Tiempo de guerra

Tiempos de guerra es una película de colaboración entre Alex Garland y el veterano de guerra Ray Mendoza que, dentro de sus limitaciones, se dispone a seguir el rastro de ese cine bélico de los últimos años ambientado durante la Guerra de Irak que busca cuestionar, entre otras cosas, la eticidad del ejército estadounidense en dicha conflagración. Desde el inicio, promete un retrato crudo de la hermandad en la crisis de Irak, basado en las experiencias reales del propio Mendoza como Navy SEAL. Sin embargo, como filme antibélico nunca llega al puñetazo en el estómago porque, francamente, acumula clichés hasta el punto de la náusea y opta, a menudo, por una narrativa sin pulso que siempre se siente superficial capturando el caos visceral de la guerra moderna. Su argumento, situado en el año 2006, sigue a un pelotón de SEALs en una misión de vigilancia en territorio insurgente que sale catastróficamente mal cuando toma el control de una casa ocupada por una familia y, al perder las comunicaciones de apoyo aéreo para monitorear la posición, son emboscados por los terroristas que rodean la zona mientras su operación de rutina se transforma en una pesadilla de dilemas morales. En términos generales, la narrativa se estructura sobre las fórmulas habituales del cine bélico, en la que un grupo de soldados cae en una emboscada que los obliga a enfrentar con metralleta en mano a unos enemigos escondidos en varios sitios. El problema particular, no obstante, es que el guión se atasca en un pantano de convenciones hollywoodenses que traicionan cualquier atisbo de desarrollo en los personajes, además de que suele reducir las acciones de ellos a un abanico de situaciones previsibles que nunca escapa de la circularidad de facilismos que tropieza entre las conversaciones militares, las balaceras brutales y las descripciones superfluas de los marines intercambiables. De esta manera, no me queda más remedio que permanecer anestesiado por la falta de gancho que me genera la planificación de los soldados desde el espacio hermético de la residencia en la que el francotirador ubica a los objetivos; la discusión a puerta cerrada de los soldados acorralados por el enemigo y las decisiones erráticas del oficial al mando; la desorientación de los soldados que gritan heridos en un suelo manchado de sangre y vísceras; las llamadas por radio de los soldados para solicitar recursos aéreos; el intercambio de disparos entre los insurgentes y los soldados que buscan despejar el perímetro para asegurar la evacuación. Este conflicto, que trata de retratar de manera descarnada las contrariedades éticas de la beligerancia, se resuelve con mucha facilidad entre diálogos, tiroteos, humo, polvo y explosiones. La ausencia de complejidad se manifiesta sobre un laberinto de subtramas inconclusas en las que se sabe poco o nada de estos soldados combatientes más allá de los nombres que solo funcionan para identificarlos como arquetipos vacíos, que solo existen para impulsar inútilmente la trama y recitar líneas expositivas antes de combatir en secuencias de acción que carecen de impacto emocional. No hay profundidad psicológica; estos hombres no sangran internamente, solo externamente en una obviedad de gestos y miradas, en estallidos de gore que Garland filma con una frialdad clínica pero que, por lo menos, refleja su pericia estética para añadir autenticidad a la puesta en escena a través del plano subjetivo, el fuera de campo, el sobreencuadre, el plano panorámico, las atmósferas polvorientas y algunas modalidades del encuadre móvil que pretenden dimensionar la capa de realismo y crudeza. El sonido diegético —balas silbando, el zumbido acústico inducido por explosiones— es, de igual forma, acertado hasta cierto punto. Ninguno de estos elementos evita, desafortunadamente, que la película tropiece con su propia pretensión cuando se resiste a hacer preguntas incómodas para condenar el patriotismo y honrar a los veteranos anónimos, quedando más bien en un terreno higienizado que, por desgracia, ignora casi por completo el contexto geopolítico de la invasión iraquí para romantizar la brutalidad sin cuestionarla.



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Ficha técnica
Título original: Warfare
Año: 2025
Duración: 1 hr. 35 min.
País: Estados Unidos
Director: Alex Garland, Ray Mendoza
Guion: Alex Garland, Ray Mendoza
Música: 
Fotografía: David J. Thompson
Reparto: D'Pharaoh Woon-A-Tai, Will Poulter, Cosmo Jarvis, Kit Connor, Finn Bennett, Joseph Quinn, Charles Melton
Calificación: 5/10
La trinchera infinita

La trinchera infinita es una película del trío de directores vascos Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga que trata de narrar las peripecias de los denominados "topos", aquellos republicanos que se ocultaron durante décadas en sus propias casas para escapar de la represión franquista. La premisa, en cuestión, tiene algo de originalidad cuando se beneficia de una actuación creíble de Antonio de la Torre como un hombre recluido en el ostracismo, pero, en general, como drama histórico se oscurece rápidamente en un ejercicio narrativo anodino y emocionalmente estéril, lastrada por un metraje innecesariamente largo y un discurso maniqueo sobre el franquismo. El argumento, ubicado al estallar la Guerra Civil Española en 1936, tiene como protagonista a Higinio, un hombre recién casado que se esconde en un agujero debajo de su casa con la ayuda de su esposa Rosa para evitar ser descubierto por los falangistas, mientras se aísla de todo con el paso de los años y ve con celos a su esposa en la sastrería que administra. En términos generales, la estructura narrativa me resulta interesante, en principio, por la manera en que se muestra la existencia de un hombre atormentado por la persecución política. El problema particular, no obstante, es que el guión no consigue desarrollar la psicología de los personajes adecuadamente fuera de los comodines descriptivos y opta, a menudo, por mantenerlos colocados en un abanico de situaciones que se vuelve redundante al estructurarse, dicho sea de paso, en una sucesión repetitiva de escenas cotidianas que intentan subrayar la monotonía del hermetismo dentro de un marco de circularidad dialógica y expositiva. En este sentido, no me queda más remedio que abrazar el aburrimiento contagioso que me genera la detención autoimpuesta y la pérdida de libertad de Higinio; el peligro que acecha a Higinio luego de asesinar al policía que viola a Rosa; el encierro que vuelve celoso y paranoico a Higinio. Los conflictos externos, como las visitas de falangistas o vecinos chismosos, se resuelven con giros predecibles. Se exploran las grietas psicológicas del aislamiento, pero las escenas caen anécdotas anodinas, como discusiones maritales que podrían pertenecer a cualquier melodrama doméstico. Esta falta de sutileza es aprovechada, supongo, para engendrar un comentario sociopolítico sobre las heridas abiertas del franquismo que, por desgracia, deviene en un discurso maniqueo —los franquistas son caricaturas malvadas, mientras que los republicanos encarnan la virtud de los oprimidos— que ignora las ambigüedades históricas, como las divisiones internas en el bando republicano o la complejidad social bajo la dictadura, optando por una visión reduccionista que banaliza la memoria histórica al arrojar sobre obviedades el trauma de un individuo pasivo que halla la resistencia en la inacción. Al margen de esto, encuentro auténtica la actuación de De la Torre cuando usa el maquillaje y la mirada para interpretar a un sujeto resignado, a pesar de que su transformación es un poco superficial, reducida a gestos repetitivos como espiar por rendijas o susurrar diálogos insulsos. Belén Cuesta, por su parte, ofrece algunas escenas de vulnerabilidad, pero su química con De La Torre es tibia y queda relegada a un rol de esposa sufrida, sin arcos que la doten de agencia propia. Con estos actores, los cineastas encuadran una puesta en escena que, a pesar de las limitaciones, es algo decente al describir la desdicha de los personajes a través de la elipsis, el fuera de campo, el sonido diegético, el plano subjetivo, el primer plano, el encuadre móvil y, ante todo, la iluminación barroquista que aprovecha la luz natural para acentuar la atmósfera claustrofóbica entre claroscuros, producto de un correcto trabajo fotográfico de Javier Agirre Erauso. Los decorados, el vestuario y el maquillaje son, de igual modo, integrados de una forma competente al capturar las modas y el envejecimiento en varias décadas. Ninguno de estos elementos impide, sin embargo, que la tragedia permanezca estacionada demasiado tiempo en esos espacios herméticos que, en definitiva, lucen huecos y carecen de impacto dramático.



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Ficha técnica
Título original: La trinchera infinita
Año: 2019
Duración: 2 hr. 27 min.
País: España
Director: Jon Garaño, Aitor Arregi, José Mari Goenaga
Guion: Luiso Berdejo, José Mari Goenaga
Música: Pascal Gaigne
Fotografía: Javier Agirre Erauso
Reparto: Antonio de la Torre, Belén Cuesta, Vicente Vergara, José Manuel Poga, Emilio Palacios
Calificación: 5/10

La nueva película de Paul Thomas Anderson es una comedia negra que intenta ser un thriller de acción sobre inmigrantes y revolucionarios.



Una batalla tras otra


Paul Thomas Anderson, ese eterno aspirante a cronista de los vicios americanos, regresa con Una batalla tras otra, una película que refleja su interés por diseccionar el alma podrida de Estados Unidos. Por lo que sé, se trata de una adaptación libre de la novela Vineland, de Thomas Pynchon —autor que el director ya saqueó en la regular Vicio propio—, que Anderson quería llevar al cine durante muchos años, poco antes de pasar por dificultades en la escritura que le impedía adaptarla adecuadamente. Al ocurrir esto, Anderson desechó el borrador de la adaptación y optó, en su lugar, por escribir una serie de historias independientes que se ajustaran a su poética de los marginados. Estos relatos separados, que incorporan propiedades de la obra original de Pynchon, consolidaron la base para que fuera guionizada con el tratamiento característico del director.


La aclamación casi unánime que ha tenido desde su estreno me indujo a pensar que se trataría de algo insólito en la filmografía del director luego de la divertida Licorice Pizza, indicando ya que transita por caminos más accesibles dentro de la rutas comerciales. El rato de más de dos horas y medias que tiene como metraje me obliga a dudar de los comentarios de los aduladores porque, francamente, no encuentro ninguna emoción o algo que sea novedoso en su epicentro de pretensión. Lo que sí observo, no obstante, es una película de acción de Anderson que termina siendo un ejercicio vacío de autocomplacencia estética, sin humor, ajustado a una moralina barata sobre rebelión, injusticia social y dinámica paternofilial; en una narrativa que frecuenta lugares comunes sin añadirle profundidad a su asunto de racismo e inmigración.


Teyana Taylor y Sean Penn


El argumento tiene como protagonista a Pat "Ghetto" Calhoun (Leonardo DiCaprio), un hombre inseguro que se dedica a cometer actos de terrorismo doméstico como miembro del grupo revolucionario de extrema izquierda llamado los 75 Franceses, donde ejerce además el liderazgo junto a su irreverente amada Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor), en los días en que pone en marcha un plan de rescate para liberar a inmigrantes indocumentados en un centro de detención migratoria custodiado por el implacable coronel Steven Lockjaw (Sean Penn) en la frontera de Otay Mesa (EE.UU.-México). Este preámbulo se amplía, además, al mostrar las actividades de Hills como la cabecilla de los 75 Franceses en su guerra contra el militarismo norteamericano, encargándose de bombardear las oficinas de políticos corruptos, pero estableciendo, también, el conflicto central cuando mantiene una relación en secreto con Lockjaw y queda embarazada de este. Tiempo después, luego de una discusión entre Calhoun y Hills para formar una familia con la recién nacida Charlene, las operaciones de la banda son desmanteladas tras el atraco fallido a un banco que conduce a la captura y asesinato de algunos de los miembros (Hills, en custodia, delata a los suyos al negociar con Lockjaw en el programa de protección de testigos), mientras Calhoun y Charlene se ven obligados a exiliarse.


Teyana Taylor como Perfidia


En términos generales, la estructura narrativa se ensambla sobre las bases genéricas del cine de acción y la comedia negra para relatar, con cierta simplicidad, el vínculo de un padre y su "hija" ocurrido 16 años después de los acontecimientos en las largas secuencias introductorias. El problema fundamental, no obstante, es que por alguna extraña razón siento que el guión de Anderson coloca a los personajes como fichas estereotipadas dentro de un tablero determinista, que operan en piloto automático al perpetuar las descripciones inanes que rellenan sus motivaciones unidimensionales, a menudo sujetos a un abanico de situaciones redundantes que debilita la poca acción que hay entre giros anticipados y diálogos expositivos. En este sentido, permanezco en estado de abulia al ver la separación de Calhoun (ahora llamado Bob Ferguson) y su "hija" adolescente Willa (Chase Infiniti como Charlene) cuando son perseguidos por los militares de Lockjaw; la paranoia de Bob cuando huye bajo los efectos de la marihuana y el alcohol de los agentes gubernamentales en medio del caos desatado por las protestas antiinmigración en la ciudad santuario de Baktan Cross; la cacería iniciada por Lockjaw para destruir a los 75 Franceses con su milicia y conseguir así un puesto en un grupo secreto de supremacía blanca conocido como los Aventureros de Navidad; la huida de Willa con el apoyo logístico y el entrenamiento de unas monjas del desierto que colaboran con el grupo paramilitar. Todo se repite en una circularidad situacional.



En varias escenas, las acciones de estos personajes se construyen con un situacionismo caricaturesco que Anderson pinta con brocha gorda, entre otras cosas, para encajar en su agenda sociopolítica. Bob, con el bigote y su tic de mandíbula crispada, es el padre arquetípico: el hombre blanco desempleado que, como activista adoctrinado, "despierta" a su "hija" mestiza sobre el racismo sistémico, las injusticias y la lucha revolucionaria que lo inspira a vivir como holgazán en la clandestinidad pero que, en contraposición, no muestra contrariedades ni dilemas éticos que puedan robustecer su psicología lejos de la torpeza y la indecisión que reafirma su irresponsabilidad antes de rescatar a su "hija", divagando casi siempre entre la interdependencia y el semblante olvidadizo para recordar una contraseña de las coordenadas de su organización. Willa es la típica hija rebelde idealista de la Gen Z, impulsiva, ingenua, que actúa como si fuera una activista de TikTok de esas que gritan: "¡Papá, el sistema nos odia porque somos diferentes!", pero no tiene intereses ni dilemas propios que la diferencien de cualquier otra joven indignada cuando abraza el activismo sin cuestionarse los riesgos, cuya vulnerabilidad solo se sintetiza cuando descubre la verdad de que su madre se dejó embarazar de Lockjaw, que es el eje de la trama. Básicamente, están atrapados en moldes narrativos que limitan su psicología interna.



Leonardo DiCaprio


Las actuaciones de DiCaprio y Penn, por añadidura, se destacan como las mejores de la película porque logran inyectar credibilidad a los matices descriptivos de sus personajes, incluso superando las limitaciones de una narrativa convencional. DiCaprio, como el padre en resistencia, aporta algo de autenticidad contenida al utilizar su registro expresivo para transmitir el peso de la desilusión y la rabia histriónica de una celebridad del inframundo revolucionario, ajustándose a pausas y miradas para sugerir las inquietudes intrínsecas que el texto apenas esboza, a pesar de que su comicidad se ve limitada por diálogos expositivos y un histrionismo exagerado en algunas escenas. Penn, en cambio, se roba toda la película al usar la mirada estoica, la voz rasposa y los movimientos rígidos al caminar para interpretar a Lockjaw como un villano ultranacionalista y racista que, luego de ser humillado sexualmente en un acto de dominación por una negra revolucionaria que representa todo lo que él odia (en la escena inicial donde Perfidia le apunta con su arma y lo fuerza a tener una erección involuntaria), evoca una obsesión perversa que lo lleva a traicionar sus ideales. Esta humillación, que exterioriza una atracción masoquista y el deseo reprimido de someterse a Perfidia para intentar castigarla (culminando en un encuentro sexual sin consentimiento mutuo), es lo que impulsa el deber de su personaje para perseguir al grupo French 75 y subvertir de nuevo el poder que le arrebató de su presunta superioridad racial.



El resto del reparto incluye una actuación secundaria de Benicio del Toro como el sensei de karate de Willa y respetado líder comunitario que ayuda a evacuar a inmigrantes ilegales mientras asiste a Bob antes de su escapada por la carretera con rifle en mano. También hay otra de Teyana Taylor, quien interpreta a Perfidia como una revolucionaria soberbia que castiga la masculinidad del agresor racista blanco y como feminista está convencida de que debe hacer lo que sea para continuar su lucha contra el sistema incluso si esto supone quedar embarazada del enemigo como sacrificio, aunque casi no hay espacio para subrayar su resiliencia, culpa o contradicciones; en un rol como mártir de los deportados tan esquemático que se sabe poco de ella más allá del trauma de su deportación y la ruptura de su familia.


Anderson emplea a estos actores para esquematizar una crítica alegórica sobre el racismo, la injusticia social y las políticas migratorias que actualmente divide el tejido social de los Estados Unidos de América. Su síntesis discursiva traza estos tópicos sobre la tangente de la relación padre-hija, que se entiende como la odisea de un padre progresista dispuesto a recuperar a la hija que, sin saberlo, pertenece a un supremacista blanco del ejército; mientras, por el otro lado, la hija adolescente busca escapar del padre biológico que, tras la prueba de ADN, quiere eliminarla para unirse a una sociedad secreta racista y encubrir la "traición" racial de haberla engendrado accidentalmente a causa del odio ideológico que choca con una lujuria primal que lo deshumaniza hasta revelar la fragilidad de su supremacía blanca, es decir, el poder fascista de la "superioridad racial" que a menudo se sostiene en negaciones hipócritas de sus propias debilidades sexuales. El padre blanco protector es el catalizador del progreso, mientras la hija mestiza es una pupila agresiva que "aprende" de sus lecciones revolucionarias.


Chase Infiniti y Regina Hall


El inconveniente es que el discurso sociopolítico pasa por un filtro maniqueo que patina en la falta de sustancia y, dicho sea de paso, me resulta tan tibio como un latte de Starbucks una vez que Anderson, en sus pretensiones de buenismo progresista, presenta una sociedad estadounidense dividida entre las minorías oprimidas como víctimas impotentes y los blancos opresores de un gobierno presuntamente fascista que usa el poderío militar para suprimir a las masas que brotan de las protestas colectivas. El progresismo aquí es performativo: Activistas que protestan en las calles contra las detenciones de la policía migratoria que apresa a los inmigrantes indocumentados; la hija radicalizada por el adoctrinamiento anti-racista, el padre furiosamente izquierdista que grita: "¡Viva la Revolución!"; y el típico final feliz que metaforiza la "victoria" donde la familia se reúne en una barbacoa multicultural para seguir el legado revolucionario destruyendo el establishment. No hay muchas interrogantes sobre si esta gente "revolucionaria" verdaderamente cumple las leyes constitucionales antes de exigir asistencia en el país que los recibe. La inmigración se reduce a victimismo barato y encarcelamientos por cruces fronterizos. El racismo, a insultos casuales de policías caricaturescos (clara parodia del ICE) y supremacistas blancos (parodiando de forma obvia a los republicanos trumpistas). Y la injusticia social, a un discursito que pide a gritos la "unidad", pero que, de igual modo, ignora las fracturas reales dentro de las comunidades marginadas.



Benicio del Toro


Como es de esperar, Anderson aborda esta construcción de significados al encuadrar a sus actores en una puesta en escena que, dentro de sus limitantes, por lo menos es competente cuando adopta algunos recursos estéticos que, por la parte visual, funcionan para delinear los motivos de los personajes y el hilo conductor de la narrativa a través del fuera de campo, el primer plano, el plano subjetivo, la iluminación y unas cuantas modalidades del encuadre móvil que dinamizan la urgencia con los planos secuencia de una cámara en perpetuo movimiento de Michael Bauman. Su utilización del plano panorámico, fruto de la amplitud del formato de VistaVision en 35mm, marca el amplio contraste entre los escenarios urbanos caóticos y las intimidades domésticas de clases sociales contrapuestas. Aprovecha la elipsis, además, como un bisturí para comprimir los paralelismos temporales y sugerir traumas ocultos entre los silencios. A todo esto se suma, por la parte sonora, un uso constante de la música extradiegética de Jonny Greenwood para elevar el tono de peligrosidad con cuerdas disonantes combinadas con percusión minimalista y sintetizadores ambientales, aunque a veces llega a resultar un poco molesta para mis oídos cuando abusa de los crescendos orquestales para sobredimensionar las obviedades.



Leonardo DiCaprio


En última instancia, Anderson consigue que estos elementos incorporados en su estética funcionen como accesorios cosméticos, pero, por desgracia, no logra esconder las irregularidades narrativas, de una película que se siente como un collage de postales inconexas sobre una relación padre-hija que está construida sobre un dinamismo paternalista que no evoluciona y permanece, más bien, en una circularidad de clichés genéricos en casi tres horas de discusiones estériles sobre revoluciones e inmigrantes estereotipados. No hay espacio para la introspección o el crecimiento con el realismo sucio de sus camaradas. Las pocas secuencias de acción carecen de impacto. Y la persecución climática, que avanza entre tiroteos y choque de coches, se estira sin gancho por las autopistas conocidas de la corrección política. Es, en pocas palabras, una de las más flojas de su filmografía; una que, como sátira, glorifica el terrorismo doméstico y la violencia política en nombre de la progresía.



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Ficha técnica
Título original: One Battle After Another
Año: 2025
Duración: 2 hr. 41 min.
País: Estados Unidos
Director: Paul Thomas Anderson
Guion: Paul Thomas Anderson
Música: Jonny Greenwood
Fotografía: Paul Thomas Anderson, Michael Bauman
Reparto: Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Benicio del Toro, Regina Hall, Teyana Taylor, Chase Infiniti
Calificación: 5/10

Tráiler de Una batalla tras otra



Antiporno

En Antiporno, Sion Sono recurre a su poética del metacine con la finalidad, supongo, de interrogar la objetivación sexual dentro de la industria japonesa del cine para adultos, en un intento de subvertir los parámetros establecidos por el subgénero Roman Porno de Nikkatsu. Para conseguir esto en menos de una hora y cuarto, Sono logra encuadrar algunos artilugios estéticos que vibran por el lado visual, pero, en general, me da la sensación de que su narrativa tropieza en lugares redundantes que le quitan sustancia a su crítica sobre la explotación sexual y la cosificación femenina. La trama, ubicada en una habitación hermética, sigue la existencia de Kyoko, una joven actriz que mantiene una sádica relación con su asistente para exteriorizar sus deseos y morbosidades, pero cuya personalidad errática se distorsiona cuando alguien dice “¡corten!” y revela los límites del plató, donde se invierten los roles hasta sacar a flote su personalidad sumisa como novata frente a una actriz veterana que, así como ella, protagoniza una película pornográfica. En términos generales, la narrativa tiene un arranque que me atrapa por la manera en que Sono deconstruye las fórmulas del cine erótico desde algunas capas del drama psicológico para sintetizar el delirio de la protagonista. Esto se disuelve, entre otras cosas, en las escenas sobre las fragilidades intrínsecas de Kyōko que se manifiestan en la solitaria jaula de su propio éxito y los recuerdos traumáticos; la autoridad de Kyōko para someter y desnudar a la secretaria que programa la entrevista para una revista de estilo de vida; las perversiones sexuales de Kyōko que se amplifican hasta grados extremos frente a las groupies de la moda; la inseguridad de Kyōko que surge entre náuseas y vómitos mientras recibe la humillación del equipo de rodaje. El problema fundamental, sin embargo, es que el guión de Sono suele colocar a Kyōko sobre un epicentro de exposición que, dicho sea de paso, debilita sus motivaciones hasta quedar en una inercia de situaciones reiterativas arregladas por la pragmática de los diálogos y los giros predecibles. La historia de Kyōko funciona, por añadidura, como un vehículo discursivo para pergeñar un texto sobre los tabúes sexuales de la sociedad japonesa y la cosificación de la mujer, pero visto a través de los ojos de una mujer atrapada en la cárcel de la explotación sexual, en una industria nipona de pornografía que reduce su cuerpo al de un producto de consumo que oculta la etiqueta de la crueldad, el masoquismo, el sexismo, el voyeurismo, el abuso sexual y la opresión femenina. Estos tópicos sobre la exploración sistémica de la sexualidad femenina tienen cierta relevancia, pero, por desgracia, Sono intenta abarcar demasiado y termina en una zona excesivamente didáctica, en la que se ausenta la profundidad cuando se desdibuja sobre los marcos entre realidad y ficción. A pesar de todo, la interpretación de Ami Tomite tiene cierta credibilidad cuando utiliza su pericia física y los gestos histriónicos para interpretar a una joven fracturada por los traumas psicológicos del pasado —la hermana fallecida, los abusos sexuales, la disfuncionalidad familiar— que agudizan su sufrimiento hiperbólico y se eventual desconexión con el Eros. Mariko Tsutsui, por su parte, también tiene momentos intensos como la tiránica actriz que castiga a la actriz novicia. Estas dos actrices son utilizadas por Sono para captar las inquietudes del sexploitation a través de una estética que se solubiliza con la elipsis, el plano simbólico, el primer plano, el fuera de campo, las modalidades del encuadre móvil y, ante todo, el uso psicológico del color —rojos intensos, amarillos brillantes y azules fríos— que adorna la artificialidad del set de filmación, con unos decorados minimalistas que subrayan la idea de un espacio escenificado y claustrofóbico, casi teatral, donde la autenticidad es inexistente. Estos valores estéticos son competentes, pero, desafortunadamente, no consiguen revertir las irregularidades narrativas que la convierten, a fin de cuentas, en una experiencia rebuscada del director de Vamos a jugar al infierno.



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Ficha técnica
Título original: Antiporno (Anchiporuno)
Año: 2016
Duración: 1 hr. 16 min.
País: Japón
Director: Sion Sono
Guion: Sion Sono
Música: Susumu Akizuki
Fotografía: Maki Itô
Reparto: Ami Tomite, Mariko Tsutsui, Dai Hasegawa, Yûya Takayama, Asami Sugiura, Fujiko
Calificación: 6/10

Descubre las reflexiones de Lav Diaz sobre cine, libertad digital y narrativas lentas en su entrevista con MUBI. Imperdible para cinéfilos.



Lav Diaz


En una fascinante entrevista con MUBI, el cineasta filipino Lav Diaz comparte su trayectoria, marcada por su infancia rural sin electricidad, donde los cines de un pueblo cercano fueron su escuela de cine. Díaz aboga por un enfoque minimalista, priorizando historia y personajes sobre excesos técnicos. Celebra la tecnología digital por liberar a los cineastas de las restricciones de la industria, permitiendo narrativas auténticas. Rechaza los límites de duración convencionales, viendo el cine como arte, no como producto de mercado.


Sus películas, influenciadas por la literatura rusa y su pasado periodístico, exploran las luchas filipinas y temas poscoloniales. Para Díaz, el cine es una herramienta de compromiso cultural, capaz de desafiar la explotación y transformar perspectivas.



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Focus: maestros de la estafa

Focus: maestros de la estafa es una película Glenn Ficarra y John Requa que recupera las claves de la comedia romántica y el cine de atracos que se ha visto cientos de veces en la oferta comercial de Hollywood. En más de una hora y media, intenta por sus medios ofrecer algo refrescante con la química de Will Smith y Margot Robbie como anzuelo, pero, en general, juega todas sus cartas en una zona predecible y aburrida que le quita cualquier rastro de sorpresa a su trama sobre engaños y estafas, dejándome con esa sensación de que lo que me cuenta ya lo he visto antes con mejores resultados en otras películas que ni me molesto por mencionar porque, francamente, cualquiera sabe cuáles son dentro del catálogo de la Warner Bros. Pictures. La trama sigue a Nicky, un estafador profesional que toma bajo su ala a una novata con talento para el engaño llamada Jess, a la que recluta en su equipo luego de una artimaña, estableciendo además una relación romántica con ella en un claro desafío a la regla del distanciado padre que le enseñó la profesión y a nunca involucrarse emocionalmente con sus colegas. En términos generales, la narrativa tiene un arranque interesante que, dicho sea de paso, se sintetiza sobre las fórmulas genéricas del cine de robos, en la que el líder de una banda de ladrones profesionales emplea sus habilidades en el arte del timo para planificar el robo de dinero y objetos valiosos a plena luz del día, frecuentando siempre hoteles de lujo o el mundo de las apuestas en los casinos junto a la rubia fatal del vestido rojo. El problema central, no obstante, es que el guión de los propios directores no se toma la molestia de desarrollar a los personajes más allá de las descripciones banales que justifican sus motivaciones y, a menudo, sólo se estructura sobre una serie situaciones rebuscadas que, por añadidura, no hacen otra cosa que convertirse en un desfile de clichés y giros predecibles. Esto solo conduce a una circularidad de facilismos que se distribuye entre la cita de Nicky y Jess en el Super Bowl en la que estafan a un magnate asiático; el golpe que planifica Nicky tres años después cuando reaparece en Buenos Aires para robarle al dueño de un equipo de automovilismo mientras es perjudicado por los celos de Jess; los encuentros amorosos de Nicky y Jess antes ser capturados por los agentes de seguridad. Todo el argumento queda estropeado por unos diálogos expositivos que solo sirven para comunicar obviedades sobre el orbe el crimen y la manipulación. Smith, conocido por su carisma arrollador, parece estar en piloto automático, en la interpretación plana de un estafador profesional que lo tiene todo fríamente calculado y resuelve los conflictos con cierta facilidad. Robbie, por su parte, demuestra cierta química con Smith en algunas escenas, pero siento que su personaje no escapa del artificio de la rubia artificial que sirve como accesorio cosmético y para rellenar la casilla de interés romántico como muñeca de porcelana. El resto del reparto está compuesto por personajes secundarios a los que olvido rápidamente. La dirección de Ficarra y Requa busca encuadrarlos con un tono inconsistente que se suele accidentar entre las secuencias apresuradas de fraude y los momentos de melodrama romántico que sienten anodinos, a pesar de que le pone algo de empeño a algunos escenarios cosmopolitas y sofisticados de alta clase. La banda sonora, aunque funcional con su selección ecléctica, no logra aportar personalidad ni dinamismo a la narrativa de atracos. Su intento de combinar romance, comedia y crimen termina en un batiburrillo que no me satisface por ninguna parte y, supone, en resumen, un truco barato que sólo podría engañar a los que se distraen con el móvil.



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Ficha técnica
Título original: Focus
Año: 2015
Duración: 1 hr. 45 min.
País: Estados Unidos
Director: Glenn Ficarra, John Requa
Guion: Glenn Ficarra, John Requa
Música: Nick Urata
Fotografía: Xavier Pérez Grobet
Reparto: Will Smith, Margot Robbie, Rodrigo Santoro, BD Wong, Adrian Martinez
Calificación: 4/10
Norte, el fin de la historia

Con una duración de más de cuatro horas, Norte: el fin de la historia es una película de Lav Diaz que consigue atraparme con la capa de significación que fluye sobre su hipnótica propuesta. Funciona como una reinterpretación de Crimen y castigo, de Dostoievski, pero contextualizada en las islas sociopolíticas de las Filipinas contemporánea. A través de un ritmo pausado y un estilo visual hipnótico, Diaz construye una tragedia sobria que interroga la opresión sistemática y la irracionalidad de la violencia en las grietas de la sociedad filipina poscolonial. La trama sigue la vida de tres personajes que se conectan cuando uno de ellos comete un crimen en una zona rural. El primero es Fabián, un intelectual frustrado y egoísta que, como estudiante de derecho de clase privilegiada, a menudo discute con otros colegas para manifestar una rabia soterrada contra el sistema que lo induce a asesinar a sangre fría. El segundo es Joaquín, un agricultor de clase obrera que, con pierna rota, se desmorona bajo el peso de deudas, fracasando estrepitosamente al intentar sostener a su familia y sufriendo, además, por ser injustamente encarcelado. El tercero es Eliza, la esposa de Joaquín que lucha contra la desesperación mientras intenta ganarse la vida para cuidar a sus tres hijos vendiendo verduras en la calle. En términos generales, los tres relatos se sintetizan sobre las bases del drama realista y algunos elementos del thriller criminal, emergiendo sobre un tapiz de belleza austera y poética, donde la imagen-tiempo se estira como un río tranquilo, que invita lentamente a sumergirse en las complejidades éticas y sociales de sus personajes. En este sentido, me resulta orgánico el conflicto que surge del aislamiento social de Fabián como un agente del mal que ejecuta actos violencia deliberados para "corregir" por cuenta propia las desigualdades del capitalismo; el sacrificio de Eliza como una madre honesta que trata sustentar a su familia con el comercio en medio de la miseria; el escarmiento de Joaquín como un prisionero que soporta abusos en la cárcel. Las actuaciones del reparto, en cierta medida, conjeturan de forma orgánica las desdichas de los personajes. Se destaca primero Sid Lucero, quien ejerce su expresividad mesurada para interpretar, con la mirada y la gestualidad, a un antisocial privilegiado de familia disfuncional que cae en un abismo psicológico agudizado por la alienación, la culpa y el nihilismo. Angeli Bayani, por su parte, muestra con cierta sobriedad las expresiones de una mujer lacerada por la adversidad. A través de este reparto, Diaz edifica significados que se manifiestan, dicho sea de paso, en una crítica filosófica sobre el sufrimiento universal que atraviesa la tangente de clase, familia, moralidad y violencia, pero entendido como el dilema ético-moral de un individuo atormentado por las debilidades estructurales —colonialismo, capitalismo, socialdemocracia, catolicismo— y las contradicciones inherentes de un sistema opresivo —corrupción estatal— que erosiona la libertad individual, donde la deshumanización no depende de la riqueza o la pobreza, sino, más bien, de conductas heredadas de ideologías que fracturan la condición humana. Diaz se resiste a moralizar porque, entre otras cosas, presenta la violencia sistémica como un ciclo existencial alimentado por el odio y el miedo, en el contexto de las heridas históricas de la sociedad poscolonial filipina; revelando, en efecto, que la verdadera lucha no es entre individuos, sino contra las estructuras políticas que perpetúan la desigualdad, la injusticia y la violencia. Diaz capta estas dinámicas utilizando dispositivos estéticos como la elipsis, el sonido diegético, los silencios poéticos, el fuera de campo, el encuadre móvil, los planos fijos de larga duración y, ante todo, el uso del gran plano general que magnifica el amplio contraste entre los campos verdosos y los entornos rurales marginados. Su estética, que rechaza usar la música extradiegética, encuadra todo con una intimidad casi etnográfica: conversaciones en chozas humildes, gestos en penumbra, caminatas en calles solitarias. En sus cuatro horas encuentro poesía visual, pero, también, verdades incómodas que reafirman que la historia, al final, puede reescribirse.



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Ficha técnica
Título original: Norte, the End of History (Norte, hangganan ng kasaysayan)
Año: 2013
Duración: 4 hr. 10 min.
País: Filipinas
Director: Lav Diaz
Guion: Lav Diaz, Rody Vera
Música: N/A
Fotografía: Larry Manda
Reparto: Sid Lucero, Angeli Bayani, Soliman Cruz, Miles Canapi, Archie Alemania
Calificación: 7/10
Tron: El legado

Tron: el legado es una película de Joseph Kosinski que continúa la exploración de ese universo de ciencia-ficción creado por Steven Lisberger en la fatigosa Tron (1982), luego de 28 años de distancia para que Disney diera la autorización para que fuera una secuela. El acercamiento que Kosinski consigue aquí a es incluso superior a su antecesora, al menos por la parte visual que reimagina el ciberespacio, pero, en general, es una secuela plana que se queda corta en casi todos los aspectos y termina en un vacío de programas reciclados. La trama ahora sigue a Sam Flynn, un programador experto de 27 años que accede en una sala de videojuegos a la realidad virtual para investigar la desaparición de su padre, Kevin Flynn (atrapado durante décadas en la Red), y de paso sacarlo del ostracismo con ayuda de un programa con aspecto femenino llamado Quorra, mientras se enfrenta a los secuaces de un tiránico programa que tiene la intención de utilizar el disco de su padre para activar un portal hacia el mundo real. En términos generales, la narrativa se condensa sobre una premisa similar a la predecesora, donde un usuario habilidoso descubre por casualidad la puerta de acceso a mundo cibernético y emprende una misión peligrosa en la que suele enfrentar a soldados con trajes de neón. El problema central, no obstante, es que el guión arroja el desarrollo de los personajes sobre una superficie descriptiva que solo sirve como resorte trivial para hacer avanzar la trama y, a menudo, las acciones que hay detrás de sus motivaciones responden a una serie de situaciones predecibles que simplemente carecen de gancho emocional en su epicentro de facilismos. Los diálogos son torpes, repletos de jerga tecnológica que suena banal y clichés que se anticipan con facilidad dentro de su exposición. De esta manera, permanezco anestesiado por la ausencia de sorpresa que observo en las carreras de motos de luz en las que Sam demuestra su pericia; las conversaciones rebuscadas para entender cómo Kevin queda atrapado en el sistema; el objetivo del villano llamado Clu para reabrir el Portal por tiempo limitado con el "disco de identidad" de Flynn e imponer su idea de perfección en el mundo humano. Garrett Hedlund, por su parte, le pone algo de empeño para proyectar carisma como Sam Flynn y tiene hasta la seguridad de un héroe de acción, a pesar de que no logra llenar el vacío dejado por un guion que no le da profundidad a su protagonista. Olivia Wilde, como Quorra, ofrece algo de frescura y tiene química con Hedlund, pero su personaje está subdesarrollado, sirviendo más como un accesorio romántico sin agencia propia. Y Jeff Bridges, aunque refleja su lado carismático, parece atrapado en un papel dual que oscila entre un salvador mesiánico y un antagonista genérico digitalizado mediante rejuvenecimiento digital, sin aportar nada nuevo que justifique su presencia más allá de las obviedades de la franquicia. A pesar de las debilidades del reparto, Kosinski ejecuta, en su debut, un espectáculo visual que se suele colocar por encima de la sustancia al otorgarle a cada escena algunos elementos de la estética cyberpunk, que brilla gracias a los efectos especiales en CGI y la cinematografía competente de Claudio Miranda que crea atmósferas lumínicas y oscuras dentro de los espacios del mundo digital. Las secuencias de acción, como las carreras de motos de luz o los combates con disco, son algo decentes en su ejecución. La banda sonora de Daft Punk es, de igual modo, incorporada con eficacia en un par de escenas que se sintetizan entre sus ritmos electrónicos y pulsantes. Nada de esto impide, por desgracia, que esta secuela se hunda en sus propias pretensiones con sus personajes planos y una falta de impacto narrativo, quedando, más bien, como una experiencia que se olvida tan pronto como se desconectan los créditos.



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Ficha técnica
Título original: TRON: Legacy
Año: 2010
Duración: 2 hr. 05 min.
País: Estados Unidos
Director: Joseph Kosinski
Guion: Adam Horowitz, Edward Kitsis
Música: Thomas Bangalter, Guy-Manuel De Homem-Christo, Daft Punk
Fotografía: Claudio Miranda
Reparto: Garrett Hedlund, Jeff Bridges, Olivia Wilde, Michael Sheen
Calificación: 5/10

El gran viaje de tu vida

En El gran viaje de tu vida, Kogonada recupera su poética de la memoria con la finalidad, supongo, de intentar subvertir los tropos del cine romántico y ofrecer, dicho sea de paso, una historia de amor que sea diferente a lo que se ha visto tantas veces dentro de las cursilerías genéricas, pero con las pretensiones de originalidad previamente mostradas en Columbus y Despidiendo a Yang. Sin embargo, tengo la sensación de que el viaje fantástico de Colin Farrell y Margot Robbie abre las puertas de la vacuidad y transita, a menudo, por caminos irregulares en los que no pasa nada sustancioso en sus tópicos sobre recuerdos, autoaceptación y dilemas amorosos. La trama sigue las vidas de David y Sarah, dos solteros desencantados que, luego de conocerse en la boda de un amigo común, acceden a una agencia de alquiler de vehículos que ofrece también el servicio de emparejamiento de almas gemelas, donde ambos establecen una relación ambigua mientras conducen un coche guiado por un GPS y a veces, se detienen en la carretera para abrir puertas interdimensionales a momentos particulares de sus respectivos pasados. En términos generales, la premisa me resulta original por la manera en que se sintetiza un híbrido entre el drama romántico, el cine de carretera y la fantasía de realismo mágico con el propósito de mostrar una exploración metafórica entre dos personas destinadas a formar una pareja. El problema fundamental, no obstante, es que la estructura narrativa desarrolla los conflictos internos de los personajes desde una superficie higienizada que carece de profundidad emocional y que suele caer, en más de una ocasión, en una serie de situaciones insustanciales que solo funcionan como hilo conductor para subrayar inútilmente el tiempo de dos personas marcadas por traumas no resueltos, decisiones erróneas y arrepentimientos que han moldeado su adultez solitaria. Los diálogos suenan a borrador de guion de comedia romántica de bajo presupuesto. Las secuencias de viaje, guiadas por ese GPS parlante, se extienden innecesariamente por la ruta de lo onírico. En este sentido, simplemente me causa abulia observar los episodios de David como un hombre afectado por la inseguridad y el sufrimiento; los relatos de Sarah como una mujer segura de sí misma que es sacudida por el egoísmo y las infidelidades; las conversaciones en el auto en la que David y Sarah descubren que son compatibles antes de estacionarse en las puertas que les permite conocerse mejor. Todo se resuelve en un beso final y la moraleja cursi sobre "abrir puertas al futuro". A través de los pasajes de estos personajes, Kogonada trata de esbozar un comentario que dialoga sobre el arrepentimiento, la redención y los dilemas de las relaciones de parejas, pero entendido como el vacío existencial entre un hombre y una mujer que, en medio de la soledad y de las oportunidades perdidas, se niegan a aceptar el poder abstracto del amor para alterar el destino y el miedo a la otredad. Las actuaciones de Farrell y Robbie poseen química en algunas escenas. Uno interpreta a un hombre divorciado y melancólico que trata de abandonar la indecisión y los fracasos personales. La otra interpreta a una mujer extrovertida que es incapaz de sincerarse consigo misma y sacrifica el amor por la carrera. Pero, por desgracia, solo quedan como figuras artificiosas, sin alma ni corazón, que Kogonada utiliza como pretexto para arrojar su entendimiento estético a través del sobreencuadre, la elipsis, el primer plano, la analepsis, el plano simbólico, las simetrías compositivas, las atmósferas lluviosas y, ante todo, el uso psicológico del color (especialmente azul y rojo) para acentuar las respectivas motivaciones nostálgicas de los personajes. Ninguno de estos elementos evita, desafortunadamente, que esta película romántica avance a un ritmo plúmbeo con una duración de apenas 108 minutos; una que ahoga cualquier chispa de sentimentalismo y que pretende ser un bálsamo indie, pero termina siendo, en última instancia, otro ejemplo de cómo la forma puede traicionar al fondo.



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Ficha técnica
Título original: A Big Bold Beautiful Journey
Año: 2025
Duración: 1 hr. 48 min.
País: Estados Unidos
Director: Kogonada
Guion: Seth Reiss
Música: Joe Hisaishi
Fotografía: Benjamin Loeb
Reparto: Colin Farrell, Margot Robbie, Phoebe Waller-Bridge, Kevin Kline, Sarah Gadon, Billy Magnussen
Calificación: 5/10
Frankenstein de Mary Shelley

En Frankenstein de Mary Shelley, el director británico Kenneth Branagh recupera algunos apuntes de su poética de la tragedia con la finalidad, supongo, de adaptar la popular novela gótica de la autora británica que ha quedado inmortalizada en el imaginario colectivo desde 1818. Se dice que es la adaptación cinematográfica más fiel de la obra original, a pesar de incorporar ligeros cambios. Nada de esto, sin embargo, me impide recibirla con cierta tibieza. Como cuento de terror gótico, Branagh procura añadirle atmósferas oscuras y un tono solemne en los decorados que sirven para el lucimiento de un maquillado Robert De Niro, pero a menudo su narrativa ruidosa termina tropezando en su propio exceso de teatralidad y decisiones creativas cuestionables que oscilan entre lo melodramático y lo caricaturesco. La trama, ubicada en algún lugar del Polo Norte en 1794, narra la existencia de Víctor Frankenstein, un hombre que conversa con el capitán de un barco atrapado en el hielo durante una expedición, en donde revela la extraña obsesión por vencer a la muerte que lo condujo a crear una abominación hecha con electricidad y partes del cuerpo humano en los interiores de su laboratorio. En términos generales, la narrativa tiene un arranque trepidante que me atrapa, en principio, por la manera en que se establece el conflicto principal desde una larga escena retrospectiva que muestra cómo el científico loco se obsesiona con revivir a los muertos antes de gritar la famosa frase: "¡Está vivo!". El problema, no obstante, es que el guión intenta abarcar demasiado en una narrativa sobrecargada que no profundiza lo suficiente en las motivaciones de los personajes, optando, más bien, por colocarlos en una serie de situaciones previsibles que nunca escapan del epicentro de acciones circulares y facilismos apresurados para justificar los tópicos sobre la condición humana, la responsabilidad ético-moral y la disparidad de clases sociales. La circularidad de conflictos banales se estira entre la relación sentimental de Víctor y Elizabeth; el trabajo científico de Víctor para crear a un monstruo a partir del cerebro de un doctor y el cuerpo deforme de un asesino ahorcado; la cruzada de venganza de la Criatura por bosques oscuros para ajusticiar a su creador leyendo las indicaciones de su diario. Los diálogos me parecen sacados de los monólogos teatrales de la dramaturgia shakespeariana. Los sobresaltos, que ocurren con la figura monstruosa de la Criatura, solo me producen abulia. La actuación de Branagh simplemente carece de ciertos matices expresivos y, con su registro histriónico, está más preocupado por gritar su tormento que por transmitir la complejidad psicológica de un hombre obsesionado con desafiar a la naturaleza. Helena Bonham Carter se ve reducida a un cliché romántico, culminando en una escena final sacada de una parodia absurda. De Niro, por su parte, consigue sacarle provecho a varias capas de maquillaje prostético sobre su rostro y su cuerpo para interpretar a la Criatura como un antihéroe grotesco que lucha por equilibrar la humanidad y la monstruosidad, aunque el guión no le da el espacio suficiente para brillar porque lo coloca solo como un villano acartonado de terror. A pesar del elenco estelar, Branagh parece estar más interesado en demostrar su destreza como director. El punto más solvente se encuentra en esa estética gótica que se acentúa en los escenarios pomposos y siniestros, el diseño del vestuario, la auténtica reproducción de la época y, ante todo, el uso del encuadre móvil que le confiere cierto dinamismo al ritmo de las escenas, a pesar de que suele abusar del recurso del travelling circular en algunos planos que me resultan mareantes. La banda sonora de Patrick Doyle, de igual modo, trata de evocar el lado histriónico del relato. Ninguno de estos elementos, por desgracia, sacan al filme de ese abismo de inanidad que se deja sentir con una ejecución exagerada y casi operística, que no logra capturar la esencia trágica del texto de Shelley.



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Ficha técnica
Título original: Mary Shelley's Frankenstein
Año: 1994
Duración: 2 hr. 03 min.
País: Estados Unidos
Director: Kenneth Branagh
Guion: Steph Lady, Frank Darabont
Música: Patrick Doyle
Fotografía: Roger Pratt
Reparto: Kenneth Branagh, Robert De Niro, Helena Bonham Carter, Tom Hulce, Aidan Quinn, Ian Holm, John Cleese
Calificación: 5/10
El espíritu de la colmena

El espíritu de la colmena es una película española que, dentro de sus limitaciones, supone la ópera prima de Víctor Erice, estrenada en una época en la que los cineastas españoles hacían maniobras estéticas para burlar la censura del régimen franquista. Tras visionarla para saber si es una "obra maestra", como dicen, me encuentro con que es algo pretenciosa en sus inclinaciones rupturistas. Erice intenta tejer aquí un drama de mayoría de edad con atmósferas regionalistas y una actuación decente de la pequeña Ana Torrent, pero, en cierta medida, sus prioridades estéticas debilitan lentamente su alegoría reduccionista sobre el trauma colectivo bajo el franquismo, en una clase de revisionismo histórico sobre las secuelas de la Guerra Civil española. Ambientada en un pueblo castellano en 1940, el argumento sigue a Ana, una niña tímida de seis años cuya inocencia, junto a su hermana Isabel, se ve alterada por la proyección de Frankenstein (Whale, 1931) en un cine local, poco antes de regresar a su casa solariega con sus padres, Fernando y Teresa. En términos generales, la narrativa se estructura sobre las nomenclaturas del género, donde se muestra la travesía de una niña ingenua que pierde la inocencia al jugar en el patio. El problema fundamental, no obstante, es que el guión adolece de una estructura irregular, en la que el desarrollo de personajes es particularmente blando en su epicentro descriptivo y, a menudo, las acciones se reducen a situaciones previsibles que permanecen, entre otras cosas, en una circularidad de rutinas cotidianas que evita interiorizar los cuadros psicológicos más allá de las obviedades. Las interacciones de Ana con su hermana Isabel, o sus padres pasivos, se limitan a miradas y silencios que pretenden ser profundos. Todo luce higienizado. En este sentido, permanezco anestesiado por la ausencia de emotividad que se halla en la agenda de la niña curiosa y vulnerable que camina por las praderas rememorando la experiencia del "monstruo"; las malas intenciones de la hermanita mayor antes de aprovecharse de la ingenuidad de su hermana pequeña en el redil desolado o en la vivienda siniestra; el trabajo del padre como apicultor que cuida las colmenas para olvidar su pasado de intelectual; la infidelidad de la madre que escribe una carta a un amante lejano que se fue a la guerra. Erice utiliza a los personajes como autómatas con la única finalidad, supongo, de interrogar la desintegración familiar y la condición sociopolítica de los españoles en el contexto de la Guerra Civil, pero entendido como la pérdida de la inocencia de una niña que metaforiza la desilusión y los miedos internos de una sociedad que sufre los efectos de una dictadura autoritaria basada en el orden, la tradición y la represión. Esta síntesis discursiva es moralizante porque, dicho sea de paso, se presenta como una metáfora maniquea del franquismo —el bien (los inocentes oprimidos) contra el mal (los opresores falangistas)—, donde el "monstruo" representa el horror de la dictadura y la colmena aislada simboliza la opresión colectiva de las "abejas obreras" ordenadas en resistencia; ignorando las ambigüedades históricas franquistas cuando trata de metaforizar, a través las dos hermanas, el fraccionamiento social entre nacionalistas y republicanos. Esta imagen-signo se repite ad nauseam: las abejas zumbando, la niña buscando al "monstruo" en el campo, el pozo como abismo de lo desconocido. Para conseguir esto, Erice adopta una estética que dota el encuadre de significación a través del primer plano, la elipsis, el plano simbólico, la iluminación natural, el fuera de campo, el sonido diegético, el sobreencuadre y, ante todo, el gran plano general que acentúa la frialdad en los paisajes desolados que contrastan con la calidez interior en la casa de los cristales hexagonales de color miel. Entre toda esta pretensión de ombliguismo estético que roza lo didáctico, desafortunadamente, solo quedan los residuos de un drama anodino y algo regular sobre los traumas de la niñez; uno que funciona como panfleto disfrazado de arte, pero que, en su análisis, elude enfrentar ciertas realidades históricas con honestidad.



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Ficha técnica
Título original: El espíritu de la colmena
Año: 1973
Duración: 1 hr. 38 min.
País: España
Director: Víctor Erice
Guion: Ángel Fernández Santos, Víctor Erice
Música: Luis de Pablo
Fotografía: Luís Cuadrado
Reparto: Ana Torrent, Fernando Fernán Gómez, Isabel Tellería, Laly Soldevila, Teresa Gimpera
Calificación: 6/10
Del cielo al infierno

Del cielo al infierno es una película en la que Spike Lee recupera algunos apuntes de su poética de la negritud con la finalidad, supongo, de intentar que sea como una especie de remake de El cielo y el infierno (Kurosawa, 1963) y, a la vez, una adaptación de la novela King's Ransom de Ed McBain. Marca, además, una nueva colaboración de Lee con Denzel Washington, tras haber colaborado juntos hace 19 años en El plan perfecto (2006). Tiene el potencial para ser algo fuera de serie, pero termina siendo una decepción. A pesar de contar con el talento de Washington, es un thriller policial que es incapaz de subir el volumen y, a menudo, se pierde en una dirección errática que transita entre escenarios urbanos neoyorquinos rebuscados para interrogar los altibajos de los músicos negros y el legado cultural de la música afroamericana. La trama sigue a David King, un magnate musical neoyorquino que, en medio de una estrategia financiera para retener el control de su disquera Stackin' Hits Records, atraviesa un dilema moral cuando recibe la llamada anónima de un secuestrador que exige 17,5 millones de dólares a cambio del regreso sano y salvo de su hijo Trey. En términos generales, la narrativa despierta mi interés, al principio, por la forma en que mezcla el drama con las fórmulas del thriller policial para amplificar el conflicto moral que surge cuando King observa que el hijo de su chófer es secuestrado por error en lugar del suyo. El problema fundamental, no obstante, es que la estructura narrativa se debilita porque, entre otras cosas, el guión se arregla sobre unas bases genéricas que suspende las acciones de los personajes en unas situaciones predecibles que siempre se mantienen entre las conversaciones de King con su esposa y su amigo para lidiar con el secuestro; el intercambio por teléfono entre King y el secuestrador; la investigación policial de unos agentes ineptos que permiten que los eventos sucedan de una manera fácil; las sospechas de King para hallar al delincuente con pistola en mano. La circularidad de situaciones hacen que el barullo, en general, sea bastante aburrido cuando reitera los mismos asuntos. Los personajes pasean por una falta de desarrollo y solo cumplen una función descriptiva, rellenando interacciones forzadas que los reduce a estereotipos, especialmente en las escenas dentro del lujoso apartamento de King donde surgen tensiones raciales. Los diálogos tienen vocación por la obviedad semántica. La interpretación de Washington ofrece, por lo menos, algunas escenas para lucir su carisma al asumir el papel de un hombre avaro que enfrenta un dilema ético por dinero, alcanzando su punto en la escena en la que rapea frente a A$AP Rocky. Por la parte visual, Lee suele encuadrarlos en una puesta en escena que goza de su estilo distintivo al incorporar mecanismos estéticos que sintetizan las motivaciones de los personajes a través del primer plano, el sobreencuadre, la elipsis, el encuadre móvil, los decorados elegantes, la ruptura de la cuarta pared, las simetrías compositivas, el plano-contraplano y, además, las atmósferas urbanas que capturan el panorama de la ciudad de Nueva York con una mezcolanza de formatos visuales en cada escenario emblemático ―el Metro, el Yankee Stadium, Borough Hall de Brooklyn, el Desfile del Día de Puerto Rico―, fruto de una correcta fotografía de Matthew Libatique. La banda sonora de Howard Drossin, de igual modo, incorpora una partitura ecléctica que rinde un homenaje multicultural a la música latina y afroamericana con referencias a Eddie Palmieri y James Brown. Estos elementos, por añadidura, tapizan las florituras estéticas que le conceden cierto atractivo en la superficie, pero, desafortunadamente, no justifican su existencia como remake. Esta versión, más bien, carece de la densidad moral y la precisión narrativa que hicieron del original un clásico, un producto irregular que, en definitiva, me parece un ejercicio inane que no entretiene ni provoca cuando señala los altibajos de los artistas afroamericanos, en la época donde la atención es la principal divisa.



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Ficha técnica
Título original: Highest 2 Lowest
Año: 2025
Duración: 2 hr. 13 min.
País: Estados Unidos
Director: Spike Lee
Guion: Alan Fox
Música: Howard Drossin, ASAP Rocky
Fotografía: Matthew Libatique
Reparto: Denzel Washington, Jeffrey Wright, Ilfenesh Hadera, ASAP Rocky, Dean Winters, Michael Potts
Calificación: 5/10