Friend no me causa ni frío ni calor cuando interpreta a ese narrador que rompe la cuarta pared para ofrecer sus soliloquios desabridos. Solo alcanzo a señalar esa estética de Anderson que utiliza dispositivos como el plano subjetivo, el campo-contracampo, reencuadres, sobreencuadres, planos generales, simetrías de solvencia compositiva y el uso constante del encuadre móvil de una cámara que busca dinamizar la acción con algunos travellings. Se agradece que su estética le añada belleza a la envoltura del producto, casi como una estrategia de marketing, pero eso no ayuda para nada a elevar una comedia que, propiamente dicho, ni siquiera es agradable o graciosa.



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Ficha técnica
Título original: The Swan
Año: 2023
Duración: 17 min.
País: Estados Unidos
Director: Wes Anderson
Guión: Wes Anderson
Música: 
Fotografía: Roman Coppola
Reparto: Rupert Friend, Ralph Fiennes, Asa Jennings,
Calificación: 5/10

The Wonderful Story of Henry Sugar

La maravillosa historia de Henry Sugar es el primero de los cuatro cortometrajes que Wes Anderson ha rodado para la plataforma de streaming de Netflix, basado en uno de los cuentos que se incluye en una colección de relatos cortos escrita en 1977 por el autor británico Roald Dahl. Originalmente estaba pautado para exhibirse como un solo largometraje que incluía los cuatro cuentos de Dahl, pero previo al estreno Anderson aclaró que sería uno dentro de una antología de cortos. Yo no sé qué ha obligado a Anderson a abrazar esa decisión de partir el bizcocho en pedazos, aunque sospecho que de igual forma no hubiera cambiado el resultado final de su producto. En su núcleo, es una comedia en la que Anderson se toma 40 minutos para narrar la historia de un tramposo elegante con su estilo extravagante, pero a veces me asalta de la sensación de que no hay mucha sustancia detrás del escenario que ocupa Benedict Cumberbatch, además de que los personajes hablan más de lo necesario y no se detienen ni siquiera a tomarse un café. El protagonista, visto desde la perspectiva del narrador que la relata (un señor llamado también Roald Dahl), es un hombre que lleva el seudónimo de Henry Sugar, el cual reside en el Reino Unido como un individuo solitario, avaro, soltero, sofisticado, que emplea el dinero de su herencia para financiar los hábitos de juego en los distintos casinos que visita. En una primera mitad, la fábula se vuelve un poco aburrida cuando Anderson utiliza la metaficción para narrar, a partir de la escena en que Sugar lee un libro en una biblioteca, el informe de un médico sobre el caso de un anciano que aparece en una clínica ante dos doctores y demuestra que puede ver sin abrir los ojos, en una extraña habilidad que adquirió tras visitar a un sabio que levitaba en la selva en uno de sus viajes a la India y que, dicho sea de paso, utilizó dicho método de meditación para establecer un negocio como prestigiador en el circo; donde la rutina se reduce a diálogos anodinos que ralentizan el ritmo y, ante todo, rellenan inútilmente las descripciones de unos personajes superficiales que dialogan más allá de lo necesario rompiendo la cuarta pared con una pretensión agotadora de soliloquios. El asunto me atrapa, mínimamente, en una segunda mitad que se eleva con la actuación de Cumberbatch como el rufián carismático, rico, egocéntrico, dotado de elegancia, que desarrolla las habilidades extrasensoriales que leyó en el libro para ganar dinero fácil en las partidas de blackjack y así incrementar su fortuna. La presencia dominante de Cumberbatch ilumina la pantalla con algo de gracia y le sirve Anderson, especialmente, para edificar un comentario moral sobre el valor del altruismo y la generosidad como acto final de descubrimiento espiritual. El problema, supongo, es que suceden pocas cosas sorpresivas en la trama predecible. Todo luce demasiado impostado, demasiado homogéneo, demasiado blando. No hay liquidez ni sutileza. Y gran parte del metraje permanece sujeto a un horizonte demasiado transparente en el que Anderson, por lo general, imprime las pretensiones estéticas que buscan representar el lado artificial del teatro (al parecer se ha obsesionado con el concepto), en una puesta en escena atiborrada de escenarios coloridos, simetrías de peso compositivo, sobreencuadres, planos generales, efectos de transición con maquetas reales y la típica estructura metaficcional que busca contar una sucesión de relatos que se superponen entre sí. Encuentro pocas cosas agradables en su propuesta cómica, pero salgo convencido, eso sí, de que su cine se ha vuelto un pastiche de sí mismo.



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Ficha técnica
Título original: The Wonderful Story of Henry Sugar
Año: 2023
Duración: 41 min.
País: Estados Unidos
Director: Wes Anderson
Guión: Wes Anderson
Música: 
Fotografía: Robert D. Yeoman
Reparto: Ralph Fiennes, Benedict Cumberbatch, Dev Patel, Ben Kingsley, Richard Ayoade
Calificación: 6/10
Resistencia

The Creator, conocida en Latinoamérica por el título de Resistencia, es una película que me obliga a sospechar que, tras el estreno de la regular Rogue One: Una historia de Star Wars, el director Gareth Edwards consumió una cantidad considerable de ideas de ciencia ficción hasta quedar obsesionado poco antes de realizarla. Desde el minuto uno me parece una cinta de ciencia ficción que está bastante cuidada por la inventiva visual que construye el futuro de la IA, pero cuya narración simplona se accidenta en lugares comunes y no es capaz de salir de la zona de los clichés, por la que frecuentemente pasan personajes estereotipados que persiguen las fórmulas recicladas del género que los guionistas de Hollywood han contado a perpetuidad desde tiempos inmemoriales. El argumento se sitúa ahora en el año 2065 y sigue el rastro de un agente del ejército estadunidense llamado Joshua, en el instante en que es reclutado junto a un equipo de soldados de élite para destruir a Nirmata, el creador de una inteligencia artificial que, desde su laboratorio secreto en una localidad aislada en Asia, ha desarrollado un arma misteriosa para poner fin a una guerra entre robots renegados y los humanos que, dicho sea de paso, estalló cuando la inteligencia artificial se volvió consciente de sí misma y lanzó una bomba termonuclear sobre la ciudad de Los Ángeles (se entiende que tras el incidente, la IA fue prohibida en occidente). El arranque es más o menos interesante cuando Joshua protege a una niña humanoide que descubre en una instalación de Nirmata y, ante todo, rememora a través de los flashbacks el pasado como agente infiltrado en territorio enemigo, en el que fue testigo de la muerte de la amada embarazada a la que conoció mientras ejercía la labor de agente encubierto en la región de los robots revolucionarios en estado de resistencia. Sin embargo, la peligrosa misión por los escenarios futuristas del sudeste asiático se vuelve un poco aburrida cuando las acciones del protagonista se reducen a la rutina escapar a punta de pistola de los dos bandos para proteger a la niña elegida que conoce el paradero de su desaparecida esposa Maya, en donde se echa de menos un golpe de efecto que propicie algún grado de sorpresa más allá de las escenas retrospectivas que rellenan huecos descriptivos y las situaciones facilonas que se resuelven sin muchas complicaciones. Todo luce demasiado colocado para que el héroe afroamericano resuelva el problema y salve a la niña en un episodio lacrimógeno cutre. Los personajes son de una sola dimensión. Por lo menos, el espacio acentúa metáforas sobre la desigualdad, los peligros de la inteligencia artificial y el deber paterno el como arma principal de un padre que se sacrifica por su familia. La música de Zimmer es, cuanto, mucho decente para describir tensiones. Y los efectos especiales se roban mi atención con el amplio nivel de detalle que aplican a los planos de esa sociedad futura construida a base de tecnología y cibernética. Como apunte final, subrayo que John David Washington me parece un actor insípido, y aquí confirmo todas mis dudas. Su actuación como el oficial que busca a su familia es plomiza y sin ningún tipo de carisma, adornada de una extraña capa artificiosa que se marca sobre su rostro cuando se expresa y camina, aunque se rescata su pericia física para algunas escenas de riesgo. El alma de la película, dentro de las carencias, le pertenece a la pequeña desconocida Madeleine Yuna Voyles, quien añade ternura, ingenuidad y mucha inteligencia cuando interpreta a esa pequeña androide que, con cierta inocencia, descubre el valor de los vínculos humanos. Todo lo otro no es más que un refrito de ciencia-ficción que roba conceptos previamente utilizados en Blade Runner, Distrito 9Sentencia previa y A.I. Inteligencia artificial, con el fin de agregar pretendida sustancia a su mundo distópico.



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Ficha técnica
Título original: The Creator
Año: 2023
Duración: 2 hr. 13 min.
País: Estados Unidos
Director: Gareth Edwards
Guión: Gareth Edwards, Chris Weitz
Música: Hans Zimmer
Fotografía: Greig Fraser, Oren Soffer
Reparto: John David Washington, Gemma Chan, Allison Janney, Ken Watanabe, Madeleine Yuna Voyles
Calificación: 5/10


La negra de…

Asisto, con cierto entusiasmo, a una edición restaurada de La negra de..., ópera prima del director senegalés Ousmane Sembène que está considerada como la primera realizada por un negro africano en la región del África subsahariana y que, desde su recepción tibia en 1966, goza de una aclamación unánime de una nueva cinefilia que, cada cierto tiempo, le rinde culto en un altar con velas aromáticas, como si se tratara de la santa canonizada por la iglesia. Pero, en la hora que dura, no me cuenta nada que no haya visto antes con mejores resultados. En su núcleo, Sembène demuestra sus pericias estéticas para interrogar la opresión y la condición social de la inmigrante senegalesa en el período poscolonial, pero su narración simplista a menudo permanece en una superficie demasiado artificiosa, dejando a sus personajes en un terreno moral muy transparente que segrega todo el material de una manera blandengue y previsible. El argumento, basado en un cuento escrito por el propio Sembène, narra la vida de una mujer senegalesa llamada Diouana y los dilemas que esta enfrenta en Antibes, Francia, cuando trabaja como sirvienta para unos patrones burgueses que le venden falsas esperanzas (le prometieron contratarla solo para cuidar a los niños) y la someten a la dura rutina de la servidumbre voluntaria que consiste en aislamiento, colar café, cargar maletas, cocinar arroz, fregar platos, mirar paredes y dar besitos en las mejillas a los invitados franceses que todavía permanecen condicionados a las viejas prácticas prejuiciosas del colonialismo al servicio de la segregación racial, en las que el negro senegalés para ellos sigue siendo un esclavo y, por lo tanto, debe servir al colono francés racista sin posibilidad alguna de escapar del círculo de la pobreza ancestral más heredada; mientras ella, en ocasiones, recuerda los días posteriores a la independencia de Senegal en 1960 en los que disfruta pasear junto a un enamorado. El arranque, al menos, me atrae por la forma en que Sembène utiliza a su disposición una serie de dispositivos estéticos para mostrar las experiencias de Diouana con un estilo cercano al documental y el neorrealismo en blanco y negro, en donde es habitual el uso consistente el encuadre móvil de una cámara que se mueve para encuadrar el espectro de desigualdad de dos clases sociales diametralmente opuestas; la elipsis que establece un puente entre el pasado y el presente; los silencios que adornan el lado contemplativo del encuadre; la prolongada analepsis que subraya la libertad Diouana en el suelo de Dakar; la voz en off de los soliloquios de Diouana para enunciar el arrepentimiento y el sufrimiento interior que lacera su dignidad; el uso recurrente del plano simbólico (como la máscara que simboliza el fantasma africano que persigue a sus colonizadores) para comunicar emociones soterradas; el uso proxémico del espacio para establecer relaciones de poder. Sin embargo, al margen del valor semiológico que ofrece Sembène para examinar la realidad social del africano colonizado a través de los símbolos, los personajes que muestra parecen simples figuras de arcilla que solo sirven para cumplir un propósito didáctico y sus acciones se reducen a la tarea de repetir, con cierto patetismo, las mismas discusiones dialécticas del amo-esclavo en el apartamento, con el único fin de acentuar la impotencia de una mujer senegalesa que, al ser analfabeta y pobre, es víctima de la opresión poscolonial de los blancos burgueses que sistemáticamente la encarcelan en la falta de oportunidades para reemplazar sus ambiciones por la esclavitud doméstica y la discriminación institucional. Las actuaciones de Anne-Marie Jelinek y de Robert Fontaine me resultan demasiado acartonadas como la pareja acomodada, aunque reconozco que el rol central de Mbissine Thérèse Diop, dentro de sus carencias expresivas, presenta algunos registros interesantes como la mujer senegalesa solitaria, desilusionada, que abandona el idealismo para invertir la jerarquía poscolonial que suprime su identidad y que, a modo de lucha, recurre al suicidio como acto de emancipación. Todo lo demás carece de emoción o pujanza, y no encuentro ninguna sustancia que me invite a razonar más allá de la capa obvia de significantes.



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Ficha técnica
Título original: Black Girl (La noire de...)
Año: 1966
Duración: 1 hr. 05 min.
País: Senegal
Director: Ousmane Sembène
Guión: Ousmane Sembène
Música: 
Fotografía: Christian Lacoste
Reparto: Mbissine Thérèse Diop, Anne-Marie Jelinek, Robert Fontaine,
Calificación: 6/10


Senda prohibida

Johnny Eager, conocida también en otros lugares como La senda prohibida, es una película de Mervyn LeRoy que veo con mucho entusiasmo y, dicho sea de paso, me mantiene colgado del asiento durante más de hora y media. No se trata, desde luego, de una de las más logradas que he visto del director, pero me atrevo a decir que, incluso cuando transita por algunas sendas conocidas del género, en la que al parecer LeRoy retoma las raíces del cine gansteril cosechadas en Hampa dorada (1931), es una pieza de cine negro bien entretenida, que nunca pierde el ritmo de consistencia en su trama de apuestas, chantaje y asesinato, con tres actuaciones centrales de Robert Taylor, Lana Turner y Van Heflin. La trama narra la historia de Johnny Eager, un gánster que se hace pasar por taxista para distraer a las autoridades durante su período de libertad condicional, mientras por detrás dirige un poderoso sindicato del juego desde un canódromo junto a su mejor amigo Jeff, pero cuyo destino se dinamita cuando seduce a la socialité Lisbeth Bard, una mujer que estudia sociología y sospecha de su identidad falsificada desde que se enamoraron en el cruce de miradas. La narrativa del gánster con doble vida tiene unas cuantas escenas que se edifican con los mecanismos convencionales del film noir y las motivaciones básicas que se muestran en su horizonte de transparencia moral. Pero el asunto me atrapa por la manera en que LeRoy sostiene el pulso de la trama con las acciones impredecibles de los personajes y unos cuantos diálogos afilados que me invitan a razonar sobre los límites del crimen organizado; como en la escena en que Johnny colisiona con el fiscal detestable que es padre de Lisbeth y el principal responsable de enviarlo a prisión; el homicidio fingido de uno de los subordinados de Johnny en manos de una histérica mujer fatal que dispara el revólver con balas de fogueo; el esquema de chantaje planificado para impedir que el fiscal cierre con una orden judicial la pista de carrera de perros; la noche de póker en la que Johnny asegura una cuartada para matar a un traidor de la pandilla que conspira contra él; la discusión con el compañero alcohólico que aconseja a Johnny en los instantes de peligro. De la puesta en escena, casi no escucho la música de Bronislau Kaper, pero aprecio las atmósferas en blanco y negro que se iluminan con la lente de Harold Rosson para ampliar el aparato de intriga, especialmente en las calles solitarias que anuncian el tiroteo a la medianoche. En cambio, de las actuaciones principales destaco, ante todo, la de Taylor cuando interpreta con elegancia y una presencia dominante a ese mafioso calculador, mentiroso, acorralado, sin rastros de empatía, que lleva una doble vida para mantener el negocio ilícito fuera de los márgenes de la policía. Pero observo que el rol de Taylor, a veces, es eclipsado por una interpretación formidable de Van Heflin como el alcohólico con el pasado oscuro que solo le queda la botella de whisky para ahogar su existencia con soliloquios y gestos de carácter poético, en una actuación bastante creíble que se roba algunas escenas y le valió su único con Oscar a Mejor Actor de Reparto. De igual forma me convence la de Turner como la mujer rica e ingenua que consigue la caída de todos los matones solo con la locura y la histeria. Con ellos tres en pantalla, me olvido de los artificios del guion y disfruto el trayecto de giros hasta el anticipado destino fatalista en el que, como siempre, llegan los agentes policiales enviados por los capellanes del código para mostrar la placa como una especie de trofeo.



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Ficha técnica
Título original: Johnny Eager
Año: 1941
Duración: 1 hr. 47 min.
País: Estados Unidos
Director: Mervyn LeRoy
Guión: John Lee Mahin, James Edward Grant
Música: Bronislau Kaper
Fotografía: Harold Rosson
Reparto: Robert Taylor, Lana Turner, Van Heflin, Edward Arnold
Calificación: 7/10
Napoleón

Con una duración de cinco horas y media, Napoleón es una de las películas mudas más largas que he visto. A lo largo de los años muchas versiones, todas con distintas duraciones, se han proyectado en algunas salas de cine, pero la copia que ha llegado hasta mi cineteca es una edición restaurada por el historiador Kevin Brownlow. No creo que se trate de una obra maestra de la historia del cine, sobre todo por ese tercer acto algo melodramático en el que pierde ritmo y se extiende más allá de lo necesario, pero me parece una épica histórica que, en sus momentos más sólidos, pone en relieve las enormes pericias estéticas de Abel Gance como cabeza del cine impresionista francés, aunque a veces no me emociona lo suficiente como para alcanzar las nubes. Su argumento cuenta los primeros años de Napoleón en cuatro actos y dos épocas. En la primera mitad, narra los episodios en la infancia de Napoleón cuando este inicia una pelea de bolas de nieve con otros niños y estudia en una academia militar para hijos de la nobleza; la adultez temprana de un joven Napoleón que observa, como oficial del ejército, la apertura de la Revolución francesa en la que Danton, Marat y Robespierre despiertan la ira del pueblo que desea vengarse de los monarcas; los problemas familiares en Córcega que lo obligan a exiliarse para salvarse de los enemigos que lo persiguen; la ascensión a general por el liderazgo ejercido para obtener la victoria en el asedio de Toulon. En la segunda, se relata el ascenso al poder de Napoleón tras la muerte en la guillotina de Danton y Robespierre durante el reinado del terror; el cortejo romántico con Joséphine que termina en matrimonio; la batalla de Montenotte en Italia donde lanza su discurso patriótico para solidificar la moral de las tropas francesas que avanzan triunfalmente por la cima de la montaña. En las dos mitades, la narrativa mantiene un grado notable de consistencia en su reconstrucción histórica y, dicho sea de paso, me atrapa por la manera en que retrata a Bonaparte como un hombre frío, calculador, introspectivo, reservado, impasible, de presencia dominante, obsesionado con tocar el cielo como conquistador de Europa, a pesar de que Gance no suele interrogar sus horizontes morales y muchas veces lo ilustra simplemente como un líder idealista y símbolo mesiánico al servicio de la transparencia chauvinista. Por lo menos, en ese sentido, la interpretación de Albert Dieudonné eleva el material al emplear su registro expresivo para ilustrar los estados de ánimo de Napoleón con los gestos, la mirada y la imponente forma de caminar. También hay una actuación secundaria bastante agradable de Gina Manès, como la esposa Joséphine. Pero, quizá, lo que predomina con un brío significativo es la innovación técnica que Gance demuestra en la puesta en escena a través del trabajo de montaje que toma prestado algunos elementos previamente utilizados por Griffith y Eisenstein y que, ante todo, funcionan como dispositivos estéticos que acentúan en la superficie la subjetividad del protagonista, como el plano simbólico (el águila, el mapamundi, la bandera, etc.), el primer plano, el plano subjetivo, el uso de la analepsis, los paralelismos, la elipsis de estructura, la cámara en mano, la sobreimpresión de múltiples escenas, los puntos de iluminación que subrayan las sensaciones intrínsecas, los decorados que reproducen el período con el vestuario, el encuadre móvil de una cámara en constante en movimiento que rechaza el estatismo y dinamiza la acciones en las escenas de mayor intensidad, y, sobre todo, las panorámicas encuadradas con el formato Polyvision (utilizadas exclusivamente para el clímax) que ordena una relación de aspecto extremadamente amplia al mostrar tres imágenes una al lado de la otra, como si fuera un tríptico de acción simultánea en pantallas divididas. El asunto, por ese lado, es inolvidable y me deja razonando en lo que pudieron ser esas otras cinco películas biográficas sobre la carrera de Napoleón que Gance nunca pudo realizar. Esta es, propiamente dicho, una prueba de su ambición.



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Ficha técnica
Título original: Napoleon
Año: 1927
Duración: 5 hr. 33 min.
País: Francia
Director: Abel Gance
Guión: Abel Gance
Música: N/A (muda)
Fotografía: Jules Kruger, Jean-Paul Mundwiller, Léonce-Henri Burel 
Reparto: Albert Dieudonné, Gina Manès, Edmond Van Daële
Calificación: 7/10

En esta comedia fantástica, Greta Gerwig edifica la primera película de acción real de la famosa muñeca rubia de Mattel.



Póster de Barbie



El fenómeno de Barbie, de Greta Gerwig, es posiblemente uno de los más grandes que han ocurrido en la cultura popular durante todo el siglo XXI. Todavía recuerdo que, poco antes del lanzamiento, el agresivo marketing de Warner Bros. creó una enorme expectativa entre los potenciales espectadores y, dicho sea de paso, condujo a que en internet circulara una multitud de memes que luego se transformarían en la campaña de Barbenheimer, una especie de fusión entre los títulos diametralmente opuestos de Barbie y Oppenheimer que, además, aprovechaba la promoción del estreno simultáneo para que la gente las viera como una función doble en las salas de cine. Ese día yo, desafortunadamente, no pude ver una detrás de la otra y preferí en su lugar ver primero la cinta de Nolan. Pero nunca olvidaré que esa misma noche, nunca había visto a tantas personas vestidas de rosado en el cine. El fucsia se había apoderado de la moda de hombres, mujeres, niños y niñas. La fiebre de Barbie ha consumido a todo el mundo, como el adicto que se refugia en las drogas. Parecía el protocolo de vestuario de una logia, o de un apocalipsis zombi anunciando el triunfo absoluto del consumismo. Y yo, al andar vestido como para un cortejo fúnebre, como es habitual, me vi obligado a posponer el visionado para no romper la fiesta y que me echaran de la casa.


Luego de dos meses de haber sucedido ese acontecimiento, finalmente consigo ver a Barbie y comprendo de inmediato por qué la broma sobre Barbenheimer encaja perfectamente con los tópicos que examina la película desde una superficie que habla sobre los claroscuros de la mujer y del hombre como productos de la posmodernidad. Porque es una comedia fantástica que, en su núcleo de aventura, explora las fragilidades de la masculinidad y la lucha posfeminista para escapar de la matriz del feminismo utópico, a pesar de que, en ocasiones, el viaje de autodescubrimiento de Barbie y Ken pierde el punto de diversión y cae en un patetismo previsible que le quita la gracia a la fábula metanarrativa. Pero detrás de los horizontes textuales, o de las actuaciones centrales de Ryan Gosling y de Margot Robbie, hay una autoparodia higienizada y plástica que está demasiado consciente de su artificio como propiedad intelectual al servicio de una marca.




Ryan Gosling y Margot Robbie. Fotograma de Warner Bros.



El argumento, firmado con guion de Gerwig y Noah Baumbach, narra primero un preámbulo en el que varias niñas juegan con muñecas en medio del desierto y, tras la aparición de una Barbie extraterrestre de tamaño gigantesco, descubren el lado oculto de una inocencia que las fuerza a destruir los juguetes como sinónimo de una rebeldía soterrada de la infancia, en una metáfora algo obvia del anhelo de quebrar el orden establecido de la feminidad que se monta desde la niñez para transmitir los estereotipos idóneos que se esperan de la adultez. Más adelante, relata la historia de Barbie (Margot Robbie), una muñeca Barbie estereotípica que disfruta de una vida de lujo y de regocijo en Barbieland, una sociedad matriarcal que está poblada de diferentes versiones de Barbie y de Ken, así como algunos modelos antiguos que fueron descontinuados por sus rasgos extraños y una versión atípica de exterior homosexual llamado Allan (Michael Cera).


La rutina de Barbie, habitualmente, se reduce a vivir un estilo de vida aburguesado, caminar en tacones, conducir por el pueblo en su coche convertible de color rosado y saludar a las demás mujeres que ocupan trabajos prestigiosos, mientras en la playa lidia con los avances del rubio Ken (Ryan Gosling), un modelo playero que cubre su baja autoestima compitiendo con los demás Ken que también pasan sus días jugando en la playa para ganarse el afecto de ella sin importar las veces que lo ha rechazado. Pero en una noche de fiesta ocurre un punto de giro cuando Barbie es consciente de su mortalidad y, tras experimentar un descuido al amanecer (mal aliento, celulitis y pies planos), interrumpe su costumbre diaria y visita a la Barbie extraña (Kate McKinnon) del cerro para una consulta, que le dice que el problema se debe a una interferencia causada por la niña que juega con ella en el mundo real. Esto obliga a Barbie, con la presencia inesperada de Ken (al que acepta a regañadientes porque trae sus patines), a emprender un viaje por tierra, mar y aire no solo para solventar la crisis existencial, sino también para sanar las heridas emocionales de aquella niña desconocida que vive en la Tierra.



Ryan Gosling y Margot Robbie. Fotograma de Warner Bros.



La sátira de la muñeca feminista tiene un arranque que, a decir verdad, me atrapa por ese aspecto metanarrativo que le confiere al relato algunos componentes prestados de The Matrix una vez que la muñeca y el muñeco huyen de una realidad otra para descubrir verdades que desconocían de sí mismos. Como mezcla la comedia y la fantasía, no se toma nada en serio y no sirve de nada buscar respuestas donde hay nada (como el hecho de que crucen de un universo a otro por arte de magia). Pero particularmente, encuentro algo de humor en la escena en que Barbie y Ken patinan por Venice Beach mientras reciben el acoso y la burla de gente que cuestiona su aspecto infantiloide, llegando incluso a ser encarcelados por incumplir la ley. También en la que el CEO de Mattel (Will Ferrell) ordena a los agentes que recapturen a la despistada Barbie porque su sola existencia en la realidad humana perjudica la autoridad instaurada por los patriarcas corporativos. Por así decirlo, Barbie es aquí la elegida y los agentes de Mattel son los que custodian el buen funcionamiento del sistema. Pero la aventura pronto me provoca pereza y se vuelve un poco aburrida, sobre todo cuando ella descubre que la que catalizó inadvertidamente su delirio es Gloria (America Ferrara), una diseñadora de Mattel que comenzó a jugar con los viejos juguetes de Barbie con la idea no solo de renovar la imagen de las muñecas desechando los viejos valores de la feminidad, sino, además, para reparar el vínculo con su hija preadolescente llamada Sasha (Ariana Greenblatt), quien cuestiona la frivolidad de los estándares de beldad que falsifican la esencia de la mujer. Para mi gusto, todo lo que sigue es decididamente fútil y predecible cuando las tres mujeres escapan de los agentes vestidos de negro para ir recuperar a Barbieland.



Todas se llaman Barbie.



Sin embargo, lejos de los mecanismos narrativos más convencionales Gerwig, por lo menos, añade apuntes discursivos que me invitan a razonar seriamente sobre la densidad ontológica del hombre y de la mujer como una consecuencia de existir en la cárcel de la posmodernidad. Las capas de lectura se intercambian a lo largo del metraje y evitan el maniqueísmo, consiguiendo un extraño equilibro que subraya los peligros de una guerra extremista entre los géneros que trae, en efecto, un daño colateral que puede ser tan malo para ambas corrientes si se programa como factor decisivo para la resolución de los problemas.


Por una parte, Gerwig muestra las debilidades de la masculinidad entendida como la preocupación de un individuo frágil, ególatra, tímido, sumiso, inseguro, envidioso, que anhela destacarse en un círculo masculino para ser reconocido y busca la aprobación de los demás para aminorar el resentimiento originado por la vergüenza al rechazo y el miedo a la soledad que se prolonga como síntoma de la inmadurez inmediata de la adolescencia. Esto es especialmente cierto cuando su Ken, en la búsqueda de su identidad, acumula sentimientos de rencor en su interior cuando sus súplicas sexuales son rechazadas por Barbie y, luego, en el mundo verdadero piensa en una concepción errática del patriarcado que lo presiona para asimilar el estándar masculino idealizado que cambia radicalmente su manera de ser como villano de turno, donde la idea de ser hombre para él no es más que el significado de dominar a las mujeres en un sistema de opresión y reducirlas al precio de un objeto de placer como venganza. Como un adolescente confundido, Ken prueba el poder extremo de la ideología para el beneficio propio e instala un régimen patriarcal en Barbieland, en el que lava el cerebro a los demás Ken y remueve los privilegios de las mujeres hasta esclavizarlas en un estado de sumisión para que cumplan con el rol de novias agradables y amas de casa, pero sin darse cuenta de las consecuencias de su inmadurez y del daño que causa a todos los demás. La danza climática de la canción “I’m just Ken” metaforiza todas esas contrariedades y lo redime, dicho sea de paso, cuando canta las líricas no solo para absorber su identidad masculina y la cuantía de ser uno mismo, sino para entender el respeto hacia las mujeres y reconocer los límites de la moralidad, celebrando de esa forma su entrada a la madurez.





Todos son Ken.



Por otro lado, Gerwig redimensiona su discurso monolítico que está presente en Lady Bird y la insulsa Mujercitas para ponderar los beneficios del posfeminismo y, de ese modo, desmontar la ficción del feminismo radical que se entiende como dictadura misándrica en la que triunfa la sororidad y las mujeres oprimen a los hombres en una sociedad perfecta administrada solo por ellas. Barbieland representa un Estado de esa naturaleza, donde los Kens solo tienen el derecho a ser servicial y a cumplir con los caprichos de las Barbies que toman las decisiones. Y la Barbie protagónica ejerce la determinación de una figura libertadora, frontal, predispuesta, que piensa fuera de la caja justamente para asumir un liderazgo que la ayuda a descentralizar las estructuras de poder jerárquicas de Barbieland a partir, primero, de sus experiencias en la realidad alternativa que goza de una económica neoliberal en la que todos tienen la oportunidad de ser competitivos en el mercado capitalista sin distinción de género, y, segundo, al cuestionar las normas de belleza que cosifican a la mujer y, comprender, luego del plan para detener la hegemonía de los Ken, que la feminidad es más que un simple accesorio cosmético de plástico y su empoderamiento radica, legítimamente, en la necesidad de rechazar las utopías inalcanzables para abrazar la independencia femenina como la única vía para el crecimiento personal.




 

En ese sentido, la actuación de Robbie me resulta bastante creíble dentro de los marcos aceptables. No se trata de algo fuera de serie, pero su registro luce agradable cuando mimetiza el movimiento, la sonrisa, la mirada y los gestos de una muñeca de carne y hueso de Mattel. Interpreta a Barbie como una muchacha vanidosa, decidida, segura de sí misma, obsesionada con la apariencia física que, tras unos encontronazos, abandona el glamour fabricado por las modas cosméticas y las revistas de estilo de vida para aceptar sus imperfecciones y declarar la valía de ser una mujer auténtica en el mundo real. Pero, por alguna razón que desconozco, insólitamente, su protagonismo como Barbie disminuye cuando Gosling entra en escena. Debajo de la comicidad, la interpretación de Gosling posee cierta profundidad emocional cuando modela a Ken como el muñeco olvidado al que nadie le pone caso por su ingenuidad, torpeza y falta de autonomía, en una odisea que lo lleva a hallar su propia identidad masculina en el trayecto de la autoaceptación; pero notablemente se roba el show porque demuestra, una vez más, el talento que tiene para bailar y cantar en números musicales que exigen de un grado de pericia física. Su Ken irradia una kenergía absoluta y actúa exactamente como un autómata o un muñeco de acción de esos que adornan estanterías.


Al margen de esos elementos, esta película de Gerwig se siente como un chicle Dubble Bubble en la boca después de masticarlo durante dos horas. La disfruto cuando comienza, pero al rato pierde el sabor azucarado. Su envoltura militantemente posfeminista no me molesta en lo más mínimo y se agradece, desde luego, ese estilismo visual que solidifica la utopía matriarcal de Barbieland a través de escenarios coloridos pintados con tonalidades del magenta y el azul cerúleo que se asemejan a las residencias de juguete en miniatura de las muñecas Barbie, así como una banda sonora que incluye canciones contagiosas que no puedo sacar mi mente una vez que ruedan los créditos. El resultado es tibio, complaciente, con algunas olas irregulares de ritmo, sin alcanzar jamás los niveles de divertimiento que se vende en su estrategia de publicidad. No sé qué tiempo tarden en producir una secuela, pero solo espero que sea mejor que esta historia de origen de la muñeca creada por Ruth Handler.



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Ficha técnica
Título original: Barbie
Año: 2023
Duración: 2 hr. 14 min.
País: Estados Unidos
Director: Greta Gerwig
Guion: Greta Gerwig, Noah Baumbach
Música: Mark Ronson, Andrew Wyatt
Fotografía: Rodrigo Prieto
Reparto: Margot Robbie, Ryan Gosling, America Ferrara, Kate McKinnon
Calificación: 6/10

Tráiler de Barbie


El conde

En El conde, Pablo Larraín regresa a ese cine sobre figuras históricas que ha depurado su estilo en los últimos años (con ejemplos tan claros como Jackie, Neruda y Spencer), pero refugiándose en los elementos habituales de la sátira para señalar, en clave de la ucronía y de la comedia de terror, algunos de los delitos del dictador chileno Augusto Pinochet. No es exactamente una película que me traslade hasta las nubes de su filmografía, sobre todo porque a veces pierde ritmo y su crítica política permanece situada en un terreno gris, pero su farsa de terror vampírico me resulta mordaz, oscura y bien entretenida cuando vuela por los cielos para interrogar la decadencia de una élite política que se chupa la sangre de los inocentes en beneficios de la tiranía. Su núcleo parece casi una secuela espiritual de El club, pero ahora su argumento no se concentra en unos curas condenados al ostracismo mientras expían sus pecados, sino más bien en una familia de burgueses que se reúnen a puerta cerrada para discutir su estado decadente; en una extraña mezcla narrativa que toma prestada algunas ideas conceptuales de Teorema (Pasolini, 1968) y Nosferatu, el vampiro (Herzog, 1979). Tras el breve prólogo de una voz en off que describe a Pinochet como un vampiro de 250 años que comenzó su historial delictivo desde la Revolución francesa, su trama se desarrolla en la actualidad chilena y muestra a Pinochet como un anciano débil, cansado, inmoral, atrapado por la gloria del pasado, que ha dejado de tomar la sangre de la gente y tras su muerte fingida vive en una localidad remota junto a su fiel mayordomo, Fyodor; donde tiene la intención de morirse de una vez por todas por la complicada situación financiera de su familia y la deshonra pública de su figura (le molesta que lo acusen de ladrón, a pesar de que no le importa que lo llamen asesino), aunque ocasionalmente suele vestirse de militar para volar de noche por la ciudad en busca de nuevas víctimas. El periplo del vampiro Pinochet, dentro de su marco de originalidad, tiene algunas escenas divertidas que se construyen a partir de los episodios sangrientos y, ante todo, de los diálogos que sostiene la familia con una monja joven que llega para exorcizar los demonios del conde, pero cuya sintaxis, arreglada por el relato no iconógeno, revela a modo subliminal la corrupción del dictador entendido como el enriquecimiento ilícito de un tirano corrupto que, fuera de los crímenes de lesa humanidad y de la falta de ética, se refugiaba en la malversación de fondos estatales y en el lavado de activos para enriquecer a su familia. Su discurso de carácter antipinochetista también acentúa la hipocresía conservadora para aceptar las verdades lóbregas que se ceden como herencia dentro de la esfera de privilegios, mostrando a Pinochet y su familia sin ningún tipo de carisma o empatía, como seres vampirescos de moral putrefacta, aunque en algunos pasajes se debilita cuando solo subraya la parte obvia del asunto. Sin embargo, incluso con las falencias discursivas la fábula gótica mantiene un grado de consistencia, manteniendo el tono burlesco con actuaciones agradables de ​Jaime Vadell, Paula Luchsinger, Gloria Münchmeyer y el siempre mayúsculo Alfredo Castro. Con ellos, Larraín reconstruye los últimos días del dictador no solo para revisar las fechorías oscurecidas por la impunidad, sino, además, para rastrear el legado político que todavía pesa sobre la memoria colectiva de una sociedad chilena amenazada por el resurgimiento de la extrema derecha; en una puesta en escena que goza de realismo mágico y de atmósferas oscuras de contraste gótico que elevan el componente proxémico del espacio con el trabajo fotográfico en blanco y negro de Edward Lachman, además de una partitura de música clásica que escucho con placer. A veces el resultado peca de solemne, pero es una comedia negra que nunca pierde su horizonte cómico, profano y excéntrico. Para mi gusto es, propiamente dicho, otra buena película del director chileno.



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Ficha técnica
Título original: El Conde
Año: 2023
Duración: 1 hr. 51 min.
País: Chile
Director: Pablo Larraín
Guión: Guillermo Calderón, Pablo Larraín
Música: 
Fotografía: Edward Lachman
Reparto: Jaime Vadell, Paula Luchsinger, Alfredo Castro, Gloria Münchmeyer, Stella Gonet 
Calificación: 7/10


Tortugas Ninja: Caos mutante

Tortugas Ninja: Caos mutante es una película animada que consigo visionar para recuperar algo de esa nostalgia de la entretenida serie animada de los 80 y supone, además, un nuevo reboot que revela las inclinaciones de la Paramount Pictures para seguir ordeñando la franquicia luego del bodrio de Teenage Mutant Ninja Turtles (2014) y la respectiva secuela que mezclan imágenes reales con las generadas por ordenador. Pero en el acto, atravieso sensaciones similares a lo que experimenté años atrás viendo la fatigosa TMNT (2007), y no comprendo para nada la supuesta aclamación que ha tenido. Es una película de mayoría de edad que goza de una animación estilizada, pero que, de alguna manera, en la superficie se vuelve bastante aburrida con sus tortugas mutantes que luchan esta vez contra el prejuicio y la aceptación, en más de una hora y media que agrede continuamente a mi cerebro con su espectáculo acartonado que se repite inútilmente en la ciudad de Nueva York. Tras un breve prólogo en el que un científico es perseguido por militares y tira a la alcantarilla un desecho radioactivo, la trama se sitúa 15 años después y narra las experiencias de cuatro tortugas mutantes [Leonardo, Donatello, Rafael, Miguel Ángel] que viven en los alcantarillados y, ocasionalmente, suben a las calles para explorar el mundo humano discriminatorio que los rechaza, además de poner a prueba las habilidades de ninjutsu que les ha enseñado su padre, la rata antropomórfica Splinter, con el fin de que se defiendan de los humanos en caso de que sufran alguna agresión por su aspecto físico; pero cuyo destino cambia radicalmente cuando ayudan a la joven periodista Abril O'Neil para impedir los planes de Super Mosca, una mosca mutada que reúne a un ejército de mutantes y anhela acabar con la raza humana para instalar un mundo dominado por los de su especie. De un modo convencional, la trama desde el principio se torna bien previsible cuando las acciones de los personajes se reducen a las peleas con los tipos malos, a las persecuciones por las avenidas, a los instantes de intimidad familiar entre el padre y sus hijos en las cloacas. No hay factor de diversión. La narrativa sufre de una pérdida de ritmo que atropella la acción, mantiene a los personajes en las descripciones más aparentes y vierte la aventura en un tanque de aguas residuales, donde se reciclan las pretensiones de los chistes de una línea y se amplía la desesperación de agradar de unos personajes que carecen de gracia. Solo me aventuro a rescatar el estilo visual bastante atrayente que renderiza a los personajes animados como si fueran caricaturas del cómic en los bordes, la iluminación y las texturas, con un sombreado de celdas en 2D muy parecido a lo que se ofrece en Spider-Man: Into the Spider-Verse en materia de movimiento; el trabajo de doblaje que captura las características de los personajes con las voces peculiares; y, sobre todo, la banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross que reproduce para mis oídos algunos clásicos del hip-hop como "Ante-Up", "Can I Kick It?" y "Shimmy Shimmy Ya", además de un leitmotiv que evoca la melancolía del rechazo. Todo lo otro se queda en buenas intenciones y me quita todo el interés por ver una secuela.



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Ficha técnica
Título original: Teenage Mutant Ninja Turtles: Mutant Mayhem
Año: 2023
Duración: 1 hr. 39 min.
País: Estados Unidos
Director: Jeff Rowe, Kyler Spears
Guión: Seth Rogen, Evan Goldberg, Dan Hernandez, Benji Samit, Jeff Rowe
Música: Trent Reznor, Atticus Ross
Fotografía: Kent Seki
Reparto (voces): Nicolas Cantu, Micah Abbey, Shamon Brown Jr., Brady Noon, Ayo Edebiri, John Cena, Seth Rogen, Jackie Chan, Ice Cube
Calificación: 4/10
Muerte en el Nilo

Muerte en el Nilo supone la segunda entrega en la nueva saga del detective Hercule Poirot a cargo de Kenneth Branagh y que, además, es otra adaptación de la novela homónima de Agatha Christie que previamente había sido llevada al cine en 1978. En mi opinión, se trata de una secuela que es ligeramente superior a la antecesora cuando Branagh toma la lupa de Poirot, pero su misterio whodunit en el Nilo no es capaz de ocultar las debilidades que hunden su trama en un río regular y predecible, donde constantemente soy asaltado por esa impresión de que todo está demasiado colocado al servicio de los artificios del género. Luego de un prólogo que acentúa las heridas que recibe Poirot durante la Gran Guerra en 1914 y una breve visita a una fiesta en un club en Londres en 1937, el argumento se desarrolla en Egipto y sigue el rastro del detective belga cuando pasea en un barco que navega por las aguas del río Nilo, donde se reúne con un grupo de invitados que celebran la boda de la multimillonaria Linnet Ridgeway y su esposo, el galán Simon Doyle. Hay unas cuantas conversaciones que sirven para conocer las intenciones de los huéspedes y, especialmente, de Jacqueline Bellefort, la antigua amante de Simon que está consumida por los celos y desea vengarse de su amiga Linnet por arrebatarle a su novio. Y por medio de la elipsis, Branagh anticipa los signos del asesinato que se planea en las sombras por el culpable que se esconde detrás de los sospechosos pasajeros, entre los que se halla una dama aburguesada y su criada, la mucama de la recién casada, el gerente financiero y primo de Linnet, una famosa cantante de jazz y su sobrina, el gran amigo Bouc y su madre que es pintora paisajista, un médico sinuoso y ex prometido de Linnet. Sin embargo, su narrativa policíaca permanece en la zona segura de las convenciones del whodunit y pocas veces me sorprende lo que veo porque descubro con cierta facilidad la identidad del homicida. Solo dos factores captan mi atención. El primero, es el papel protagónico de Branagh que disfruto ver, ante todo, en la climática confrontación a puertas cerradas en la que su Poirot interroga con a los sospechosos para ofrecer una demostración de esas cualidades deductivas que reconstruyen el enigma del homicidio en blanco y negro a través de las pistas señaladas por la analepsis, en una versión del detective del bigote que muestra las cicatrices psicológicas que lo obligaron a refugiarse en la solución de crímenes e, incluso con los claroscuros menores, le añade una identidad propia que lo separa del resto. Y, segundo, la reproducción elegante del período en los decorados y el vestuario, además de una música de Patrick Doyle que destapa mis oídos con su leitmotiv evocativo de sinfonías exóticas y melodías orientales. El resultado, propiamente dicho, es más rotundo que El asesinato en el expreso de oriente, pero a veces me da la sensación de que pesa como agua tibia y nunca se escapa de las arenas movedizas.



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Ficha técnica
Título original: Death on the Nile
Año: 2022
Duración: 2 hr. 07 min.
País: Estados Unidos
Director: Kenneth Branagh
Guión: Michael Green
Música: Patrick Doyle
Fotografía: Haris Zambarloukos
Reparto: Kenneth Branagh, Gal Gadot, Letitia Wright, Armie Hammer, Annette Benning,
Calificación: 6/10

La vida electrizante de Louis Wain

En La vida electrizante de Louis Wain, el primer largometraje en solitario del joven cineasta inglés Will Sharpe, se retrata por primera vez en el cine la biografía de Louis Wain, aquel pintor e ilustrador de la época victoriana que se hizo famoso por sus pinturas sobre gatos antropomórficos en distintos estilos (se dice incluso que los gatos que pintó al final de su vida en forma de patrones abstractos caleidoscópicos han sido identificados como un modelo precursor del arte psicodélico). Es un biopic que ofrece una interpretación finamente ajustada de Benedict Cumberbatch, pero que, lejos de algunas construcciones visuales, se vuelve aburrido y un poco redundante retratando los episodios cotidianos del artista excéntrico de los felinos. La trama se sitúa a final del siglo XIX y describe a Louis Wain como un artista ingenioso, torpe, indeciso, que además de ser un inventor preocupado por las patentes de la electricidad, mantiene varios trabajos como ilustrador en The Illustrated London News que dirige el editor señor William Ingram, con la finalidad de mantener a cinco hermanas y a su madre, convirtiéndose en el principal sustento de la familia tras el fallecimiento de su padre. El arranque de la historia consigue atrapar mi atención por la manera en que se narran los capítulos del genio atormentado en una serie de situaciones cómicas que ilustran a plenitud las responsabilidades familiares, entendido como los sacrificios de un artista que divide su tiempo entre las actividades personales y los deberes de proteger a su familia, mientras se amplifica el espectro de la pobreza y se enamora de una institutriz que contrata para educar a sus hermanas más pequeñas. Sin embargo, luego del romance y de las breves escenas de felicidad que el protagonista encuentra como fuente de inspiración al lado de Emily Richardson en una casa en el campo, el argumento se debilita porque cae en la rutina de ese patetismo que coloca a los personajes en unas escenas predecibles que se repiten sin ningún rastro de emotividad o de alguna sorpresa que me alegre la tarde. De esa forma para mí no es muy difícil anticipar la tragedia de Wain y el duelo que este supera pintando gatos en lienzos que simbolizan la condición humana; las discusiones a puerta cerrada con la hermana que reprocha sus decisiones erráticas para solventar la crisis financiera de la familia; el éxito que alcanza en una sociedad victoriana en la que abunda el oportunismo; la esquizofrenia que lo convierte en un pintor aislado del mundo en un instituto psiquiátrico. El manejo de la elipsis entorpece el ritmo. Solo me cautivan dos cosas. Primero, la actuación de Cumberbatch que ilustra, de manera creíble, la ética del deber y la inmolación de un artista desilusionado que se refugia en la pintura de gatos para reflejar sus estados de ánimo y la imposibilidad de superar la pérdida de su amada, con un grado de gestualidad que se eleva con la voz, las manías y las miradas. Y, segundo, el estilismo visual que altera el nivel de tinta de la colorización para subrayar la desrealización del protagonista (casi como si se tratara de una experiencia psicodélica) y, sobre todo, la auténtica reproducción del período que se acentúa a través de los decorados y del vestuario victoriano. Lo demás, por así decirlo, no me causa ni frío ni calor.



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Ficha técnica
Título original: The Electrical Life of Louis Wain
Año: 2021
Duración: 1 hr. 46 min.
País: Reino Unido
Director: Will Sharpe
Guión: Will Sharpe
Música: Arthur Sharpe
Fotografía: Erik Wilson
Reparto: Benedict Cumberbatch, Claire Foy, Andrea Riseborough, Toby Jones, Aimee Lou Wood
Calificación: 5/10


Vitalina Varela

En Vitalina Varela, la película más reciente del cineasta portugués Pedro Costa, se examina en clave de docuficción la circunstancia del inmigrante caboverdiano, con las inclinaciones estéticas que gobiernan la praxis de su estilo desde comienzos de este siglo y que parece haber heredado del nuevo cine portugués. Desde su estreno en el Festival de Cine de Locarno, recibió una aclamación unánime de los culturetas de la crítica festivalera que acuden religiosamente a esos lugares para santificar obras y lanzar un canto de loas con las típicas frases prefabricadas (como "redonda", "única", "exigente" y "cine en estado de gracia") que son fundamentales para justificar el salario de periodista y los gastos pagos. Yo, que siempre pongo en duda la pontificación excesiva de ciertas películas, descubro que es una cinta de Costa que, a decir verdad, tiene cierto valor semiológico para interrogar realidades sociales a través de los símbolos que coloca calculadamente en el encuadre, con un grado de ascetismo muy cercano a la antropología visual del cine de Oliveira. Pero lejos de la plasticidad tenebrista que añade poesía con los claroscuros, me parece un ejercicio de docuficción plomizo, fútil y abrumadoramente letárgico de Costa, en el que no sucede nada sustancioso que me invite a razonar más allá de la pretensiosa capa de significantes y de los personajes huecos que se difuminan entre las sombras de sus miserias personales. El argumento se sitúa en un barrio marginal y narra los pasajes de Vitalina Varela, una mujer caboverdiana de 55 años que llega a Lisboa tres días después de celebrarse el funeral de su marido (se entiende que emigró de manera ilegal durante el período de transición portuguesa y después fue apresado), luego de haber esperado cerca de 25 años para conseguirlo. Su narrativa estructura el dispositivo de acción a través de largos soliloquios y silencios que revelan, con la lupa docuficcional, el sufrimiento que atraviesa doña Vitalina en el suburbio de chabolas de Fontainhas, mientras camina por los callejones oscuros habitados por personas que conocieron a su esposo y descubre los secretos del pasado que este se llevó a la tumba. En el horizonte más aparente, los dilemas de la protagonista le sirven a Costa para encuadrar de nuevo el dolor de esos hombres convertidos en fantasmas marginados que parecen estar atrapados en laberintos suburbiales y no hallan una luz que ilumine sus días oscuros. Sin embargo, utiliza el principio de no duplicidad de la imagen para sintetizar, por medio de distintos símbolos (el crucifijo, las velas, las fotos, las tumbas, etc.), un retrato sobre la condición socioeconómica y política del inmigrante caboverdiano en la sociedad portuguesa entendido como el estado de resistencia de una mujer que está acostumbrada a sufrir los claroscuros de la pobreza y de la marginación que nubla su desgraciada existencia, sin llegar a ser nunca explícitamente sociológico en su tratado (el funeral simboliza la imposibilidad del inmigrante caboverdiano de encontrar un atisbo de esperanza que mejore su calidad de vida humana). El problema que encuentro, al menos en el exterior, es que Costa solo emplea a los personajes como simples autómatas artificiosos, con la finalidad de subrayar inquietudes textuales que no van a ninguna parte y, entre otras cosas, se vuelven terriblemente redundantes, en unas situaciones que carecen de intimismo o de algún punto de sensibilidad con esos actores no profesionales (Vitalina Varela y Ventura otra vez interpretando versiones ficticias de sí mismos) que pueblan sus espacios sórdidos como un tableau vivant de muertos en el cementerio. Sus posibilidades expresivas lucen calculadas y sin ningún ápice de emotividad. Solo me produce algo de placer estético el trabajo fotográfico de Leonardo Simões para dotar cada plano de atmósferas lúgubres y de una belleza absorbente a contraluz, en unos entornos marginales que, por su fuerza telúrica, parecen lienzos de efectismo caravaggiesco. Todo lo demás se queda en intenciones y me resulta excesivamente largo en sus dos horas de monólogos del purgatorio y gestos de supuesta tristeza caboverdiana.



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Ficha técnica
Título original: Vitalina Varela
Año: 2019
Duración: 2 hr. 04 min.
País: Portugal
Director: Pedro Costa
Guión: Pedro Costa, Vitalina Varela
Música: N/A
Fotografía: Leonardo Simões
Reparto: Vitalina Varela, Ventura
Calificación: 5/10