El siguiente ensayo tiene como objetivo investigar las rupturas estéticas en la historia del cine dominicano hasta el siglo XXI.

El cine dominicano, como manifestación cultural de una nación caribeña marcada por la dictadura trujillista, los flujos migratorios transnacionales y las tiranteces sociopolíticas posbalagueristas, ha experimentado una evolución estética que se caracteriza por rupturas significativas en sus formas narrativas, visuales y temáticas. En su memoria todavía quedan las huellas imborrables de comedias comerciales con narrativas lineales cercanas al telefilme y guiones pobres en su nomenclatura, producciones de cuestionable “calidad” técnica que ponen en duda las pericias de los involucrados; esas que de vez en cuando siguen estrenándose en las salas de cine comercial para procurar la atención de un público más o menos acostumbrado a mirar programas cómicos de la televisión local. Pero su progresión histórica, hasta el día de hoy, refleja a la vez producciones con presupuestos exiguos que subrayan ya nuevas rupturas epistemológicas en sus pretensiones de formalismo estético, premiadas en festivales internacionales de cine por su exploración rupturista de realidades socioculturales, antropológicas y políticas. El Nuevo Cine Dominicano es ya una realidad palpable como movimiento o, mejor dicho, como período innovador de la historia de nuestro cine. Para entender cómo ha ocurrido esto en apenas una década, me dispongo a adoptar una perspectiva diacrónica-sincrónica para trazar las innovaciones estéticas de algunas películas criollas y, asimismo, identificar los contrastes dentro de periodos específicos, como la coexistencia de comedias comerciales orientadas al mercado masivo y dramas autorales con un enfoque primordialmente denunciatorio en la era post-Ley 108-10, en un intento de destacar cómo estas dinámicas internas enriquecen el ecosistema cinematográfico dominicano y manifiestan, de igual forma, tensiones estéticas inherentes a la producción cultural en contextos periféricos.
El concepto de «ruptura estética», en este caso, responde a cierta corriente de la filosofía del cine, particularmente en las teorías de Gilles Deleuze, quien distingue entre la imagen-movimiento —característica del cine clásico, con narrativas causales y representaciones miméticas— y la imagen-tiempo, que emerge en el cine moderno como una fractura ontológica donde el tiempo se libera de la acción, una síntesis fluida del devenir que permite cristalizaciones de lo virtual y lo actual para engendrar nuevas percepciones del mundo (Deleuze 1984, 1986). En el contexto dominicano, estas rupturas se manifiestan como quiebres con el realismo mimético heredado de formatos televisivos y de la copia de fórmulas estereotipadas del cine hollywoodense, evolucionando hacia estructuras menos lineales, híbridas y antropológicas que interrogaban la identidad cultural de una sociedad dominicana fragmentada por el colonialismo, la dictadura, la inmigración, la desigualdad social, la corrupción política y la globalización. André Bazin, por su parte, aporta el concepto de realismo ontológico, enfatizando la capacidad del cine para capturar la duración bergsoniana de la realidad “sin intervenciones manipuladoras”, un ideal que el cine dominicano temprano lucha por alcanzar debido a limitaciones técnicas, pero que se realiza, más adelante, en producciones rupturistas contemporáneas mediante estructuras de montaje, elipsis, planos ambiguos y estilos contemplativos derivados del cine de autor europeo para lograr un espacio de significación sobre el encuadre (Bazin 1990) que se mantenga fiel al realismo.
El factor preponderante en esta ruptura estética del cine dominicano es la Ley No. 108-10 para el Fomento de la Actividad Cinematográfica, promulgada en 2010 durante el gobierno de Leonel Fernández, que incorpora principios de liberalismo económico para atraer inversiones extranjeras y coproducciones que, entre otras cosas, elevaron la producción anual de uno o dos largometrajes antes de su creación a más de 30 películas en 2025, abarcando géneros diversos desde comedias hasta dramas sociales. Pero esto no ocurre solo por políticas públicas bienintencionadas, sino, más bien, por las bendiciones del capitalismo, el libre mercado y la propiedad privada. La ley de cine, literalmente, despoja al Estado de un control directo sobre la producción, relegándolo a un rol regulador a través de la Dirección General de Cine (DGCINE) y el Fondo de Promoción Cinematográfica (FONPROCINE), mientras fomenta la inversión privada mediante incentivos fiscales como exenciones impositivas del 100% en equipos cinematográficos y créditos transferibles del 25% en gastos locales, por poner ejemplos. El resultado ha sido un crecimiento exponencial de la industria, como es de esperar, creando más de 25,000 empleos directos entre hombres y mujeres, e inyectando US$649 millones en inversiones desde 2012. Pero lo más importante, quizás, radica en que logra catalizar rupturas estéticas al facilitar el acceso a tecnologías digitales y procura, a la vez, la formación profesional de cineastas emergentes en carreras de cine como la de Altos de Chavón, INTEC y UNIBE. Fonprocine actúa como un guardián que impulsa la industria cinematográfica nacional mediante un concurso público que financia la escritura de guiones, el desarrollo, la producción, la postproducción y las coproducciones minoritarias, con el objetivo de promover la innovación a través de pluralidad de voces y estilos, además de la profesionalización del talento joven al asignar recursos económicos para fortalecer proyectos innovadores que consoliden el cine dominicano y aumenten su reconocimiento tanto a nivel nacional como internacional. Este modelo de autonomía del sector privado, respaldado por un marco regulatorio ligero de la ley de cine, ha permitido que incluso producciones comercialmente fallidas o controversiales contribuyan al dinamismo de una industria que se enmarca en la riqueza cultural dominicana y que obliga a cineastas dominicanos a explorar narrativas desafiantes dentro de géneros poco tradicionales, fortaleciendo así una identidad cinematográfica transnacional que, desafiando las barreras tradicionales del cine latinoamericano, poco a poco resuena en festivales internacionales de prestigio como Berlín, Venecia, Locarno y Toronto.
La infraestructura del cine dominicano actual, con sus irregularidades y ciertas debilidades estructurales, que todavía siguen vigentes, no es la misma que en los tiempos previos a la ley de cine. La ley de cine le ha otorgado una identidad propia a la cinematografía dominicana que cada vez se vuelve más robusta en materia de calidad de algunas de las producciones de cine de autor. Los procedimientos formales y temas recurrentes ya saltan las barreras trasnacionales. Pero históricamente, nunca fue así. El cine dominicano se inicia con las exhibiciones del cinematógrafo Lumière que trajo consigo el empresario italiano Francesco Grecco a mediados de julio del año 1900 en la provincia de la Vega, apenas un mes antes de otra histórica proyección suya que tuvo lugar en el Teatro Curiel de Puerto Plata el 27 de agosto del mismo año, como señala el historiador eclesiástico y crítico de cine José Luis Sáez en su libro “Historia de un sueño importado. Ensayos sobre el cine en Santo Domingo”. Más de dos décadas después de este acontecimiento, el pionero Francisco Arturo Palau dirigió durante el cine mudo la primera película dominicana, titulada La leyenda de la Virgen de la Altagracia, estrenada el 16 de febrero de 1923 con un metraje de tan solo 20 minutos y de la que, por desgracia, no se conserva ninguna copia. Al año siguiente, Palau estrenó Las emboscadas de Cupido (1924), que fue éxito rotundo en la capital y alcanzó múltiples exhibiciones en las ciudades más importantes del interior del país (Lora 2020, 14-15). A diferencia de La leyenda de la Virgen de la Altagracia, se puede deducir que, con Las emboscadas de Cupido, Palau quería narrar algo distinto al contar en cinco actos la comedia romántica de una pareja de enamorados que no tiene el consentimiento del padre de la novia para consumar su relación mientras el novio lucha para que el padre pueda aceptarlo. Al igual que la primera, la segunda es un cortometraje mudo perdido del que nunca se sabrá con certeza si hubo o no algún hallazgo estético lejos de los pocos fotogramas preservados actualmente disponibles.
A partir de entonces, el desarrollo de la industria del cine dominicano se truncó durante la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo (1930-1961), reduciéndose a documentales propagandísticos que exaltaban el régimen mediante imágenes-movimiento ideológicamente cargadas, diseñadas para reforzar narrativas de progreso autoritario sin rupturas críticas (Lora 2020, 16-17). Post-dictadura, arranca un cine de denuncia que, aunque limitado por estéticas televisivas, inicia quiebres con el pasado en la realización de varios documentales que acentúan la cultura nacional; en los 90, se consolida un modelo comercial con comedias migratorias o costumbristas; y tras la ley, surge lentamente un "nuevo cine dominicano" con fortalezas en el uso de escenarios naturalistas, narraciones sobrias, discursos sociopolíticos, diálogos vernáculos impregnados de jergas locales y música extradiegética autóctona como el merengue y la bachata, aunque persisten debilidades como la repetición temática en comedias y la subrepresentación de géneros menos producidos como la ciencia-ficción, el western o el terror psicológico. Sincrónicamente, en la década de 2010, coexisten comedias comerciales con filmes autorales que rompen con estructuras lineales, incorporando innovaciones formales inspiradas en la estética de la Nouvelle vague francesa o el realismo visto en el cine de autor latinoamericano de los últimos años, para abordar tópicos como la identidad híbrida, la migración forzosa y la corrupción endémica. Con fines de síntesis, este análisis se basa en unas cuantas películas emblemáticas desde La silla (Domínguez, 1963) hasta Pepe (De Los Santos, 2024), ilustrando cómo la ley de cine impulsó una industria más plural y depurada, ayudando a un impacto cultural que trasciende la taquilla al preservar la memoria histórica y fomentar representaciones sociales profundas que desafían estereotipos caribeños exotizados en aguas lejanas. Como argumenta Félix Manuel Lora en su antología comprehensiva, esta evolución refleja un trayecto desde ficciones posdictatoriales hasta diversificaciones dramáticas post-ley, donde el cine se convierte en un espacio de ruptura estética (Lora 2020). De igual modo, Adriana Tolentino y Patricia Tomé, en su compilación de miradas críticas, enfatizan la necesidad de analizar el cine actual dominicano mediante lentes filosóficas que desentrañen sus rupturas formales y temáticas (Tolentino y Tomé 2017). Este ensayo intenta ir por esa ruta.
Las raíces: Cine post-dictadura y primeras rupturas estéticas (1960-1979)
El cine dominicano posterior al asesinato de Trujillo en 1961 representa una ruptura fundacional con el vacío productivo impuesto por la dictadura, transitando de documentales propagandísticos —que operaban bajo un régimen de imagen-movimiento deleuziano, subordinando el tiempo a acciones ideológicamente dirigidas para glorificar el poder absoluto— a ficciones críticas que, aunque constreñidas por recursos técnicos precarios, inician un camino hacia la imagen-tiempo, donde el pasado traumático se cristaliza en formas alegóricas y contemplativas. La era trujillista frenó cualquier desarrollo artístico autónomo más allá de los artistas que colaboraban con el régimen en sus asuntos de propaganda, confinándolo a producciones como los documentales de Rafael Augusto Sánchez Sanlley ("Pupito") realizados a partir de 1953 con la empresa Cinema Dominicana, que, aunque capturaban contrastes sociales urbanos y la miseria que vivían las clases más empobrecidas de la época, lo hacían bajo una censura estricta que eliminaba cualquier potencial rupturista, resultando en su eventual desaparición y simbolizando, además, la supresión de una estética ontológica baziniana que pudiera revelar la duración real de la opresión mediante imágenes cinematográficas (Lora 2020, 17; Bazin 1990). Tras 1961, el cine dominicano irrumpe como un instrumento de denuncia histórica con el documental 30 de mayo: gesta libertadora (Mateo, 1961), arrancando el silencio político mediante narrativas que, aunque lineales y televisivas, atraviesan el eje del realismo crudo y el material de archivo para confrontar el legado dictatorial.
La silla (1963), dirigida por el dramaturgo Franklin Domínguez, encarna esta primera ruptura pos-trujillista al transformar un formato fílmico de 35mm —con puntos de iluminación, actuaciones teatrales histriónicas y una narrativa lineal derivada de la dramaturgia— en una alegoría minimalista y surrealista que quiebra con el modelo de propaganda anterior. En esta película, un solo actor, Camilo Carrau, interpreta a un joven interrogado bajo el régimen llamado Luis Manuel González, al que se le acusa de haber traicionado a sus compañeros mientras estuvieron en la cárcel por un supuesto complot para asesinar al dictador y, en su autodefensa, él enfatiza lo fácil que es pasar de héroe a traidor porque, como la mayoría del pueblo cooperó con Trujillo durante el régimen, nadie podía levantar su mano contra él (Lora 2020, 68). Como la única copia de esta película se deterioró hasta quedar irrecuperable, deduzco que la silla “vacía” ocupa un espacio de significación sobre el encuadre al convertirse en un símbolo polivalente que, dicho sea de paso, metaforiza las barras de la cárcel, las cámaras de tortura, los abusos y los fantasmas del tirano (Lora 2020, 22) que oprimen la conciencia del individuo moral y psicológicamente destruido; entendido, por otro lado, como la indisciplina interna de una juventud rebelde que lucha para liberarse de un opresor que ya no tiene el poder de la muchedumbre. Su ruptura es tanto discursiva como estética. Al estar encuadrada desde múltiples ángulos en una habitación cerrada debe evocar los claroscuros de la condición humana que anticipan la imagen-cristal deleuziana, donde lo virtual como el trauma ausente irrumpe en lo actual como la interrogación presente (Deleuze 1986). Estéticamente, la película hace uso del primer plano, el plano subjetivo, la iluminación y el plano simbólico, como bien se observa en un breve fragmento recuperado por el Archivo General de la Nación sobre la primera función presentada por Domínguez frente al público espectador del Teatro Colón de Santiago el 26 de enero de 1963 (Lora 2020, 21). Pero, lo más interesante, quizás, es que lucha por un realismo ontológico baziniano, capturando la duración del sufrimiento de una persona con una operación de montaje. Su copia deteriorada —preservada precariamente antes de que unos expertos la declararan inservible (Lora 2020, 22) — refleja la fragilidad de una industria naciente sin apoyo estatal o inversión privada, limitando su ruptura a un plano simbólico más que formal. Sincrónicamente, comparada con el Nuevo Cine Latinoamericano contemporáneo, como el Cinema Novo de Glauber Rocha en Brasil —que experimentaba con realismo mágico, montaje disruptivo y una estética del hambre para denunciar desigualdades postcoloniales—, La silla opta por un realismo aterrizado y alegórico que prioriza el discurso político mediante la imagen-texto sobre innovaciones visuales, influyendo en futuras denuncias históricas dominicanas (Tolentino y Tomé 2017), aunque no se sabrá con exactitud porque, fuera de cualquier razonamiento deductivo, se trata de un filme perdido. Esta limitación sincrónica destaca la tensión entre un cine emergente de denuncia sociopolítica y las corrientes regionales más radicales, donde el contexto dominicano, marcado por inestabilidad post-dictatorial, anticipa la accesibilidad narrativa sobre experimentación formal.
Una ruptura estética más arriesgada pero subestimada surge con Mélodrame (1976), dirigida por Jean-Louis Jorge, un cineasta dominicano exiliado cuya obra fusiona el melodrama teatral con elementos surrealistas, rompiendo con el realismo directo de La silla para explorar fronteras ontológicas entre la imaginación escénica y la realidad cotidiana, influenciada por la Nouvelle vague. Mélodrame es el segundo largometraje de Jorge, rodado en 35mm en Francia durante 12 días, tras haber debutado tres años antes con La serpiente de la luna de los piratas (rodada por Jorge en Estados Unidos en 1973). Al menos hasta donde sé, llegó a estrenarse en las salas del Palacio de Cine el 7 de febrero de 1980, pero nunca se ha exhibido en la televisión local ni en la Cinemateca Dominicana. Afortunadamente, he alcanzado a ver una copia en una calidad aceptable que algún buen samaritano ha decidido colgar en una famosa plataforma de videos. Y no sé si se trate de una obra fuera de serie como he escuchado a vox pópuli en medios locales, pero sin duda se deja ver para explorar el universo personal de ese cineasta dominicano condenado al olvido. Me parece una película bienintencionada en la que Jorge, con una estética avant la lettre, experimenta con la forma para convidar un pastiche en clave de metacine sobre Rudolph Valentino y Pola Negri, pero por alguna razón permanezco impávido ante su propuesta siútica y redundante que nunca se escapa de la superficie del camp más inane. La trama, firmada con guión de Jorge, se distancia de estructuras aristotélicas para narrar, con guiños al melodrama clásico de Hollywood, la vida de una actriz llamada Nora Legri, que escamotea las recámaras de su memoria para recordar los tiempos en que era aparentemente feliz junto a su amado Antonio Romano, un famoso actor del cine mudo. A través de un montaje invertido, en el que los saltos temporales se mofan de la lógica espacial, Jorge presenta los dilemas de esa persona que fantasea con los fantasmas del pasado en una irrealidad en la que los sueños y los recuerdos son el producto de los mismos delirios intersubjetivos. Por una parte muestra, con cierto idealismo de cine mudo con intertítulos, los episodios de la diva silente que sueña con las fiestas desenfrenadas en los castillos de los locos años 20 de Hollywood (como parábola de la contracorriente política de los 70), mientras recibe la cuota de amor y felicidad del latin lover. Por el otro, muestra el melodrama de carácter trágico, en donde la actriz falsificada por los marcos limítrofes de la ficción relata, como vampiresa del cine sonoro, el dolor de la pérdida y descubre los secretos más oscuros del actor falso, como el narcisismo, los celos, la posesión, la bisexualidad escondida y el sadomasoquismo en habitaciones siniestras, porque así lo describe el guión metaficcional de la película que ella protagoniza en el plató como homenaje póstumo. La dialéctica de esas capas narrativas le sirve a Jorge para interrogar, sin mucho apuro, las posibilidades diegéticas del cine para falsificar la imagen desde los márgenes más afílmicos de la ficción en su acercamiento hacia la verdad, como si el medio no fuera otra cosa que un gran mentiroso que mimetiza dos identidades separadas a balazos por espacio y tiempo, dentro de un mismo cuerpo fragmentado por una sexualidad subversiva que amenaza con salir de la pantalla. Y lo consigue con cierta solvencia estilística en los compendios formales que emplea; como la elipsis, el sonido diegético, el encuadre móvil, la cámara en mano, la ruptura de eje, voz en off, la cuarta pared, la iluminación expresionista, los decorados exóticos y pesadillescos. Pero lejos de sus apuntes experimentales y las referencias al cine mudo de Ingram, Niblo y Fitzmaurice, en su ensayo no veo otra cosa que un ejercicio de estilo adocenado, indulgente, que utiliza a sus actores como marionetas histriónicas para reciclar las mismas ideas sin nada interesante que decir. Filmada en blanco y negro con influencias buñuelianas, la película aborda un texto sobre identidad mediante una narrativa fluida y onírica, donde secuencias simbólicas freudianas —como espejos fragmentados representando identidades híbridas— incorporan una imagen-tiempo deleuziana que libera el tiempo de la acción lineal, permitiendo cristalizaciones de lo reprimido bajo regímenes heteronormativos y autoritarios (Deleuze 1984). Jorge, marginado por su enfoque personal e identitario sobre lo nacional, representa un camino estético no tomado en el cine dominicano mainstream que muchas veces ha sido ignorado fuera de su trabajo posterior en la televisión local, anticipando rupturas visuales contemporáneas y contrastando simultáneamente con documentales tradicionalistas-folclóricos de Max Pou, que adoptaban un estilo observacional más baziniano para documentar carnavales como expresiones culturales híbridas, revelando elasticidades entre experimentación individual y etnografía nacional (Lora 2020, 18).
Estas obras, realizadas por cineastas dominicanos comprometidos con el cine de ficción, establecen las bases para la evolución estética de la cinematografía dominicana temprana. La primera, La silla, es un filme denunciatorio, concebido a partir del monólogo teatral “¿Quiénes son mis jueces?” del propio Domínguez para condenar las secuelas del trujillismo sobre la sociedad dominicana y producido, además, bajo un presupuesto limitado que amenazó con frenar su rodaje varias veces (Lora 2020, 20) antes de finalmente ser estrenada en las salas de cine de Santiago y Santo Domingo a principios del año 1963. La segunda, Melodrama, es un filme de marcado carácter experimental que interroga la frontera entre realidad y ficción desde los marcos de la identidad, llegando incluso ser seleccionado para la Semana de la Crítica en Cannes 1976 —algo insólito para un cineasta dominicano en aquella época—. Ambas películas fueron desarrolladas desde la diáspora —una en Nueva York y la otra en París— por cineastas dominicanos radicados en el extranjero. Aunque el primero se rodó con dificultad en República Dominicana y el segundo, en cambio, se realizó en Francia, ambos fueron estrenados en las salas de cine dominicanas. Sus narrativas miméticas ofrecen ventanas a introspecciones formales que combinan lo surreal y lo híbrido, aunque, desde luego, constreñidas por la censura residual y la ausencia de políticas de fomento pre-ley, perpetuando un esteticismo que priorizaba la accesibilidad sobre la innovación. Se puede decir que constituyen, dentro de sus limitaciones, una fase inicial que ilustra cómo las rupturas estéticas, realizadas por cineastas dominicanos, emergen no solo de intenciones artísticas, sino, más bien, de contextos sociopolíticos que demandan representaciones que desafíen, a través del séptimo arte, el olvido de los individuos que luchan contra el colectivo hegemónico, pavimentando el camino para consolidaciones posteriores en los años 80 y en los 90.
Hacia una consolidación comercial (1980-1999)
En las décadas de los 80 y los 90, el cine dominicano experimenta de forma lenta una evolución hacia narrativas más comerciales y políticamente cargadas en lo discursivo, distanciándose del aislamiento post-dictatorial mediante documentales y comedias migratorias que introducen cuadros de hibridez cultural y sociopolítica, unificando lo local con lo transnacional, aunque manteniendo limitaciones técnicas que, a mi parecer, confinan las rupturas a niveles temáticos más que formales. Este período ve un incremento modesto en producciones locales de bajo presupuesto, impulsado por distribuciones limitadas y marketing televisivo de figuras reconocidas de los medios de comunicación, pero carece de la infraestructura post-ley para instaurar rupturas técnicas radicales, resultando en una estética cursi que oscila entre el realismo costumbrista y toques convencionales de cine comercial para atraer a un público dominicano que no está acostumbrado a ver películas hechas en su propio territorio.
En este sentido, Un pasaje de ida (1988), dirigida por Agliberto Meléndez —fundador de la Cinemateca Nacional—, es la película que inaugura formalmente el cine dominicano al marcar una ruptura cercana al neorrealismo que adopta un estilo de docudrama para quebrar con narrativas ficticias puras, utilizando actores no profesionales, locaciones reales en el puerto y planos atmosféricos para encuadrar, en su superficie dramática, el desespero migratorio en viajes ilegales (Lora 2020, 22). La seriedad de su drama alerta, de manera precoz, las posibilidades expresivas de buscar un cine dominicano alejado de fórmulas y de cualquier rastro de comedia burda. Además de ser la ópera prima de Meléndez, es una película que, dentro de su relevancia histórica, tiene la distinción de ser uno de los primeros largometrajes de ficción del cine dominicano moderno. Está basada en la tragedia del barco Regina Express, ocurrida el 6 de septiembre de 1980, donde 22 polizones dominicanos murieron asfixiados y otros 12 resultaron heridos al permanecer escondidos en el tanque de lastre de la embarcación en la que pretendían viajar ilegalmente hacia los Estados Unidos (Lora 2020, 69). La película, en general, es un drama aceptable, en el que Meléndez intenta retratar, con realismo y tono atmosférico, las realidades sociales de la migración clandestina, pero, por desgracia, evidencia tropiezos narrativos y limitaciones que afectan su impacto en varias escenas, quedando en un terreno irregular en el que su ejecución no siempre está a la altura de sus ambiciones. Su argumento, ubicado después de un prólogo que ilustra las actividades de unos polizones, sigue a unos obreros dominicanos que tratan de emigrar para alcanzar el sueño americano y escapar de la pobreza de los barrios marginados que trae la falta de oportunidades, donde una noche abordan el barco clandestinamente sin levantar la sospecha de las autoridades portuarias y con total complicidad de la tripulación, pero poco antes de zarpar son encerrados en el tanque de lastre por los delincuentes para evitar ser descubiertos por los inspectores. En términos generales, la narrativa de esta película me resulta decente, en principio, por la manera en que se ensambla a partir de las fórmulas del drama social para mostrar el calvario que surge de un dilema ético-moral. El problema fundamental, sin embargo, es que la narrativa adolece de una estructura desigual que no logra mantener un desarrollo consistente sobre la construcción de los personajes y, a menudo, las motivaciones detrás de sus acciones se sienten forzadas o poco desarrolladas porque, dicho sea de paso, permanecen estacionados sobre una serie de situaciones previsibles que se reducen a diálogos expositivos que carecen de naturalidad, algo que le resta organicidad a las interacciones en espacios sórdidos y hace que algunos momentos dramáticos resulten irremediablemente cutres, incluso en las escenas retrospectivas que sirven para sustentar los motivos de algunos de ellos. La narración parece más centrada en subrayar la injusticia de la situación que en explorar la complejidad de los personajes o las dinámicas sociales de manera matizada. Y, por esta razón, sospecho que su afán situacionista por ser un testimonio social a veces cae en un lapso excesivamente didáctico y hasta maniqueo cuando Meléndez utiliza a los personajes solo como víctimas de un sistema injusto para sintetizar un comentario sobre la corrupción burocrática, la desigualdad social y la inmigración ilegal, entendida como la condición socioeconómica de unos polizones que deciden poner su destino en manos de las redes oscuras del tráfico de personas con el único propósito de perseguir el dinero fácil y la ambición inducida por la codicia que proviene presuntamente del capitalismo. Al margen de esta síntesis discursiva colectivista, por lo menos encuentro que la actuación de Miguel Ángel Muñiz es orgánica cuando interpreta con sus gestos histriónicos a un polizón desesperado que está dispuesto a lo que sea para salir de la miseria. El resto del reparto muestra su compromiso, pero la inexperiencia como intérpretes se hace evidente en ciertas escenas en las que sobreactúan. Por otro lado, la estética de Meléndez dota el encuadre de cierta autenticidad para narrar la odisea de los polizones a través del uso del primer plano, los entornos marginales, el encuadre móvil, la elipsis, el fuera de campo, la iluminación expresiva y las atmósferas opresivas dentro del barco, producto de un luminoso trabajo de fotografía de Peyi Guzmán. La edición de sonido es cuestionable, al igual que la partitura de Rafael Solano. Estas decisiones estéticas acentúan el grado de pánico de unos personajes que experimentan el confinamiento, la oscuridad, el calor y la humedad. Pero, desafortunadamente, nada de esto corrige la ausencia de profundidad emocional del viaje sin retorno. Estéticamente, Meléndez agrega un realismo ontológico sobre cada plano, en el que la duración del encierro y el sufrimiento humano derivado de este corolario se revelen mediante el montaje, concibiendo una imagen-tiempo donde la imposibilidad del viaje se convierte en metáfora de la hibridez de aquel sujeto deshumanizado que no pertenece a ningún lugar en específico: los inmigrantes ilegales dominicanos colocados en un espacio liminal entre el hogar y el exilio. Ganadora de premios en festivales como Huelva y La Habana, narrativamente contrasta con las comedias torpes que se estrenarían más adelante como estándar de la industria, al esquematizar con un equilibrio serio los temas de migración que sintetizan la identidad caribeña fragmentada, adaptando la poética de la miseria del neorrealismo italiano a contextos dominicanos de pobreza y aspiraciones transnacionales, donde la ruptura reside, en efecto, en la fusión de documento y ficción para una crítica social.
La trilogía Trujillo: El poder del jefe (1991, 1994, 1996), de René Fortunato, representa una ruptura documental paradigmática que da inicio al cine dominicano de los 90 añadiendo archivos históricos, testimonios orales y un montaje dinámico que, de cierta forma, quiebra con ficciones miméticas al priorizar evidencia factual, juntando pasado y presente en narrativas cronológicas pero críticas que desmitifican la dictadura mediante una estética que interroga la retentiva histórica (Lora 2020; 72, 73, 75) a modo de revisionismo. Desde el concepto de la imagen-tiempo deleuziana, esta serie de documentales libera el tiempo histórico de acciones lineales, cristalizando traumas del pasado en testimonios que interrumpen el presente en su espacio de significados. Fortunato extendió su enfoque en Balaguer: La herencia del tirano (1998), fortaleciendo un documental histórico que persiste hasta hoy con estrategias de distribución interna que influencian el "cine de autor" posterior (Lora 2020; 82). Esta aproximación documental contrasta con las comedias y los pocos dramas que se estrenan paralelamente desde las periferias en los 90, y se halla en plena tensión estética entre lo factual y lo comercial. Su ruptura, a nivel textual, reside solo en la recuperación de voces silenciadas para desafiar narrativas oficiales. La ruptura comercial significativa del cine dominicano irrumpe con la regular Nueba Yol: por fin llegó Balbuena (1995), de Ángel Muñiz, una comedia migratoria que mezcla humor costumbrista con la crítica sociocultural. En el momento de su estreno, logró un éxito masivo mediante una estética televisiva —diálogos coloquiales, escenarios urbanos neoyorquinos y un protagonista de Luisito Martí que encarna la caricatura pintoresca del inmigrante dominicano que persigue la cultura del sueño americano en Nueva York— que, dentro de sus desaciertos narrativos, prioriza la comicidad accesible con un material de denuncia (Lora 2020; 23, 74). La película, por añadidura, introduce el modelo cómico que prefigura algunas de las coordenadas y los artificios de las comedias populares previas al establecimiento de la ley de cine.
El milagro estético pre-Ley: un quiebre fílmico contra la comedia convencional (2000-2010)
Los años 2000 marcan el "Año Cero" del cine dominicano, con un período de inflexión en 2003 en el que las producciones comienzan a ser constantes y las comedias banales inundan el mercado con las fórmulas de serie B que tratan de imitar al cine de Hollywood para buscar la aprobación de los espectadores dominicanos, mientras se interrogan temas que respondan a las inquietudes de la identidad cultural del dominicano (Lora 2020, 26). Este período, limitado por presupuestos modestos que a menudo resulta en estéticas televisivas, casi no introduce ninguna ruptura significativa, a pesar de que también se exploran otros géneros distintos a la comedia como el drama, el thriller, la acción y hasta el terror. Durante esta década es común observar el estreno de dos o tres películas por año. En este contexto, las comedias saturan la oferta cinematográfica dominicana de los 2000s como fuerza hegemónica, caracterizadas por una falta de originalidad y una abundancia de clichés que incluyen tramas predecibles de enredos familiares, romances estereotipados, pósteres que parecen hechos en Power Point y humor burdo basado en exageraciones costumbristas, como el uso recurrente de jerga vernacular y situaciones de confusión cultural que repiten fórmulas hollywoodenses adaptadas superficialmente al contexto local. Así, aparecen películas como Perico Ripiao (Muñiz, 2003) y Sanky Panky (Pintor, 2007), que gozan de cierta popularidad entre el público. Aunque estas producciones responden a discursos sociales y culturales que celebran las costumbres dominicanas —integrando componentes como el merengue típico y representaciones de la vida cotidiana para definir identidades—, su repetición textual y las narrativas accidentadas limitan cualquier riesgo de innovación estética, reflejando una industria en transición que prioriza el entretenimiento palomitero sobre rupturas formales más robustas.
El milagro estético, no obstante, ocurre casi al final de la década con el estreno de Jean Gentil (Guzmán, Cárdenas; 2010), una película de cine de autor producida antes de la Ley 108-10 que, en mi opinión, representa una ruptura estética radical frente a las películas comerciales dominantes de la época al adoptar, en otros términos, un minimalismo realista que privilegia la observación contemplativa sobre la sobriedad dramática. Su argumento sigue la existencia de Jean Remy Gentil (él mismo interpretando su propia historia), un profesor haitiano de mediana edad que, debido a la inestabilidad social de su país, emigra hacia República Dominicana para buscar una mejor calidad de vida, pero, a pesar de sus cualificaciones académicas no logra obtener trabajo y deambula por el territorio (Lora 2020, 120), como nómada entre lo urbano y lo rural, intentando encontrar una razón para vivir en medio de la pobreza, los prejuicios sociales y la discriminación racial por cuestiones históricas a veces ignoradas para favorecer un costado del discurso. Este película se inscribe en una estética influenciada por el cine arte europeo y latinoamericano, pero sin renunciar a la mesura narrativa para compendiar los pasajes de penuria del señor Gentil bajo los esquemas de lo dramático. Dicho esto, la actuación de Gentil, como actor no profesional, le otorga las tres dimensiones al personaje una vez que comunica sus inquietudes con la mirada, los gestos, el diálogo y el movimiento, interpretándolo, además, como un hombre perdido que no renuncia a su dignidad y lucha por encontrar su propósito en una sociedad que lo excluye por su etnicidad. Para lograr esto, Laura Amelia Guzmán e Israel Cárdenas emplean una cámara en mano que crea un sentido directo de inmediatez y autenticidad sobre el encuadre, capturando la textura cruda de la realidad cotidiana en los entornos urbanos y rurales de la República Dominicana. Los silencios contemplativos, el primer plano, el sonido diegético, el fuera de campo, las atmósferas tropicales, el montaje acompasado y el uso del gran plano general son herramientas estéticas que funcionan sutilmente aquí para señalar una investigación profunda de la duración temporal, alineándose con el concepto deleuziano de imagen-tiempo (Deleuze 1986), donde el tiempo no se subordina al movimiento sino que se convierte en un signo autónomo que revela las capas de exclusión social y alienación del protagonista, un inmigrante haitiano en necesidad de empleo que examina las cosas que se perdieron en el “tiempo” como ensayo de su propia vida pasada o la de tantos otros en condiciones similares expulsados por las debilidades institucionales y por las políticas sociales de una burocracia corrupta (Tolentino y Tomé 2017). La mise-en-scène austera, con iluminación natural y profundidad de campo que integra al personaje con su escenario opresivo, subraya tópicos sobre la disparidad fronteriza de la cultura dominico-haitiana, evocando una ontología baziniana donde la realidad diegética se presenta, en su ambigüedad, sin intervenciones estilizadas excesivas (Bazin 1990). Esto supone, a fin de cuentas, una ruptura estética con las narrativas tradicionales establecidas que introduce, a la vez, un realismo poético que invita a la reflexión sobre el significado de la identidad como objeto de transculturación. Su estreno discreto marca un hito en la evolución estética del cine dominicano hacia formas más introspectivas y autorales, pero, sobre todo, establece la plataforma para las explosiones formales posteriores, mostrando un cine en búsqueda de su voz.
Panorama post-Ley: El cine arte y los nuevos horizontes estéticos del cine dominicano (2010-2025)
La Ley 108-10, promulgada en 2010 bajo el gobierno del presidente Leonel Fernández, supuso un paraje de modulación estructural en el cine dominicano al establecer, especialmente con sus artículos 34 y 39, una flexibilidad de incentivos fiscales que atrajo inversiones nacionales e internacionales, fomentando la producción de películas locales y las coproducciones con otros países, algo que resultó en un notable aumento en la calidad técnica mediante el acceso a tecnologías digitales avanzadas y la formación profesional en áreas de técnicas artísticas. Este marco legal, que incorpora mecanismos básicos de liberalismo económico y políticas comerciales de globalización, impulsó un verdadero boom en la industria en términos de crecimiento económico, generando en tan solo 15 años más de 25,000 empleos y favoreciendo con alrededor de RD$10.1 mil millones a la economía nacional, al tiempo que promovió rupturas estéticas innovadoras que liberaron al cine dominicano de limitaciones previas y lo integraron al circuito global, hasta el punto en que ya es habitual ver películas dominicanas exhibiéndose en festivales internacionales de cine (Lora 2020, 37). Esta transición ha facilitado la producción de películas más acabadas en sus horizontes formales y discursivos, que abordan temas complejos —como la identidad, la desigualdad social, la sexualidad, la marginalidad, la interculturalidad, la inmigración, las costumbres religiosas, la idiosincrasia rural y urbana, la antropología de los cuerpos y las problemáticas socioeconómicas — dentro de la pluralidad de voces de la sociedad dominicana. Un ejemplo de esto es la película Dólares de arena (Guzmán, Cárdenas; 2014), que profundiza en el turismo sexual a través de la relación ambigua y desigual entre Anne, una mujer francesa mayor interpretada por Geraldine Chaplin, y Noeli, una joven dominicana (Yanet Mojica) que, por su posición socioeconómica, se ve obligada a prostituirse para sobrevivir junto a su novio en un entorno de pobreza costera en Las Terrenas. Con acercamiento al naturalismo y al realismo dramático, la película aprovecha el plano panorámico, los silencios, el primer plano y un ritmo lánguido para acentuar en cada escena las interacciones ambivalentes cargadas de tensiones sexuales, económicas y culturales entre las protagonistas, a menudo rompiendo tabúes de género (relación lésbica), edad y clase social sobre la mujer dominicana, mientras expone las dependencias inherentes al turismo de explotación sexual en contextos caribeños. En lo narrativo, la película es algo circular y carece del gancho emotivo del trabajo previo de los directores, Jean Gentil, pero su perspectiva introspectiva invita, al menos por la síntesis textual, a contemplar las fracturas internas de los personajes más allá de las resoluciones apresuradas con las que terminan (Lora 2020, 166).
En el cerco de la ley de cine, se estrena también La Gunguna (Alemany, 2015), una película comercial afectada por la circularidad narrativa, pero que, de igual modo, trata de introducir pliegues estéticos en el cine dominicano. Se trata de una comedia negra de coral inspirada en la poética de la violencia de estilo tarantiniano, que busca romper con la linealidad aristotélica mediante una narrativa no lineal y elementos usuales del cine de crimen, siguiendo la trayectoria de una pistola calibre 22, apodada "La Gunguna", que desde la dictadura de Trujillo hasta la contemporaneidad siembra desgracia y tragedias personales entre los que aprietan su gatillo, incluyendo rufianes del inframundo criollo —como prestamistas, traficantes de armas, inmigrantes chinos de las Tríadas obsesionados con el voyerismo, policías corruptos y jugadores tramposos de billar— enfrascados en conflictos criminales mientras, por otro lado, el típico hombre honesto de clase trabajadora es la víctima maniquea amenazada por las trampas de la extorsión y el engaño (Tolentino y Tomé 2017). La película utiliza flashbacks y narradores poco confiables para tejer un collage de relatos interconectados que rastrean la violencia, la corrupción y la moralidad ambigua en la sociedad dominicana, empleando un tono satírico de comedia negra que se nutre de referencias costumbristas, como jerga y vestimenta criolla de la cultura urbana, para brindar un comentario social sobre la pobreza y el crimen (Lora 2020, 177). Sin embargo, al haber estado sujeta a una amplia campaña de mercadeo que la etiquetaba como "la mejor película dominicana", difundida por algunos críticos y medios locales, se suele ignorar las irregularidades narrativas del guion de la película, sugiriendo influencias de una promoción interesada. Los diálogos, escritos por Miguel Yarull, resultan artificiosos en sus tentativas pintorescas y carentes de profundidad; mientras que personajes como Pancho, El Gago, El Sargento o La Maeña son tan planos como una tabla de planchar porque son colocados en cierta escenas solo para cumplir funciones descriptivas, con expresiones sobreactuadas que refuerzan estereotipos en lugar de desarrollar psicologías complejas con motivaciones fijas, a menudo estancados en situaciones predecibles que disuelven el humor negro y el pulso dramático tras la primera media hora, cayendo en giros telegráficos y soluciones facilonas que restan impacto a su ironía. A pesar de estas carencias, la actuación de Gerardo Mercedes es solvente cuando adopta la mirada y los gestos para mimetizar la incertidumbre del obrero Montás. Al igual que Mercedes, Miguel Ángel Martínez también destaca por su naturalidad, en una interpretación que trastoca con credibilidad la pesadumbre, la impotencia y el temperamento de un individuo dominicano golpeado por las desigualdades sistémicas. Ellos dos se acercan al dominicano más costumbrista sin muchas imposturas expresivas. Por otra parte, la película goza de un correcto montaje ensamblando los paralelismos de mala suerte de esos personajes arrojados a la violencia por un MacGuffin. El rasgo estético más sólido de la película, quizás, se halla circunscrito en el estilo visual que aporta Juan Carlos Franco al fotografiar, con el uso de iluminación low-key, las calles diurnas de los barrios marginados y las atmósferas urbanas nocturnas de Santo Domingo, dotando el encuadre de vistosidad y cierta elegancia en materia compositiva, cercana a las formas del género neo-noir. No obstante, estas fortalezas estilísticas no compensan la escasez de ideas frescas, manifestando una elasticidad entre la ambición formal y la fragilidad narrativa que exterioriza, a pesar de su irremediable sátira caricaturesca de crimen urbano, los malestares del cine dominicano para superar los moldes comerciales y lograr una profundidad comparable a obras más sobrias.
Dicho esto, el panorama del cine dominicano post-Ley alcanza una ruptura estética reveladora con la película Cocote (De los Santos Arias, 2017). En Cocote, Nelson Carlo de los Santos recurre a una poética de la venganza para ofrecer una cinta con un estilo visual camaleónico, poético, eminentemente formalista, sujeto a los semblantes del documental y a una estructura que rechaza convenciones con la finalidad de dialogar sobre las maleabilidades entre tradición y posmodernidad desde una mirada socioantropológica. La película sigue a Alberto, un jardinero evangélico devoto que trabaja para una familia adinerada de Santo Domingo y viaja en moto a su pueblo natal en una provincia del sur para asistir al velatorio de su padre asesinado a manos de un policía corrupto, enfrentándose a la presión familiar para vengar la muerte mediante un ciclo de violencia ancestral —cuando se entera de que su padre en realidad ha sido asesinado por viejas deudas y su familia espera que él responda con la diplomacia del machete—, todo ello enmarcado en un contexto de pobreza, injusticia y ese sincretismo religioso que fusiona el vudú dominicano con elementos cristianos. Este conflicto entre la fe protestante evangélica del protagonista, que promueve el perdón, y las demandas culturales de retaliación heredadas de los rituales de "cocote" —término criollo para "cuello", aludiendo a la decapitación simbólica o literal en sacrificios animales y venganzas con fines sociopolíticos—, se desarrolla en una narrativa no lineal de cinco capítulos que retrata con naturalidad costumbrista la cotidianidad dramática de las comunidades rurales; donde la gente baila, bebe ron y vive sujeta a tradiciones folclóricas y dogmas mágico-religiosos arraigados en el sincretismo cristiano-africano desde la era poscolonial. Lo radical de su propuesta, no obstante, se encuentra en los dispositivos que De Los Santos vierte sobre el encuadre para describir los episodios con una sutilidad estética que privilegia la austeridad formal y la observación contemplativa que se manifiesta en los rituales culturales sincréticos y los conflictos internos de un hombre que se enfrenta a la imposibilidad de renunciar a sus creencias ancestrales, evocando paralelismos con Jean Gentil en su rechazo a las narrativas tradicionales para priorizar una experiencia sensorial y reflexiva que desentraña las capas de la identidad híbrida caribeña. De manera similar a la puesta en escena sobria de Jean Gentil, su formato cuadrado en proporción 1.33:1, inspirado en proporciones fotográficas estandarizadas, concibe un encuadre restrictivo que induce claustrofobia e intimismo, donde el espacio visual se contrae para intensificar la presencia ritualística de la santería vudú —como los “rezos a santos”, los bailes exóticos en fiestas de palo y “baños espirituales” de velorios de nueve días— y la venganza familiar en entornos campesinos, aglutinando lo etnográfico con lo poético mediante secuencias que alternan entre blanco y negro (para un tono documental atemporal) y color (para plasticidades pictóricas contemporáneas), subvirtiendo la frontera entre lo documental y lo ficcional. Los sonidos ambientales —gritos rituales extáticos, murmullos de la naturaleza como el viento en los campos de caña, y silencios prolongados que subrayan la introspección del protagonista— conforman un diseño sonoro minimalista que amplifica la imagen-tiempo deleuziana, permitiendo que el tiempo se desdoble en capas metafóricas de corrupción estatal (representada en la impunidad policial y la desigualdad de clase de gente desterrada por debilidades políticas), herencia cultural taíno-africana, y creolización de una franja del lenguaje dominicano, sin recurrir a diálogos expositivos o efectos ostentosos que afecten la autenticidad; optando por una visión que deja que los rituales se desplieguen en tiempo real, invitando a uno mismo, como espectador, a experimentar la duración como un elemento narrativo en sí mismo, tal como Deleuze describe en su distinción entre la imagen-movimiento —lineal y resolutiva— y la imagen-tiempo —pura, abierta a la ambigüedad y la multiplicidad temporal— (Deleuze 1986). El uso del sobreencuadre, la elipsis, el fuera de campo, el campo-contracampo, el primer plano, el picado-contrapicado, el sonido diegético, el plano subjetivo y el plano fijo sintetiza, a ritmo lento, la transformación del personaje en algunas escenas. Este ejercicio de esteticismo, con iluminación natural que encuadra la textura cruda de los paisajes rurales —polvo, sudor en los rostros, sombras a contraluz en el atardecer— y una profundidad de campo que integra a los personajes con su espacio comunitario (procesiones fúnebres, mercados locales, casas de madera), deconstruye la obra con una ontología baziniana donde la realidad diegética se revela en su duración auténtica y ambigua dentro del encuadre (Bazin 1990). La actuación de Vicente Santos como Alberto, aunque afectada por la ductilidad del desarrollo del personaje, resulta orgánica al transmitir emociones complejas a través de la mirada, gestos y silencios. Cuando él está en escena, De Los Santos compone un estudio socioantropológico de un sujeto aislado en colectividad marginada por las élites urbanas, manteniendo al protagonista casi siempre presente en el encuadre con una economía de recursos audiovisuales que encadena composición, colores, sonidos, música, formatos y simbolismo para entregar un drama bastante intimista. Premiada en el Festival de Locarno con el Signs of Life Award por su experimentación formal y su retrato vívido de la lingüística y lo visual, Cocote marca un hito en el cine arte dominicano, equilibrando innovación estética con hondura temática al interrogar legados coloniales a través de significaciones soterradas y evocadoras, posicionando a De los Santos Arias como un referente en la vanguardia caribeña que dialoga con tradiciones globales del cine experimental mientras arraiga sus raíces en la especificidad cultural dominicana, contribuyendo a las novedades post-Ley 108-10 al integrar lo local con lo universal en un retrato costumbrista que ilustra el cine dominicano que es necesario: uno que, con su estilo visual único y su rechazo a fórmulas, ilumina las fracturas de una sociedad oscurecida por las sombras de las clases altas, consolidando su lugar como una película esencial en la evolución del cine caribeño.
En los años posteriores al estreno de Cocote, el cine dominicano post-Ley 108-10 exhibe varias películas que se empeñan en seguir los modelos de florituras estéticas para condensar, dicho sea de paso, fondos complejos como el prejuicio, la identidad, la opresión, la inmigración y el racismo, aunque a menudo adolecen de debilidades narrativas serias que carecen de huella emocional y coherencia estructural, como tramas predecibles, ritmos irregulares, discursos maniqueístas o desarrollos de personajes anodinos. Carpinteros (Cabral, 2017) abraza fórmulas del amor carcelario interracial en un espacio de violencia dominicano-haitiano mediante un realismo crudo que intenta mostrar la claustrofobia institucional y la corrupción del sistema penitenciario, pero su narrativa cae en clichés melodramáticos y resoluciones facilonas que restan profundidad a los conflictos étnico-sociales. Miriam miente (Cabral, Estrada; 2018) interpone un drama de mayoría de edad con encuadres estáticos y silencios dilatados para diseccionar mentiras adolescentes, prejuicios raciales y dinámicas de clase en un contexto urbano de clase media alta, aglutinando lo cotidiano con lo psicológico en una estética contemplativa, aunque su trama se estanca en repeticiones y no posee emotividad, haciendo que su texto sobre la hipocresía social resulte artificioso y obvio. La fiera y la fiesta (Guzmán, Cárdenas; 2019), homenajea al cineasta Jean-Louis Jorge mediante un meta-cine surrealista que quiebra la linealidad con fragmentos oníricos y collage visual, solidificando identidades marginadas en un tapiz de la memoria colectiva de un lado del espectro político, pero, desafortunadamente, su estructura fragmentada se ve atropellada por deslices narrativos y un ritmo desequilibrado que diluye la cohesión temática. Hotel Coppelia (Cabral, 2021), ambientada en la invasión estadounidense de 1965, adopta perspectivas feministas para explorar la prostitución en espacios confinados; sin embargo, su guion peca de exposiciones didácticas y arcos predecibles que restan valor al revisionismo histórico de las luchas colectivas de las protagonistas. Liborio (Martínez Sosa, 2021) reúne misticismo con atmósferas contemplativas, sonidos naturales y narrativa dispersa que quiebran el historicismo lineal, uniendo lo mítico con lo postcolonial en una investigación espiritual de la insurrección campesina y el poder de la creencia, aunque su postura higienizada lleva a incoherencias narrativas y un desarrollo desigual de los personajes históricos santificados. De igual modo, Bantú mamá (Herrera, 2021) compone en lo discursivo herencias afro-dominicanas en una narrativa sobre inmigración mediante una vitalidad visual híbrida que pretende arrancar identidades culturales al utilizar colores vibrantes y montaje rítmico videoclipero, pero, por desgracia, su trama sufre de redundancias y un personaje indulgente que solo agranda la resolución previsible.
Estos mismos inconvenientes se repiten en una película como Pepe (De Los Santos, 2024). En Pepe, el realizador dominicano Nelson Carlo De Los Santos Arias recurre a la poética de lo natural con el fin de enmarcar, supongo, un extraño híbrido a partir de la intersección simbiótica de varios géneros cinematográficos. Se trata, si no me equivoco, de su segundo largometraje de ficción. De algún modo, representa una continuación de las rupturas estéticas iniciadas en Cocote (2017), evolucionando hacia una docuficción experimental más radical que fusiona lo animal y lo humano en un cine-ensayo filosófico, pero con resultados disparejos que generan dudas sobre su cohesión narrativa, a pesar de su premio al Oso de Plata en el Festival Internacional de Cine de Berlín en 2024, donde De Los Santos se convirtió en el primer cineasta dominicano galardonado con el premio a mejor director en uno de los principales festivales del cine mundial. Hasta cierto punto, el ejercicio de estilo de De Los Santos demuestra algunas de sus pericias estéticas, pero su narrativa carece de emoción y, por lo regular, sus pretensiones experimentales se pierden en una síntesis discursiva bastante rebuscada sobre xenofobia, neocolonialismo e inmigración que no va a ninguna parte en específico, donde tengo la ligera sospecha de que suele estirar el metraje innecesariamente con la única finalidad de rellenar el registro de obviedad. Su argumento, estructurado sobre un largo racconto, tiene como protagonista a Pepe, el fantasma de un hipopótamo con características antropomórficas que pertenecía al zoológico privado de Pablo Escobar, que narra con la voz en off las experiencias derivadas de su travesía desde África hasta la selva de Colombia, poco antes de su muerte. En términos estructurales, la narrativa minimalista muestra la odisea del animal fallecido con una mezcolanza genérica que se monta sobre el documental, el drama fantástico y algunas puntualidades del cine experimental. El inconveniente principal, no obstante, es que la simbiosis anula el desarrollo de los pocos personajes que aparecen en las escenas y, entre otras cosas, las acciones se reducen a una serie de situaciones redundantes que solo actúan como el catalizador de una envergadura textual, como decía, demasiado obvia. De esta manera, las escenas pierden el rastro de pujanza entre los relatos que narran la desdicha existencial del hipopótamo contada por él mismo; el largo viaje migratorio del paquidermo en manos de narcotraficantes peligrosos; la vida comunitaria del animal con los otros miembros de su especie; la ignorancia del campesino de un poblado remoto que busca cazar al hipopótamo a orillas del río Magdalena. El simbolismo conduce a De Los Santos a utilizar al animal para sintetizar un discurso sociopolítico sobre la condición del inmigrante; pero entendido ahora como la lucha de un inmigrante para contener la volatilidad de su propia naturaleza frente a fuerzas externas, políticamente inducidas por el poscolonialismo, que lo deshumanizan sobre la base de la xenofobia, la explotación y el rechazo discriminatorio. Esto es específicamente cierto porque el exiliado tercermundista, simbolizado aquí por el hipopótamo sacrificado, que a menudo explora lugares desconocidos como aquella caricatura de Pepe Pótamo, emplea su fuerza y la capacidad productiva del río para subsistir escondido en el terreno de lo que Zygmunt Bauman denomina como “infraclase”, donde permanece estacionado como un ser perdido en ninguna parte al que se le imposibilita comprender su propia situación desfavorable porque, literalmente, "habla" en otros idiomas. Hay, asimismo, algunos subtextos antropológicos que, en su espacio de significación, codifican tópicos sobre las tradiciones culturales de ciertas comunidades rurales. Pero, lejos de estas obviedades discursivas de carácter sintomático, solo resulta interesante la forma en la que De Los Santos dimensiona las inquietudes intrínsecas del personaje a través de la elipsis, el sobreencuadre, el fundido a blanco, el plano fijo, el fundido a negro, el picado, la psicología del color, el uso proxémico del espacio, el sonido diegético, el encuadre móvil y, ante todo, las panorámicas que captan con cierta belleza las atmósferas naturalistas que se manifiestan sobre los paisajes selváticos en una relación de aspecto 4:3. La música extradiegética también está correctamente integrada en un par de escenas. Estas propiedades rupturistas, por desgracia, son insuficientes para elevar una narración deslavazada, casi como un documental inclasificable de Nat Geo que se hunde en el agua sin elevarse más allá de obviedades discursivas sobre tradiciones rurales. La disparidad entre la radicalidad estética —que trasciende lo convencional— y las debilidades narrativas pone en duda el galardón berlinés, sugiriendo que, aunque Pepe culmina las rupturas contemporáneas al integrar lo local dominicano con lo internacional, su ejecución desigual revela los límites de la experimentación cuando no se ancla en una emoción genuina o una narración más inteligible.
Conclusión: rupturas estéticas y el futuro del nuevo cine dominicano
Finalmente, como bien se ha podido observar en la presente investigación, las rupturas estéticas que han modelado el cine dominicano del siglo XXI representan un proceso multifacético que es profundamente transformador, mediante el cual la cinematografía de esta nación caribeña ha transitado desde un paisaje fraccionado, caracterizado por producciones esporádicas y limitadas por recursos precarios, hacia la madurez de nuevas formas de expresión artística que, en cierta medida, adoptan componentes audiovisuales con el propósito de examinar con hondura las complejidades sociopolíticas y culturales que se suelen ignorar en los medios de comunicación de masas. Este trayecto, estimulado por la Ley 108-10 promulgada en 2010, no se limita solo a un incremento cuantitativo en la producción —de uno o dos largometrajes anuales antes de su implementación a más de treinta en 2025—, sino que, asimismo, evidencia una transformación cualitativa en términos estéticos que, desde otras periferias locales, ha permitido a algunos cineastas dominicanos liberarse de las “ataduras comerciales” para hacer un cine diametralmente opuesto al realizado por otros directores dominicanos que, por lo regular, todavía permanecen encarcelados en las trampas de los formatos televisivos y en las fórmulas hollywoodenses calcadas para condicionar la oferta que recibe el público espectador en las salas de cine. Desde luego, todas las películas dominicanas producidas a nivel local son comerciales si se entiende el concepto de comercio como el de una empresa que produce una bien dentro de un mercado libre y competitivo para obtener un beneficio como retorno de inversión una vez que pasa por el proceso de distribución y exhibición, ya que sin dinero, en efecto, “no hay cine” como servicio. Las rupturas estéticas del cine dominicano tardan dos décadas en manifestarse porque el poco cine ofertado se produce con claras inclinaciones comerciales. El catalizador incisivo de estas rupturas es, por añadidura, la ley de cine. Pero diacrónicamente, años antes de que esta ley de cine se formalizara, películas como La silla (Domínguez, 1963) y Un pasaje de ida (Meléndez, 1988) instauran, desde los riesgos comerciales, un acercamiento temprano que coquetea con la creación de una industria del cine dominicano en los años posteriores al trujillismo y al balaguerismo, exhibiéndose frente a los espectadores en las salas de cine de Santo Domingo para vociferar la posibilidades expresivas y estéticas de una realización cinematográfica que, desde la prisma local, todavía se hallaba latente. Estas dos películas sitúan las bases de un legado que años más tardes continuarían otros cineastas dominicanos. Sincrónicamente, a partir de los años 90 y los años 00 los cineastas dominicanos empiezan a construir sobre esa base la industria del cine a través de las rigideces entre comedias comerciales —que persisten con humor burdo dirigido a audiencias habituadas a la televisión local— y dramas con enfoques denunciatorios que, si bien enriquecen el ecosistema cinematográfico en marcha como ejercicios de género comprometidos con representar ciertas realidades sociales, todavía no ostentan un equilibrio estético serio entre el cine de entretenimiento y el cine de autor. La demanda del público por este tipo de películas de ficción logra que productores consigan inversionistas para seguirlas produciendo en demasía. Es por esta razón que la tendencia del cine dominicano a partir del "Año Cero" de la década de los 2000 es, en efecto, la oferta saturada de comedias costumbristas y domésticas que dominan el panorama con narrativas accesibles pero limitadas por clichés, preparando el terreno para las multiplicidades post-ley que totalizan perspectivas autorales nuevas y géneros híbridos, de cineastas que simplemente quieren realizar algo radicalmente distinto a lo habitual, pero que no encuentran el apoyo necesario para poner sus proyectos en producción.
De esta forma, la Ley 108-10 actúa como un motor estructural de estas transformaciones al incorporar principios del libre mercado y el capitalismo de propiedad privada, los cuales han atraído inversiones nacionales e internacionales mediante incentivos fiscales, como exenciones impositivas del 100% en equipos cinematográficos, créditos transferibles del 25% en gastos locales, impulso a la infraestructura y creación de empleos. Este marco legal ha relegado al Estado a un rol regulador a través de la Dirección General de Cine (DGCINE) y el Fondo de Promoción Cinematográfica (FONPROCINE), generando un crecimiento exponencial de la industria —con más de 25 mil empleos creados y US$649 millones en inversiones desde 2012— y, además, fomentando la pluralidad de voces, la profesionalización de talentos emergentes en instituciones académicas o escuelas de cine, y el acceso a tecnologías digitales avanzadas. Sin las facilidades de esta ley de cine, todo el crecimiento económico de la industria del cine dominicano se iría al garete. Los beneficios del libre mercado han permitido a los cineastas dominicanos explorar narrativas desafiantes en géneros no tradicionales, consolidando una identidad cinematográfica transnacional que resuena en festivales internacionales como Berlín, Venecia, Locarno y Toronto. Este impulso económico y creativo ha catalizado un ecosistema cinematográfico dinámico, donde incluso producciones comercialmente fallidas o controvertidas contribuyen al enriquecimiento cultural, desafiando a los creadores a explorar narrativas que trascienden las barreras tradicionales del cine latinoamericano.
Se puede decir entonces que el cine dominicano está atravesado por una línea tangente o vectorial que se pone de manifiesto en el momento en que empiezan a producirse películas de cine de autor para alejarse de lo convencional con motivo de la ley de cine. El viejo cine dominicano es el que no se desprende de los dramas telenovelescos ni de las comedias formulaicas ni de los géneros rebuscados (terror, acción, romance, etc.) que, con escasa originalidad, utilizan recursos narrativos ya probados y repetidos, como los clichés, estereotipos o tramas previsibles para generar impresiones fáciles en la audiencia con los mismos rostros populares de actores y actrices que provienen de la televisión. El nuevo cine dominicano es el que, por el contrario, adopta rupturas estéticas para abalanzar un punto de equilibrio entre el cine de entretenimiento y el cine de autor, donde gracias al liberalismo económico el cine producido por los cineastas dominicanos emergentes mantiene cierta consistencia narratológica y se erige como un espacio de intransigencia estética que preserva la remembranza histórica y dialoga con el espectador para desafiar los estereotipos caribeños exotizados en los circuitos globales.
Desde las teorías de Deleuze, quien distingue entre la imagen-movimiento del cine —definida por narrativas causales y representaciones lineales— y la imagen-tiempo del cine moderno, que emancipa el tiempo de la acción para cristalizar nuevas percepciones del mundo, algunos de los nuevos directores dominicanos han forjado quiebres ontológicos que trascienden el realismo mimético, incorporando elipsis, montajes ambiguos y miradas contemplativas que resuenan, asimismo, con el realismo ontológico de Bazin, el cual subraya la capacidad del cine para capturar la duración bergsoniana de la realidad sin manipulaciones estilísticas excesivas, permitiendo que las imágenes revelen las texturas crudas de la experiencia humana en su autenticidad. En este contexto, dos obras destacan como pilares fundamentales en la evolución estética del cine dominicano: Jean Gentil (Guzmán, Cárdenas; 2010) y Cocote (De los Santos Arias, 2017). Jean Gentil, coproducida apenas un año antes de la ley, marca un hito al adoptar un minimalismo realista que privilegia la observación introspectiva de un inmigrante haitiano en busca de dignidad en medio de la exclusión social, utilizando cámaras en mano, silencios prolongados y profundidad de campo para revelar las fracturas de una identidad dominico-haitiana fragmentada, estableciendo así las plataformas para un cine autoral que prioriza la reflexión sobre la sobriedad dramática. Por su parte, Cocote eleva estas rupturas a un nivel antropológico, fusionando ficción y documental en un formato cuadrado 1.33:1 que induce claustrofobia en cada plano, alternando entre blanco y negro para un tono atemporal y color para plasticidades contemporáneas, mientras muestra rituales sincrético-religiosos en comunidades rurales. Su diseño sonoro minimalista amplía la imagen-tiempo deleuziana, desdoblando el tiempo en capas metafóricas que exploran la opresión poscolonial, la herencia cultural taíno-africana y la hibridación lingüística, invitando a uno mismo a experimentar la duración como un elemento narrativo autónomo que trasciende la linealidad de los convencionalismos.
Sin embargo, a pesar de estos logros, el cine dominicano aún enfrenta un largo camino por recorrer. Las debilidades persisten, como bien he sentenciado, en la repetición excesiva de comedias, la subrepresentación de géneros como la ciencia-ficción o el terror psicológico, y las limitaciones narrativas en algunas películas autorales, que a menudo padecen de tramas predecibles, ritmos irregulares, personajes poco desarrollados o discursos excesivamente didácticos adornados con florituras estéticas. No obstante, el impulso del capitalismo de propiedad privada, respaldado por un marco regulatorio ligero, ha abierto puertas para que los creadores exploren narrativas que trascienden las fronteras para competir con otras periferias del cine latinoamericano, fortaleciendo una identidad cinematográfica que dialoga con tradiciones latinoamericanas mientras reafirma su singularidad caribeña. Este proceso, documentado ya en libros como la antología de Félix Manuel Lora y las miradas críticas recopiladas por Adriana Tolentino y Patricia Tomé, subraya cómo el Nuevo Cine Dominicano, como movimiento innovador, ha transformado las limitaciones en oportunidades, tejiendo un tapiz estético que refleja los sueños, contradicciones y resiliencias de una nación en transición hacia el desarrollo. El cine dominicano del siglo XXI, en su constante ruptura, se proyecta hacia horizontes inéditos, donde la estética innovadora se entrelaza con la narrativa humana para redefinir no solo el panorama local, sino también el lugar de los contornos en el discurso cinematográfico internacional. Este recorrido nos recuerda que el arte, en su forma más auténtica, surge de las fracturas que definen nuestra existencia individual, y que, con el apoyo continuo del libre mercado y la creatividad autoral, el cine dominicano tiene un vasto potencial por explorar para consolidar una industria cinematográfica que sea, al mismo tiempo, profundamente dominicana y universalmente resonante, capaz de seguir iluminando las sombras de una sociedad en constante evolución mientras forja un legado que trascienda generaciones en el futuro.

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